Atada al silencio

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Él le contó que tenía veinticuatro años, era electricista, igual que su padre. Era el mayor de cinco hermanos. José trabajaba por su cuenta, no le faltaba el trabajo. De esa manera echaba una mano a sus padres. Los ayudaba a sacar adelante la casa y a sus hermanos. Al menos, ganaba para poder comer caliente cada día. José le contaba cosas de su vida y eso le agradaba a Lucía. Él también trabajaba para ayudar a la familia, igual que ella.



—Hago instalaciones, arreglo averías, no me puedo quejar, tengo buena clientela. No pagan un dineral, pero no me falta la faena —le contaba José—. Ahora estoy haciendo trabajos por esta zona. Los señoritos de las casonas de esta barriada pagan bien.



—Sí, es cierto, la gente del centro es más pudiente y paga mejor —confirmó Lucía.



—Algunas tardes también doy clases particulares para aprender a pintar. Es mi gran pasión —le contaba ilusionado—. Si bien, ya sabes, eso no da para comer, solo lo tengo de entretenimiento tres tardes a la semana. Lucía, ahora cuéntame algo de ti.



—Pues, como tú, trabajo aquí en el centro en varias casas. Confecciono el ajuar de chicas adineradas, así ayudo con mi sueldo en casa. Algunas tardes voy al convento a colaborar con las hermanas en las labores de bordado que hacen. Hace varios años me enseñaron a bordar y estoy en deuda con ellas. —Lucía se sinceraba con él—. Sin embargo, mi sueño es ser diseñadora de moda, pero eso es muy difícil. Yo me confecciono casi toda mi ropa. Pero para ser costurera no necesitas mucho, si bien, para ser diseñadora hay que hacer cursos bastantes caros y que no me puedo permitir pagar.



Él la escuchaba atento. Era un sueño cumplido para José, poder estar con ella. Llevaba días ideando cómo acercarse y el bendito destino le había echado una mano.



La primera cita fue agradable para ambos. Quedaron para salir juntos otro día. Fue el principio de muchos paseos. Acordaban de verse a la salida del trabajo, las tardes que coincidían. Los paseos juntos se fueron convirtiendo en una rutina, ambos anhelaban esos momentos. Cada vez eran más amigos y confidentes, siempre, eso sí, respetando las distancias. En este tiempo empezó a nacer en ellos un sentimiento. Cuando estaban juntos, a Lucía se le desbocaba el corazón.



Los domingos por la tarde, José la acompañaba por el centro a pasear e iban a tomar un refresco, un helado o simplemente un paquete de pipas. Se sentaban en alguna plazuela, charlaban y reían. Él la hacía reír con facilidad, era gracioso e ingenioso y a ella con su forma de ser le alegraba los días, estaba ilusionada.



Una tarde, Lucía le contó que su padre había luchado en la guerra, en el bando de los republicanos, era socialista. Lo habían herido, dañándole uno de sus riñones. Desde entonces, había empeorado bastante. Hacía ya unos años que no podía trabajar, pues el esfuerzo y los dolores se lo impedían.



José le refirió que su padre también había luchado con los republicanos, era de ideología comunista. En varias ocasiones tuvo que esconderse de los fascistas, salvo eso, no tuvo grandes problemas en el frente. Lucía, al escuchar eso del padre, hizo un gesto con la cara, que no le pasó desapercibido a José.



—¿Por qué has puesto esa cara? ¿No te gustan los comunistas?



—No es eso. He escuchado que entraban en las iglesias, las saqueaban, quemando santos y vírgenes. Yo soy católica y creyente, me aterra pensar que eso llegase a pasar.



—Sí, es cierto, pero lo hacían los más revolucionarios. Mi padre nunca lo vivió en persona, eso al menos me ha contado. —José le explicó con tranquilidad—. No era un rojo, sino un jornalero, que se unió a la revolución socialista, luchó contra el fascismo y los insurrectos.



—Entonces, me quedo más tranquila. Al final nuestros padres estaban en el mismo bando.



