Sobre el día del nacimiento el "Fragmento de Censorino". Disertación sobre el "Sueño de Escipión"

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SOBRE EL DÍA DEL NACIMIENTO

SOBRE EL DÍA DEL NACIMIENTO

A QUINTO CERELIO

[1] A los regalos de oro o de plata que brillan, más apreciados a veces1 por el trabajo de cincelado que por la materia, y a los demás halagos de la fortuna de este género abre la boca aquel que vulgarmente se llama rico; [2] a ti, en cambio, Quinto Cerelio, rico no menos en virtud que en dineros, esto es, verdaderamente rico, estas cosas no te cautivan, no porque hayas echado por completo lejos de ti su posesión o incluso su uso, sino porque, formado en la disciplina de los sabios2, con sobrada transparencia has descubierto que este tipo de cosas, situadas en lo resbaladizo, no son buenas o malas por sí mismas sino que se clasifican tôn mésōn3, esto es, a medio camino entre las buenas y las malas. [3] «Estas cosas», como dice el cómico Terencio, «son tal como es el ánimo de aquel que las posee: para el que sabe usarlas, buenas: para aquel que no las usa rectamente, malas»4. [4] En consecuencia, puesto que cada uno es tanto más rico no cuantas más cosas posee, sino cuantas menos desea, riquezas son para ti las del alma sobre todo, y aquellas precisamente que no sólo preceden a las cosas buenas del género humano, sino las que tienen acceso de verdad a la eternidad de los dioses inmortales; cosa que, en efecto, dice Jenofonte el socrático5: «nada necesitar es de dioses; y, lo mínimo, lo más cercano a los dioses». [5] Por eso, aun cuando regalos de valor ni a ti, por la virtud de tu espíritu, te hacen falta ni a mí, por la flaqueza de mis recursos, me sobran, cuanto tiene este libro, conseguido con mis propios recursos, te lo envío a propósito de tu natalicio. [6] En él no he tomado prestados, como la mayoría tiene por costumbre, de la parte ética de la filosofía preceptos para vivir felizmente que pudiera escribirte, ni he rebuscado de entre las artes de los rétores6 lugares7 para celebrar tus alabanzas —a tal pináculo, en efecto, de todas las virtudes has ascendido que todas esas cosas que o sabiamente se aconsejan o elocuentemente se predican con tu vida y tus costumbres las has superado—, sino que he elegido de entre las memorias [commentarii] de los filólogos algunas cuestioncillas que, congregadas, pudieran dar lugar a un volumen de cierta entidad; [7] y esto adelanto que yo no lo hago por afán de enseñar o por ansia de alardear, no sea que contra mí, como dice el viejo proverbio, se diga en justicia: [8] «un cerdo a Minerva»8. Ahora bien, como con tu trato sé que soy yo el que más cosas ha aprendido, para no parecer ingrato a tus beneficios, he seguido los ejemplos de nuestros más sagrados antepasados. [9] Ellos, en efecto, puesto que tenían los alimentos, la patria, la luz, a sí mismos, en definitiva, por regalo de los dioses, de todas las cosas consagraban algo a los dioses, más bien para mostrarse agradecidos que porque pensaran que los dioses estaban necesitados de ello. [10] Y así, cuando habían llevado a cabo la recolección de frutos, antes de nutrirse de ellos, instituyeron el hacer libaciones a los dioses, y, como los terrenos de labor y las ciudades los poseían por encomienda de los dioses, una cierta parte la dedicaron a templos y santuarios donde rendirles culto; algunos, incluso, en pago de una buena salud del resto del cuerpo, hacían crecer su pelo previamente consagrado a dios. [11] Así yo a ti, de quien más en las letras he recibido, te doy en pago estas pequeñas libaciones.

