Atada al silencio

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Tu hermana Chío, desde hace unos días, está más rebelde y desobediente. Sale todas las tardes y vuelve ya de madrugada. Yo le riño, eso no está bonito en una señorita. Creo que tiene un pretendiente, pues se le nota ilusionada, pero no me confiesa nada cuando le pregunto. Le regaño por llegar tan tarde y ella me recuerda que ya es mayor de edad. Siempre me dice que no hace nada malo a nadie, solo se dedica a vivir y disfrutar de la vida. Así que, estoy un poco disgustada con ella.

Ah, te cuento. ¿Te acuerdas de tu prima Pepa, la del pueblo? Que estaba estudiando para maestra. Pues se ha quedado embarazada, de un chico que había conocido hacía poco y se ha tenido que casar de prisa y corriendo, antes de que se le notase la barriguita. Él ha accedido a casarse y no la ha abandonado, menos mal, si no sería la habladuría de la gente del pueblo y la vergüenza de su familia. Ahora ya no podrá ir a estudiar a la universidad de la ciudad, como ella quería, tendrá que dedicarse a su marido y a su bebé. Eso le ha pasado por ser tan atrevida y pecar antes del matrimonio. Bueno ya te iré contando.

Cuídate mucho mi niña. Escríbenos y nos cuentas de tus días. Muchos besos, te adoramos, mi linda Chía.

Lucía pensó en su prima, como se le habían torcido las cosas, pero así era el amor. Ella también había pecado y no se arrepentía, pues amaba a José con toda su alma. Recordó también lo que su hermana le contó un día, del chico con el que estudiaba. En sus pensamientos Lucía le deseó la mejor de las suertes. Rocío era joven, el amor es bonito vivirlo y no tiene edad, seguro que así sentaría la cabeza. Aunque, si ese hombre la quería en serio, no debía estar con ella hasta tan tarde en la calle, sin ser novios formales. Imaginó a su hermana enamorada, paseando del brazo con su amado y le daba envidia sana de no poder hacer lo mismo con su novio. En un mes, también ella volvería a pasear con José. Ya quedarían los cuatro para conocerse y salir juntos.

Y así, soñando despierta, se contentaba e iban transcurriendo los días. Era más llevadera la rutina diaria en Chipiona. ¡Dios mío, qué ganas tenía de volver a Sevilla! Aunque allí hiciese cuarenta y cinco grados a la sombra, ¿qué le importaba a ella? Si cuando estaba con José su cuerpo ardía enfebrecido superando con creces esos grados. Él había despertado en su cuerpo un mundo de emociones que Lucía desconocía y ansiaba revivir de nuevo.

Los últimos días de julio, Lucía empezó a preocuparse, pues ya le tenía que haber bajado la regla. Ella tenía un ciclo menstrual algo variable. En varias ocasiones se le había retrasado y ahora, con el cambio de vida, sería normal. Tenía que haberse puesto con el periodo hacía más de quince días. Recordó lo que José le dijo cuando hicieron el amor: «Lucía, es muy difícil quedarse en la primera vez». Decidió esperar unos días antes de preocuparse. Bastante mal se sentía lejos de los suyos, como para acongojarse antes de tiempo sin motivo. Solo sería un simple retraso, ya le había ocurrido otras veces. Seguro que el cambio de costumbres le había afectado a su menstruación.

Y sumida en la rutina diaria, llegó casi a mediados de agosto.

Una mañana, estando con las monjas empezó a sentirse fatigada, mareada y se desmayó. Estaba en la cocina, de pronto perdió el conocimiento y se desplomó. Al volver en sí, sor María, que era la madre superiora, con cariño le preguntó:

—¿Lucía te encuentras mejor? Estás como febril. ¿Has comido bien?

—Sí, madre, estoy mejor, no sé qué me ha pasado. Apenas comí en la mañana, me levanté fatigada —le contestó Lucía todavía muy pálida—. Por lo demás no noto nada extraño, ni me duele nada. Algo ha debido hacerme daño.