Fueron pasando los días, cada vez hablaban con más confianza. José fue conquistando despacito, pero sin pausa, el corazón de su morena. Lucía aún no se lo había contado a nadie, era pronto y no sabía si sus padres iban a aprobar su relación. Ellos tenían una mentalidad muy estricta y chapada a la antigua. Debía esperar a que José diese el paso para formalizar la relación. A su hermana, tampoco le dijo nada, a veces cuando se enfadaba por no salirse con algún capricho, se le soltaba la lengua y le contaba todo a su madre.



Así, Lucía decidió guardar el secreto dentro de su corazón. Esperaría un tiempo, debían conocerse mejor y afianzar la relación. Sentía que se estaba enamorando. Él la cortejaba, la adulaba, la hacía reír y eso a ella le agradaba. Cuando pasase un tiempo respetable y se conociesen mejor, seguro que él hablaría con su padre para pedirle su mano y serían oficialmente novios. Nunca antes había salido con un hombre, y este la hacía sentirse muy bien. Él, pensaba Lucía, podía ser su esperado príncipe azul, que le bajase la luna a sus pies. Todo esto era como un sueño para ella. Un bonito cuento de princesas encantadas que se estaba haciendo realidad.



Llegó Semana Santa y todas las tardes al salir ella de trabajar, él la esperaba. Se perdían por las callejuelas de Sevilla. Buscaban procesiones, disfrutaban entre olores de incienso y azahar, con la música de fondo de tambores y cornetas. Con esos pasos mecidos por los costaleros. Compartían cada cofradía que pasaba por el centro de la ciudad y sus calles.



—Lucía, hija, no me gusta que vengas tan tarde —le regañaba su madre preocupada por su tardanza–. ¿De dónde vienes a estas horas?



—Mamá, no se preocupe, me entretengo viendo las hermandades que me encuentro de camino para casa. Me encantan, usted lo sabe, sin embargo, como van despacio y con el bullicio se me hace tarde —le explicaba con cariño a su madre.



«Era una verdad a medias», pensaba ella. Pues, sí veía las cofradías, pero siempre en compañía de José. Los dos de la mano compartían cada hermandad, cada procesión de mutuo acuerdo e interés. Menos en la madrugada del Jueves Santo. Esa noche ella acompañaba a su Virgen Esperanza Macarena, de la que era muy devota y él, a su Virgen Esperanza Trianera, en la que salía de nazareno. Ambas, son dos hermandades de mucha fuerza en la Semana Santa sevillana. Las dos se pasean por sus calles esa misma noche. Esa madrugada, los corazones de los sevillanos se dividen entre las dos Esperanzas.



José le decía muchas veces que ambos, igualmente, tenían dos lindas esperanzas. Una, el anhelo que crecía en sus corazones, pues cada día era mayor el cariño que se tenían, y otra eran sus vírgenes, pues las dos se llamaban Esperanza, una a cada orilla del río Guadalquivir.



—Lucía, cada persona debe tener una «Esperanza» que le guíe, ilumine y ayude a seguir adelante en el duro camino de la vida —le manifestaba muchas veces José.



—Yo tengo la mía —le contestaba ella con sonrisa pícara, pensando en su Macarena.



—Así me gusta, yo también tengo la mía —reía él y recordaba a su Trianera—. Ahora también te tengo a ti, mi otra esperanza. —Ella lo escuchaba embobada y sonreía.



El Viernes Santo fueron a ver al Cristo de la Expiración pasar por el puente de Triana.



«El Cachorro», como cariñosamente le llaman los sevillanos. Ya de vuelta, la acompañaba a su barriada. Escondidos en un portal, José la acercó a él y la besó en los labios. Primero con dulzura, después con pasión. Lucía, avergonzada, al principio no le correspondía, si bien, poco a poco fue cediendo y se entregó a sus besos. Era la primera vez que un hombre la besaba. Los besos de José le supieron a gloria. Esos labios fuertes y a la vez tan dulces. Deseosos de beber el uno del otro. Estuvieron un buen rato saboreando el dulzor de los besos. José la besaba con pasión, sediento de esos carnosos labios que lo provocaban cada tarde que la veía y la tenía tan cerca.



