Atada al silencio

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—Van a ser unas buenas vacaciones para ti, serás la envidia del barrio —le decía su padre mientras la abrazaba—. ¿Te ha dicho cuánto te va a pagar?

A Lucía no le resultaba tan divertido como a ellos. Les contó a sus padres lo que la señora Dolores le pagaría y se alegraron aún más. Ese sueldo extra les sacaría de algunos apuros económicos que tenían pendientes.

Ninguno de los dos le preguntó si ella deseaba ir, daban por hecho que era firme y decidido el viaje. Creían que su hija estaba encantada con la propuesta. No le dieron a escoger, simplemente decidieron por ella. Lucía se entristeció bastante, no deseaba hacer sufrir a sus padres, pero su corazón lloraba de rabia por dentro, no deseaba irse. Eran dos meses y medio lejos de su amor y eso le dolía bastante. Tampoco podía contar su relación con José hasta que este decidiese hacerlo oficial. Él le había asegurado que pronto lo haría. Se encontraba atada. Era toda una encrucijada para ella. Y su nobleza no la dejaba contrariar a sus padres a negarse a ir. Por otro lado, se moría de pena pensando en no ver a José durante tanto tiempo.

Las monjas del convento donde algunos días iba a ayudarles a bordar se alegraron también con la noticia, pues ellas se iban a una casa de verano para religiosas. Casualmente también a Chipiona. Las hermanas la animaron a que viajase a la playa y algunas tardes fuese a visitarlas, así estaría más entretenida. El universo, pensó Lucía, parecía estar uniéndose y se confabulaba contra ella. Todos la animaban y la felicitaban por el regalo de esas «vacaciones», en contra de lo que en verdad ella deseaba. ¡Dios mío, es mucho tiempo alejada de José!

Capítulo 4
Entregada al amor

El día siguiente se le hizo eterno, deseando que llegase la tarde para ver a su José. Dieron un paseo por los jardines de Murillo y, sentados en un banco, Lucía le detalló todo lo que le había propuesto la señora Dolores.

—Lucía, no me gusta la idea. Es mucho tiempo sin verte. Sin besarte. Sin estrecharte entre mis brazos —le confesaba contrariado por la noticia—. Soy de poca paciencia y yo necesito tenerte cerca. ¿Cómo voy a estar tantos días sin ti?

—Yo no quiero ir, si bien, debo hacerlo por más que me duela en el alma —le confesaba Lucía triste con llanto en los ojos.

—Tú aquí no paras de trabajar. Quédate, no te vayas —le decía él con tristeza.

—Tienes que entender mis razones. Mis padres necesitaban el dinero y la señora me paga muy bien. Sabes que mi padre está enfermo. Soy la mayor y tengo que ayudar económicamente en casa. No tengo otra salida, José, compréndelo. —Lucía se refugió en los brazos de él, se acurrucó igual que si fuese una niña asustada, mientras las lágrimas seguían rodando por su cara. Se sentía como un pajarillo herido. Necesitaba el calor de él, para reconfortarla del dolor que sentía su corazón en esos momentos.

—Es verdad, no te puedo obligar a quedarte. Comprendo tu situación familiar. Debo resignarme, sé que ellos necesitan ese dinero. —Suspiró algo más conforme y la abrazó mientras le secaba las lágrimas—. En ese punto te entiendo, también yo trabajo mucho apoyando a los míos. No obstante, me duele estar tanto tiempo sin verte. Compréndeme tú a mí también.

—Por favor, José, espérame, que dos meses se pasan pronto. Yo te quiero, contaré los días y las horas hasta volver a verte. Asimismo, podemos escribirnos, así se hará más llevadera la distancia. —Lucía lo animaba sin apenas convicción. También a ella se le iban a ser eternos este tiempo alejada de él.

—Yo también te quiero, Lucía, por eso no me gusta separarme de ti. Necesito tu cariño, tus mimos. Me voy a volver loco sin verte. —Suspiró hondo, la miró, no quería verla llorar—. Al final, si tienes que colaborar con tu familia, no me queda otro remedio que aguantarme y aceptarlo. No quiero que sufras. No soy de mucho escribir, si bien, dame la dirección y te escribo. Intentaré algún día ir a verte en el autobús.

