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David Copperfield

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Quedé confundido ante la revelación de tanta perfidia, y miré a miss Mowcher, que seguía paseándose. Cuando estuvo rendida se volvió a sentar y se enjugó el rostro con el pañuelo, sacudió la cabeza y no hizo más movimiento ni interrumpió el silencio.

-Mis viajes por provincias me han llevado ayer noche a Norwitch, míster Copperfield -añadió por fin-. Lo que por casualidad he sabido del secreto que había envuelto su llegada y su partida me extrañó al saber que usted no formaba parte de ella, y me hizo sospechar algo. Y ayer noche tomé la diligencia de Yarmouth en el momento en que pasaba por Norwitch, y he llegado aquí esta mañana, demasiado tarde, ¡ay!, ¡demasiado tarde!

La pobre miss Mowcher se estremecía a fuerza de llorar y de desesperarse; después se volvió hacia el fuego para calentar sus piececitos mojados entre las cenizas, y se quedó allí como una gran muñeca, con los ojos fijos en el fuego.

Yo estaba sentado en una silla al otro lado de la chimenea, sumido en mis tristes reflexiones y mirando tan pronto al fuego como a ella.

-Tengo que marcharme -dijo, por último, levantándose-, es tarde. ¿Usted no desconfiará de mí?

Al encontrar su mirada penetrante, más penetrante que nunca, cuando me dirigió aquella pregunta, no pude responder con un «no» franco del todo.

-Vamos -dijo aceptando la mano que le ofrecía para pasar por encima del guardafuegos y mirándome suplicante-, sabe usted muy bien que si fuera una mujer de estatura corriente no desconfiaría.

Comprendí que tenía mucha razón, y me avergoncé un poco de mí mismo.

-Es usted muy joven -me dijo- Escuche usted un consejo, aunque sea de una criatura como yo, que no levanta tres pies del suelo. Trate, amigo mío, de no confundir las deformidades físicas con las morales, a menos que tenga razones para ello.

Cuando se vio libre del guardafuegos y yo de mis sospechas, le dije que no dudaba de que me había explicado fielmente sus sentimientos, y que los dos habíamos sido instrumentos ciegos en aquellas pérfidas manos. Miss Mowcher me dio las gracias, añadiendo que era un buen muchacho.

-Ahora, fíjese -dijo en el momento de llegar a la puerta, volviéndose a mirarme con el dedo levantado y expresión maliciosa- Tengo razones para suponer, por lo que he oído decir (pues siempre tengo el oído pronto; debo utilizar las facultades que poseo), que han partido para el extranjero. Pero si vuelven, o alguno de los dos vuelve estando yo viva, tengo más facilidades que otro para saberlo, pues ando siempre de un lado para otro; todo lo que yo sepa lo sabrá usted, y si puedo alguna vez ser útil de cualquier modo a esa pobre niña, lo haré con toda mi alma, si Dios quiere. En cuanto a Littimer, más le valdría tener un perro dogo tras de sus huellas que a la pequeña Mowcher.

No pude por menos de dar fe interiormente a aquella promesa cuando vi la expresión de su mirada.

-Sólo le pido que tenga en mí la misma confianza que tendría en una mujer de estatura corriente, ni más ni menos -dijo la criaturita cogiéndome, suplicante, la mano-. Si usted vuelve a verme de un modo diferente a como me ve ahora; si me ve enloquecer, como me ha visto la primera vez, fíjese en la gente que me rodea. Recuerde que soy una pobre criatura sin socorro y sin defensa. Figúrese usted a miss Mowcher volviendo a su casa por la noche, reuniéndose con su hermano, que es como ella, y con su hermana, que también lo es, después de terminar su jornada de trabajo, y quizá entonces sea usted más indulgente conmigo y no se sorprenda de mi pena ni de mi gravedad. ¡Buenas noches!