[2] Ahora, ya que el libro se titula Sobre el día del nacimiento9, tómense los auspicios10 a partir de unos votos. Y así, «este día», como dice Persio11, «numéralo con un guijarro mejor12», cosa que además deseo que hagas cuantas más veces sea posible y, como el mismo adjunta acto seguido, «viértele vino puro al Genio». [2] Aquí quizás alguien pregunte qué motivo hay para considerar que hay que verterle vino puro al Genio y no proceder con una víctima: porque, puede verse, según atestigua Varrón en el libro que tiene por título Ático y es sobre los números13, mantuvieron como costumbre y cosa establecida nuestros mayores el que, cuando en el día del nacimiento pagaran el presente anual al Genio, apartaran su mano de la matanza y la sangre, para no quitarle a otro la luz en el día en que ellos mismos la habían recibido.

[3] A fin de cuentas, en Delos, en el altar de Apolo «el Progenitor» [Genitor]14, según acredita Timeo15, nadie mata una víctima. Una cosa es también de observancia en este día, que lo hecho al Genio nadie conviene que lo deguste antes que aquel que hubiere actuado16.

Pero también esto que con frecuencia es preguntado por algunos parece que hay que resolverlo: quién es el Genio o por qué a él precisamente lo veneramos cada cual en nuestro propio natalicio.

[3] El Genio es el dios bajo cuya tutela cada cual, según ha nacido, vive; él, bien porque cuida de que seamos engendrados, bien porque es engendrado a una con nosotros, bien, incluso, porque una vez engendrados nos levanta17 y nos guía como tutor, ciertamente se llama «Genio» a partir de «engendrar»18. [2] Que Genio y Lar son el mismo lo confiaron a la memoria19 muchos viejos (autores), entre los cuales también Granio Flaco en el libro que, dedicado a César, dejó escrito sobre los indigitamenta20. Que éste sobre nosotros tiene la máxima, mejor aún, toda la potestad, es una creencia establecida. Algunos han considerado dos los Genios a honrar con cultos, al menos en aquellas casas que fueran maritales21; [3] Euclides, en cambio, el socrático22, dice que absolutamente todos nosotros tenemos un Genio adjudicado, cuestión que se puede ver en Lucilio, en el libro XVI de las Sátiras23. Al Genio, por tanto, principalmente a lo largo de toda la vida ofrecemos sacrificios cada año, aunque no sólo éste, sino que también existen además otros dioses en número considerable que apuntalan, cada cual en su propia porción, la vida de los hombres; [4] a quien quiera conocerlos lo instruirán suficientemente los libros de los indigitamenta. Pero todos éstos hacen presente el efecto de sus poderes en cada hombre una única vez, razón por la cual no son requeridos con ritos anuales a lo largo de todo el espacio de la vida. [5] El Genio, en cambio, hasta tal punto ha sido puesto a nuestro lado como observador asiduo, que ni siquiera un punto en el tiempo se aparta, sino que desde el seno de nuestra madre, una vez acogidos, nos acompaña hasta el día extremo de la vida. Pero, aun cuando los hombres celebren cada uno solamente su propio natalicio, yo, sin embargo, me veo sujeto cada año a un doble deber en este ritual; [6] pues, como de ti y de tu amistad recibo el honor, la dignidad, el decoro y la protección, en fin, todos los premios de la vida, considero una impiedad si celebrare el día que te me trajo a esta luz con más negligencia que el mío propio. Éste, en efecto, parió para mí la vida; aquél, el fruto y el ornamento de la vida.

[4] Puesto que la edad toma inicio a partir del día del nacimiento y hay antes de ese día muchas cosas que atañen al origen de los hombres, no parece ajeno hablar antes de ellas, que son por naturaleza anteriores. Así, pues, tomándolas de las opiniones que tuvieron los antiguos sobre el origen del hombre, expondré brevemente algunas cosas.

