La otra cara de la adopción

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Primera parte

Consideraciones psicológicas sobre fecundación, embarazo y parto

El cuerpo, la mente, el mundo interno inconsciente, la somatización

Tomar la decisión de fundar una familia, de tener hijos, puede ser sencillo o complicado. Hay parejas que pasan años pensando en ello y no acaban de decidirse. Pueden aducir explicaciones lógicas, pueden racionalizarlo con argumentos que a todo el mundo podrían parecer adecuados (el trabajo, las condiciones económicas…). Las hay en que uno de los dos desea tener hijos y el otro, no, y las hay que ya tienen claro que desean hijos desde mucho antes de vivir juntos. La verdad es que decidir que sí o que no, o bien dejar que pase el tiempo sin decidirse por nada, puede depender de muchos factores desconocidos por los mismos afectados. Sobre todo, de factores internos, inconscientes.

Los humanos tenemos un mundo interno que desconocemos en gran medida, un espacio mental en el que hay deseos, anhelos, inquietudes y miedos que ignoramos. Es la parte oscura de nuestra mente, que puede no tener nada que ver con nuestra voluntad y nuestros pensamientos. Es más, puede estar en las antípodas de nuestros pensamientos y deseos conscientes. Esta parte oscura tiene tanta fuerza que puede llevarnos por caminos que no deseamos y puede impedirnos seguir algunos caminos que hayamos elegido voluntariamente. Y ello ocurre sin que nos demos cuenta de que somos nosotros mismos quienes nos vamos poniendo palos en las ruedas.

Hay que tener en cuenta, también, que el cuerpo y la mente van juntos y están tan estrechamente vinculados que, si uno de ellos no funciona bien, es muy difícil que el otro pueda funcionar adecuadamente. La parte oculta de nuestra mente puede dominarnos hasta el punto de actuar sobre el cuerpo para salirse con la suya. Hay personas que siempre están enfermas de una afección u otra y van recorriendo las consulta médicas, también una tras otra. En estos casos, habría que llevar a cabo una investigación psicológica porque lo más probable es que, en el fondo de tantas enfermedades distintas, exista una problemática emocional que sólo pueda resolverse por la vía psíquica.

Hace ya muchos años que la Organización Mundial de la Salud habló de ello al declarar que un número muy elevado de las personas que frecuentan asiduamente los servicios médicos deberían poder recibir una atención psicológica: así se ahorraría sufrimiento a la población y gastos a Sanidad. Aunque parezca inverosímil, llegan a hacerse un montón de pruebas e intervenciones médicas carísimas y complicadas en casos de sintomatología física médicamente inexplicable y también en casos de enfermedad física real en los que las intervenciones habrían podido evitarse dispensando al paciente una atención psicológica desde el inicio del problema: cefaleas, problemas en la piel, asma, anomalías gastrointestinales, alergias y otras muchas afecciones.

Hay casos en los que, por raro que pueda parecer, han llegado a practicarse intervenciones quirúrgicas innecesarias. Recuerdo uno de un muchacho que sufría de un fuerte dolor en una parte del cuerpo. La doctora que le atendía, después de practicarle un montón de pruebas, no veía en ello nada anormal. Pero los dolores persistían y los familiares del paciente se enfadaban y presionaban para que se hiciera algo. La doctora, una persona sensible, se daba cuenta de que el niño estaba sufriendo a nivel psíquico, pero en aquella institución no se contemplaba este tipo de ayuda porque no contaba con los recursos necesarios. Ante la presión de los familiares, que sólo veían el problema físico, llegó a practicarse una intervención quirúrgica. El resultado fue que todo estaba bien.

Afortunadamente, nuestra sociedad cuenta ya con algunas instituciones sanitarias en las que médicos y psicólogos colaboran estrechamente en beneficio de los pacientes, pero ello no es todavía muy frecuente.

Otra cuestión a tener en cuenta es la de las enfermedades que aparecen en momentos inoportunos, por ejemplo, cuando alguien está a punto de llevar a cabo, con mucha ilusión, algún proyecto importante. La enfermedad, en un caso así, puede ser el indicador de que, por dentro, la envergadura del proyecto esté asustando, de que la persona en cuestión no se sienta capaz de llevarlo a cabo o esté muy asustada ante la idea de un posible fracaso. Si no se tiene conciencia de todos estos sentimientos y miedos y la mente no está capacitada para hacerse cargo de la angustia y para intentar resolverla, la angustia cambia de naturaleza, se desvía del camino mental y va a parar al cuerpo bajo la forma de síntomas corporales, enfermedades o disfunciones. El conflicto psíquico ha pasado a ser físico: como en los casos que comentábamos antes, ha sido traspasada al soma una problemática de la mente. Ahora los síntomas corporales serán atacados médicamente, es decir, de una manera que evitará que el paciente entre en contacto con el sufrimiento psicológico. Pero impedirá, también, que pueda resolver el problema de fondo, el cual quedará en una especie de estado letárgico y resurgirá en cualquier momento, bajo la forma de una sintomatología corporal diferente, cuando el nivel de ansiedad de la persona vuelva a incrementarse por alguna circunstancia externa inquietante.