Estreché la mano de miss Mowcher con una opinión muy diferente de la que me había inspirado hasta entonces, y sostuve la puerta para que saliera. No era poco el abrir el enorme paraguas y ponerlo en equilibrio en su mano; sin embargo lo conseguí, y la vi bajar por la calle á través de la lluvia sin que nada indicase que había una persona debajo del paraguas, excepto cuando el agua que rebosaba de algunos canalones descargaba sobre él y le hacía inclinarse a un lado; entonces aparecía miss Mowcher en peligro, haciendo violentos esfuerzos para enderezarle.

Después de salir una o dos veces para socorrerla, pero sin resultado, pues algunos pasos más lejos el paraguas empezaba otra vez a saltar ante mí como un gran pájaro antes de que le alcanzara, entré a acostarme y me dormí hasta la mañana.

Míster Peggotty y mi niñera vinieron a buscarme muy temprano, y nos dirigimos a las oficinas de la diligencia, donde mistress Gudmige nos esperaba con Ham para decirnos adiós.

-Señorito Davy -me dijo Ham en voz baja y aparte, mientras míster Peggotty ponía su saco al lado del equipaje-; su vida está completamente destrozada; no sabe dónde va; no sabe lo que le espera; empieza un viaje que le va a llevar de aquí para allá hasta el fin de su vida (puede usted contar con ello), si es que no encuentra lo que busca. ¡Sé que será usted siempre un amigo para él, señorito Davy!

-Puedes estar seguro -le dije estrechando afectuosamente su mano.

-¡Gracias, gracias! Todavía una palabra. Yo me gano bien la vida, ¿sabe usted, señorito Davy? Es más; ahora no sabré en qué gastar lo que gano, ya no necesito más que lo justo para vivir. Si usted pudiera gastarlo por él, señorito, trabajaría de mejor gana. Aunque, en cuanto a eso -continuó en tono firme y dulce-, puede usted estar seguro de que no dejaré de trabajar como un hombre y que lo haré lo mejor que pueda.

Le dije que estaba convencido de ello, y no le oculté mi esperanza de que llegara un tiempo en que renunciaría a la vida solitaria a que por momentos se creía condenado para siempre.

-No, señorito -dijo moviendo la cabeza-. Todo eso ha pasado para mí. Nunca nadie podrá llenar el vacío que ha dejado. Y no olvide que aquí siempre habrá dinero de más, señorito Davy.

Le prometí tenerlo en cuenta, al mismo tiempo que le recordaba que míster Peggotty tenía ya una renta, modesta, es verdad, pero segura, gracias al legado de su cuñado. Después nos despedimos uno del otro. No puedo dejar sin recordar su valor sencillo y conmovedor y su pena tan honda.

En cuanto a mistress Gudmige, si tuviera que describir las carreras que dio por la calle al lado de la diligencia sin ver otra cosa, a través de las lágrimas que trataba de retener, más que a míster Peggotty sentado en la imperial, lo que la hacía tropezar contra todos los que iban en dirección contraria, me vería obligado a lanzarme en una empresa muy difícil. Prefiero dejarla por fin sentada en los escalones de una panadería, sin aliento, con el sombrero que ya no tenía forma y uno de los zapatos esperándola en medio de la calle, a una distancia considerable.

Al llegar al término de nuestro viaje, la primera ocupación fue buscar a Peggotty un alojamiento donde su hermano pudiera tener una cama; y tuvimos la suerte de encontrar enseguida uno muy limpio y barato, encima de la tienda de un vendedor de velas, y separado de mi casa solamente por dos calles. Después de apalabrar la habitación compré carne y fiambre en una tienda y llevé a mis compañeros de viaje a tomar el té a mi casa, exponiéndome, siento decirlo, a no obtener la aprobación de mistress Crupp, sino muy al contrario. Sin embargo, debo mencionar aquí, para que se conozcan bien las cualidades contradictorias de aquella estimable dama, que le sorprendió mucho ver a Peggotty remangarse su traje de viuda, diez minutos después de llegar, para ponerse a limpiar mi alcoba. Mistress Crupp miraba esta usurpación de su cargo como una libertad que se tomaba, y ella no consentía nunca que nadie se tomara libertades con ella.