[2] Una cuestión, primera y general, fue traída y llevada entre los antiguos amantes de la sabiduría24, ya que, como consta que los hombres, procreados uno a uno a partir de las simientes de sus padres, con la sucesión de la prole van haciendo brotar muchos siglos, unos juzgaron que los hombres siempre han existido y que nunca han nacido sino a partir de otros hombres y que para su género no ha existido cabeza ni comienzo alguno; otros, en cambio, que hubo un tiempo en que los hombres no existían, y que la naturaleza les proporcionó algún orto y principio. [3] Mas aquella primera opinión, según la cual se cree que el género humano siempre ha existido, tiene como promotores a Pitágoras de Samos, a Ocelo de Lucania y a Arquitas de Tarento y, por descontado, a todos los pitagóricos25; mas también Platón de Atenas26 y Jenócrates27 y Dicearco de Mesina28 y asimismo los filósofos de la antigua Academia29 se ve que no opinaron otra cosa. Aristóteles, incluso, de Estagira30 y Teofrasto31 y además muchos peripatéticos no carentes de notoriedad escribieron lo mismo y de tal asunto aducen un ejemplo, con el que niegan que en absoluto pueda descubrirse si se generaron antes las aves o los huevos, ya que no puede engendrarse el huevo sin el ave ni el ave sin el huevo. [4] Y así también de todas las cosas que en ese mundo sempiterno siempre han existido y existirán dicen que no hubo principio alguno, sino que existe una especie de ciclo [orbis] de seres que generan y seres que nacen, de modo que en él se ve que el inicio de uno cualquiera de los engendrados es a un tiempo también un final. [5] Que, en cambio, creyeran que algunos hombres primigenios fueron hechos por obra de dios o por la naturaleza, hubo muchos, pero tales creencias las trajeron y llevaron en sus estimaciones ora en un sentido ora en otro. [6] Pues, omitiendo lo que las fabulosas historias de los poetas refieren de que los hombres primeros o fueron formados del blando lodo de Prometeo32 o nacieron de las duras piedras de Deucalión y Pirra33, algunos incluso de los mismos que profesan la sabiduría propagan en sus teorías opiniones no sé si más grotescas, pero ciertamente no menos increíbles. [7] Anaximandro de Mileto34, que a él le parece que del agua y la tierra calentadas surgieron bien unos peces, bien unos animales muy semejantes a los peces; que en éstos cuajaron35 los hombres y, como fetos, fueron retenidos dentro hasta la pubertad; que entonces por fin, rotos aquéllos, hicieron su aparición como varones y mujeres que ya podían alimentarse a sí mismos. Empédocles36, por su parte, en su extraordinario canto, que Lucrecio proclama que es de tal manera «que apenas parece él creado de estirpe humana»37, confirma algo así: [8] que primero los miembros uno a uno desde la tierra, por así decir, preñada fueron dados a luz desperdigados; que después confluyeron unos con otros y produjeron la materia de un hombre completo, mezcolanza de fuego y líquido a la vez. Lo demás, ¿qué necesidad hay de seguirlo hasta el fin, si no alcanza a asemejarse a la verdad? Esta misma opinión se mantuvo también en Parménides de Elea38, exceptuadas unas pocas pequeñas disensiones de Empédocles. [9] A Demócrito de Abdera39, por su parte, le pareció por primera vez que los hombres habían sido procreados a partir del agua y del limo. Y no muy de otro modo Epicuro. Éste, en efecto, creyó que, al calentarse el limo crecieron en él primero no sé qué úteros40 adheridos a la tierra mediante raíces y que a los niños que ellos daban a luz les proporcionaron un líquido de leche que se generaba dentro servido por la naturaleza; que éstos así criados y crecidos propagaron el género de los hombres. [10] Zenón de Citio41, fundador de la secta estoica, consideró establecido el principio del género humano desde la aparición del mundo y que los primeros hombres fueron engendrados a base únicamente del sustento del fuego divino, esto es, por providencia de dios. [11] Finalmente, también ha sido creencia divulgada, según la mayor parte de los que estudian la genealogía garantiza, que, de ciertos pueblos que no son de estirpe adventicia, existen unos primeros engendrados de la tierra, como en Ática y Arcadia y Tesalia, y que se suelen llamar autóctonos42. En Italia, la ruda credulidad de los antiguos aceptó sin dificultad que Ninfas y Faunos indígenas dominaron ciertos bosques43. [12] Ahora, en realidad, hasta tal grado de licencia ha avanzado la pasión poética que conciben ficciones apenas tolerables de oír: que después que hay memoria de los hombres44, engendradas ya las gentes y fundadas las ciudades, unos hombres han visto la luz saliendo de la tierra de diversos modos: así en la región de Ática circula Erictonio45 como surgido del suelo a partir del semen de Vulcano, y en Cólquide o Beocia, la tradición de que, sembrados los dientes de una serpiente, surgieron armados los «espartos»46, de los que, habiéndose mutuamente matado unos a otros, sobrevivieron unos pocos, que en la fundación de Tebas sirvieron a Cadmo de ayuda; [13] y asimismo en el campo de Tarquinia se habla de un niño divino sacado con el arado, de nombre Tages47, que habría proferido las fórmulas de la disciplina de la observación de las entrañas48 que luego pusieron por escrito los lucumones49, que tenían el poder en Etruria.

