Juegos políticos (tomo I)

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“Entre la vida y la muerte”: totalitarismo, deporte y globalización

Ariel Segal Freilich

Introducción

Cuando mi amigo, el profesor Oscar Sánchez Benavides, me sugirió escribir un texto académico para este libro, casualmente había iniciado la lectura de la novela El campeón prohibido (2017), del autor italiano Dario Fo. Esta obra ficcionaliza la historia real de Johann Trollmann, un boxeador alemán en las décadas de 1920 y 1930. Pero Trollmann era un alemán de la etnia sinti (junto a la romaní, la comunidad gitana más populosa en Europa Central pre Segunda Guerra Mundial), y por no pertenecer a la “raza” aria se le negó participar como boxeador amateur en los Juegos Olímpicos de Ámsterdam de 1928. Luego, en junio de 1933, ya con Hitler en el poder, a los ocho días de ganar el título en la categoría de semipesados, la Federación Alemana de Boxeo se lo suspendió por el “insuficiente esfuerzo de ambos púgiles” en la batalla que lo consagró.

La trágica historia de Trollmann, quien fue asesinado en un campo de concentración, como más de un millón de gitanos, es solo una de muchas que vinculan a regímenes totalitarios con el deporte, sea para sacar de competencia a enemigos del sistema, para hacer propaganda a las ideologías fascistas de la época o para ensalzar la supuesta superioridad nacional de la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler o la Unión Soviética.

1. Los totalitarismos y el deporte

Antes de referirnos a historias de deportistas, en los aspectos grupal e individual, que arriesgaron (y algunos perdieron) sus vidas a manos de los regímenes más criminales del siglo xx, conviene definir lo que son el totalitarismo y el fascismo. Según Segal (2013):

Los regímenes totalitarios se caracterizan por el gobierno de un partido único que se apodera de todas las instituciones del Estado, liderado históricamente (aunque eso ha variado en algunos de los aún supervivientes) por un líder mesiánico, a quien se le rinde culto a la personalidad, y cuyo discurso siempre promete la creación de “un hombre nuevo” capaz de, junto al resto de la masa sumisa a las instrucciones del líder y del partido, crear una “sociedad perfecta”. Por supuesto, para lograr semejante utopía se debe contar con la obediencia total de todos los miembros de la sociedad y para eso se utiliza la propaganda, la privación de toda libertad y la represión como política de Estado (p. 3).

 

Estas características fundamentales del totalitarismo se cumplen para los casos del fascismo italiano, el nazismo alemán y el comunismo soviético, pero también es importante enfatizar que todos los sistemas totalitarios hasta hoy utilizan un método para mantener sumisas a sus sociedades, el fascismo, y por eso el fascismo es ambidiestro: de extrema derecha y de extrema izquierda. La naturaleza ambidiestra del fascismo ha sido estudiada a profundidad por los filósofos Hannah Arendt en Los orígenes del totalitarismo (1951) y Raymond Aron en Democracia y totalitarismo (1965).

En los tres regímenes totalitarios que se desarrollaron antes de la Segunda Guerra Mundial (la Unión Soviética nace durante la Gran Guerra, en 1917), el fascismo italiano, el nazismo alemán y el comunismo soviético, la exaltación al cuerpo, y por lo tanto al deporte, fue de importancia suprema. Mussolini intentó convencer a su pueblo de que retomaban la gloria del Imperio romano, heredero de la estética corporal y del espíritu competitivo de la antigua Grecia de los Juegos Olímpicos; Hitler, pintor frustrado y ferviente admirador del arte y la cultura clásica grecorromana, quería demostrar la superioridad “racial” de los arios en todas las esferas de la vida, y por supuesto, en los deportes; y la Unión Soviética, a pesar de su discurso supuestamente internacionalista, fue un Estado nacionalista y orgulloso del “hombre nuevo” creado por la ideología marxista-leninista, y basado en la grandeza de la clase obrera. En este contexto, la fuerza corporal demostrada a través del deporte era una de las pruebas del éxito al ganar competencias a naciones representantes de la “decadente sociedad capitalista”.