Míster Peggotty me había comunicado en el camino a Londres un proyecto que no me sorprendió. Tenía la intención de ver a mistress Steerforth en primer lugar. Yo me sentía obligado a ayudarle en aquella empresa y a servir de mediador entre ellos, por lo que, con objeto de cuidar lo más posible de la sensibilidad de la madre, le escribí aquella misma noche. Le explicaba, lo más suavemente que podía, el daño que se le había hecho a míster Peggotty y el derecho que también yo tenía por mi parte para quejarme de aquel desgraciado suceso. Le decía que era un hombre de clase inferior, pero de carácter dulce y elevado, y que me atrevía a esperar que no se negara a verle en la desgracia que le agobiaba. Le pedía que nos recibiera a las dos de la tarde, y envié yo mismo la carta, con la primera diligencia de la mañana.

A la hora fijada estábamos delante de la puerta… , la puerta de aquella casa en que había sido tan dichoso algunos días antes y donde había entregado con tanta alegría toda mi confianza y todo mi corazón; aquella puerta que desde ahora me estaba cerrada y que no miraba yo más que como una ruina desolada.

Littimer no estaba. La muchacha que le había reemplazado, con gran satisfacción mía, desde mi última visita, fue la que nos abrió y nos condujo a la sala. Mistress Steerforth estaba allí. Rose Dartle, en el momento que entramos, dejó la silla que ocupaba y fue a colocarse de pie detrás del sillón de mistress Steerforth.

Al momento me di cuenta, por el rostro de la madre, de que estaba enterada por su mismo hijo de lo que había hecho. Estaba muy pálida, y sus facciones tenían la huella de una emoción demasiado profunda para poderla atribuir únicamente a mi carta, sobre todo teniendo en cuenta las dudas que le hubiera hecho abrigar su ternura.

En aquel momento la encontré más parecida que nunca a su hijo, y vi, más con mi corazón que con mis ojos, que mi compañero no estaba menos sorprendido que yo del parecido.

Sentada muy derecha en su butaca, con aire majestuoso, imperturbable, impasible, parecía que nada en el mundo sería capaz de turbarla. Miró con orgullo a míster Peggotty, pero él no la miraba con menos entereza. Los ojos penetrantes de Rose Dartle nos abrazaban a todos. Durante un momento el silencio fue completo. Mistress Steerforth hizo un signo a míster Peggotty para que se sentara.

 

-No me parecería natural, señora -dijo en voz baja-, sentarme en esta casa; prefiero continuar de pie.

Nuevo silencio, que ella rompió diciendo:

-Sé lo que le trae aquí y lo lamento profundamente. ¿Qué desea usted de mí? ¿Qué quiere usted que haga?

Míster Peggotty, sosteniendo el sombrero debajo del brazo, buscó en su pecho la carta de su sobrina, la sacó, la desdobló y se la entregó.

-Haga usted el favor de leer eso, señora; ¡lo ha escrito mi sobrina!

Ella lo leyó con la misma impasible gravedad. No pude percibir en sus rasgos la menor huella de emoción. Después devolvió la carta.

-«A no ser que me traiga después de haber hecho de mí una señora» -dijo míster Peggotty siguiendo con el dedo las palabras- Vengo a saber si cumplirá su promesa.

-No -replicó ella.

-¿Por qué no? -preguntó míster Peggotty.

-Porque es imposible; sería una deshonra para mi hijo; no puede usted ignorar que está muy por debajo de él.

-Levántenla hasta ustedes -dijo míster Peggotty.

-Es ignorante y sin educación.

-Quizá sí, quizá no; pero no lo creo, señora -dijo míster Peggotty-; sin embargo, como no soy juez en esas cosas, enséñenla lo que no sepa.