La ilusión de tener un hijo

Cuando una pareja decide con ilusión tener un hijo, los dos saben o intuyen que la vida les cambiará substancialmente, cosa que siempre despierta ansiedades. Tanto el embarazo como el parto son acontecimientos normales de la vida y, como tales, parecería que no tienen por qué ser especialmente complejos. Pero los humanos somos complicados y la experiencia ha ido demostrando que, según como se asuma la paternidad/maternidad, las personas pueden resultar afectadas por unos niveles de ansiedad desestabilizadores. Convertirse en padres equivale a alejarse de la propia infancia, obliga a ser definitivamente adulto, a madurar deprisa y produce un trastorno emocional difícil de metabolizar. Se trata de adquirir una gran responsabilidad y las personas se enfrentan a ello de manera muy distinta según la madurez emocional de que disponen.

Ante la decisión de convertirse en padres, aparecen también, en la mente de cada uno de los dos miembros implicados, unos miedos y unas ansiedades relacionados, por una parte, con el futuro de ambos como pareja y, por otra parte, con conflictos internos individuales que hasta ese momento se habían mantenido alejados de la conciencia y que suelen tener que ver con el tipo de relación inconsciente que cada persona haya experimentado con sus propios padres. Son inquietudes que vienen de muy lejos, que todo el mundo ha sufrido en mayor o menor grado y que nunca han estado en la conciencia. Ante la presión de una futura paternidad/maternidad, es decir, ante la necesidad de tenerse que ocupar de un ser frágil y muy necesitado de cuidados y atención, esta inquietudes se reactivan con mucha fuerza y pueden producir alteraciones diversas, tanto de carácter psíquico como físico.

Resumiendo, pues, diremos que para poder enfrentarse en buenas condiciones con la idea de tener un hijo y que ello llegue a materializarse, hay que contar con un buen nivel de equilibrio emocional, lo cual puede resumirse en el hecho de haber madurado suficientemente como persona, ser un adulto responsable consigo mismo y con los demás y, consiguientemente, estar bien dispuesto a no ser el único centro de atención del otro miembro de la pareja. Si no es así, por mucho que se desee tener un hijo, lo que suele ocurrir en algunas ocasiones es que el embarazo no se produzca. Me refiero, naturalmente, a aquellos casos en los que no hay ningún problema físico que justifique la no fecundación.

El embarazo, las dificultades para conseguirlo y el parto

Los meses de duración del embarazo pueden ser muy útiles para ir metabolizando y superando todas las inquietudes que aparezcan —por otra parte bien normales, como ya hemos dicho— y para crear, en la mente de los dos miembros de la pareja, un espacio en el que tenga cabida el futuro hijo. El niño debe vivir dentro de la mente de sus padres desde mucho antes de su nacimiento. Los padres, a medida que van haciéndose cargo de la complejidad interna que les plantea la nueva situación, van dejando de lado sus propios deseos infantiles y ello les permite incrementar el sentido de responsabilidad y la ilusión por la criatura que llegará al mundo. Esta ilusión compartida es imprescindible para el futuro bienestar psíquico del hijo y de todos ellos.

Si este proceso no se desarrolla satisfactoriamente, pueden aparecer problemas de relación en la pareja que, a veces, llegan a ser tan serios que ocasionan una ruptura durante el embarazo o cuando el hijo llega al mundo y enfrenta a los padres con la obligación de hacerse cargo de sus necesidades perentorias y de darle una dedicación y unas atenciones que, en el fondo, tal vez siguen deseando para si mismos.

Estamos viendo, pues, que un hijo debe ser gestado físicamente por la madre, pero que también debe ser gestado mentalmente por ambos, ya que la madre deberá poder contar, durante todo el proceso de gestación y durante los primeros meses de vida del niño, con el soporte emocional incondicional por parte de su compañero. Si no puede disponer de esta ayuda, le resultará mucho más complicado hacerse cargo de las ansiedades del recién nacido, que son muchas, y de las que la nueva situación le genere a ella misma.