—Lucía, ¿hay alguna posibilidad de que puedas estar embarazada? —le preguntó con tacto la monja, pese a que le costase creerlo de Lucía.

—No, madre, eso no es posible —le confesó con rapidez.

Sor María la conocía desde hacía unos años, sabía del carácter noble y lo recatada que era. Que ella supiese, no le conocía ningún novio. Lucía, a veces, se había sincerado con la abadesa, cuando se sentía apenada por la salud de su padre. Le reconfortaba hablar con la religiosa. Sor María era bondadosa y sabía escuchar, si bien, nunca le habló de ningún pretendiente. Entonces, debía haber comido algo en mal estado.

Lucía, de pronto notó un pellizco en el estómago de preocupación. De repente, sintió un remordimiento en su conciencia, pues podía estar mintiéndole a la madre superiora. Nerviosa pensó: «No puedo tener tan mala suerte. El desmayo debe ser del calor y haber desayunado poco. No me noto nada raro». Aunque el miedo y la preocupación la invadían en su fuero interno, se intentaba convencer de lo difícil que era quedarse embarazada por haberlo hecho solo dos veces. Debía relajarse, pronto le bajaría la regla.

Los días siguientes todo siguió normal, no volvió a sentirse mareada ni molesta. Se relajó, seguro que todo se debía al clima. Una tarde, estando en la playa tumbada al sol, notó de pronto algo dentro de su vientre. Fue un leve movimiento, como una puntadita. Lucía dio un respingo, se quedó quieta con las manos en su vientre y volvió a repetirse. Ella sintió algo dentro de su ser. De repente, lo tuvo claro, estaba embarazada. ¡Estaba esperando un hijo de su querido José! Se quedó un buen rato con las manos sobre su regazo. El corazón le latía acelerado. Intentó asimilar la idea de que dentro de su ser estaba creciendo su bebé.

Había tenido mala suerte o seguramente era el deseo de Dios. Sintió miedo y alegría a la vez. Miedo a la reacción de sus padres, sin ser novios aún, y al qué dirán de la gente. Su madre, e incluso ella misma, eran de mentalidad muy anticuada. Recordaba lo que su madre le había contado de su prima en su última carta. Sin embargo, también sentía alegría y deseos de contarle la noticia a su amado. Quería llorar y a la vez saltar de alegría. Ella no deseaba haberse quedado embarazada, no obstante, había pasado, ya nada se podía hacer, solo afrontarlo y tirar para adelante. José se había comportado como un caballero, se responsabilizaría, se casarían y le daría un apellido a su hijo. Él no le había escrito ni venido a verla, debía haber una justificación, de eso ella estaba segura. Se repetía que seguramente la dirección estaba mal y las cartas por eso no llegaban o habría algún motivo que desconocía, pero tenía claro que José la recordaba igual que ella a él. Esa noche durmió inquieta, a la vez que ilusionada, deseando llegase ya septiembre para volver a Sevilla y poder contarle la buena nueva a su amado.

A primeros de septiembre, recibió una carta de su hermana Chío, donde le escribía sobre sus sentimientos.

Queridísima Chía, cuánto te echo de menos para contarte mis confidencias. Perdona que no te haya escrito en todo este tiempo, pero he estado muy liada. ¿Recuerdas aquel chico qué estudiaba conmigo y me gustaba tanto? Pues decirte que ya es mi novio.

Al principio le costó mucho dar el paso. Pese a hablar y bromear mucho conmigo no se decidía a salir conmigo. Tú sabes cómo soy de cabezota cuando quiero algo, hasta que no lo consigo no dejo. Me llamarás desvergonzada, lo sé, pero estoy perdidamente enamorada. No te voy a ocultar que para que se fijase en mí me he desvivido en mimos con él. Tú sabes, los hombres sucumban fácilmente a los encantos de las mujeres.

Al final lo convencí para conocernos mejor. Hemos estado saliendo todas las noches a pasear, a los guateques y a las verbenas, nos hemos divertido mucho y me ha pedido ser su novia. Bueno, la verdad, él iba despacio, sin prisas, le he tenido que dar un empujoncito, tú ya me conoces como soy.