-Puesto que me obliga usted a hablar con mayor claridad (y siento tener que hacerlo), su familia es demasiado humilde para que una cosa semejante sea verosímil, aunque no hubiera ningún otro obstáculo.

-Escúcheme usted, señora -dijo míster Peggotty lentamente y muy serio-; usted sabe cómo se quiere a un hijo; yo también. Si fuera hija mía no la podría querer más. Pero usted no sabe lo que es perder un hijo y yo sí lo sé. Todas las riquezas del mundo, si fueran mías, no me costarían nada para rescatarla. Arránquela al deshonor, y yo le doy mi palabra de que no tendrá que temer el oprobio de verse unida a mi familia. Ninguno de los que han vivido con ella y la han considerado como su tesoro durante tantos años volverá a ver nunca su lindo rostro. Renunciaremos a ella, nos contentaremos con recordarla, como si estuviera muy lejos, bajo otro cielo; nos contentaremos con confiarla a su marido y a sus hijos, quizá, y esperaremos para volver a verla en el momento en que todos seremos iguales ante Dios.

La sencilla elocuencia de sus palabras no dejó de producir efecto. Mistress Steerforth persistía en su actitud altanera, pero su tono se había dulcificado un poco al contestarle:

-No justifico nada. No acuso a nadie, y siento tener que repetir que no es posible. Un matrimonio así destruiría sin esperanza el porvenir de mi hijo. Eso no puede ser y no será; esté usted seguro. Si hay alguna otra compensación…

-Estoy viendo un rostro que me recuerda por su parecido al que he visto frente a mí -interrumpió míster Peggotty, con mirada firme y brillante- en mi casa, al lado de mi fuego, en mi barco, en todas partes, con sonrisa de amigo, en el momento en que meditaba una traición tan negra, que casi me vuelvo loco cuando lo recuerdo. Si el rostro que se parece a aquel no se pone rojo como el fuego ante la idea de ofrecerme dinero a cambio de la pérdida y la ruina de mi niña, es que no vale más que el otro; quizá vale todavía menos, puesto que es el de una mujer.

Mistress Steerforth cambió de actitud al momento. Enrojeció de cólera y dijo con altanería, apretando el brazo de su sillón:

-¿Y usted qué compensación me ofrece por el abismo que ha abierto entre nosotros? ¿Qué es su cariño comparado con el mío? ¿Qué es su separación al lado de la nuestra?

Miss Dartle la tocó suavemente a inclinó la cabeza para hablarla en voz baja; pero ella no la escuchó.

-No, Rose; ni una palabra. ¡Quiero que este hombre me oiga hasta el final! Mi hijo, que ha sido el único objeto de mi vida, a quien estaban consagrados todos mis pensamientos, a quien no he negado un solo capricho desde su infancia, con el que he vivido una existencia común desde su nacimiento, ¡enamorarse en un instante de una miserable muchacha y abandonarme! ¡Recompensarme de mi confianza con una decepción sistemática por amor a esa chica y dejarme por ella! ¡Sacrificar a ese odioso capricho el derecho que tiene su madre a su respeto, a su afecto, a su obediencia, a su gratitud; los derechos que cada día y cada hora de su vida debían haberle sido sagrados! ¿No es también ese un daño irreparable?

De nuevo Rose Dartle trató de tranquilizarla, pero fue en vano.

-Te lo repito, Rose, ¡cállate! Si ¡ni hijo es capaz de exponerlo todo por el capricho más frívolo, yo también puedo hacerlo por un motivo más digno de mí. ¡Que vaya donde quiera con los recursos que mi amor le ha proporcionado! ¿Cree que me dominará con una ausencia larga? ¡Conoce muy poco a su madre si cuenta con ello! ¡Que renuncie al momento a ese capricho y será bienvenido! Si no renuncia al instante, que no intente volver a acercarse a mí, ni vivo ni moribundo, mientras pueda levantar la mano para oponerme, hasta que se olvide de ella para siempre y venga humildemente a pedirme perdón. ¡Ese es mi derecho! ¡Ese es el abismo que han abierto entre nosotros! Y digan, ¿no es un daño irreparable? —dijo mirando a su visitante con la misma expresión altanera de los primeros momentos.