A Lucía, José le hacía sentir más mujer, su cuerpo temblaba entre sus brazos igual que una hoja mecida por el viento. Era como un volcán que se despertaba y empezaba a borbotear en su interior. Como una brisa fresca, sin embargo, en vez de enfriarla, le hacía arder por dentro con frenesí. Ella se sentía feliz entre sus brazos. Su corazón palpitaba a mil por hora cuando se acurrucaba en el pecho de su amado.



Así, cada noche que se veían, después de pasear por las callejuelas de Sevilla, se escondían en un portal en penumbras y se besaban con ímpetu. Ella degustaba los labios de él, y este bebía la candidez e inexperiencia en los de Lucía. Él era su maestro y ella una aprendiz encantadora.



José había tenido algunos flirteos con chicas. Hacía unos años tuvo una relación con una vecina gitana de su barrio. La chica era guapa y a él le atraía bastante. Empezaron a salir de novios, ella no era muy cariñosa, pero él se había encaprichado. A los seis meses de estar saliendo juntos, una noche, ella se fugó con un amigo de su hermano, del que estaba enamorada desde hacía tiempo. Esto dejó a José triste y abatido, pues él sí estaba prendado de ella.



A partir de esa decepción, no había tenido ninguna relación seria con ninguna mujer. Cierto es, que alguna vez había acudido a mujeres de la calle y pagado por sus servicios amatorios. Era un hombre y tenía sus necesidades. No obstante, tras haber conocido a su morena, cuando la miraba no solo pensaba en el sexo. Ella con su dulzura estaba anidando en su alma la semilla del amor. Era la mujer que siempre había soñado. Cariñosa, educada, bonita, trabajadora y de buen corazón. ¿Qué más podía ansiar? Se sentía muy afortunado de haberla conocido.





Capítulo 3

 Enamorada de José



Con Lucía era distinto, debía ir despacio, era noble e inocente, de corazón puro. Él era su primer hombre, eso a José le gustaba y debía respetarla. Él sería su maestro en todo lo relacionado con la pasión. Sabía que debía tener paciencia, con ella debía tomarse su tiempo. Lucía no era mujer de un rato ni de una noche. Lucía era especial para formar una familia para toda la vida. Así que debía controlar sus más íntimos deseos por ahora. No quería asustarla ni aprovecharse de su pureza y candidez. Él sabía que ella bebía los vientos por él, a su vez, José estaba prendado de sus encantos y su forma de ser.

 



Fueron pasaron las semanas, donde cada vez se les veía más enamorados. Algunos domingos iban andando a la plaza España, donde se montaban en una barquita y remando se paseaban por el lago toda la tarde. Él, a veces, le cantaba algunos acordes de flamenco, tenía una bonita voz, a ella embobada le encantaba escucharlo. Lucía le contaba cosas de su trabajo y de sus gustos. José le contaba chistes y ella se partía de risa con sus ocurrencias. Estaba radiante y feliz con su amado.



A mediados de abril, la feria de Sevilla era cita obligada para todos los sevillanos. El recinto ferial se engalanaba con farolillos de colores y casetas donde la gente bailaba al son de sevillanas. Bebían y comían hasta bien entrada la noche. Las mujeres y niñas se vestían con el traje de flamenca de lunares, con varios volantes, desde el talle hasta las pantorrillas. Iban adornadas con mantón, flores en el pelo y peineta. Las flamencas y los hombres a caballo llenaban el recinto, donde la fiesta y la alegría adornaban la primavera.



Lucía y Rocío siempre acudían con algunas vecinas de la barriada. Este año no podía quedar todavía con José, pues las demás dudarían si ella nos las acompañase ¿Y si alguien los veía juntos? Ellas lo contarían a los cuatro vientos, estaba segura. Aún no debía contar nada a nadie, era pronto, debía esperar hasta que él hablase con su padre. Él la estaba pretendiendo en secreto. Llevaban poco tiempo y debían conocerse mejor.