 

[5] Hasta aquí sobre el origen primero de los hombres. Por lo demás, lo que atañe a los presentes natalicios nuestros y a sus inicios, lo diré, en la medida que pueda, en compendio. [2] Así, pues, sobre de dónde sale el semen no hay coincidencia entre los que profesan la sabiduría. Parménides50, en efecto, pensó que salía ya de la parte derecha, ya de la izquierda51. A Hipón, en cambio, de Metaponto o, como propone Aristóxeno52, de Samos53, le parece que el semen fluye de las medulas y que esto se prueba por el hecho de que, si después de la monta de las reses alguien mata a los machos, las medulas, por exhaustas, no las encuentra. [3] Pero esta opinión la refutan algunos, como Anaxágoras54, Demócrito y Alcmeón de Crotona55; éstos, en efecto, replican que después de la contienda de los rebaños los machos quedan exhaustos no sólo de medulas, sino de grasa y de mucha carne. [4] También crea una opinión ambigua entre los autores aquello de si el parto [partus]56 nace sólo de la simiente del padre, como Diógenes57 e Hipón y los estoicos escribieron, o también de la de la madre, como les pareció a Anaxágoras, Alcmeón y también a Parménides y a Empédocles y Epicuro58.

[5] A su vez, sobre la configuración del parto59 confesó Alcmeón no saber nada con precisión, en la idea de que nadie puede averiguar qué es lo primero que se forma en el niño.

[6] Empédocles, al que en este punto siguió Aristóteles60, juzgó que ante todo crecía el corazón, que contiene sobremanera la vida del hombre; Hipón, en cambio, que la cabeza, en la que está lo principal del alma; Demócrito, que el vientre junto con la cabeza, que son los que más tienen de vacío; Anaxágoras, que el cerebro, de donde vienen todos los sentidos. Diógenes de Apolonia estimó que del líquido se hace primero la carne; que, luego, de la carne nacen los huesos y los nervios y las demás partes. [2] Por contra, los estoicos dijeron que el niño se configura a una todo entero, al igual que a una nace y se alimenta. Hay quienes opinan que esto se hace por obra de la propia naturaleza, como Aristóteles61 y Epicuro62; los hay, que por la potencia del espíritu que acompaña al semen, como los estoicos casi en su totalidad; hay quienes, siguiendo a Anaxágoras63, entienden que hay dentro un calor etéreo que dispone los miembros. [3] Aun así, formado sea como sea el niño, sobre el modo en que es alimentado en el útero de la madre hay una doble opinión: a Anaxágoras, en efecto, y a otros muchos les parece que la comida es administrada a través del ombligo; por contra, Diógenes64 e Hipón65 estimaron que existe en el vientre una especie de prominencia, para que el niño la aprese con la boca 〈y〉 extraiga de ella alimento tal como, cuando ha sido dado a luz, de las ubres de la madre.

