Violencias contra las mujeres

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4. La “vaga pero poderosa” idea de dignidad humana: entre la filosofía y la religión

No siempre se ha entendido la idea de dignidad del mismo modo y hoy en día perduran las divergencias en cuanto a su significado. Desde el primer vistazo a la idea de dignidad saltan a la vista algunas dualidades esenciales. Por un lado, las declaraciones de derechos nos hablan de la dignidad inherente a los seres humanos, sin embargo, a la vez nos conminan a hacer todo lo posible para garantizar la dignidad de todas las personas. Stephen Pinker nos dice que “leemos que la esclavitud y la degradación son moralmente erróneas porque arrebatan la dignidad. Pero también leemos que nada que se haga a una persona, incluyendo su esclavitud o degradación, puede arrebatarle su dignidad” (Pinker, 2008, op. cit., en Waldron, 2009: 211, nota 5). Otra de las dualidades de la idea de dignidad estriba en considerarla la base de los derechos o pensar que es el contenido de estos.

Históricamente la dignidad era un predicado que diferenciaba, destacaba a algunos, no se atribuía por igual a los seres humanos. Consistía en una idea de respeto asociada a una excelencia o virtud de algún tipo, por nacimien­to o merecimien­to. Dignidad era un término de separación, de jerarquización. En los escritos de Cicerón encontramos dignitas como un término que alude a un estatus y en ocasiones asociado al honor o a un lugar honorable. Era un término social, dentro de una constelación de valores y virtudes morales. Aunque en algún momento este autor atribuye un significado a la dignidad que hace que se convierta en una cualidad humana, atribuible solo a los seres humanos. En una aproximación a los estoicos (Rosen, 2010: 11/12).

Puesto que no siempre se ha entendido la idea de dignidad del mismo modo, hoy en día seguimos encontrando serias divergencias en cuanto a su significado. Pongamos que aceptamos una concepción de los derechos humanos como unos derechos con un contenido moral, aunque con una forma muy jurídica de “derechos subjetivos exigibles que conceden libertades y pretensiones específicas”, diseñados para ser traducidos en términos concretos en la legislación democrática; para ser especificados, caso a caso en las decisiones judiciales y para hacerlos valer en casos de violación (Habermas, 2010: 11 y ss.).

Podríamos interpretar entonces, con Habermas, que la nueva categoría de los derechos humanos reunifica dos elementos que se habían separado antes, en la desintegración del derecho natural cristiano, y que se desarrollaron posteriormente en direcciones opuestas. Por un lado, la moral internalizada y justificada racionalmente, anclada en la conciencia individual, de cuño kantiano; por otro lado, los derechos positivos, promulgados, coactivos, que asientan las bases de las instituciones del Estado moderno y la sociedad de mercado. La idea de dignidad humana, para Habermas, se convertiría así en el eje conceptual que permitiría hacer la conexión entre estos dos elementos. Para llegar a este punto sería necesario partir del medievo, de la individualización de los seres humanos, creados a imagen y semejanza de Dios y enfrentados a un juicio final que juzgará sus acciones como personas únicas e irreemplazables. Sería el primer paso para un proceso que tiene un hito fundamental en la escolástica española y en la subjetivación de los derechos naturales por contraposición al derecho natural objetivo. Grocio y Pufendorf son peldaños importantes y necesarios, y Kant culmina este camino (Habermas, 2010).