Hermana, debo confesarte que lo amo con locura. Me siento muy feliz con él. Daría lo que fuese por estar siempre entre sus brazos. Me he entregado a él varias veces, sé que pensarás que soy una pecadora. Siento defraudarte, pero lo quiero mucho, hermana. Es guapísimo y tiene cuerpo de modelo. Pensarás que soy una exagerada, ya verás cuando lo conozcas que no te miento. Va a hablar con papá y os quiere conocer. Vamos a formalizar la relación, para no tener que esconderme más de nadie y vivir mi noviazgo libremente.

Voy a esperar que vengas, para presentarlo en casa cuando estemos todos.

Cuento con tu apoyo, Chía, dime qué día vuelves. Cuéntame cómo estás.

Espero te vayan bien las cosas, ya me contarás. Date prisa hermanita, al final me caso antes que tú. ¿Quién me lo iba a decir? Yo con novio formal y sentando la cabeza. Ja, ja, ja.

Muchos besos de tu ilusionada, enamorada y loca hermana Chío.

Lucía sonreía al terminar de leer la carta, que alocada era su hermana. Benditos dieciocho años. Se había entregado a él, ¿quién era ella para juzgarla? Si por amor había pecado también ante Dios. Le deseaba lo mejor del mundo, era tan bello amar y ser correspondido. Su hermana era muy locuela, pero tenía un gran corazón, se merecía un buen hombre que la amase como ella necesitaba. Pronto le daría dos besos y su bendición cuando la viera, ya quedaba poco, solo unos días para volver a ver a su familia y a su José. La señora le había dicho que tras la salida procesional de la virgen de Regla, el día ocho de septiembre, vendría el chófer a ayudarlas a recoger y volverían a Sevilla. Las hermanas religiosas le dijeron que también volverían sobre esa fecha. Ya solo era cuestión de tener paciencia unos días más y todo se solucionaría.

El día diez de septiembre, Lucía volvía a Sevilla y a su casa, después de casi dos meses y medio fuera de ella, y embarazada del mismo tiempo.

En el coche, ya de vuelta a Sevilla, pensó en todo cuanto le había cambiado la vida, en estos meses. ¡Iba a ser madre!

Capítulo 6
Cara a cara con la realidad

Tanto sus padres como su hermana la estaban esperando. La recibieron con mucho cariño. Su madre pletórica de tenerla de vuelta, la besaba una y otra vez.

 

—¡Ay, mi Lucía, pero qué morenita y guapa te veo, Dios mío! —la piropeaba, mientras se fundían en un abrazo—. ¡Estás más gordita de tantos helados y pasteles!

—Sí, mamá, he comido bien y descansado bastante. —Le mintió en parte, pues aún no podía confesar su estado. Dentro de unos días tras hablar con José, lo confesaría todo—. Mi adorado papaíto, ¿cómo estás? —Con una enorme sonrisa se dirigió a su padre, que estaba sentado, se agachó y empezó a besarlo sin pausa.

—Hija, mucho mejor al verte de nuevo a nuestro lado. Estás guapísima.

—Chía, dame un beso y déjame achucharte. —Lucía se giró y besó a su hermana—. ¡Envidio tu piel morena, que lo sepas! —le confesó Rocío sonriente.

—Mis horas de sol y playa me han costado, hermana —exclamó Lucía a carcajadas.

Tras los saludos y contarles un poco de su viaje, se excusó diciendo que debía ir a ayudar a la señora a deshacer las maletas. No era cierto, necesitaba ir a buscar a José. Su corazón al sentirlo ahora más cerca, andaba desbocado. Ella lo necesitaba igual que el perro a su dueño. Como el agua que las flores precisan para seguir viviendo. Igual que el sol al nuevo día. Sentía a José como su otra mitad, pensaba mientras callejeaba hasta el barrio en el que él solía trabajar.