[4] Por lo demás, cómo nacen machos o hembras, qué causa hay (de ello), ha sido presentado de forma variada por estos mismos filósofos. Pues Alcmeón66 dijo que de aquél de los padres del que hubo más de simiente, de él se copia el sexo. Por su parte, Hipón afirma que de simientes más inconsistentes se producen hembras; de más densas, machos. [5] Demócrito, en cambio, refirió que se reproduce la naturaleza de aquel de los dos padres cuyo principio67 se hubiera adelantado a ocupar la sede68. Por el contrario, Parménides69 está a favor de que compiten entre sí el de la hembra y el del macho y que se repite la condición de aquél de los dos en cuyas manos quede la victoria. [6] Que a partir del semen derramado desde la parte derecha se engendran machos y a partir del de la izquierda, hembras, es sentir común de Anaxágoras70 y Empédocles71, cuyas opiniones, tal como son coincidentes sobre este aspecto, así lo son dispares sobre el parecido de los hijos; [7] sobre este asunto Empédocles72 en un minucioso informe expone cosas como éstas: si fue parejo el calor en las simientes de los padres, se procrea un macho parecido al padre; si lo fue el frío, una hembra parecida a la madre. Y, si la semilla del padre llega a ser más caliente y más fría la de la madre, será un niño que reproduzca el rostro de la madre; en cambio, si fuere más caliente la de la madre, y más fría la del padre, será una niña que ofrezca parecido con el padre. [8] Anaxágoras73, a su vez, juzgó que los hijos reflejan la cara de aquél de los padres que hubiese aportado más de simiente. Por lo demás, el sentir de Parménides74 es que, cuando las partes derechas hubieren dado las simientes, entonces los hijos son parecidos al padre; cuando las izquierdas, entonces a la madre. Sigue lo de los gemelos; [9] que nazcan de cuando en cuando pensó Hipón75 que se debe a la medida76 de simiente: que ésta, en efecto, cuando es más abundante de lo que basta para uno, se desplaza en dos direcciones. [10] Esto mismo más o menos parece haber sido el sentir de Empédocles77; pues las causas ciertamente por las que se divide no las expuso; tan sólo dice que se parte, y que si una y otra llegan a ocupar sedes igualmente cálidas, uno y otro nacen machos; si igualmente frías, una y otra hembras; que si, en cambio, una, una más cálida y la otra, una más fría, habrá un parto de sexo dispar.

[7] Queda hablar de los tiempos en que los partos suelen estar maduros para el nacimiento78; lugar que debo tratar con mayor cuidado, porque hay que tocar algunas cosas de astrología79 y música y de aritmética.

[2] Ya primero, sobre cuántos meses después de la concepción suelen ser dados a luz los niños, cosa frecuentemente traída y llevada entre los antiguos, todavía no hay acuerdo. Hipón de Metaponto80 estimó que pueden nacer del séptimo al décimo mes; que, en efecto, en el séptimo el parto ya está maduro por el hecho de que entre todos el número septenario es el que más poder tiene, puesto que nos formamos en siete meses, y, añadidos otros tantos, empezamos a mantenernos erectos, y después del séptimo mes nos nacen los dientes, y asimismo se caen después del séptimo año, y en el decimocuarto, a su vez, solemos entrar en la pubertad81; [3] pero que esta madurez que empieza a partir de los siete meses es prolongada hasta los diez, por el hecho de que en todas las otras cosas esta misma es la naturaleza: de modo que a los siete meses o años se añaden [accedant]82 tres, o meses o años, para la consumación; [4] que, en efecto, los dientes le nacen al niño de siete meses y como mucho terminan de hacerse al décimo mes; que en el séptimo año se le caen los primeros, en el décimo, los últimos; que después del décimo cuarto año entran en la pubertad algunos, pero todos, dentro de los diecisiete. [5] A esta opinión otros se oponen en parte y en parte están de acuerdo. En efecto, que la mujer puede parir al séptimo mes lo afirma la mayoría, como Teano la pitagórica83, Aristóteles el peripatético, Diocles84, Evenor85, Estratón86, Empédocles, Epígenes87 y muchos además de éstos, el consenso de todos los cuales no arredra a Eurifonte de Cnido88, que justo esto lo niega por completo sin vacilar. [6] En contra de éste, casi todos los que, siguiendo a Epicarmo89, negaron que se nazca al octavo mes. Diocles de Caristo, sin embargo, y Aristóteles de Estagira tuvieron otro sentir. A su vez, en los meses noveno y décimo, aun cuando los caldeos90 en su mayoría y el mismo Aristóteles, al que he nombrado más arriba, pensaran que el parto puede ser dado a luz, sostienen que no puede ser, por un lado, Epígenes de Bizancio al noveno; por otro, Hipócrates de Cos91, al décimo. [7] Por lo demás, el undécimo mes lo admite Aristóteles solo, todos los demás lo desaprobaron.