El cristianismo igualó a todas las personas en la consideración de hijos de Dios. Sin embargo, esa igualdad era una igualdad especial que se derivaba del respeto a las leyes procedentes de la divinidad. En los escritos de los teólogos católicos se pone mucho énfasis en la idea de dignidad como valor intrínseco, pero un valor intrínseco con ciertas peculiaridades. Así, Tomás de Aquino deja claro que la dignidad es el valor de ocupar el lugar que a cada uno le corresponde dentro del diseño que Dios hizo en la creación y que está revelado en las Escrituras y se conoce a través de la Ley Natural (9). Este discurso de la dignidad como valor intrínseco permea toda la doctrina de la iglesia católica y no impide que la dignidad esté claramente vinculada a la desigualdad a través del respeto a la jerarquía eclesiástica y social. El Papa León XIII deja claro en el siglo XIX que la dignidad consiste en el respeto al rol que corresponde a cada uno en la jerarquía social en la cual unos son más nobles que otros, la sociedad marca diferencias en “dignidad, derechos y poder” y en Arcanum Divinae Sapientiae (1880) clarifica sin contemplaciones la desigualdad de varones y mujeres dentro del matrimonio “La mujer porque es carne de su carne y hueso de su hueso [no su de ella sino del varón] debe estar sujeta a su marido y obedecerle” (Rosen, 2010: 49). La asunción de un rol de subordinación será lo que confiera a las mujeres su dignidad, su valor intrínseco como seres humanos. La dignidad está vinculada a la subordinación en el caso de las mujeres, pero no solo de las mujeres, la dignidad no estaba en absoluto vinculada a una idea de igualdad en un sentido de igualdad de derechos o de soberanía democrática. El discurso católico ha variado ligeramente en la actualidad, ahora se pone el énfasis en la dignidad de las mujeres, siempre que no cuestionen sus roles. En la carta Mulieris Dignitatem (1988) de Juan Pablo II aparece el rechazo a la subordinación de las mujeres a los varones, sería, dice, algo en contra de los derechos de las mujeres, aunque queda meridianamente claro que ha de mantenerse la dignidad de la “diversidad específica y originalidad personal” de los dos sexos:

“… en nombre de la liberación de la dominación masculina, las mujeres no han de apropiarse para sí mismas características masculinas contrarias a su originalidad femenina. Existe un miedo bien fundado a que tomen este camino, las mujeres no “alcanzarían su realización” sino que deformarían y perderían lo que constituye su riqueza esencial” (cit. en Rosen: 53).

No se alejan demasiado de estas ideas las que podemos encontrar en el discurso de la Declaración de El Cairo sobre los Derechos Humanos en el Islam (Conferencia Islámica, 1990) en donde se deja claro que las mujeres tienen igual dignidad que los varones, pero no quedan tan claras las cuestiones acerca de la igualdad de derechos, la remisión a la sharía parece indicar que la dignidad es una buena coartada (Rosen, 2010: 12; MacCrudden, 2008: 264). No parecen ver las religiones mayoritarias incompatibilidades entre la dignidad humana y una sociedad humana fuertemente jerarquizada, patriarcal y dividida según roles asignados en función del sexo-género.

Tampoco hay que olvidar el papel de un filósofo declaradamente católico como Jacques Maritain en la redacción y elaboración de la declaración de la DUDH de 1948. A él debemos el rol central que desempeña la dignidad en la declaración, nos dice McCrudden que para Maritain la dignidad era un hecho, un estatus ontológico o metafísico en la misma medida que era un título moral, y a Maritain se debe la presencia de la dignidad en la política internacional de la posguerra mundial que sostenía su visión de los derechos humanos, que McCruden sitúa más cercana a una idea esencial de promoción del bien común que a un individualismo ético radical (MacCrudden, 2008: 662).

En la obra de Kant, se discute acerca del término que se traduce como dignidad, Würde, que para muchos estaría mejor traducido como valor, y que aparece sobre todo en los Fundamentos para una metafísica de la moral (Rosen, 2010: 20). El imperativo categórico kantiano define los límites de una esfera que ha de quedar fuera del alcance de los otros. La dignidad infinita de cada persona exige que los demás respeten la inviolabilidad de esa esfera de voluntad libre (Kant en La fundamentación de la metafísica de las costumbres). El valor absoluto inherente a nuestra personalidad moral se configura como la base de nuestra autoestima, a la vez que es el pilar de la exigencia a las demás personas del respeto hacia una misma y la base de la igualdad entre todos y todas.

Desde el punto de vista de Manuel Atienza, “la dignidad constituye en cierto modo el fundamento de todos los derechos” y configura este autor una concepción de dignidad que parte de una interpretación de Kant en la que el significado de la dignidad se aleja de una idea de autonomía liberal y podría ser entendida de manera que precisamente justificaría poner límites al ejercicio de esa autonomía “una decisión tomada libremente por un individuo podría ir en contra de su dignidad o de la dignidad de los otros” (Atienza, 2017).