Buscó a ver si veía su moto, necesitaba besarlo, ansiaba sus labios apasionados y hablar con él del asunto que les incumbía a ambos. «Seguro me confirma haber perdido la dirección y por eso no me ha podido escribir», pensaba Lucía. Lo perdonaría sin ningún rencor, lo amaba y lo había extrañado mucho todo este tiempo. Cada día soñó con volver a estar en sus brazos, amarlo y sentirse amada. Ella guardaba celosamente su secreto desde hacía un mes, estaba nerviosa y deseosa de contárselo. Ansiaba susurrarle: «José, voy a tener un hijo tuyo». Él tendría que hablar con su padre, deberían casarse pronto, aún no se le notaba el embarazo, así no darían que hablar.

Buscó la moto por todas las calles del centro, pero no lo encontró. Decidió volver a su casa, ya casi anochecía, volvería al día siguiente de nuevo a buscarlo.

Lucía cenó con sus padres, que la acribillaron a preguntas sobre «sus vacaciones». Su hermana no estaba, según su madre volvía tarde. Lucía después de cenar se retiró a dormir, estaba muy cansada y algo decepcionada por no haber encontrado a su José.

Al día siguiente, tras ordenar toda su ropa y echarle una mano a su madre en los quehaceres, volvió a salir en busca de su amado. Tampoco lo encontró por el centro, ya no sabía dónde buscarlo. Él le contó que era del barrio de Triana y vivía en una corrala de vecinos, sin embargo, no sabía el nombre de la calle y ese barrio era grande. De todas formas, decidió ir a Triana, cruzó el puente y dio una vuelta a ver si estaba trabajando por allí o veía su moto aparcada. A varias personas le preguntó por él, mas nadie le conocía con los datos que ella les daba. Allí se conocían por los apodos y no sabía que apodo tendría la familia de José.

Agotada de indagar y no encontrarlo, decidió que volvería mañana para seguir buscándolo, sería lo mejor, ahora necesitaba descansar un rato. Asimismo, José sabía que ella volvía sobre esta fecha, si no lo encontraba pronto, él la buscaría por el centro. Él sabía dónde estaba la casa de la señora Dolores, seguramente se pondría en contacto con ella un día de estos. Se encontraba cansada y triste. Volvió a su casa para comer con su familia. De pronto, Lucía sintió un pellizco de temor. No había sabido nada de José en todo el verano. ¿Y si le había pasado algo? ¿Se habría ido a trabajar fuera? ¿La habría olvidado, una vez conseguida su inocencia? Los ojos se le inundaron de lágrimas mientras pensaba todo esto de camino a su casa. ¿Qué iba a ser de ella entonces? Embarazada y sin novio. ¡Qué locura! A sus padres le daría un síncope. Nerviosa empezó a temblar, se tuvo que sentar un momento en un escalón cercano.

Después de un breve descanso, respiró hondo e intentó relajarse. Pensó que debía haber una explicación y tarde o temprano, José, la buscaría y solucionaría lo del embarazo casándose cuanto antes con ella. No debía pensar mal de él. Se tranquilizó y se dirigió hacia su casa, aunque dentro de ella, seguía el temor y la inseguridad.

Su hermana Chío, mientras almorzaban les comunicó:

—Os cuento, esta noche voy a traer a mi novio a casa para que lo conozcáis. —Se le notaba ilusionada y enamorada—. Papá, va a pedirte permiso para entrar a recogerme y dejarme a la vuelta ¿vale?

—Bueno, hija, si estás segura de ese paso, adelante. Aquí estoy para hablar con él —le contestó su padre. «Ojalá, así asiente la cabeza y no vuelva sola tan tarde a casa como ahora», pensó.

—Claro, segurísima. ¿No veis mi cara de loca enamorada? —les dijo señalando sus chispeantes ojos que bebían los vientos por su amor—. Aunque también estoy un poco nerviosa por él. Pobrecito hablar con tu suegro debe imponer un poco —dijo riendo.

—¡Hija, no me lo voy a comer! —exclamó sonriendo el padre.

—Ya lo sé, papá, tú eres más bueno que el pan. Mamá, ¿tú no me dices nada?