Actualmente son pocos los sistemas totalitarios que persisten (Corea del Norte, Cuba y China, aunque sea capitalista), pero existen diversas formas de regímenes neototalitarios o autocracias electorales, como Rusia con Putin, Turquía con Erdoğan, la Venezuela chavista, Nicaragua con Daniel Ortega, Hungría con Orbán y Polonia con el gobierno del partido Ley y Justicia de su presidente Kaczyński, entre otros países que distan de ser democracias liberales (Segal, 2013; Zakaria, 2003). Como el poder político tiene más dificultad de ejercer control social por las tecnologías de comunicación y los intereses de muchos regímenes por mantener el comercio —lo cual implica fronteras abiertas y acceso a la inversión extranjera—, las formas de dominio de la sociedad se dan con estrategias más sutiles y soterradas.

2. El legado fascista en el deporte italiano

Mussolini se jactaba de ser un gran atleta y usó todos los medios posibles para dejarlo claro. Por ejemplo, el secretario general del Partido Nacional Fascista, Augusto Turati, fue nombrado editor de la revista Lo Sport Fascista. Turati en su primer número escribió lo siguiente: “Es un ejemplo vivo e insuperable de un deportista de raza pura. No tememos la acusación de tributo servil si decimos que Mussolini es el primer y más completo deportista de Italia” (Jabois, 2018, párr. 2). Ese mismo personaje sería el encargado de promover “el carácter romano del deporte para educar a las masas” a través del sistema educativo.

En las competencias para seleccionar a los atletas italianos que acudirían a los Juegos Olímpicos de Ámsterdam 1928, los deportistas debían proclamar: “Lucharé para pasar todas las pruebas para conquistar a todos los primates con el vigor en los campos agónicos [...], lucharé para ganar en nombre de Italia. Así que pelearé como lo ordena el Duce. ¡Lo juro!” (Jabois, 2018, párr. 3). Pero el momento de la verdad para Mussolini llegó cuando logró organizar el segundo Mundial de Fútbol de la historia: Italia 1934. Para el Duce no era suficiente que la selección italiana llegase lejos en ese campeonato, y así se lo hizo saber al presidente de la Federación Italiana de Fútbol, el general Giorgio Vaccaro: “Italia debe ganar este mundial. Es una orden” (Villalobos, 2018).

El aterrado entrenador de la selección azurri, Vittorio Pozzo, exigió a equipos de la Liga Italiana que ficharan a destacados futbolistas extranjeros, y luego los nacionalicen para el mundial. Fue así como a los futbolistas argentinos Luis Monti, Atilio Demaría, Enrique Guaita, Raimundo Orsi, y al brasileño Anfilogino Guarisi, se les otorgaron inmediatos documentos de identidad italianos. Sin embargo, para el mundial Pozzo se decantó por un equipo compuesto por una mayoría de jugadores italianos del equipo de la Juventus de Turín.

El Mundial Italia 1934 se jugó bajo la fórmula de la eliminación directa, sin competir en fase de grupos, introduciendo el formato de prórroga de 30 minutos en caso de empate. Italia comenzó su participación contra la selección de Estados Unidos, a la cual le ganó fácilmente 7 a 1, para luego competir en cuartos de final con la complicada España, a la que lograron derrotar gracias al juego sucio, con la anuencia de árbitros amenazados por el régimen. La llamada “batalla de Florencia” culminó con el resultado de 1 a 1, después de la prórroga cuando el árbitro belga Louis Baert validó un gol italiano que fue una clara falta al arquero Ricardo Zamora, quien abandonó el partido lesionado por esa jugada que le rompió dos costillas. El árbitro anuló un gol español por una supuesta “posición adelantada” y permitió que el nivel de violencia de la azurri fuese tal que otros seis futbolistas españoles quedaron seriamente heridos (Fabbri, 2018).