—Sí, sí, le pregunto a la señora y te la doy —le contestó algo más animada. Lo volvió a besar y, como un ser indefenso, se volvió a cobijar en el pecho de su amado y lo abrazó con fuerzas.

—Lucía, si te vas dentro de tres días, mañana vuelvo a verte y nos damos un paseo con la moto por ahí. Así, nos despedirnos hasta septiembre. —La miraba con ternura a los ojos llorosos—. Tenemos que aprovechar estos dos días para vernos. Cuando vuelvas hablo con tu padre y formalizo nuestro noviazgo. ¿Te parece bien?

—Claro. José, no sabes lo feliz que me haces.

Por la noche, ya en su habitación, Lucía escribió a su amiga María Jesús. En la carta del mes anterior, Lucía le había confesado que se había enamorado de un guapo trianero y compartió con ella algunos secretos. María Jesús le contestó días después, donde la felicitaba y le deseaba la mejor de las suertes. Ahora le escribía para contarle todo lo de su viaje.

Al día siguiente, por la tarde, José la recogió a la salida del trabajo. Se montaron en la moto y se fueron al parque María Luisa. Allí, él la animó a sentarse en el césped para estar más cómodos. Charlaron de cómo les había ido el día, de cómo le iba a él con las clases de pintura y muchas cosas más, entre beso y beso.

De pronto, José se levantó, sacó una cuartilla y un lápiz de carboncillo. Le dijo a Lucía en qué postura debía sentarse. Le subió la falda hasta media pierna y le abrió un poco la blusa dejando al descubierto el principio de sus pechos. Luego le soltó el pelo dejándole la melena alborotada. Ella sonrojada protestó, pero él la besó en los labios y le dijo: «Quédate quieta, voy a plasmar este momento. Así, podré recordarte cada día, hasta el resto de mi vida». Comenzó a dibujarla en el papel. Después de un rato pintando, sonrió satisfecho. El dibujo le estaba quedando perfecto. Lucía posaba muy natural, la veía guapísima. Cuando lo terminó, por detrás de la cuartilla escribió: «Eres la esperanza que me guía y me dará fuerzas para recordarte en cada momento de mi vida — 1964».

Al acabar de pintarla, le enseñó el resultado. Era impresionante lo bien que le había quedado, parecía una foto, un calco de ella. Lucía estaba encantada, se veía muy agraciada en la cuartilla. Él le prometió llevarla siempre en su cartera, junto a él, para recordarla hasta que volviese. Así, entre bromas y besos, apenas sin darse cuenta, había anochecido.

Estaban sentados en una parte solitaria del parque, detrás de unos arbustos, no había nadie cerca. Se sentó a su lado en el césped y empezó a besarla con anhelo, cada vez con más deseo. Al instante, empezó a acariciarla, primero los pechos, después las piernas. Ella tensa se negaba, aunque en sus adentros lo deseaba con ansia y fogosidad. Si bien, temía lo que pudiese pasar si se dejaba llevar.

Era católica y debía esperar al matrimonio para entregarse a su novio. No quería pecar. Él, ajeno a sus pensamientos, siguió avivando el fuego de la pasión. José, cada vez más excitado, seguía en su empeño. Le abrió la blusa, sin dejar de acariciarla, comenzó a besarle los pechos. Lucía no quería. Reconocía que le gustaba lo que José le hacía sentir, pero no deseaba pecar de lujuria.

Él continuó insistiendo con caricias y besos y, ella, que lo amaba, al final fue cediendo poco a poco. Su ardiente corazón estaba ganando la batalla a su sensata cabeza. Lucía había levantado una muralla entre ellos en torno al sexo y todo lo que estaba bien o no a los ojos de la iglesia, sin embargo, José con besos y caricias, la fue debilitando hasta derrumbar por completo esa barrera. No podía contenerse por más tiempo, estaba loco por poseerla. Miró a derecha e izquierda, por si había alguien cerca.