[8] Pero ahora hay que tratar brevemente la teoría de los caldeos y explicar por qué piensan que sólo al mes séptimo y al noveno y al décimo pueden nacer los hombres. [2] Ante todo, en consecuencia, dicen que nuestra actuación y nuestra vida están sujetas a las estrellas [stellae], tanto a las errantes [vagae] como a las estables [statae]92, y que el género humano es gobernado por su curso variado y múltiple, pero que en ellas mismas sus movimientos y configuraciones y sus efectos se ven alterados a menudo por el Sol; que, en efecto, el que unas hagan su ocaso [occasus]93 y algunas, su estación [statio]94, y a todos nosotros nos afecten con esta dispar atemperación95 suya se produce por el poder del Sol; [3] y que así aquel que mueve sin cesar las propias estrellas por las que somos movidos nos da el alma por la que nos regimos y es el que más poder tiene sobre nosotros y establece las pautas96 de cuándo, después de la concepción, venimos a la luz; pero que esto lo hace a través de tres perspectivas [conspectus]97. Qué es, a su vez, una perspectiva y cuántos sus géneros, para que pueda comprenderse con absoluta transparencia, adelantaré unas pocas cosas.

[4] Hay un círculo, como dicen, «signífero»98, al que los griegos llaman zōidiakós99, en el que100 se desplazan el Sol, la Luna y las demás estrellas errantes101. Éste está equitativamente dividido en doce partes102 asignadas a otros tantos signos103. El Sol lo mide104 en el espacio de un año; así en cada uno de los signos se demora aproximadamente un mes105. Pero un signo cualquiera tiene con cada uno de los otros una perspectiva mutua, no, sin embargo, uniforme con todos; pues unas son tenidas por más vigorosas, otras, por más endebles. Así, pues, en el tiempo en que es concebido un parto, el Sol es necesario que esté en algún signo y en alguna «partícula»106 del mismo, a la que con propiedad llaman «lugar»107 de la concepción. [5] Ahora bien, estas partículas son en cada signo treinta, y las de todo el Zodíaco, 360 en total. Éstas los griegos las denominaron moîrai108, como se puede ver, por aquello de que a las diosas del destino les dan el nombre de Moiras109, y esas partículas para nosotros son como los hados; pues importa muchísimo con el orto110 de cuál de ellas precisamente nacemos. [6] El Sol, entonces, cuando pasa al próximo signo, aquel lugar de la concepción o lo ve con una perspectiva vacilante o incluso ni lo tiene a la vista; pues muchos han negado rotundamente que las figuras animales [zōidia]111, cuando están próximas entre sí, se vean mutuamente. Por el contrario, cuando está en el tercer signo, esto es, con uno en medio interpuesto, entonces por primera vez se dice que ve aquel lugar de donde partió, pero con una luz particularmente oblicua y sin fuerza; perspectiva que se llama «en hexágono» [katà hexágōnon]112, porque subtiende la sexta parte de la circunferencia; pues, si, de igual forma que desde la primera figura a la tercera, así desde la tercera a la quinta, desde allí prosiguiendo hasta la séptima y sucesivamente se tiran líneas alternando, se inscribirá en esa misma circunferencia una figura de hexágono equilátero. [7] Esta perspectiva algunos no la aceptaron por completo, porque parecía contribuir muy poco a la madurez del parto. [8] Ahora bien, cuando llega113 al cuarto signo y hay dos en medio, ve «en tetrágono» [katà tetrágōnon]114, porque la línea aquella por la que la vista alcanza su objetivo corta la cuarta parte del orbe115. [9] Cuando, asimismo, está en el quinto (signo), interpuestos tres en medio, mira «en triángulo» [katà trígōnon]116, pues dicha vista mide la tercera parte del signífero117, dos visiones éstas, la del tetrágono y la del triángulo, más que eficaces, que mucho aportan al crecimiento del parto. Por lo demás, desde el sexto lugar la perspectiva carece de toda eficacia; [10] pues su línea no forma el lado de ningún polígono. Por contra, desde la séptima figura, que es la contrapuesta, una perspectiva completísima y poderosísima da a la luz a ciertos niños ya maduros, que son llamados sietemesinos, porque nacen en el séptimo mes. [11] Por contra, si dentro de este espacio el útero no hubiere podido madurar, al octavo mes no es dado a la luz —desde el octavo signo, en efecto, como desde el sexto, es ineficaz la vista— sino bien al noveno bien al décimo: [12] el Sol, en efecto, desde la novena figura avista de nuevo la partícula de la concepción en triángulo, y desde la décima, en tetrágono, perspectivas que, como más arriba ya ha quedado dicho, son más que eficaces. [13] Por lo demás, al undécimo no piensan que se nazca, porque, dicen, con un rayo ya lánguido se envía una luz endeble en hexágono; mucho menos al duodécimo, desde donde la perspectiva se tiene por nula. Y así, según esta razón118, los sietemesinos [heptámēnoi] nacen «en diámetro» [katà diámetron]119; los «nuevemesinos»120 [enneámēnoi], a su vez, en triángulo; y los diezmesinos [dekámēnoi], en tetrágono.