Como el primer partido quedó empatado, se realizó un segundo juego con el árbitro suizo René Mercet, quien según el periodista Alejandro Fabbiani “cumplió con lo que le había pedido Mussolini: anuló dos goles a España, convertidos por Regueiro y Quincoces. Sin embargo, a los 11 minutos convalidó una fuerte falta del argentino nacionalizado italiano Enrique Guaita sobre el sustituto de Zamora [lesionado en el primer partido], el joven Juan Nogués, que le permitió a Giuseppe Meazza marcar el único gol” (Fabbri, 2018). Mercet fue expulsado como árbitro para siempre por la Federación Suiza de Fútbol y, según Fabbiani, quien “lo sobornó tenía nombre y apellido: Giorgio Vaccaro, militar fascista [presidente de la Federación Italiana de Fútbol], el hombre que cumplía los encargos de su jefe Mussolini” (Fabbri, 2018).

La semifinal entre Italia y la selección favorita para ganar el mundial, Austria (liderada por quien se consideraba como el mejor futbolista de la época, Matthias Sindelar), fue arbitrada por el sueco Ivan Elkind, quien ignoró una obvia posición adelantada que le dio el gol a Italia. El árbitro también permitió el accionar violento de la selección anfitriona para que ganaran uno a cero. Según Dennison (2013), “Elkind quizá tomó vino y cenó” con Mussolini antes del partido. Esta tesis se refuerza porque Elkind fue de nuevo el árbitro de la final entre Italia y Checoslovaquia en Roma, ante la presencia de Mussolini y de sus grupos de choque, “las camisas negras”, quienes entonaban cánticos fascistas en el palco principal para intimidar a los contrincantes, cuestión que no pareció impactarle al equipo checo, que luchó con garra manteniendo un empate a cero en el primer tiempo (Dennison, 2013).

Durante el entretiempo, mientras el entrenador italiano arengaba a sus jugadores en el vestuario, el Duce se presentó y le dijo: “Señor Pozzo, usted es el responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar”, para luego dirigirse a los futbolistas y amenazarlos con que algo malo les pasaría de no triunfar. Los italianos quedaron aterrorizados cuando en el minuto setenta el jugador Vladimir Puc les metió un gol, pero Raimundo Orsi los alivió al empatar a nueve minutos del final, y en la prórroga el italoargentino Enrique Guaita le dio la victoria a Italia, para que Mussolini pudiese regodearse del logro deportivo de la “raza guerrera latina”. Elkind, quien ayudó más discretamente a Italia en la final, a diferencia del belga Mercet, siguió arbitrando, incluso en dos mundiales posteriores al de 1934 (Dennison, 2013).

Para el Mundial de Francia 1938, el último de la preguerra, el dictador obligó a los jugadores de la renovada selección a prometer un triunfo desde el balcón del Palazzo Venezia vestidos con el uniforme fascista, y también dio órdenes de que antes del comienzo de cada partido realizaran el saludo fascista. Pero el delirio de Mussolini llegó al paroxismo cuando obligó a la selección a uniformarse de manera similar a las camisas negras en su encuentro contra Francia, causando una enorme tensión durante todo el partido.

Italia, esta vez sin ayuda arbitral ni exceso de faltas, pero con un nuevo telegrama de Mussolini al entrenador Pozzo, cuyo contenido fue: “Deben vencer o morir”, obtuvo su segunda victoria en un mundial de fútbol. Hay que señalar que, si bien la selección italiana ganó el Mundial de 1934 con ayuda del régimen totalitario fascista, era un buen equipo, como lo demostró al triunfar dos años después en los Juegos Olímpicos de Berlín 1936 y con su bicampeonato en Francia (Denninson, 2013).