A veces, la policía hacía rondas por seguridad y no quería tener problemas con la justicia, mas no notó ruido ni vio a nadie alrededor. Así, que le metió la mano bajo la falda y subió hasta sus caderas. Lucía vibraba como una frágil hoja en un día de fuerte viento. Simplemente, se dejaba llevar. Después, le acarició el pubis ya húmedo bajo sus bragas. Ella reaccionó de pronto y lo paró rotunda, estaba temblando. Su cuerpo enfebrecido deseaba lo contrario, que siguiese y no parase, si bien, su sensata conciencia la frenaba.

—No, José, no sigas, no puedo ser tuya hasta que nos casemos. No quiero pecar a los ojos de Dios. —Nerviosa, le sujetaba las manos, no podían seguir o se rendiría al deseo y al pecado—. Además, estamos en un sitio público, puede vernos alguien o detenernos la policía por escándalo.

—No hay nadie cerca, ya me he percatado de ello. Lucía, no puedes hacerme esto, si me amas déjame disfrutar de ti. Te deseo con locura, voy a estar más de dos meses sin verte. No puedes dejarme así, deseoso de tu cuerpo, te quiero con mis cinco sentidos. Necesito beber de tus labios, saciarme de tu lindo cuerpo y hacerte mía. Unirnos los dos en uno. —Con ímpetu intentaba convencerla, la deseaba como un loco sin remedio.

—¡Ay, José! No me obligues a pecar. Yo también te quiero, no obstante, debemos esperar a casarnos.

—¿Es que tú no me deseas? ¿Es que no me quieres tanto como yo a ti? ¿No es nuestro amor una bendición de Dios? —seguía susurrándole mientras la besaba en los labios y las manos acariciaban su cuerpo lentamente—. Lucía, somos novios, hacemos lo que todos los enamorados del mundo hacen. Déjame amarte, te lo ruego, quiero disfrutar de ti y darte mi pasión. Solo déjame quererte. Seré tu maestro, te haré ver las estrellas, quiero hacerte la mujer más feliz del universo —le rogaba apasionado y muy excitado.

—José, te quiero con toda mi alma, como nunca antes he querido a nadie. Mi cuerpo te desea con ansia reprimida, pero me da mucha vergüenza. Yo nunca he estado con ningún hombre. También me da mucho miedo que pueda quedarme embarazada —le confesaba aturdida, mientras en su interior libraba una dura batalla. No sabía si obedecer a su mente o a su corazón.

 

—Cariño mío, no temas, te amaré con dulzura y suavidad. No te haré daño, no te preocupes, sabré cuándo retirarme a tiempo para no preñarte. Confía en mí, Lucía. Déjame hacerte mía, te lo ruego. ¡Te necesito tanto…!

Él continuaba besándola por todo el cuerpo. Ella poco a poco fue perdiendo los sentidos. Se estaba volviendo loca de deseos. No podía negarse más, que Dios la perdonase, lo quería demasiado. Él le confirmó que la amaría con cuidado de no dañarla. Era su primera vez y pondría medios como le había dicho. Lucía se rindió ante lo prohibido. Se entregó en cuerpo y alma a su amado José y tendidos en el césped del parque, tras unos arbustos, perdió su virginidad junto al hombre que amaba.

Ella se sorprendió al ver su hombría al desnudo. Notó por primera vez el vigor y la virilidad de su amado. Sintió miedo al verlo tan excitado, temía que esa dureza le hiciese daño al penetrarla. Él la poseyó con cuidado, ella gimió de dolor con la primera embestida. Fue un dolor fuerte, un desgarro, pero tras unos segundos, lo podía soportar. Después de un instante, se alivió y disfrutó del momento. Él parecía poseído, se movía igual que un loco, como quien gana su trofeo, su premio y lo celebra al máximo. Bebió hasta el último trago de la botella, para saciar la sed contenida. Lucía disfrutaba con cada movimiento de José. ¿Qué tenía este hombre que la hacía sentirse tan bien y tan feliz?