El primer día de feria fue trágico, pues hubo un cortocircuito que prendió fuego en una caseta, propagándose por todo el real. El incendio arrasó unas sesenta casetas, pero al día siguiente los sevillanos no se rindieron y el jueves la feria resurgió de sus cenizas igual que el ave fénix. Volvieron a montar las casetas con las lonas de rayas y los farolillos de colores. Reanudaron el cante y el baile al son de las sevillanas, como si nada hubiese pasado.



Precisamente, el sábado, Lucía vestida de flamenca con su traje largo rojo entallado, de volantes y lunares blancos que le realzaban su figura, paseaba feliz por el real. Ella misma se lo había confeccionado el año anterior. Iba conjuntada con mantoncillo, pulseras, collares, abanico y flores en el pelo a juego con el traje. Esa tarde paseaba contenta junto a su hermana Rocío y algunas vecinas por la feria.



Un par de días antes, se lo había referido a José, mientras charlaban sentados en la orilla del río:



—José, pasado mañana voy a la feria con mi hermana y unas vecinas —le dijo ilusionada.



—¿A qué hora vas a ir? Así, doy una vuelta para verte.



—Iremos al medio día y volveremos al atardecer.



—¿Tienes caseta? —le preguntó mientras le acariciaba el pelo y la cara.



—Sí, una vecina tiene invitación en una caseta de su tío —le informó con cariño, dejándose acariciar—. Es la caseta número sesenta y cinco en la calle Infanta Luisa.



—Yo acudo algunas tardes a las puertas de la Maestranza. Esta temporada torean Curro Romero, Ángel Peralta y Manuel Benítez «el Cordobés». Me gusta ver salir a los toreros a hombros por la puerta grande. Me encantaría asistir a una corrida y ver cómo le dan oreja y rabo a los mejores de la tarde, pero no puedo permitirme comprar la entrada. Eso es para los más pudientes y los señoritos —le confesaba emocionado. Disfrutaba con el ambiente taurino que se vivía a las puertas de la plaza de toros—. Después, cuando termine me doy un paseo por la feria para verte. Aunque sea de lejos, veré a la flamenca más guapa y cariñosa de todo el real. —La piropeaba con una amplia sonrisa. Lucía, con cariño, le daba un beso en la mejilla.



—Ja, ja, ja, pues si te sirve de algo te daré una pista, llevo un vestido de flamenca rojo con lunares blancos —le decía ella con salero —. No te vayas a confundir y mires a otra.



—Mil flamencas que hubiera no te podría confundir. Aun con los ojos vendados, sin lugar a duda, mi corazón te localizaría entre la multitud —le declaraba zalamero con la mano en el corazón y moviéndola como si palpitara con fuerza.



De ese modo, José esa tarde, después de la corrida de toros y ver salir a hombros a los toreros por la puerta grande de la Maestranza, se acercó a la feria. Pasó un par de veces por la entrada de la caseta, donde Lucía le había dicho que estaría, pero no la vio por ningún lado. Las casetas eran solo para socios o invitados, así que no podía entrar a mirar. José dio dos vueltas más por toda la calle, y nada, no la encontró. Como él no tenía caseta, disgustado y aburrido de no encontrarla, se fue a su casa.



Rocío, esa tarde en la caseta se empeñó en tomar una copita de manzanilla.



—Chío, no bebas mucho que no estás acostumbrada —le aconsejaba su hermana Lucía.



—No te preocupes, hermana, es solo una copita. Solo me he tomado una y me refresca. ¿Quieres una? Hace calor y está fresquita.