— Rocío, yo te he parido hija. Sé desde hace tiempo que alguien había encandilado tu corazón —le confesaba su madre mirándola a la cara—. Los ojos te hacen chiribitas al hablar de él. Espero que te quiera tanto como tú a él, te respete y te haga feliz.

—Pues claro, mamá, ya lo verás con tus propios ojos.

Lucía se alegraba por su hermana, la veía tan prendada e ilusionada que solo le deseaba lo mejor. «Rocío era más liberal y moderna que yo, sin embargo, en dos meses estaba con novio formal. Ese chico la había hipnotizado de amor, o conociéndola, seguramente ella a él», pensaba Lucía mientras reía de sus propios pensamientos.

A las nueve de noche entró Rocío con su novio a la casa. Pasaron a la salita de estar, allí los esperaba sus padres y su hermana. Los padres estaban un poco serios, pero contentos por su hija, por fin sentaba la cabeza. Estaban deseosos de conocer al chico que la había enamorado, a ver cómo era y a qué se dedicaba.

Le saludaron educadamente. Lucía estaba de pie, al verlo palideció de golpe, casi le da un infarto. Se sintió desfallecer, las piernas le flaquearon. Se sintió mareada. Se tuvo que agarrar fuerte a la silla para no caerse de golpe. ¡Pepe, el novio de su hermana, era su amado José! Él al verla se quedó blanco y una sacudida nerviosa le recorrió todo el cuerpo, sintió que se quedaba sin aire. Los demás, al darse cuenta de la palidez de Pepe, lo achacaron a los nervios del primer encuentro familiar, solo Lucía y él sabían qué pasaba en esos momentos por la mente y los corazones de los dos.

Lucía, tras el primer impacto, se tuvo que sentar para no desfallecer, respiró hondo e intentó disimular. Veía la alegría reflejada en la cara de su hermana y de sus padres en ese instante. Así que decidió callar con todo el dolor de su corazón. Hizo el esfuerzo más grande de su vida, de no llorar ni gritarle a la cara todo lo que sentía en su alma, o simplemente salir corriendo. Se tragó toda su pena y sin saber ni cómo ni de dónde le salió la voz del cuerpo, le saludó escuetamente. Sin ni siquiera estrecharle la mano, no podría ni rozar su piel o perdería el sentido. Entonces toda la rabia y dolor que estaba intentando controlar saldría a flote. Con voz seca y amarga le dijo:

—Me alegro por fin de conocerte —lo dijo arrastrando las palabras, con resentimiento. En ese momento un enorme dolor le arañaba el alma.

—Igualmente —le contestó José, con un hilo de voz. Apenas se le escuchó.

De pronto, su padre al notarlo tan nervioso y pálido le dijo que lo acompañara al salón, así podrían hablar ellos más tranquilos. Las mujeres se quedaron en la salita. Lucía estaba temblando, aunque lo disimulaba. Rocío nerviosa les preguntó a las dos:

—¿Qué os ha parecido? ¿A que es guapo? —Se giró para mirarlas—. Ya os lo dije. ¡Ay, me tiene loca! Si bien, lo he notado muy nervioso, me ha sorprendido verlo tan serio. Él tiene un genio bastante alegre —exclamaba Chío sorprendida de la aptitud de su novio.

—Lo importante es que te quiera y sea bueno contigo, hija —le reiteró su madre mientras la abrazaba con cariño.

—Hermana, te deseo lo mejor, tú sabes cuánto te quiero. Espero que seas muy feliz. Me vais a disculpar, estoy cansada, tengo el estómago hoy algo revuelto y me encuentro fatigada. Me voy a retirar a descansar, aún sigo trastornada del viaje. —Lucía las besó a las dos.

—Sí, hermana, tienes mala cara. Descansa ya mañana hablamos.

Lucía, con paso lento y apesadumbrada, empezó a caminar. Sentía como si una losa de cien kilos le hubiese caído encima, hasta llegar a aplastarle las entrañas. Parecía que alguien le estaba oprimiendo los pulmones y no la dejara respirar. La verdad se había clavado en su corazón como puñales de cristal. Con el alma rota en mil pedazos y los ojos inundados por el llanto, se marchó lentamente a su habitación.