José seguía dentro de ella, la poseía con movimientos acompasados, primero con embestidas suaves, después más rápido, hasta que la hizo ver las estrellas como le prometió. Ambos disfrutaron y bebieron de sus cuerpos como sedientos en el desierto, hasta culminar en la cima del deseo y el éxtasis. En el último momento, cuando estaba al límite, él no quiso retroceder o no pudo retirarse a tiempo, al final la inundó con su semen.

Ya recuperados del momento, ella, aunque satisfecha y feliz, temblaba nerviosa al descubrir que él había eyaculado dentro ¿Y si la preñaba? José al verla preocupada la consoló quitándole importancia.

—No temas, mi amor, eso en la primera vez no pasa, es muy difícil. Además, si no te quedas tendida y si te pones a caminar, es casi imposible que eso suceda.

Lucía era inexperta en esto, asustada dio un salto y se puso en pie de repente. Él soltó una carcajada al ver la rapidez de ella en levantarse. Un rato después, subieron en la moto y se dirigieron hacia la barriada de Lucía. José la acompañó a una esquina donde se despidieron. Él relajado y feliz, le dijo que al día siguiente la esperaría cerca del trabajo para verla de nuevo.

Era ya de noche cuando Lucía entró en su casa.

—Hija, es muy tarde. ¿De dónde vienes a estas horas y tan sonrojada? —le preguntó la madre muy seria al verla con las mejillas ruborizadas.

—Mamá, se me ha hecho tarde, he tenido que ayudar a la señora a preparar todas las maletas —le mintió a su madre, no tenía otra salida—. Cuando me he dado cuenta había anochecido y he venido corriendo por las callejuelas, vengo ahogada.

Rosario, su madre, la notó rara, diferente, con un brillo distinto en los ojos. Si bien, lo achacó a los nervios del viaje. Su madre la abrazó con cariño y le dio las buenas noches. Ambas se fueron a intentar dormir, cosa que ninguna de las dos consiguió esa noche. La madre pensando en su hija, que se le iba más de dos meses de su lado. Era la primera vez que se separaban tanto tiempo.

Lucía tampoco pudo conciliar el sueño, en su cabeza se repetía una y mil veces los momentos vividos con su amado. Había sido tan bonito todo lo que había sentido. Tanto amor en la entrega mutua y había disfrutado mucho de él. ¡Ojalá, Dios la perdonara por haber pecado! Había sucumbido por amor. Ya casi al amanecer quedó rendida por el cansancio.

A media tarde, Lucía salió de prepararle las maletas a la señora Dolores. José la esperaba en una esquina.

—Hola, morena mía. Tengo una sorpresa. Los dueños de la casa donde estoy ahora trabajando no están, no vuelven hasta dentro de dos días y me han dejado las llaves. Ven, vamos a subir y estamos allí un rato tranquilos —le contaba mientras le cogió la mano y tiraba de ella hacia el portal.

—José, ¿y si vuelven y nos ven en su casa? No voy a estar cómoda —le dijo Lucía inquieta por la propuesta.

—No te preocupes, no vuelven hasta el domingo. Confía en mí, me han pedido que les cuide la casa.

—Bueno, si estás seguro, pero solo un ratito. Aún no he terminado de preparar la maleta para mañana.

Subieron al piso. Lucía quedó maravillada al ver el mobiliario. Los muebles eran de madera tallada. Las cortinas bordadas y las lámparas de perlas de cristal. Estaba claro que los dueños eran una familia muy pudiente. Todo estaba reluciente y olía bien. No sabía dónde mirar, todo era precioso y lujoso. José la invitó a un refresco, él se tomó un par de cervezas que había traído en un macuto. Sentados en el sofá de cuero, charlaron de varios temas, sin embargo, ella se sentía incomoda, fuera de lugar, con tanta riqueza a su alrededor.