Para que se produzca un embarazo vemos, pues, que tiene una importancia crucial el estado mental de las dos personas implicadas. En este sentido, hay un factor esencial en el que no se acostumbra a pensar. Todas las ansiedades, inquietudes, dudas y miedos inconscientes de que hemos hablado antes, en algunos casos son tan severos que llegan a impedir el embarazo deseado. Son muchos los casos de infertilidad en los que, después de un montón de pruebas médicas, se llega a la conclusión de que no hay ninguna causa física que los justifique. Ahora bien, a pesar de ello, se intenta una y otra vez una solución médica a base de la fecundación asistida. Nadie piensa que pueda tratarse de una problemática psíquica no resuelta. Después de unos cuantos fracasos y de mucho sufrimiento mental, se intenta tranquilizar a la pareja sugiriéndoles que siempre les queda la posibilidad de adoptar. Pero con esta recomendación, se les da un mensaje erróneo: se equipara la paternidad/maternidad biológica con la adoptiva, cosa que, como explicaremos, no es equiparable.

 

Hay que pensar, también, que si el problema de la infertilidad lo generan causas psicológicas y no se hace nada para resolverlo desde esta vertiente, es muy difícil que se solucione solo, y no puede esperarse de ninguna de las maneras que el hijo adoptivo, con toda la carga de sufrimiento emocional que él también ha ido almacenando, pueda ayudar a solucionarlo.

Otro aspecto a considerar es que hay mujeres que, tras haberlo intentado todo desde la perspectiva médica, adoptan una criatura y, poco después, quedan embarazadas. Cada caso puede tener un significado diferente, pero el más frecuente es que sus problemas internos no resueltos le hubiesen estado impidiendo sentirse autorizada para ser madre. Una vez conseguido el visto bueno de la Administración, es decir, cuando una autoridad la ha autorizado a convertirse en madre, las ansiedades han disminuido su efervescencia, lo cual ha servido para que ella misma haya podido concederse el permiso que, antes, no se concedía. De todas maneras, no hay ninguna garantía de que el problema de fondo haya quedado resuelto.

Sobre este punto, desearía añadir que hay ocasiones en las que la infertilidad del marido o su impotencia sexual también pueden deberse a causas psicológicas profundas. Una de las angustias con que tienen que enfrentarse algunos hombres en el momento de plantearse tener un hijo, es el miedo a perder el cariño y la dedicación de su esposa, el miedo a que, cuando llegue al mundo su hijo, ella se interese exclusivamente por el niño y le deje a él de lado. Está demostrado estadísticamente que los casos de infidelidad masculina se incrementan durante el embarazo, cuando el hijo se está gestando dentro de la madre, es decir, cuando ocupa a la madre de manera bien visible o durante el primer año de vida de la criatura, cuando la madre también tiene que estar muy unida a ella. La angustia de sentirse desplazados por el propio hijo del lugar privilegiado en que se hallaban situados, hace que algunos hombres busquen fuera de casa un lugar donde poder seguir siendo los primeros y los únicos.

Marie Langer, que ha estudiado muy a fondo los problemas relacionados con la sexualidad femenina y con la maternidad, cita un caso de infertilidad masculina causada por problemas psicológicos (Langer, 1983, pág. 173). La pareja había solicitado una fecundación asistida. Los médicos que les atendían, gracias a su experiencia, se habían dado cuenta de que aquel procedimiento podía tener una influencia desfavorable en la relación de pareja y, como también habían comprobado que muchas de las mujeres, a pesar de ser fértiles y no tener ningún problema físico, no conseguían gestar, propusieron que ella hiciese una psicoterapia. Hubo unos cuantos intentos infructuosos de fecundación asistida y la pareja acabó renunciando a la idea de procrear. Pero la mujer había mejorado desde el punto de vista psicológico, siguió afianzando el progreso, y su bienestar repercutió muy favorablemente en la relación que sostenía con su pareja. Al cabo de un tiempo, quedó embarazada del marido sin ningún tipo de intervención externa.

En nuestro trabajo clínico, los psicoterapeutas también podemos citar casos de mujeres físicamente sanas que, después de distintos intentos de fecundación asistida, han sido declaradas definitivamente infértiles y que, por motivos diversos relacionados con su personalidad o para asumir la infertilidad, han empezado un tratamiento psicoterapéutico y, al cabo de un tiempo y cuando ya nadie se lo espera, quedan embarazadas, también de manera natural, y consiguen tener un hijo en buenas condiciones.