Lucía negó con la cabeza, ella prefería tomar refresco de limón. Rocío, detrás de la primera copita, tomó un par de copas más y al rato empezó a sentirse mareada. Todo le daba vueltas y empezó a vomitar. Lucía con pereza tuvo que acompañar a su hermana a casa y abandonar la feria antes de tiempo. Por eso José no la encontró. Lucía, ya en su habitación, pensaba apenada cuánto le hubiese gustado que la hubiera visto su José. Estaba muy guapa vestida de flamenca. El traje le favorecía mucho. «Y todo por culpa de la loca de mi hermana, que siempre quiere vivir la vida muy deprisa», pensaba Lucía enfadada, sin poder olvidar que no había podido ver a su amado. Dos días llevaba imaginando la cara de él, al verla vestida de flamenca, y al final todo para nada.



En momentos como este, a Lucía le hervía la sangre, deseaba reñir a su hermana por su comportamiento, pero su madre sufriría al verlas discutir, así que respiraba hondo e intentaba relajarse y, al final, terminaba perdonando a Rocío por su inmadurez.





Un día a finales de mayo, José esperó a Lucía a salida de la casa donde trabajaba. La sorprendió con una rosa roja y una caja de bombones. Era 28 de mayo, ese día Lucía cumplía veintiún años. Ella al verlo sonrió radiante y emocionada.



—Feliz cumpleaños, morena mía, ojalá todos tus deseos se te hagan realidad y cumplas muchos años más. Y por supuesto, que sea a mi lado, querida Lucía —le dijo besándola en los labios y le entregó los regalos.



—Gracias, José. ¡Qué feliz soy, pese a que hoy sea más vieja! —contestó sonriendo.



—¡Qué dices de vieja! Tú serás siempre una chiquilla, mi morena, mi esperanza.



Ella nerviosa y feliz lo abrazó, le dio un beso apasionado, estaba ilusionada. Fueron a la orilla del río donde merendaron, y entre bromas y risas pasaron una tarde inolvidable. Esa noche al acompañarla a la entrada de su barriada, en un rincón no muy transitado, él le cogió las manos, tiró de ella y la besó con loco deseo y empezó a acariciarla. Ella le respondió de igual manera. Lucía era recatada y se daba a respetar, pero sentía que lo deseaba con todas sus fuerzas y al final se dejaba llevar. A él cada vez le costaba más controlarse. Entre besos y caricias, el tiempo se paraba para ellos. Durante un rato, no pararon de achucharse y él la abrazaba con pasión. Lucía sentía que, jugando al amor la fiebre le empezaba a subir por su interior. José despertaba en ella un deseo incontrolado. Él le acariciaba los pechos y sus manos recorrían su cuerpo, mientras besaba su cuello. Al verlo lanzado, Lucía le sujetó las manos y lo frenó, pues temía perder la vergüenza y dejarse llevar hacia el pecado.



—José, puede vernos alguien. No vayas tan rápido, dame tiempo, por favor. No puedo hacer algo de lo que me arrepienta —le suplicó nerviosa. Temía no poder controlarse, pues su cuerpo ardía en esos momentos—. Es tarde, debo irme ya o me van a reñir mis padres. Nos vemos pasado mañana ¿vale?



—Cada vez me cuesta más controlarme. Lucía, te deseo y te me escapas de mis manos.



—Lo siento, José, no podemos ser irresponsables. Dame tiempo. Gracias por esta tarde tan maravillosa.



José de mala gana la dejaba marchar. ¡Cuánto la deseaba! Esta mujer lo volvía loco. Sentía el pulso acelerado y el latir acalorado de su corazón cuando la tenía entre sus brazos. Por otro lado, debía respetarla, ella era una mujer para compartir la vida, para crear una familia, no solo para beber un rato de su cuerpo y de su inocencia.



De camino a su casa, Lucía no dejó de pensar que se había enamorado perdidamente de José. Ya no podía negarlo, lo deseaba. Su cuerpo ardía de ansias cuando él la acariciaba. Esa noche, ella estaba feliz y excitada. No podía ocultar que estaba prendada de José. Al llegar a su casa, tras la cena, ya en el dormitorio le confesó a su hermana que había conocido a un joven.



—Chío, voy a contarte un secreto, ven aquí a mi lado. —Señaló con la mano su cama y la invitó a sentarse a su lado.