Lloró en silencio toda la noche, ya no le quedaban lágrimas. ¡Cuánto le había cambiado la vida en un instante! De un zarpazo, José le había arrebatado todas las ilusiones. ¡Cuánto había madurado de pronto! Ella podía haber gritado: «¡Ese es mi amor, el padre del hijo que llevo en mis entrañas! El hombre al que quiero con todas mis fuerzas». Pero ya de nada valía, él había escogido a otra mujer, que casualmente era su hermana, su única y adorada hermana pequeña. Rocío no tenía culpa de nada, Lucía no podía romperle la vida en pedacitos, como José se la había roto a ella en un segundo. No, ella no le haría nunca eso a su hermana.

Una madre soltera en la sociedad que vivíamos estaba muy mal vista y era una vergüenza para la familia. Su madre se lo había dicho cuando le contó la historia de su prima embarazada. La tacharían de mujer de reputación alegre. Asimismo, le daría un gran disgusto a su padre enfermo y a su pobre madre. No soportaría verlos sufrir. Tenía que tomar una rápida y drástica decisión. E intentar perder el bebé no entraba en sus convicciones religiosas. ¿Qué iba a hacer ahora?

Por otro lado, no podría soportar ver a José a menudo. Tras toda la noche sollozando, de pronto, supo lo que tenía qué hacer, qué camino debía tomar para no hacer daño a sus padres ni a su hermana. Ellos no eran culpables de nada. Solo ella era responsable de su error, por lo tanto, debía solucionarlo sola.

Al día siguiente, se levantó tarde y sin apenas fuerza. Sentía que algo se había desgarrado en su alma sin remisión.

—Lucía, hija, qué mala cara tienes, estás pálida y ojerosa —le expresó su madre preocupada—. ¿Qué te pasa?

—No sé, madre, tengo el estómago revuelto. Debe ser del cambio de agua. —Con todo el dolor de su corazón, tuvo que mentirle.

Un rato más tarde, salió a la calle, debía hacer una visita que cambiaría su vida de hoy en adelante. Al cruzar la calle para dirigirse hacia el centro de la ciudad, un hombre que la estaba esperando medio escondido, se le acercó.

—Lucía, tenemos que hablar. —José la agarró del brazo, se le apreciaba afligido. Sus marcadas ojeras demostraban que él tampoco había dormido—. Por favor, escúchame, tengo que contarte…

—No voy a hablar contigo, ya está todo bien claro —le dijo con rabia, sin dejarlo hablar. Se soltó con fuerza de la mano de él—. José, no tienes que darme explicaciones, no te las he pedido. Es demasiado tarde para eso ¿no crees? —Le volvió la espalda y siguió caminando.

—Lucía, yo te he querido de verdad y te iba a esperar. Perdí la dirección, me la guardé en el bolsillo del pantalón del trabajo, unos días después, al sacar el pañuelo del bolsillo, se me cayó tu papel en un cubo de yeso fresco, borrándose la dirección. Sentí rabia e impotencia al ver como al mojarse el papel se había extendido la tinta, haciendo imposible su lectura —le contaba con amargura y arrepentido—. Te extrañaba bastante, no podía quitarte de mi mente. Un domingo de julio cogí el autobús y fui a buscarte. Me recorrí toda la playa tres veces de punta a punta y no te encontré, no sabía dónde más buscarte. Quise volver a ir, pero tuve un accidente con la moto, me quedé sin ella y con una pierna lastimada. Me volví loco, triste, los días sin ti se hacían muy largos. Me sentí igual que un perrito solo y abandonado. —Él cojeaba, la seguía por la calle, sin rendirse continuaba explicándole. Ella aceleró el paso para no escucharlo.

—Calla, vete y déjame tranquila. No quiero saber nada de ti.