Algunos abortos espontáneos que los médicos no llegan a explicarse también pueden tener que ver con causas estrictamente psicológicas. Los psicoterapeutas, cuando trabajamos con pacientes embarazadas, constatamos, una y otra vez, los miedos inconscientes, a veces muy intensos, que se manifiestan en la mujer durante la gestación: miedo a la responsabilidad de dejar de ser hija para pasar a ser madre, o sea, miedo a ser adulta sin posibilidad de retorno; miedo a quedar deformada, miedo a ser devorada desde adentro por el feto, miedo a quedar destrozada durante el parto, miedo a no poder ser una buena madre, terror ante la idea de que el hijo no sea normal, etc. Estas angustias y muchas otras pueden alcanzar un nivel muy exagerado, tanto cuando se trata de un primer hijo como ante segundos o terceros embarazos y si, llegado el caso, la mujer no es atendida en profundidad en el aspecto psicológico, su cuerpo puede acabar arbitrando una «solución» que se traduce en la expulsión de la causa de unos sufrimientos que su mente no puede digerir.

Durante el proceso del parto, según como hayan sido elaboradas las diferentes ansiedades del embarazo, la mujer podrá enfrentarse satisfactoriamente, o no, a las que aparecen en ese momento tan crucial. Una de las principales es la ansiedad de separación. La futura madre ha de poder tolerar mentalmente la separación del niño con el que ha estado tan unida durante nueve meses. Para poder hacerlo en buenas condiciones, ella debe de estar lo suficientemente separada a nivel mental de su madre, lo cual quiere decir que debe ser una persona predominantemente madura e independiente. De no ser así, inconscientemente puede hacer más esfuerzos para retener a la criatura dentro de sí que para facilitarle la llegada al mundo. El parto hace que la mujer vuelva a sentirse conectada con las angustias de separación que haya experimentado a lo largo de su vida y que no haya podido superar adecuadamente.

Nacimiento psicológico de la persona

La primera relación con el recién nacido

Un recién nacido es un ser sumamente frágil y su gran fragilidad le hace absolutamente dependiente de su entorno. Si nadie se hiciese cargo de él, si nadie le atendiese en sus múltiples necesidades, moriría. Sus necesidades son de dos clases: físicas, de alimentación y de higiene para la buena supervivencia del cuerpo, y psíquicas, de dedicación amorosa y comprensiva para el desarrollo satisfactorio de la mente. Estas necesidades deben quedar cubiertas ya desde antes del nacimiento. El feto necesita ser bien nutrido y estar en condiciones confortables dentro del útero materno. El confort no depende únicamente de las cuestiones físicas del embarazo, porque se ha demostrado que las condiciones psíquicas de la mujer embarazada influyen directamente en su estado físico, en su funcionamiento corporal. El confort del feto puede depender del hecho de que esté bien acogido, de que se le desee de verdad, de que se le tenga en cuenta. El feto recibe estímulos dentro del útero, vive experiencias auditivas, visuales, táctiles, y estos estímulos y experiencias quedan registrados en su aparato protomental y lo conservará en su mente, como toda experiencia vivida, a lo largo de toda la vida.

Recuerdo un niño de cuatro años que fue llevado a tratamiento psicológico por una serie de dificultades de aprendizaje y por anomalías de comportamiento. Durante los primeros días de la psicoterapia, la terapeuta se sorprendió ante una actividad que le pareció muy significativa: en el espacio donde se llevaba a cabo la terapia había una lámpara con forma de globo sobre una mesa. El niño iba poniendo sus manitas sobre aquel globo, de modo que la sombra que hacían se proyectaba en el techo y en las paredes. No decía nada, sólo miraba atentamente las sombras que sus manos producían. Y las contemplaba con una especie de delectación difícilmente explicable. Lo repetía, una y otra vez, día tras día. El terapeuta entendía que el niño estaba intentando conocer el espacio nuevo de la terapia para hacérselo suyo palpándolo simbólicamente y se lo iba comentando al niño de manera que pudiera entenderle. Durante unas cuantas semanas, el niño no hacía gran cosa más. Poco a poco, fue dedicándose a otras actividades con los juguetes que el terapeuta le había facilitado desde el primer momento, pero que él tardó en utilizar. Una de las primeras cosas diferentes que hizo fue hacer pasar a uno de los muñequitos, el que tenía aspecto de bebé, por dentro de un tubo de plastilina que le había pedido al terapeuta que le hiciese. Lo fue repitiendo durante unos cuantos días y, poco a poco, fue dejando de hacer el juego de las sombras con las manos.