Ambas compartían la misma habitación. Era pequeña, pero acogedora, Lucía había confeccionado las alegres cortinas de flores y bordado las iniciales de sus nombres en cada una de las colchas. Había dos camas iguales donde dormían desde pequeñas.



—Venga, cuéntame, con lo que me gusta a mí un cotilleo. Dime, Chía, ¿qué secreto es ese? —la interrogaba Rocío mientras se sentaba junto a su hermana y hacía gestos de loca—. Ya me tienes intrigada.



—No me hagas reír o entonces no podré contarte nada.



—Ah, de eso ni hablar. Más callada que en misa me quedo. Venga, dime algo, por Dios, o esta noche no duermo. —Rocío la miraba con atención esperando a que hablase.



—Vale. Hace unos tres meses he conocido a un chico. Nos vemos algunas tardes y damos paseos por el centro. Es guapo, cariñoso, divertido y me gusta bastante.



—¡Anda, qué calladito lo tenías! Mira la formalita de mi hermana con novio. ¿Quién lo iba a decir? —Reían las dos, mientras Rocío con gestos la instaba a que siguiese contándole.



—Chío, no le digas aún nada a nuestros padres, ni a nadie, por favor, que aún es pronto. —En el fondo temía que Rocío no le guardase el secreto—. Nos estamos conociendo y todavía no somos novios formales. Seguro que José pronto decide hablar con papá, pero tiempo al tiempo.



—Cuánto me alegro, Chía. Eres muy buena y te mereces lo mejor. —Rocío con complicidad la besó—. No te preocupes que por mi boca no se entera nadie. Mi boca está sellada —aseguró haciendo el gesto de que cerraba la boca con una cremallera invisible.



Desde pequeñas ellas se llamaban siempre así, Chía y Chío, diminutivos cariñosos de sus nombres. Tras abrazarse se fueron a dormir cada una a su cama, ambas con una sonrisa. Estaban contentas. Esa noche, Lucía volvió a soñar con su enamorado, con sus besos y caricias, levantándose de nuevo acalorada y sonrojada por lo que había soñado.



Muchos días por la noche ya en la habitación, las hermanas se contaban sus confidencias amorosas, donde reían y se daban mutuos consejos.



Rocío a su vez, también le confesó a Lucía que a ella le gustaban los chicos mayores. Se sentía atraída por hombres más maduros. Los jóvenes de su edad le resultaban aburridos. Lucía aconsejaba a su hermana que no debía ser atrevida con los hombres. En estos tiempos en una señorita eso no estaba bien visto y, si se corría la voz de que era muy liberal, ningún hombre con buenas intenciones se iba a acercar a ella. Rocío se molestaba con los consejos y regañaba a su tata Chía por ser tan recatada y anticuada para su edad.



—Es el hombre quien debía dar el primer paso. Chío, no la mujer, recuérdalo.



—Chía, así no te va a durar mucho un novio. Te vas a quedar solterona y para vestir santos. Hermana, eres muy antigua, pareces mi madre —le decía riendo Rocío.



—Calla, loca. No seas tan fresca ni descarada —le reñía con cariño Lucía—. En los tiempos que vivimos con la dictadura, no deberías hablar con tanto descaro.



—¡Chía, por el amor de Dios! Aquí estamos las dos solas. Ni que Franco me estuviese escuchando. —Se giró y con voz más suave le dijo—. Por cierto, he visto en una revista que en Madrid las mujeres llevan pantalones como los hombres y también faldas pantalón. Lucía, quiero que me hagas una para mi cumple.



—¡Santo cielo! No sé qué voy a hacer contigo. ¿Tú a quién has salido tan moderna? — Lucía se llevaba las manos a la cabeza por las ideas tan liberales de su hermana.

 



Del mismo padre y la misma madre y qué diferentes eran las dos hermanas. Cierto era que Lucía era muy anticuada para su edad, pero tenía un carácter muy noble. También era más religiosa que Rocío. Ella iba casi a diario al convento a bordar y rezar el rosario. No faltaba, tampoco, ningún domingo a misa.