 

—Escucha, yo conocía a Rocío del curso de pintura, no sabía que era tu hermana, se encaprichó conmigo y siempre estaba detrás de mí. —José seguía andando ligero a su lado, mientras le iba contando—. Al principio yo no quería. Ella me insistía con mimos. Es guapa, joven, alegre y cariñosa. Soy un hombre y caí. Lucía, me encontraba muy solo y triste, enfermo y con muletas. No pude resistirme a sus encantos por mucho tiempo. Ella me cuidaba y fui débil. Rocío me daba lo que yo necesitaba en esos momentos, me ayudó a llevar tu ausencia. Me hablaba de su hermana Chía, que estaba de veraneo. ¿Cómo iba a imaginar que eras tú? —Lucía apretaba el paso, pero él seguía persiguiéndola—. Todo empezó como un juego y al final me he encariñado con ella. Me he dejado llevar por su vitalidad. Anoche, al verte todos los sentimientos que sentí por ti, volvieron a despertar en mi interior. Me estoy volviendo loco. Ahora mismo no sé qué hacer. Lucía, si tú aún me quieres, la dejo y retomamos lo nuestro. Tú eres y serás mi «esperanza» como un día te dije y no te mentí. Contigo he compartido muy buenos momentos. Tú has calado en mi alma.

—Cállate, José, no quiero escucharte más, ya está todo hecho. Solo tenías que esperarme si me amabas y cumplir tu promesa. No lo has hecho y has escogido estar con otra. —Lucía al pensar en su última frase paró en seco, se giró y con rabia le dijo—: Si fuese otra mujer, yo lucharía con uñas y dientes para que fueses el hombre de mi vida y el padre de mis hijos. No obstante, esa mujer es mi hermana y ahí no se puede hacer nada. No voy a romperle el corazón. Ya está todo resuelto, tú lo has decidido, no yo. He llevado una venda todo el verano, soñando cada día y cada hora con volverte a ver, imaginaba que me estabas esperando. Eres tú quien me ha fallado y jurado en falso. ¿Quién sabe cuántas veces me volverías a fallar? Adoro a mi hermana y nunca le haría daño. Solo te pido, te exijo, como su hermana mayor, que la sepas hacer feliz. Ella te quiere y está muy ilusionada. No le falles igual que a mí. Hasta nunca, José.

Él quiso agarrarla, pero Lucía con furia huyó de su lado, se fue a paso rápido por las callejuelas de Sevilla. Él todavía cojeaba de la pierna dañada y no pudo alcanzarla. Si Lucía hubiese estado frente al él un instante más, se hubiese desmoronado. De pronto, recordó el domingo que viajó a Cádiz con los hijos de la señora, seguramente ese fue el día que él había ido a Chipiona. José, al buscarla por la playa y no encontrarla, se rindió y se entregó a su hermana. «Qué injusto y cruel era el destino a veces». Mientras el llanto inundaba sus mejillas se dirigió al camino que la alejaría de él para siempre.

Mientras caminaba apresurada hacia su destino, fue enumerando en su cabeza la mala suerte que había tenido. Cómo se había torcido su futuro y su vida, de un plumazo.

«¡Todo sería tan distinto si no se hubiese ido fuera todo el verano! Si no se hubiese quedado embarazada en su primera vez. Y, por si fuese poco, como si no hubiese más mujeres en la tierra, ir a comprometerse con su hermana. ¿Por qué había tenido tanta mala suerte, Dios mío? ¿Por qué se había enamorado del hombre que no la merecía? ¿Por qué Dios la castigaba a ella de esta manera?», se preguntaba, sin saber las respuestas.

Lucía llegó al convento de Santa Isabel, temblando y con la respiración entrecortada, sentía como el corazón se le iba a salir por la boca. Buscó a sor María, la madre superiora que ella tanto estimaba. Muchas veces le había contado sus inquietudes, aunque en estos momentos Lucía comprendió que habían sido preocupaciones sin importancia comparadas con las que tenía en este momento.