 

[9] Hecha esta explicación del sentir de los caldeos, paso a la opinión pitagórica tratada por Varrón en el libro que se llama Tuberón y que se subtitula Sobre el origen del hombre121; [2] un sistema, desde luego, aceptable antes que ningún otro, que se ve que se acerca lo más posible a la verdad. Otros, en efecto, en la mayoría, aun cuando todos los partos no alcanzan la madurez en un único tiempo, otorgaron, sin embargo, unos únicos y mismos tiempos a la configuración de todos; como Diógenes de Apolonia122, que a los machos dice que se les forma el cuerpo en cuatro meses, y a las hembras, en cinco, o Hipón, que escribe que en 60 días se forma el niño, y que al cuarto mes la carne se hace compacta, que al quinto nacen las uñas y el cabello, que al séptimo ya queda el hombre completo. [3] Pitágoras, por su parte, cosa que era más creíble, dijo que hay dos géneros de parto, uno de siete meses, y otro de diez, pero que el primero se configura según unos números de días y según otros el segundo; y que, de suyo, esos números que en cada uno de los partos aportan algo de mutación, a medida que o la simiente se convierte en sangre o la sangre en carne o la carne en figura de hombre, referidos unos a otros, guardan entre sí aquella razón que guardan las voces123 que en la música se llaman cónsonas [sýmphōnoi].