José no dejaba de besarla y acariciarla. Lucía al sentirse excitada se relajó y se dejó llevar. Todavía tenía el agradable recuerdo en su cuerpo de la noche anterior. Él empezó a besarle los pechos, ella volvió a disfrutar de la pasión contenida. Acariciaba el torso de José y lo encendía más en deseos. Él bajó la mano y le quitó sus bragas, Lucía protestó y se puso tensa, pero él siguió acariciándole el pubis y ella se cansó de luchar contra su propio deseo. Así, volvió a entregarse a su amado y ambos disfrutaron de sus cuerpos ardientes. Él le cogió la mano y la llevó hasta su pene. Ella se desinhibió, perdió la vergüenza y se atrevió a acariciarle su miembro erecto. Disfrutaron al unísono del fuego que les quemaba las entrañas, hasta llegar al orgasmo.

Con la respiración entrecortada, Lucía volvió a notar qué por segunda vez, él no había puesto medios, nerviosa volvió a levantarse deprisa.

—Lo siento, cariño, es que tu cuerpo me hace sentir el hombre más feliz de la tierra y me olvido de todo —le confesó José un poco molesto, por no haberse retirado otra vez a tiempo—. Me concentro en que disfrutemos al máximo y me despisto. Me vuelves loco y soy incapaz de retirarme antes. Si no dejas de moverte no pasará nada. Lucía, mírame, estás preciosa con tus mejillas sonrojadas por el deseo satisfecho, quiero grabarte así en mi memoria. Voy a atarte a mis recuerdos, como si fuese a pintarte en un cuadro, para recordarte estos dos meses. Contaré los días y las horas que me quedan para volver a verte.

—¡Ay, qué largo se me va a hacer el verano sin ti!

Al rato, ya relajados, ella le dijo que debía de marcharse, pues al día siguiente viajarían temprano. Él le prometió esperarla, Lucía le dio un papel donde había anotado la dirección de la playa. José se la guardó en el bolsillo del pantalón de trabajo que llevaba puesto. Quedó en escribirle e intentaría ir a visitarla algún día libre, pues últimamente, tenía mucho trabajo pendiente y dada la ajustada situación económica, trabajaba hasta los domingos. Tras besarse varias veces, se despidieron y cada uno se fue para su casa.

Lucía estaba en una nube, recordando todo lo que había disfrutado en estos dos días.

José había despertado un fuego y un deseo nuevo en ella que la embargaba y la hacía muy dichosa. Nunca antes lo había sentido con tanta intensidad. Hasta se olvidaba de que había pecado a los ojos de Dios, solo pensaba en su amado. ¡Cuánto lo iba a echar de menos!

¡Qué largos se iban a hacer esos dos meses y medios, sin verlo ni disfrutarlo! Ahora solo le quedaba conformarse con los recuerdos y el olor de él impregnado en todo su cuerpo.

Capítulo 5
Vacaciones en la playa

Lucía partió al día siguiente con todo el dolor de su corazón. Tras despedirse de su familia, se fue junto a la señora Dolores hacia Chipiona, a pasar todo el verano.

El viaje fue bien, estaba a unas dos horas de Sevilla. En todo el trayecto, Lucía no dejó de mirar por la ventanilla, observó impresionada los enormes campos sembrados de amarillos girasoles. Sus ojos quedaron prendados con el colorido y como los girasoles se volteaban mirando al sol. Después pasaron por sembrados blancos de algodón. Cruzaron por varios pueblos donde se veían muchos hombres trabajando en el campo en los viñedos. Antes de llegar a Chipiona, pudo divisar a lo lejos un enorme faro que casi alcanzaba a las nubes. Era, según le había contado la señora, el más alto de España.

Las había traído el chofer del hijo de la señora. Al aparcar en la puerta de la casa, Lucía quedó impresionada por lo que divisaban sus ojos. El inmenso mar azul, la espuma del oleaje y el olor a sal la aturdieron unos instantes. Era la primera vez que veía la playa. En esos momentos, gozó divisando todo lo que tenía ante sus ojos y deseó que tanto José como su familia pudieran contemplarlo también. Cuánto disfrutarían al observar estas impresionantes vistas.