En estas historias, los deportistas que se jugaban la vida, más que la gloria, no pudieron desafiar al Duce, tal como relató años después el futbolista italoargentino Luis Monti, quien jugó para su país natal en el primer mundial, en el cual su selección, Argentina, perdió la final contra los anfitriones uruguayos por 4 a 2, y que luego fue fichado y nacionalizado en Italia para jugar el siguiente mundial para los azurri: “En Uruguay 1930 me mataban si ganábamos, en Italia me mataban si perdíamos” (Martín, 2018). Aunque la mayoría de los futbolistas de las selecciones italianas que participaron en los mundiales de Italia y Francia nunca dijeron, explícitamente, que estaban bajo amenaza de muerte, las palabras del arquero húngaro Antal Szabó tras la final de Francia 1938 demuestran que sus rivales sí eran conscientes del destino de los italianos: “Nunca en mi vida me sentí tan feliz por haber perdido. Con los cuatro goles que me hicieron, salvé la vida de 11 seres humanos” (Gómez, 2018). De alguna manera, el héroe de estas historias es Pozzo, quien, al conducir a la victoria a su selección, logró que todos sus jugadores sobrevivieran a la amenaza del régimen de Mussolini.

Si bien los tiempos de fascismo pasaron hace mucho tiempo en Italia, siempre quedan rezagos de esa ideología, tanto en partidos de extrema derecha como en la mentalidad de unos cuantos ciudadanos. En la actualidad, en el derbi de la capital protagonizado por la A. S. Roma y Società Sportiva (SS) Lazio, la rivalidad de los fanáticos, a veces, sobrepasa lo que ocurre en la cancha. Estos duelos pueden conducir a episodios de violencia y a expresiones racistas por parte del público contra jugadores de raza negra, origen árabe o musulmanes. También algunos simpatizantes de la Lazio, de vez en cuando, emulan el saludo fascista y gritan consignas antisemitas.

Desde entonces hay una larga lista de episodios que vinculan a la Lazio con el fascismo. En 1998, durante un derbi (Roma-Lazio), las barras bravas de la Lazio desplegaron una larga pancarta en la cual se podía leer: “Auschwitz es vuestra patria. Los hornos, vuestras casas”. En 2001 mostraron otra: “Equipo de negros, hinchada de judíos” (Di Marzio, 2017).

El origen de estos comportamientos nacionalistas y xenófobos de una minoría de simpatizantes de la Lazio se remonta a que el club fue manejado políticamente por un general fascista, razón por la cual Mussolini se hizo miembro en 1929. Desde entonces, el grito del Duce: “Verdugo el que abandone la lucha”, se hizo popular en el estadio olímpico, en especial al enfrentar a la Roma o a un club que tuvo jugadores y directivos comunistas, como A. S. Livorno.

Mientras que en la Lazio uno de sus futbolistas históricos más populares era el orgulloso fascista Giorgio Chinaglia, quien jugó entre 1969 y 1976 para luego convertirse en presidente del club en 1983, el Livorno, como equipo que representaba a esa ciudad portuaria en donde se fundó el partido comunista italiano en enero de 1921, representa hasta hoy esa ideología de izquierda. En el acto inaugural de ese partido político estuvo presente en un teatro de Livorno el teórico comunista Antonio Gramsci, pero con la llegada de Mussolini al poder se ilegalizó al movimiento político comunista, Gramsci fue enviado a la cárcel y, luego de la Segunda Guerra Mundial, la ciudad y su equipo siguieron representando al comunismo, como lo demostró su jugador oriundo estrella, Cristiano Lucarelli, quien jugando un partido con la selección sub-21 de Italia festejó un gol frente a su público quitándose la camiseta para mostrar la imagen del Che Guevara (Vega, 2019).

En octubre de 2019 seguidores de la Lazio se colocaron pegatinas en camisetas del equipo de la Roma con la imagen de la adolescente que escribió un famoso diario y murió en Auschwitz: Anna Frank. Aunque el partido era contra el equipo del Cagliari y ante el de la Roma, este grupo de vándalos gritaba que su rival capitalino era “el equipo de Anna Frank”, como si eso se tratase de un insulto. La Federación Italiana de Fútbol sancionó al club con 50 000 euros y los dirigentes del equipo obligaron a todos sus jugadores a salir a la cancha, en su siguiente partido, con una camiseta con la imagen de Anna Frank, cuestión que emuló su equipo rival, el Boloña.