En palabras de Stephen Darwall, la dignidad en Kant tiene más que ver con la forma en que exigimos respeto de los demás a través de las demandas de la “segunda persona”, que con una noción de valor inapreciable de nuestra capacidad moral. Elizabeth Anderson busca el puente entre una idea de dignidad por encima de cualquier precio y una concepción de dignidad como rango o, dicho de otro modo, el puente entre las más frecuentes interpretaciones kantianas de la dignidad y la reconfiguración jurídica de esta idea que nos presenta Jeremy Waldron (Waldron, 2012: 220/221).

A día de hoy sigue en pie la fractura insoldable entre quienes definen dignidad como una vinculación a una moral heterónoma y quienes adoptan un significado de dignidad vinculado a la idea de autonomía moral. La gran paradoja de los ilustrados y de los epígonos de la ilustración es la generalización de un concepto de dignidad procedente de las diferenciaciones de estatus de las sociedades jerárquicas, con la finalidad de igualar el estatus de las personas y de universalizar esa igualdad.

 

5. Más política y menos metafísica: en torno a una dignidad como estatus

Procede un conocido filósofo jurídico, Jeremy Waldron, a la construcción de una idea de dignidad como estatus. La propuesta de Waldron de construir la idea de dignidad en un marco jurídico, como un concepto legal presenta ventajas interesantes en orden a una clarificación del término. Especialmente porque plantea una idea de dignidad en términos de igualación.

La definición de dignidad de Waldron nos dice que se trata de “un término usado para indicar el rango más alto, jurídico, político y social, y la idea de dignidad humana sería la asignación del más alto rango de estatus a todas las personas” (Waldron, 2012: 233). La dignidad dejaría de ser el objetivo o telos de los derechos humanos, sería un estatus normativo y muchos derechos humanos habrían de entenderse como incidentes de ese estatus.

Sin embargo, lo esencial en la propuesta de Waldron es el elemento central sobre el que pivota su construcción de la idea de dignidad, porque se trata fundamentalmente de igualdad, de asumir un estatus que otorga un rango superior a las personas, que es el rango superior al que da acceso el reconocimien­to de los derechos humanos, la novedad con respecto al significado tradicional de dignidad es que ese rango se otorga a todas las personas por igual. Todas las personas merecen el respeto que tradicionalmente se otorgaba a las personas de más alto rango:

“la dignidad es el estatus de una persona predicado sobre el hecho de que es reconocida como persona con la habilidad de controlar y regular sus acciones de acuerdo con su propia aprehensión de las normas y de las razones que se le aplican; asume que es capaz de dar una explicación de sí misma y está legitimada para hacerlo (del modo en que está regulando sus acciones y organizando su vida), una explicación a la que otros han de atender; y esto significa que finalmente dispone de los medios para demandar que su agencia y su presencia entre nosotros como un ser humano sea tomada en serio y acomodada en la vida de los otros, en las actitudes de los demás con respecto a ella, y en la vida social en general” (cursivas mías) (Waldron, 2012: 202).

Esta concepción de dignidad como estatus que parece asumir una idea de dignidad como empoderamien­to con un papel destacado de la idea de autonomía, sin embargo, nos dice Waldron que lleva implícita una idea, que desarrollará con más detalle en un momento posterior, y que pone de manifiesto algunas peculiaridades que pueden ser muy controvertidas (10). Porque ahora la idea de responsabilidad pasa a ocupar un lugar destacado, de manera que justifique que algunos de los derechos de la CEDH han de ser entendidos en estrecha correlación con deberes y responsabilidades y para ilustrar su propuesta nos muestra el artícu­lo 10, apartado 2, del Convenio:

“… el ejercicio de estas libertades, que entrañan deberes y responsabilidades, podrá ser sometido a ciertas formalidades, condiciones o restricciones previstas por la ley, que constituyan medidas necesarias, en una sociedad democrática para la seguridad nacional, la integridad territorial o la seguridad pública, la defensa del orden y la prevención del delito, la protección de la salud o de la moral, la protección de la repu­tación o de los derechos ajenos, para impedir la divulgación de informaciones confidenciales, o para garantizar la autoridad y la imparcialidad del Poder Judicial”.

No es nueva esta idea, pone el énfasis en la correlación con deberes; en la limitación de los derechos. En unos límites que, nos aclara Waldron pueden ser internos y externos, internos en el sentido de que demarcan el modo en que se puede definir y especificar el derecho, o externos en el sentido de permitir unas restricciones justificadas que se pueden imponer a ese derecho, aunque un límite a un derecho no es en sí mismo una responsabilidad abre el camino para la imposición de esta. Y existen derechos reconocidos en muchas legislaciones, como los derechos parentales que llevan implícita una responsabilidad. Así, entiende Waldron ocurre también con muchos derechos políticos (Waldron, 2010: 4/10).