El chofer le ayudó a descargar las maletas. Ese día estuvieron liadas organizando todo lo que traían. La casa era de dos plantas, con cuatro dormitorios, dos baños, dos salones, una cocina y un patio con muchas macetas de geranios de alegres colores. La decoración era de muebles rústicos de madera. Las paredes estaban pintadas de blanco y las ventanas de un azul vivo. Había una mujer que cocinaba y hacía la limpieza. La casa tenía grandes ventanas y balcones desde donde se avistaba el mar. Lucía seguía impresionada ante la inmensidad de tanta agua, unas veces la veía verde y otras, azul. Pudo descubrir también, desde una ventana, que estaba cerca del faro. Al anochecer, la enorme luz del faro dando vueltas, iluminaba el cielo. Lucía se acostó, desde su cama se escuchaba el sonido relajante de las olas y durmió profundamente.

Los días en la playa, pese a que tomaba el sol y se daba largos baños en el mar, a Lucía se le hacían muy largos. Se dedicaba a coser, bordar o leer para entretenerse y pasar el tiempo más rápido.

Cuidaba y acompañaba a la señora a pasear e iban al mercado o a misa. Esa era su rutina diaria. La señora Dolores la trataba con mucho cariño, le manifestaba que por la edad que Lucía tenía, bien podía ser su hija. Muchas tardes en la terraza, frente al mar, jugaban las dos a las cartas, al parchís o al dominó para entretenerse. También le leía novelas a la señora, ahora estaban ojeando las leyendas de Bécquer y algunas historias de amor de Corín Tellado.

En los ratos libres, le confeccionaba el ajuar de la hija, que se iba a casar dentro de unos meses. Debía bordarle sábanas y toallas con las iniciales de sus apellidos y hacerle camisones de dormir con las puntas de encaje. También debía confeccionar las mantelerías y cortinas para la casa donde iban a vivir los recién casados. Se había traído de Sevilla, retales de tela de variados colores y textura que la futura novia había escogido. Lucía disfrutaba con su trabajo, así pasaba todo el día entretenida y no pensaba tanto en la ausencia de su José.

Algunas tardes, la señora le dejaba unas horas libres y se iba a la casa de verano de las monjas. Estaban junto a la playa de Regla, allí cooperaba con ellas bordando, igual que hacía en Sevilla. Era una casa grande junto al mar, con muchas habitaciones donde veraneaban las novicias. La hermana Dulce, así la llamaban cariñosamente, era la repostera, y algunas tardes le enseñó a Lucía a hacer pasteles y postres que ella después le hacía a la señora Dolores para la merienda.

A la semana de su llegada a Chipiona, Lucía recibió una carta. Al llegar el cartero y decir su nombre, sus ojos brillaron de emoción. La carta no tenía remite. Lucía corrió como loca a su habitación para leerla, por fin, su amado le escribía. Nerviosa empezó a leer la carta, pero su alegría se desmoronó de repente. Sin duda, se sintió feliz de leer lo que su madre le contaba de su familia. Si bien, no pudo contener las lágrimas, que rodaron por sus mejillas, por la desilusión de que no fuese su amado José quién le escribía.

Lucía, hija mía, espero estés bien a la llegada de esta carta. Nosotros estamos bien, eso sí, echándote mucho de menos. Tú eres la calma, la paz de esta casa y tu hermana, la tormenta que lo pone todo patas arriba con su genio dicharachero y rebelde.

Papá está triste de no tenerte cerca. Eres la niña de sus ojos. Te manda muchos besos, ahora me ha cogido a mí para jugar por las noches con él al dominó. Ya te lo puedes imaginar, me gana siempre, pero al menos se entretiene un poco.

 

Tu hermana está igual de locuela como siempre, también te añora, me comenta que la habitación sin ti es demasiado aburrida y vacía. Dice que te pongas morenita. Te manda muchos recuerdos y besos.