—Reverenda Madre, necesito hablarle…

No le dio tiempo de terminar la frase, cayó desplomada a sus pies. La llevaron al despacho de la madre superiora y la reanimaron, al volver Lucía en sí, sor María, por segunda vez, estaba a su lado. Las hermanas estaban cuidándola, la abadesa le pidió que las dejaran solas, tras cerrar la puerta, Lucía le confesó todo.

—Madre, estoy destrozada y desesperada. Necesito contarle, cuando me fui a Chipiona tenía un novio secreto. No lo sabía nadie, pues aún no había hablado con mi padre. Él me dijo que al volver yo de la playa haría público nuestro noviazgo. —La madre superiora la escuchaba atenta—. Madre, ayer descubrí algo muy duro para mí. Me enamoré perdidamente de ese hombre, al que le confieso, me entregué antes de irme. Ahora he descubierto que es el novio de mi única hermana. —Lucía empezó a llorar desconsolada.

—¡¿Ay, hija, con la de hombres que hay en la tierra y os habéis enamorado las dos del mismo?!

—Madre, eso no es todo, como usted vaticinó, estoy embarazada de él.

—¡Santo cielo, Lucía! ¿Cómo has sido tan débil? ¡Has pecado ante Dios! —La monja sintió pena al verla tan abatida y la abrazó—. ¿Cómo vas a solucionar esta encrucijada?

—Madre, no puedo destrozar la vida de mi hermana. Ni verlo cada día, no podría soportarlo. Ni debo avergonzar a mis padres. Por favor, acójame en esta congregación. Cumpliré todas las normas que me ordenéis. Usted sabe lo católica que soy. Yo he pecado ante Dios por no esperar al matrimonio y pagaré mi penitencia. Por mi mala actuación de entregarme a quien no lo merecía, no puedo hacerle daño a mi hermana —le confesaba, ella tenía muy claro que no les haría daño a los suyos—. Esto abriría una amarga brecha entre las dos y mis padres sufrirían muchísimo. Mi padre está enfermo y podría empeorar del disgusto. Soy yo sola quien debe purgar mi pecado. Por favor, reverenda madre, ayúdeme. Acépteme en esta congregación.

—Lucía, pese a haber pecado por amor, igual que cualquier humano, eres buena persona. Tienes el alma cándida y buen corazón, te conozco desde hace años. De eso se han aprovechado para robarte tu pureza. Siempre nos has echado una mano, así pues, ahora no voy a dejarte sola en esto. —La volvió a abrazar, la veía tan sola e indefensa en esos momentos que se apenaba por ella—. Si tú lo deseas, puedes entrar como novicia en esta hermandad durante tu embarazo. Nadie fuera de este convento sabrá de tu estado. Cuando tengas a tu hijo ya decides si lo das en adopción o si sientes la llamada de Dios y sigues con nosotras. Lo mismo al nacer, decides criarlo tú fuera del convento.

—Gracias, madre, no sé cómo puedo agradecerle su ayuda y apoyo.

—No tienes que agradecerme nada, yo escogí el camino de amar a Dios y asistir al necesitado y en este momento tan duro para ti, tú me necesitas.

—Madre, voy a mi casa, recojo mis cosas, me despido de mis padres y esta misma tarde me vengo con ustedes. No deseo volver a encontrarme con ese hombre jamás, ni que nadie sepa de mi estado. —Y haciendo de tripas corazón, intentó mirar al futuro—. A partir de hoy empieza una nueva vida para mí, también dedicada a Dios y al servicio de los demás. Mil gracias de nuevo madre María, nunca olvidaré su apoyo.

Del convento fue a despedirse de la señora Dolores. Cuando le contó su decisión la señora sorprendida se entristeció. La apreciaba bastante, ella la trataba como si fuese de la familia.

—¡Lucía, vaya sorpresa me has dado! —La señora no se lo podía creer—. En todos los días que hemos compartido en la playa no me habías comentado ni insinuado nada.

—La idea me rondaba por la cabeza. Usted sabe lo religiosa y católica que soy. Este verano, al convivir algunos ratos con las hermanas, decidí meterme a monja. —Le mintió piadosamente, así no insistiría—. No se lo comenté antes, pues quería hablarlo primero con mis padres.

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