 

El fascismo persiste en el fútbol y en otros deportes, pero la mayoría de las instituciones políticas y deportivas de Italia, de su sociedad y de otros países han aprendido a utilizar el deporte como un medio para aleccionar contra los instintos de discriminación y nacionalismo.

3. El riesgo de ser deportista en la Alemania nazi

La favorita para ganar la elección de los Juegos Olímpicos de 1936 era Barcelona; no en vano esta se iba a desarrollar en la misma ciudad, por lo que las opciones de las otras candidatas, como Berlín, eran menores. Pero la elección se debía celebrar apenas diez días después de la proclamación el 14 de abril de 1931 de la República en España, lo cual motivó que muchos miembros conservadores y aristócratas del COI anularan su viaje. Ante la falta de quorum, se decidió que se realizaría el voto por sistema postal, y entonces Berlín salió victoriosa. Cuando Hitler llegó al poder por la vía electoral en 1933 se encontró con la gran oportunidad de organizar el mayor evento deportivo mundial para promover “la superioridad de la raza aria”.

Con la consolidación del nazismo como un régimen totalitario que promovía un discurso y políticas de discriminación, Gobiernos occidentales cuestionaron su participación en las Olimpiadas de Berlín. En 1933, el presidente del Comité Olímpico de los Estados Unidos (AOC), Avery Brundage, condicionó la participación de su país al trato tolerante del régimen nazi a los atletas judíos alemanes. Con ese fin Brundage viajó en 1934 a chequear en Berlín si esto ocurría y los funcionarios nazis lo convencieron de que el “espíritu olímpico” sería respetado. Ante el reclamo de organizaciones judías de ese país para boicotear los Juegos Olímpicos, Brundage denunció una “conspiración comunista-judía” para dejar a Estados Unidos fuera del evento deportivo (US Holocaust Memorial Museum, 2020b). Finalmente, de forma muy ajustada, los miembros del AOC votaron en contra del boicot.

Poco antes de los Juegos Olímpicos, el presidente del COI, Theodor Lewald, un cristiano con ascendencia judía, convenció a Hitler de permitir la participación de judíos en los juegos, desmontar todos los afiches antisemitas de la ciudad y limitarse a solo decir, en su discurso inaugural: “Declaro inaugurados los XI Juegos Olímpicos de la Era Moderna”. Hitler aceptó estas condiciones por la importancia propagandística que implicaba organizar el evento.

El régimen nazi invirtió treinta millones de dólares para la infraestructura y la tecnología de cobertura (en Los Ángeles 1932 se utilizaron dos millones y medio de dólares), y un dirigible transportaba una de las muchas cámaras de la cineasta propagandista de Hitler, Leni Riefenstahl —la cual ya había filmado una elegía al nazismo, El triunfo de la voluntad (1934)—, quien presentaría, esta vez, un documental sobre las glorias alemanas durante las Olimpiadas (la cinta se llamó Olimpia) (US Holocaust Memorial Museum, 2020b).

Dos historias previas a las Olimpiadas de Berlín demuestran que la Alemania nazi no pretendía respetar el espíritu deportivo renunciando a sus ideales: ni a la atleta judía germana Gretel Bergmann, quien había igualado el récord nacional en salto de altura semanas previas, ni al boxeador gitano Johann Trollman, campeón alemán de peso semipesado en 1933, se les permitió participar para representar a su país.

Bergmann fue utilizada por el régimen nazi para demostrar al representante estadounidense Avery Brundage un ejemplo de que Alemania permitiría la participación de judíos en su delegación, pero, ya cuando los deportistas de Estados Unidos habían abordado el barco con dirección a Alemania, Bergmann recibió una carta de un oficial nazi en la cual se le notificaba que “sus recientes actuaciones no hacen posible que la eligieran para el equipo”, tal como lo retrata un documental en el cual la atleta, en su vejez, relata su historia y la del engaño que hicieron al COI los nazis (Sandomir, 2004; Meredith, 2017).