Podemos preguntarnos cuál es el papel de la dignidad en esta concepción de los derechos que otorga un papel tan relevante a la responsabilidad. Y Waldron está muy interesado en responder y aclarárnoslo, otra cosa es que lo consiga. Nos recuerda con este fin la genealogía de una idea de dignidad vinculada al rango y como el rango ya no es una marca de distinción, sino que se convierte en una seña de igualdad en el más alto rango. Sin embargo, no solo está genealógicamente vinculada la dignidad al rango, sino también al rol, a la vinculación a un cargo o posición y a las responsabilidades que genera.

6. Honor, rango, rol y la fuerza de la moralidad social

Esta construcción de Waldron es cuestionada. Una autora que no se refiere directamente a Waldron, pero sí a autores que defienden una línea similar, Hennette-Vauchez, acepta que a lo largo del tiempo se ha producido una generalización de la igualación de estatus, en cierto sentido una subversión de la idea primigenia de honor, pero que tal generalización no ha llegado ni de lejos a sus últimas consecuencias, la lógica de la vinculación de la antigua idea de dignidad a la idea de estatus no ha desaparecido y en numerosas ocasiones esta vieja idea inspira a las normas jurídicas o a las decisiones jurisprudenciales.

El éxito del principio de dignidad humana procede, nos dice Hennette-Vauchez, de su imprecisión, de las pocas definiciones que podemos encontrar de esta, de la falta de un significado fijo. Jueces, legisladores, políticos hacen uso de un lenguaje común que carece de un significado compartido.

“Existe una fuerte evidencia para sostener la opinión de que la reciente obsesión masiva con el principio de dignidad humana no se debe tanto a sus cualidades intrínsecas (simbólicas o instrumentales) como a la empresa académica de promoción del principio aprovechado como un vector consensual (¿quién se opone a la dignidad humana?) para manejar cambios no consensuados (fortaleciendo la idea de un derecho natural revestido con los ropajes de la dignidad humana, como la fundamentación ultima de los ordenamien­tos jurídicos)” (Hennette-Vauchez, 2008).

Esta autora hace una división entre los dos significados fundamentales de dignidad: dignidad como empoderamien­to y dignidad como constricción, la primera implica que la dignidad está vinculada a los derechos individuales y está claramente asociada a la dignidad como autonomía mientras que la segunda supone una función de la dignidad destinada a limitar derechos en nombre de valores sociales vinculados a una moralidad positiva o mayoritaria y es una dignidad asociada principalmente a deberes y obligaciones. Entiende Hennette-Vauchez, además, que la dignidad opera en tres niveles: dignidad de la especie humana, dignidad de grupos dentro de esta especie, dignidad de los individuos. Y está consolidándose, nos dice esta autora, un énfasis cada vez mayor en la idea de dignidad como constricción y como idea colectiva en detrimento de la idea de dignidad individual como empoderamien­to. Son fundamentales, a mi entender, estas distinciones (Hennette–Vauchez: 4).

A partir de la idea de dignidad como restricción se ve a cada ser humano como un depósito (pero no un propietario) de una parcela de humanidad. Pero hay más. La dignidad enmarcada en la dignitas crea otro tipo de obligaciones, ya no se trata de limitar derechos individuales en función de los “otros”, los demás, como fundamento de las constricciones, sino que se puede interpretar que el principio de dignidad tiene que ver con las obligaciones que tenemos con nosotros mismos y en esta última particularidad es donde Hennette-Vauchez encuentra el elemento que puede justificar el éxito del principio de dignidad y la reciente obsesión occidental con este (Hennette-Vauchez: 18). Y esto puede suceder porque la dignidad es dignitas en el sentido clásico del término y está asociada a la función (al rango, al estatus o al rol) y no a la persona. La humanidad se convierte en el mediador entre la dignidad y el individuo y en el principio de dignidad humana que se está imponiendo en la actualidad esta corresponde a la humanidad y no a los seres humanos, hombres y mujeres individuales. Y así ya deja de tener que ver con los derechos humanos, nos dice esta autora.