Deseo que estés disfrutando de la playa, aprovecha bien las vacaciones. Cuídate mucho tesoro. Escríbeme, cuéntanos cómo estás y cómo es el pueblo.

Besos, mi niña Chía.

Le dio mucha alegría saber de su familia. Ella sí que los echaba de menos a todos y sobre todo al dueño de su corazón enamorado. Seguía preocupada por la actitud rebelde de su hermana y que no escuchase sus buenos consejos. A ver si cuando volviese la convencía para que se portase como una señorita recatada y decente. La sociedad en la que vivían no aceptaba que las mujeres corretearan solas de noche, ni frecuentasen bares llenos de hombres, y Rocío parecía ignorarlo.

Así, siguieron pasando los días sin saber nada de José. Muchas noches las pasaba llorando, pensaba que él la había olvidado tras conseguir de ella su virginidad. Luego se relajaba y recapacitaba, seguramente no le habría dado bien la dirección o la habría perdido, por eso no llegaban sus cartas. De una u otra forma, cada noche se quedaba dormida con los ojos anegados por las lágrimas, recordando al amor de su vida.

Cada mañana se levantaba y disimulaba su dolor ante los ojos del mundo, nadie notaba la tristeza que su alma sentía. Los días pasaban sin tener noticias de José, ni venía a verla. No sabía nada de él, eso la ponía bastante nerviosa. «¿Por qué no daba señales de vida? Quizá tenga mucho trabajo y no pueda venir», pensaba Lucía intentando convencerse «¿Y si había perdido la dirección?» Claro, si esto había sucedido, ¿cómo iba a ponerse en contacto con ella? Las preguntas y las dudas la volvían loca en la soledad de su alcoba.

Lucía escribía a su familia y a su amiga María Jesús, contándole de su día a día.

Querida familia: Chipiona es un pequeño pueblo de pescadores. La playa es impresionante, muy larga y el mar inmenso. Las puestas de sol son preciosas. Madre, si viera la plaza de abastos, hay decenas de clases de peces, la mayoría de ellos jamás los había visto antes.

El santuario de la Virgen de Regla es precioso, con sus vidrieras de colores. Viene mucha gente de todos lados, dicen que es muy milagrosa, es una virgen negra pequeñita, le dicen cariñosamente «la morenita», como algo curioso el niño Jesús es blanco. Yo le rezo mucho por ustedes.

La playa tiene el agua cristalina, aunque hay días que tiene muchas algas. Debido al yodo de estas, tiene fama por lo saludable de su agua. Dice la señora que los médicos mandan bañarse en esta zona por las propiedades de las algas. Madre, el primer día que me bañé en la playa, estaba muerta de miedo, la señora se reía bastante y yo temblaba como un flan. Creía que el mar me iba a tragar. Ahora, ya me baño con más soltura, sin embargo, le tengo bastante respeto al oleaje y como no sé nadar, pues no me meto profundo.

Algunas tardes voy a visitar a las hermanas del convento, me están enseñando a hacer postres y pasteles. Estoy más gordita de tanta repostería.

El mar cambia de color, hay días que se ve verde y otros azules. ¡Cuánto me gustaría que pudieseis verlo!

Es verdad, aquí con los baños y la brisa del mar, no hace tanto calor como en Sevilla. Es el verano más fresco que he vivido hasta ahora.

Papá, espero que esté un poco mejor, al menos que no le afecte mucho la ola de calor veraniega. Tenga piedad de mamá, déjela ganar alguna vez al dominó. Prepárese para cuando vuelva, pienso ganarle todas las partidas.

¿Sabéis? El pasado domingo vinieron los hijos de la señora a visitarla y nos llevaron a Cádiz. Fuimos a conocer la ciudad, allí pasamos todo el día. Nos invitaron a comer en un restaurante de lujo, todo estaba muy rico, debía de ser carísimo. Deciros que la ciudad me ha encantado, es pequeña, pero cautivadora, con mucho encanto en sus calles y plazas. Es preciosa, con sus callejuelas que dan al mar. Algún día, cuando yo gane más dinero os voy a traer a conocerla. Cádiz os va a enamorar.