Esta era la Alemania a la cual los países democráticos del mundo decidieron darle el beneficio de la duda sobre comportarse con tolerancia a cambio de participar en el evento de Berlín 1933. A pesar de que ya se tenía conocimiento del caso del gitano Johann Trollmann, a quien se le había negado participar en las Olimpiadas por su identidad cuando era amateur. Asimismo, cuando ya era profesional, se le despojó del título de campeón semipesado del país por supuesto mal boxeo y pobre comportamiento por su estilo de moverse con brincos y pasos cortos al pelear, y por llorar tras su triunfo. La Federación Alemana de Boxeo le dio otra oportunidad contra Gustav Eder si desistía de sus “movimientos poco decorosos y luchar como un alemán” (en una época en que el boxeo se caracterizaba por una lucha frontal y rígida). Trollmann accedió y, peleando hierático y sin gracias, el gitano fue vencido en cinco asaltos y así terminó su carrera de boxeador. En 1941, la Gestapo lo envío al campo de concentración de Neuengamme cerca de Hamburgo, en donde falleció en 1943.

Los casos de Gretel Bergmann y Johann Trollmann atestiguan cómo para 1933 se discriminaba a judíos y a gitanos. Sin embargo, Hitler se salió con la suya para realizar las Olimpiadas, en las que también, por obra del atleta negro estadounidense Jesse Owens, con sus cuatro medallas de oro, quedó ridiculizado en su anhelo de demostrar la superioridad aria.

Tanto era el temor de que un hombre de raza oscura pudiese ganar una competencia que una frase atribuida a Hitler y a su ministro de propaganda Goebbels se hizo popular sobre los atletas negros: “Son auxiliares africanos de los estadounidenses” (Suárez, 2015, p. CXX). El mito popular cuenta que, luego de ganar sus primeras dos competencias, Hitler, enfurecido, se negó a estrechar la mano de Owens, pero el mismo atleta lo desmintió cuando escribió que “jamás tuve la ocasión de acercarme a él, ni tampoco lo deseaba”. De hecho, luego de que el dictador nazi felicitó, públicamente, a los ganadores de las dos primeras competencias olímpicas, un finlandés y un alemán, el COI le exigió no hacerlo más con ningún deportista. Incluso, “el Gobierno nazi le envió a Owens la ‘enhorabuena oficial por escrito’ y el medallista de oro de los 100 metros, 200 metros, posta 4 por 100 y salto largo fue admirado por los alemanes mientras paseaba por Berlín” (Vilches, 2016).

Owens no fue héroe en la Alemania nazi. Su vida no corría peligro, como sí la de atletas germanos que no satisficieran al régimen totalitario. El gran héroe que desafió a Hitler durante las Olimpiadas de 1936 fue un atleta al que el Führer le tenía total confianza para derrotar a Owens en salto largo: Carl Ludwig “Luz” Long. Para los nazis, Long encarnaba al estereotipo ario por su altura, ojos azules y cabello rubio, y tenía el récord europeo en esa competencia. En la fase clasificatoria, Long había logrado superar la valla con un salto de 7,15 metros, mientras que al atleta del país norteamericano le habían anulado dos intentos por pasarse de la raya de impulso (no queda claro en las cintas del evento si los árbitros intentaron perjudicarlo adrede), pero antes de su tercera oportunidad, el alemán se acercó y conversó con Owens.

Tiempo después se sabría que Long trató de calmar a su rival y le aconsejó que saltara unos centímetros antes de la franja demarcatoria para evitar trampas, y en su tercer salto Owens llegó a la final. Luego, cuando el norteamericano se llevó el triunfo, “Luz Long fue el primero en felicitar a Jesse Owens. Le dio la mano, le abrazó, le levantó el brazo señalándolo como campeón, se hicieron fotos juntos […] imágenes, todas ellas, que no sentaron nada bien a la Alemania de entonces” (Leal, 2011). Hitler, junto a su cúpula de acompañantes, se marchó enfurecido del estadio y, cuando Long se tomó varias fotos junto al campeón, “Long fue repudiado en su propio país pese a haber logrado un fantástico resultado” (Leal, 2011).

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