José acompañaba a Lucía algunas tardes, iban a pasear por las callejuelas del barrio Santa Cruz y los jardines de Murillo, charlaban como dos enamorados, les sorprendía el anochecer cuando se despedían cerca de su barriada. No se acercaban mucho a la casa de Lucía, por temor a que alguien conocido los viese. Y aunque se querían, ella tenía muy claro que era el hombre quien debía dar el paso de hablar con el padre de la chica, y Lucía para eso era muy tradicional. Esperaría a que José lo decidiese, ella no podía obligarlo. Debía tener paciencia, porque hasta dar ese paso, no serían oficialmente novios formales.



José la quería, pero aun dolía el desengaño amoroso con la chica gitana y no quería precipitarse de nuevo. Ese plantón lo dejó marcado y en el fondo desconfiaba de que volviese a pasarle. Esperaría un poco más y ya para el verano hablaría con su futuro suegro. Cada día estaba más encaprichado de Lucía.



Se veían los martes, jueves y sábados por la tarde. Los otros días él no podía acompañarla, por el trabajo y las clases de pintura. Los domingos, tras ella salir de misa, salían a pasear un rato por la orilla del Guadalquivir, pues ya hacía calor y cerca del río el aire era más fresco y se estaba bien. La invitaba a un refresco o a un cartuchito de pescadito frito. Poco antes de las dos de la tarde, la acompañaba cerca de su barriada, pues la esperaba su familia para almorzar.



Un domingo, José la convenció para ir en moto al parque de María Luisa, a tomar el sol y darle de comer a las palomas. Ella al principio se negó por temor a que alguien la viese en la moto, además, nunca se había montado en una y le daba miedo de caerse. Una chica en una moto con un hombre, sin ser novios, estaba muy mal visto. Y «la mala fama se expande como la espuma», siempre le decía su madre. Si alguien la viese, perdería muchos trabajos de señoras puritanas. «Una vez ensuciada la dignidad, pese a que fuese mentira, ya no vuelve a ser igual, siempre quedaría la duda», pensaba ella.



Si bien, tras la insistencia de José, no pudo negarse y al final accedió. Se ató un pañuelo cubriendo su cabeza para no despeinarse y se puso unas gafas de sol, así pasaba desapercibida. Ya en el parque, la tarde fue entretenida, Lucía estaba radiante de alegría. Paseó feliz cogida de la mano de su enamorado. Ella lo sentía ya como su novio. «¿Cuándo se decidiría él a hacerlo público?», pensaba ansiosa para no tener que esconderse más y poder presumir del brazo de su amado sin reparos.



Esa noche al volver a casa, antes de cenar, Lucía entró al dormitorio que compartía con su hermana, olió un fuerte olor a tabaco. Y le preguntó con mal humor:



—Rocío, ¿has fumado? Huelo a tabaco —le preguntó molesta con el ceño fruncido.



—Sí, a veces me fumo un pitillo. Chía, eso no es malo, me relaja —contestó Rocío indiferente al tono serio de su hermana.



—Eres una señorita y eso no está bonito. Nuestros padres se van a enfadar mucho si se enteran. —Lucía molesta abrió la ventana para que se airease la habitación—. Mamá está cansada de darnos consejos y tú ni la escuchas, eso sin hablar de que el tabaco no es bueno para la salud.



—¿Sabes? Estoy muy cansada de tus sermones, siempre estás controlando mi vida.



Déjame tranquila, pareces sor Lucía, nadie diría que solo tienes veintiún años.



—Y yo estoy cansada de tu actitud rebelde y liberal. ¿Desde cuándo no vas a misa? —le preguntaba con los brazos en jarra—. Si se entera mamá se va a enfadar bastante.



—Déjame vivir la vida como me dé la gana y disfruta tú de la tuya, que pareces una vieja —le dijo malhumorada, burlándose de ella—. ¡Dios, cualquiera te va a aguantar con cuarenta años! —Enfadada, salió del dormitorio dando un leve portazo.



Lucía, con lágrim