Estas actividades hacían pensar que el niño estaba reproduciendo, y reviviendo en la relación terapéutica, unas experiencias muy primitivas relacionadas con su vida prenatal y otras, posiblemente traumáticas, relacionadas con el nacimiento (los padres habían explicado que el parto fue largo y complicado). En cuanto a las actividades de palpar el espacio, durante una de las entrevistas periódicas posteriores con los padres, estos comentaron algo que habían olvidado durante mucho tiempo y que, en su momento, les había llamado la atención. Acababan de recordar que, cuando llevaban a cabo las ecografías a la madre durante el embarazo, el niño palpaba el útero con sus manitas, a diestra y siniestra, como si estuviese «tomando medidas y tomando posesión del territorio». El niño no podía tener ningún recuerdo consciente de todo aquello. Los padres tampoco le habían hablado de ello, porque ellos mismos lo habían olvidado.

La necesidad de otra persona

Una vez nacida la criatura, para convertirse en persona necesita que otra persona se relacione e interactúe íntimamente con ella. Cuando digo «una persona» quiero decir que lo mejor para su futuro es que cuente, durante los primeros meses de vida —incluso durante todo el primer año—, con una persona determinada que le cuide y que sea siempre la misma. Lo mejor de todo es que sea la madre que la ha gestado, porque hay estudios que demuestran que el recién nacido es capaz de «saber» si quien le está cuidando es o no su madre. Carmen Amorós lo cita en un interesante artículo (Amorós, 2004).

Es conveniente, pues, que el niño tenga su primer punto de referencia muy claro, a fin de poder construir un vínculo sólido y estable con dicha persona. Esto, si dura el tiempo suficiente, le dará seguridad y será la base sobre la cual podrá construir su identidad, su independencia, su capacidad para comunicarse y tantas otras cosas necesarias para la vida. Si esta primera relación es esencialmente satisfactoria, la criatura aceptará de buen grado la relación con todos los demás miembros de la familia y podrá establecer con ellos unos vínculos emocionales firmes. Más tarde, podrá hacer lo mismo con las demás personas de su entorno a lo largo de toda su vida. Como venimos diciendo, pues, lo mejor de todo para el recién nacido es que esta primera figura sea la madre, pero también puede ser otra persona que lleve a cabo las imprescindibles funciones maternas. La criatura humana necesita sentirse amada, comprendida, protegida. En definitiva, necesita sentirse contenida por alguien en quien poder confiar plenamente.

El niño se da cuenta de todas las atenciones que le dispensa la madre (o quien haga de madre con él), y ello le reconforta y le hace sentirse en terreno sólido. Va entendiendo que hay alguien para quien él cuenta y que este alguien le responde adecuadamente siempre que lo necesita. El recién nacido exterioriza su malestar como puede, generalmente a base de llanto, pero también con trastornos de diversa índole: del sueño, de la alimentación, del comportamiento… Él no sabe de dónde procede su malestar ni qué hacer para sacárselo de encima. La madre suficientemente atenta (en palabras de Winnicott, «suficientemente buena») capta el malestar, lo recoge y hace lo necesario para entenderlo y transformarlo. Es decir, piensa. Su pensamiento le permitirá, la mayoría de las veces, detectar qué le está pasando a la criatura desconsolada y, tan pronto como lo entiende, podrá hacer algo para ponerle remedio: cambiar al niño de posición, mecerle para que pueda conciliar el sueño, consolarle afectuosamente, lavarle, alimentarle, y tantas otras cosas que se le ocurren a una madre para dar bienestar a su hijo.

De esta manera, el recién nacido no sólo se tranquiliza y se serena, sino que va descubriendo el procedimiento usado por su madre para resolver las situaciones complicadas. Poco a poco, va aprendiendo a hacerlo por si mismo: aprende a prestar atención, a observar, aprende a pensar y a emprender alguna acción fruto de este pensamiento. Y es así como su mente se va construyendo y estructurando. Va aprendiendo a pensar y este pensamiento incipiente genera nuevas conexiones en su cerebro y la criatura puede proseguir con una cierta tranquilidad el camino de la humanización. Aprenderá a simbolizar, podrá recordar cosas e irá adquiriendo, poco a poco, las diferentes facultades mentales humanas.

 

Un niño puede tolerar que la madre no le dé siempre respuestas positivas al ciento por ciento, y también puede tolerar que, a veces, se le den respuestas negativas. Ahora bien, puede tolerarlo y no le afectará, siempre que ello no ocurra con demasiada frecuencia. Si la contención materna le falla de manera continuada, no podrá interiorizar el buen hacer de la madre, perderá estas posibilidades tan privilegiadas de aprendizaje y le será difícil estructurar su mente. Se sentirá poco amado, vacío y, como consecuencia, inseguro de si mismo y, más tarde, podrá tener problemas de identificación y de relación y dificultades para aprender y para amar.

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