Oyendo y viendo a la madre mientras pronunciaba aquellas palabras me parecía oír y ver a su hijo responderle con un desafío. Encontraba en ella todo lo que había en él de terquedad y obstinación. Todo lo que había podido apreciar por mí mismo de la energía mal dirigida de Steerforth me hacía comprender mejor el carácter de su madre. Veía claramente que sus almas, en su violencia salvaje, iban al unísono.

Mistress Steerforth me dijo entonces que le parecía una pérdida de tiempo seguir hablando y que deseaba poner fin a la entrevista. Se levantó con dignidad para dejar la habitación, pero míster Peggotty dijo que era inútil.

-No tema usted que le estorbe, señora; no tengo nada más que decir -añadió dando un paso hacia la puerta-. He venido aquí sin esperanzas y sin esperanzas me voy. He hecho lo que creía que debía hacer; pero no esperaba nada de mi visita. Esta casa maldita ha hecho demasiado daño a los míos para que pueda razonablemente esperar algo.

Y salimos, dejándola de pie al lado de su butaca, como si estuviera posando para un retrato de noble actitud, con un bello rostro.

Para salir teníamos que atravesar una galería de cristales que servía de vestíbulo; una parra la cubría por completo con sus hojas; hacía un tiempo hermoso, y las puertas que daban al jardín estaban abiertas. Rose Dartle entró por allí sin ruido, en el momento en que pasábamos, y se dirigió a mí.

-Ha tenido usted una idea feliz -dijo- con traer a este hombre aquí.

Nunca hubiera creído que ni aun en aquel rostro se pudiera encontrar una expresión de rabia y de desprecio como la que oscurecía sus rasgos y resplandecía en sus ojos negros. La cicatriz del martillo estaba, como siempre en esos accesos, muy acusada. El temblor nervioso que yo había observado ya la agitaba todavía, y trataba de ocultarlo.

-¡Qué bien ha escogido usted a su hombre para traerle aquí y servirle de campeón!, ¿no es verdad? ¡Qué amigo fiel!

-Miss Dartle -repuse-, seguramente no es usted tan injusta como para acusarme a mí en este momento.

-¿Para qué viene usted a separar a estas dos criaturas insensatas? -replicó ella-. ¿No ve usted que están locos los dos de terquedad y orgullo?

-¿Es culpa mía acaso? -repliqué.

-Sí; es su culpa. ¿Por qué ha traído usted ese hombre aquí?

-Es un hombre al que han hecho mucho daño, mis Dartle -respondí-; quizá no lo sabe usted.

-Sé que James Steerforth -dijo apretando la mano contra su pecho, como para impedir que estallara la tormenta que reinaba en él- tiene un corazón pérfido y corrompido; sé que es un traidor. Pero ¿qué necesidad tengo de preocuparme ni de saber lo que concierne a este hombre ni a su miserable sobrina?

-Miss Dartle -repliqué-, envenena usted la llaga, y demasiado profunda es ya. Solamente le repito, al dejarla, que no le hace justicia.

-No hago ninguna injusticia; uno de tantos miserables sin honor; en cuanto a ella, querría que la azotaran.

Míster Peggotty pasó sin decir una palabra y salió.

-¡Oh! Es vergonzoso, miss Dartle; es vergonzoso -le dije con indignación-. ¿,Cómo tiene usted corazón para pisotear así a un hombre destrozado por un dolor tan poco merecido?