[10] Pero para que estas cosas queden más abiertas a la comprensión, antes se dirán algunas sobre las reglas de la música necesarias para este lugar; tanto más, precisamente, porque voy a decir unas que para los propios músicos son desconocidas. [2] Pues los sonidos los trataron científicamente y los presentaron en un orden congruente124; ahora bien, en esos mismos sonidos el «modo»125 y la medida de sus movimientos los descubrieron los geómetras126 más que los músicos. Así pues, la música es la ciencia de «modular» bien127; [3] ella, a su vez, reside en la voz128. Mas la voz unas veces es emitida más grave, otras, más aguda. Ahora bien, cada una de las voces simples y emitidas del modo que sea se llama nota [phthóngos]129. La diferencia130 en virtud de la cual una nota es más aguda, y otra, más grave, se denomina «intervalo» [diástēma]131. [4] Entre la voz más baja y la más alta puede haber, ordenadamente dispuestos132, muchos intervalos [diastemata], que pueden ser unos mayores o menores que otros, como aquel que llaman tono [tónos]133 o bien uno menor que éste, el semitono [hēmitónion]134 o bien un intervalo [intervallum] de algunos tonos [toni] 135, dos y tres y más. Pero no todas las voces indistintamente enlazadas a capricho dan lugar en el canto a unos efectos concordables. [5] Al igual que nuestras letras, si se juntan entre sí de cualquier forma y no congruentemente136, a menudo no concordarán en el acoplamiento ni de palabras ni de sílabas, así en la música son unos intervalos [intervalla] determinados los que pueden dar lugar a las «sinfonías» [symphoniae]137.[6] Es, por su parte, «sinfonía» el dulce canto conjunto [concentus] de dos voces dispares enlazadas entre sí. Las «sinfonías» simples y primeras son tres138, a base de las cuales se constituyen las demás: una que tiene un intervalo [diástēma] de dos tonos y un semitono [hemitonion], que se llama diatesaron [dià tessárōn]139; otra de tres tonos y un semitono, a la que llaman diapente [dià pénte]140; la tercera es la diapasón [dià pasôn]141, cuyo intervalo [diástēma] contiene las dos anteriores. [7] Es, en efecto, o de seis tonos, como Aristóxeno y los músicos142 afirman, o de cinco y dos semitonos, como Pitágoras y los geómetras143, haciendo ver que dos semitonos no pueden completar un tono; por lo que también al intervalo [intervallum] de esta medida lo llama Platón abusivamente144 semitono [hēmitónion], pero propiamente diáleimma [diàleîmma]145.

[8] Ahora, en cambio, a fin de que aparezca de forma transparente cómo las voces, aun no cayendo al alcance ni de los ojos ni del tacto, pueden tener medidas, voy a referir el admirable relato de Pitágoras146, quien, franqueando los secretos de la naturaleza, encontró que las notas [phthongi] de los músicos convienen unas con otras según una razón numérica [ratio numerorum]. En efecto, unas cuerdas gruesas por igual y de pareja longitud las tensó mediante pesos diversos, cuerdas que al pulsarlas una y otra vez y no concordar las notas en «sinfonía» alguna, iba cambiando los pesos y, tras haber experimentado insistentemente una y otra vez, captó por fin que dos cuerdas cantaban una con otra [concinebant], lo que es una diatesaron en el momento en que sus pesos relacionados entre sí tenían la razón que tiene el tres respecto al cuatro, un phthongos al que los aritméticos griegos llaman epítritos y los latinos supertertius147. [9] Por contra, la «sinfonía» a la que dicen diapente la encontró en el punto en que la diferencia de pesos estaba en proporción «séscupla»148, la que hace el dos referido al tres, a lo cual llaman hēmiólion. Cuando, a su vez, una cuerda era tensada con un peso dos veces mayor que la otra y había una razón doble [lógos diplasíōn]149, sonaba una diapasón150. [10] Esto también lo probó en unas tibias151 a ver si había coincidencia, y no otra cosa halló. En efecto, preparó cuatro tibias de igual cavidad, dispares en longitud: la primera, por ejemplo, de seis dedos de larga; la segunda, con una tercera parte añadida, esto es, de ocho dedos; la tercera de nueve dedos, un séscuplo152 más larga que la primera; la cuarta, a su vez, de doce dedos, que duplicara a la primera en longitud153. [11] Y así, soplando en ellas y colocadas dos a dos, demostró a los oídos de todos los músicos que la primera y la segunda daban aquella «conveniencia»154 que da la «sinfonía» diatesaron y que allí se daba una proporción supertertia155; que, a su vez, entre la primera y la tercera tibia, donde se da una proporción séscupla156, resonaba la diapente; que, por su parte, el intervalo [intervallum] de la primera y la cuarta, que guarda la proporción doble157, hacía un intervalo [diástēma] diapasón. Pero entre la naturaleza de las tibias y de las cuerdas hay esta diferencia: [12] que las tibias con el incremento de la longitud se hacen más graves; las cuerdas, en cambio, con el aumento del peso que se les añade, más agudas. En uno y otro caso, sin embargo, la proporción es la misma.