7. ¿Deberíamos prescindir de la apelación a la dignidad humana?

Si configuramos una idea de dignidad como estatus y tomamos la igualdad como el valor central, lo que es sumamente atractivo, nos podemos preguntar acerca de algunos de los casos que hemos mencionado y analizar las respuestas posibles a estos. Los resultados de los análisis en términos de dignidad así entendida ¿serían muy diferentes de los resultados de los análisis en términos de autonomía y derecho individual?

Podríamos pensar, con Anne Phillips, que hay tres argumentos principales a favor de una idea de dignidad humana: 1) el argumento que considera a la dignidad humana como el fundamento de los derechos humanos y no deja de ser interesante en relación con este punto una cita de Christopher McCrudden cuando menciona que “una teoría de los derechos humanos es necesaria (…) la dignidad aparece en ese momento de la discusión o del texto en el que la ausencia de una teoría de los derechos humanos sería embarazosa”; (MacCrudden, 2008: 668); 2) es útil la dignidad humana porque nos permite explicar y expresar el tratamien­to degradante, humillante y despectivo; 3) la dignidad humana nos proporciona un modo de identificar lo que consideramos problemático en prácticas con las que sus participantes se sienten felices y que han consentido.

El problema está, en mi opinión, en el tercer punto de Phillips. Los partidarios de una idea de dignidad humana identificada con una idea de igual estatus, tal y como la construye Waldron, y parece asumir Phillips, separan esta idea de una identificación entre dignidad y autonomía, y trasladan el núcleo del significado de la dignidad a una idea de igualdad más conectada con una idea de responsabilidad. Es verdad que la humillación es relevante, incluso cuando no hay otros daños, el desprecio o la degradación también son relevantes, y es cierto que en gran medida están vinculados al estatus, y por eso la igualdad parece ser una buena candidata y tener todos los papeles para ser protagonista de una aceptable concepción de dignidad. Sin embargo, a la propia Phillips no se le escapa el sesgo de género que se percibe en la construcción de la idea de dignidad por parte de ese igual estatus que agruparía el haz de derechos asociados a la idea de dignidad. Así la nivelación de estatus, la configuración del respeto debido a los seres humanos se asocia a caminar erguido (sin inclinarse ante las necesidades de los demás), con orgullo (sin mansedumbre ni docilidad), y mantenerse fuerte. En fin, difícil identificar a una buena parte de la humanidad que incluye sobre todo a las mujeres con estas imágenes. Dejemos las cosas en que se trata de un ideal.

Hay, además, otras consideraciones que me parecen relevantes ante las asunciones de concepciones de dignidad humana a medida que se alejan de las ideas de autonomía y consentimien­to. Podemos pensar en el caso francés de los enanos (11), en el que nos consta claramente que Manuel Wackenheim, una de las personas directamente afectadas por la prohibición, considera que es precisamente esta prohibición la que viola su dignidad, pues no le permite ganarse la vida de una manera que él ve más aceptable que otras posibles, dadas las limitaciones que derivan de su condición.

¿Es aceptable? El lanzamien­to de enanos es indigno, seguramente esto es lo que piensa la mayoría de la gente y si lo consideramos indigno debemos preguntarnos ¿por qué razón? Podríamos decir que una razón poderosa es por qué en buena medida socava la consideración que los enanos tienen en la sociedad. Podríamos añadir que ese tipo de actuaciones socavan no solo la consideración social, sino la posibilidad de igual trato. No solo de aquellos que se dedican a ir por las discotecas participando en los espectácu­los como el que se prohíbe sino a todos los enanos del mundo. Atañe a la propia idea de igualdad y a su posibilidad cuando se trata de aplicarla a las personas con estas características. Es decir que cada persona con estas características responde no solo por su propia dignidad, sino por la dignidad de su colectividad, no elegida por cierto, pero se ve abocado a responsabilizarse en la preservación de la dignidad de la colectividad y a restringir sus elecciones acerca de cómo llevar su vida, incluso si eso supone que la posibilidad de desarrollarse personalmente (con las ganancias de sus actuaciones) o de dar un futuro y una vida adecuada a su familia va a depender de que no socave la consideración que las personas de menor estatura pueden tener en un ámbito universal.