-Querría pisotearlos a todos -replicó-. Querría ver su casa destruida de arriba abajo. Querría que marcaran a su sobrina el rostro con un hierro candente, que la cubrieran de harapos y la arrojaran a la calle para morir de hambre. Si tuviera el poder de juzgarla, he aquí lo que mandaría que le hicieran; no, no; he aquí lo que le haría yo misma. ¡La odio, la odio! Si pudiera echarle en cara su situación infame, iría al fin del mundo para hacerlo. Si pudiera perseguirla hasta la tumba, lo haría. Si a la hora de su muerte hubiera una palabra que pudiera consolarla y no hubiera nadie en el mundo que la supiera más que yo, moriría antes que decírsela.

Toda la vehemencia de aquellas palabras sólo puede dar una idea muy imperfecta de la pasión que la poseía y que brillaba en toda su persona, aunque había bajado la voz en lugar de elevarla. Ninguna descripción podría expresar el recuerdo que he conservado de ella en aquella embriaguez de furor. He visto la cólera bajo muchas formas, pero nunca la he visto bajo aquella.

Cuando alcancé a míster Peggotty bajaba la colina lentamente, con aire pensativo. Me dijo que, teniendo ya el corazón tranquilo de lo que había querido intentar en Londres, tenía la intención de emprender aquella misma noche sus viajes. Le pregunté adónde pensaba ir, y únicamente me respondió:

-Voy a buscar a mi sobrina, míster Davy.

Llegamos a su alojamiento, encima de la tienda de velas, y allí pude repetir a Peggotty lo que me había dicho. Ella, a su vez, me dijo que lo mismo le había dicho a ella por la mañana. No sabía más que yo dónde iría; pero pensaba que debía de tener algún proyecto en la cabeza.

No quise dejarle en aquellas circunstancias, y comimos los tres reunidos una empanada de buey, que era uno de los platos maravillosos que hacían honor al talento de Peggotty, y cuyo perfume incomparable estaba todavía realzado (lo recuerdo divinamente) por un olor compuesto de té, de café, de mantequilla, de tocino, de queso, de pan tierno, de madera quemada, de velas y de salsa de setas que subía de la tienda sin cesar. Después de comer nos sentamos al lado de la ventana durante cosa de una hora, sin hablar apenas; después míster Peggotty se levantó, cogió su saco de hule y su cantimplora y los puso encima de la mesa.

Aceptó como anticipo de su herencia una pequeña suma, que su hermana le dio en dinero contante; apenas lo necesario para vivir un mes me pareció. Prometió escribirme si llegaba a saber algo, y después, pasando la correa de su saco por su hombro, cogió su sombrero y su bastón y nos dijo a los dos: «Hasta la vista».

-¡Que Dios lo bendiga, mi querida vieja! -dijo abrazando a Peggotty-. Y a usted también, míster Davy -añadió estrechándome la mano, Voy a buscarla por el mundo. Si volviera mientras yo no esté aquí (pero, ¡ay!, no es nada probable), o si yo la trajera, mi intención es irme a vivir con ella donde nadie pueda dirigirle el menor reproche; si me sucediera alguna desgracia, acordaos que las últimas palabras que he dicho para ella son: « Que dejo a mi querida niña todo mi cariño inquebrantable y mi perdón».

Dijo esto en tono solemne, con la cabeza desnuda; después, volviendo a ponerse el sombrero, se alejó. Le seguimos hasta la puerta. La tarde era cálida y había mucho polvo. El sol poniente lanzaba raudales de luz sobre la calle, y el ruido constante de pasos se había ensordecido un momento en la gran calle a que desembocaba nuestra callejuela. Dio vuelta a la esquina de la calleja sombría, entró en la luz deslumbrante y desapareció.

Rara vez veía llegar aquella hora de la tarde, rara vez al despertarme de noche y ver la luna y las estrellas, o si escuchaba caer la lluvia o soplar el viento, dejaba de pensar en el pobre peregrino, que iba solo por los caminos, y recordaba sus palabras:

«Voy a buscarla por el mundo. Si me ocurriera una desgracia, acordaos de que las últimas palabras que he dicho para ella son: "Dejo a mi niña querida todo mi cariño inquebrantable y mi perdón".»