Bueno, decirle a Chío que la adoro, que se porte bien y no os dé disgustos. Tiene que cuidaros mucho, ahora es la reina de la casa.

Escribidme pronto. Os quiero y os extraño. Besos, ya os iré contando más cosas. Vuestra Chía.

A finales de julio, los hijos de la señora volvieron a venir y fueron a visitar Jerez de la Frontera. Este pueblo es famoso por sus bodegas y exhibiciones de caballos andaluces bailando. El espectáculo ecuestre fue precioso e inolvidable. En las bodegas les dieron a probar el vino moscatel y la manzanilla. Lucía no estaba acostumbrada a tomar alcohol. Probó un poquito, el moscatel era de sabor dulce y le gustó, aunque se subía pronto a la cabeza. Los hijos trataban a Lucía con familiaridad. Le tenían aprecio y observaban lo bien cuidada que estaba su madre por ella.

La familia de Lucía la consideraba una chica afortunada, por estar viviendo todas esas experiencias. Le tenían envidia sana. Claro, nadie sabía la pena que albergaba dentro de su corazón. Seguía sin tener noticias de su amado.

Una tarde, mientras merendaban, la señora le preguntó:

—Lucía, ¿cómo es que tus padres te pusieron ese nombre? Es bonito, pese a que no es muy común en Sevilla.

—Señora Dolores, le cuento, detrás de mi nombre hay una historia. Rosario, mi abuela materna, estaba enferma de la vista, debido a la diabetes. Un día, mi abuela le pidió a mi madre que la llevase el 13 de diciembre a ver a una santa. Esta era muy milagrosa con los enfermos de la vista. Al entrar a la iglesia la vieron en un altar pequeñito. La santa tenía un plato en las manos, donde estaban depositados sus ojos. Mi madre quedó impresionada al verla.

—¡Santo cielo! Nunca había escuchado nada de eso —exclamó asombrada la señora.

—Sí, era santa Lucía, una mártir que fue perseguida y decapitada. Mi abuela, tras la visita a la santa, mejoró algo su visión. No sé si fue casualidad o fe. —La señora Dolores la escuchaba muy atenta—. Mi madre estaba embarazada de mí, de cuatro meses, y había tenido amenaza de aborto, debía tener reposo y cuidarse. Ese día, al ver a santa Lucía, le pidió que yo naciese sana. Tras ver mejorar a mi abuela Rosario y yo nacer bien, decidió ponerme el nombre de la beata.

—Es una bonita historia. Recuérdame que cuando volvamos a Sevilla, vayamos un día a visitar a santa Lucía.

—Le recomiendo ir el 13 de diciembre, ese día es su onomástica. La adornan de flores y la misa es cantada por un coro. Es una ceremonia muy bonita.

—Así lo haremos y festejaremos tu día merendando por el centro. —Lucía sonrió ilusionada. ¡Qué buena era la señora Dolores con ella!

A finales de julio, Lucía ya estaba acostumbrada a la rutina de todos los días. Se resignaba, pues todavía le quedaba más de un mes, de nada le servía agobiarse. Solo le quedaba el consuelo de pensar que el dinero de su sacrificio estaba ayudando bastante a sus padres. Intentaba disfrutar de la playa, de los paseos y del sol. Siempre, eso sí, acompañada de la señora o de las novicias.

En esos días, volvió a llegar otra carta de su madre:

Lucía, ¿cómo estás? Hija te cuento que hace un calor agobiante en Sevilla, algunos días hemos superado los cuarenta y cinco grados. Tú al menos tienes la playa para refrescarte.

Tu padre está estable en su enfermedad, sin embargo, este calor le afecta mucho. Te manda muchos besos. Dice que se le están haciendo los días muy largos sin ti. Te extraña y te echa mucho de menos, sobre todo las conversaciones que teníais los dos. Y las partiditas de dominó, donde tú le ganabas, conmigo como siempre me gana, se aburre.