 

Aquí entramos en un tema diferente y, en mi opinión, también crucial. Es el tema de la responsabilidad con respecto a los demás, a colectivos, grupos o comunidades de pertenencia. A la idea de dignidad humana como dignidad de la humanidad en su totalidad o de un grupo concreto de esta. Una responsabilidad que parecen soportar sobre sus hombros los miembros individuales de los grupos discriminados y que, sin embargo, no parece afectar, o al menos en la misma medida, a los miembros de los grupos privilegiados.

En el texto de Hennette-Vauchez que comentamos más arriba aparecen citadas algunas sentencias de diferentes tribunales para apoyar las afirmaciones de la autora, y es particularmente interesante la sentencia KA y AD v. Bélgica del TEDH de 2005, antes mencionada, por las razones que ya hemos expuesto, pero también por los comentarios que suscita en la doctrina jurídica francesa en el sentido de reprochar al tribunal la centralidad y relevancia que otorga a la idea de autonomía y al consentimien­to en lugar de recurrir al principio de dignidad. No me resisto a reproducir la extensa cita del texto siguiente, pues creo que expresa con claridad meridiana la concepción de dignidad como constricción:

“… la dignidad de la persona humana (sic) estaba concernida por las prácticas sadomasoquistas en cuestión (…) el concepto de dignidad de la persona humana apareció porque los derechos humanos tradicionales, centrados en el individuo, su libertad, su vida privada, y su autonomía no eran suficientes (…) el principio de dignidad subraya la unidad del género humano. A través de cada persona es la humanidad la que puede ser agredida. La emergencia del principio de dignidad es así la señal de que hay algo que sobrepasa (trasciende) a las voluntades individuales (…) Nadie puede renunciar al principio de dignidad humana ni por los demás ni por sí mismo: nadie puede por tanto consentir válidamente a que se dañe esta dignidad. Hay un aspecto de la relación consigo mismo que sobrepasa la esfera privada y que pasa a la esfera pública. Asumimos el primer sentido de la palabra dignidad: “la humanidad del hombre (sic) es asimilable a una carga confiada” una carga de la que no se puede dispensar ni ser dispensado, una dignidad que en su sentido primigenio no muere jamás” (Fabre - Magnac, 2005, cit. en Hennette-Vauchez, 2008: 11).

Hennette-Vauchez nos conmina a poner nuestra atención en lo que el principio de dignidad hace y no tanto en lo que se supone que significa, ya que el significado dista mucho de ser estable y en su opinión la dignidad contemporánea como heredera de la dignitas está claramente orientada a servir de fundamento a la imposición de constricciones y obligaciones. De manera que se ve a cada ser humano como un depósito (pero no un propietario) de una parcela de humanidad en nombre de la cual está sujeto a un número de obligaciones que le conminan a la preservación de esa parcela en todo tiempo y lugar. El principio de dignidad humana sintetiza todas las obligaciones que se derivan de la mera pertenencia a la humanidad. Y se aleja de la idea de derechos individuales como manifestación de autonomía o agencia moral (Hennette-Vauchez: 14).

Si recordamos el caso del Tribunal Supremo español citado en el texto podemos ver cómo el tribunal cuida que no se vulnere la dignidad de las mujeres en términos no muy diferentes de la sentencia sudafricana que hemos citado en relación con la prostitución. Dejar claro, a la vez, que la dignidad no es un problema individual, y olvidar por completo la idea de autonomía, pues la dignidad atañe al conjunto de las mujeres o al conjunto de la humanidad, depende de quién argumente, es de nuevo un problema grupal, colectivo, comunitario y, en los casos controvertidos, con mayor razón. Se trata de las partes de un conjunto indiscernibles individualmente.

Si volvemos a los casos de interrupción de embarazo vemos con claridad cómo la idea de dignidad humana se convierte en las construcciones jurisprudenciales en una dignidad de la humanidad en su conjunto que incluye a los fetos y embriones a los que otorga una entidad humana que se convierte en la mayoría de los casos en prioritaria con respecto a la dignidad de las mujeres, que pierden el control de su cuerpo, su capacidad de decisión, su agencia moral, en aras de la dignidad de la humanidad. Y, en este sentido, como al propio Waldron no se le escapa, la propuesta de vincular dignidad, responsabilidad y derechos es una vía excelente para articular las argumentaciones provida (12).