El Aroma De Los Días

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Capítulo III 1917

La guerra que, según Rudi, habría sido breve, duraba ya más de dos años, ni breve, ni fácil, ni victoriosa. Nada de la espléndida aventura a la que muchos se habían dirigido con entusiasmo sino una campaña distinta de cualquier otra, dolorosa y difícil, donde se combatía con armas desconocidas y mortíferas contra las cuales no servía afilar los sables. Muchos jóvenes había ido voluntarios, muchos habían sido llamado y en el campo eran las mujeres las que sacaban adelante los trabajos, incluso los más pesados. En verano, antes del amanecer, se las veía llegar en grupos desde los pueblos vecinos, con la cabeza cubierta por grandes pañuelos blancos, como un tejado a dos aguas, para cubrir la cara de los rayos despiadados del sol y, bajo el sol, trabajaban todo el día segando la mies y ordenando los haces con largos cordeles.

El momento de la comida era un alivio. Cuando el calor de la maremma1 se convertía en implacable se paraba el trabajo y el descanso, aunque fuese pequeña, era una liberación. Sentadas en el suelo o sobre gavillas consumían la comida que había sido distribuido y muchas escondían el pan en los grandes bolsillos de los delantales porque, por la noche, en casa, había niños pequeños y si los que ya eran un poco grandes estaban ya trabajando, los más pequeños tenían hambre. Terminada la estación los campos eran abandonados, entonces se veían grupos de mujeres y de niños que con los sacos atados en bandolera recogían de la tierra las espigas caídas.

Tantas espigas, tanto grano, tanta harina, tanto pan.

Pan.

Pan para ellas y para los hijos y para los viejos que ya no trabajaban.

Pan que los hombres no llevaban a casa porque estaban atrapados en el Carso2.

Y así era en invierno, acabada la temporada de la aceituna. En primer lugar la recogida en los árboles para el patrón, luego, si el patrón lo permitía, las que estaban en el suelo, para ellos, para extraer algún litro de valioso aceite.

Cuando estalló la guerra Rudi se había enrolado voluntario pero Giovanni se había quedado en casa. Sus treinta y cinco años y la posición de cabeza de familia le había ahorrado ir al frente. En los últimos dos años la situación económica de la familia Barrieri incluso había mejorado. El ejército pedía grandes cantidades de caballos y de víveres y él había duplicado su ganado, muchas tierras que se habían quedado sin cultivar, por culpa de la falta de mano de obra, habían sido vendidas y Giovanni había comprado sin especular que, si podía, era uno de esos que ayudaba a los demás, no se aprovechaba de las desgracias ajenas. En casa, en ciertos períodos del año, cuando las labores del campo estaban paradas y la gente no sabía cómo ganarse la vida, se producía un peregrinaje de mujeres que llegaban ofreciendo servicios de todo tipo, llevando como regalo un cesto de achicoria o de frutos del bosque, esperando recibir algo a cambio.

Giulia, María y Ada conocían a aquellas mujeres, conocían su historia y no dejaban nunca de mandarlas de vuelta con lo necesario para la cena. Antes de aceptar muchas, como bromeando, decían que habían venido por si acaso se necesitase hacer algún trabajo pero ya antes de recibir el pequeño regalo lo agradecían con los ojos porque las palabras que lo acompañaban no era de caridad y no envilecían:

–Has llegado en el momento justo, acababa de preparar esto ―decían entregando un paquete ―Tómalo que he hecho muchos de estos y se estropeará.

–Regalar sin humillar ―recomendaba Giovanni ―porque la humillación es más triste que la miseria ―y esto lo habían aprendido las tres mujeres de casa.

Esa mañana Ada se había despertado con el habitual dolor de cabeza. Ocurría a menudo y cuando sucedía la única cura era permanecer en la cama, en la oscuridad, en silencio durante unas horas hasta que lentamente el dolor disminuía y, sólo entonces, un poco atontada y pálida, podía levantarse.

El doctor Marinucci, el anciano médico de cabecera, había siempre atribuido la causa de esto a alteraciones de tipo nervioso.

–Son los nervios, no es grave. Ada es una mujer fuerte y robusta. Tendría que haberse casado…

Y, en cambio, también ella se había quedado en casa con el padre y la hermana mayor. Era más joven que María sólo dos años y su aspecto era menos resignado. Más cerca de la delgadez el de ella, su cuerpo resultaba casi regordete, más femenino, con el pecho impetuoso sostenido por un busto que le afinaba la cintura y le pronunciaba las caderas redondas.

Se movía por la casa con energía, a veces excesiva, que en los arrebatos de actividad hacía intuir una agitación incontrolable y una especie de descontento nunca adormecido del todo. En estos días era capaz de trabajar durante horas sin cansarse, limpiaba la casa de arriba a abajo, lavaba cortinas y mantas, restregaba con empeño manchas endurecidas desde hacía años. Por su parte era muy generosa. Era capaz de arrebatos de afecto tales de quitar la respiración a los niños cuando los estrechaba en un abrazo robusto contra su seno suave y los sofocaba a besos. Antonino reía a más no poder, Clara intentaba huir a la tortura y los más pequeños, Agnese y Luciano, se quedaban asombrados, suspendidos entre la risa y el lloro, todavía vacilantes sobre si aquel pequeño sufrimiento valía la pena de ser sufrido.

El primer día de noviembre fue gris y el sol no era más que una luz opaca detrás de una nube un poco más clara que las otras. María estaba todavía en la cama y Ada, superado lo peor, estaba indecisa si levantarse o no. La casa, extrañamente silenciosa, la hizo decidirse y bajar. Antonino y Clara estaban ya en la escuela y las voces de los más pequeños no se oían.

Se levantó y se visitó. En la cocina el fuego estaba ya encendido para quitar la humedad del ambiente. Giovanni estaba vestido para trabajar y estaba sentado con los brazos apoyados delante del periódico abierto. Giulia estaba enfrente de él, pálida. El rostro, habitualmente severo pero no ceñudo, estaba surcado por una arruga sobre la frente que indicaba una profunda preocupación. Los ojos, como ausentes, perseguían un pensamiento lejano. María se movía silenciosa, empeñada en preparar algo para comer para los pequeños que, sentados en el suelo, parloteaban entre ellos en voz baja, sumisos a la atmósfera preocupada que envolvía la habitación. Ada, parada en el umbral de la puerta, apareció de repente en el interior de aquel ambiente insólito.

–¿Qué ha sucedido?

–¿Cómo estás, Ada, estás mejor? ―preguntó Giulia pidiéndose a sí misma un esfuerzo para salir de sus pensamientos.

–Sí, estoy mejor. ¿Ha sucedido algo?

–… es que las cosas no mejoran… ―dijo Giovanni.

–¿Qué cosas…?

–La guerra… las noticias de la guerra no son buenas… Ha escrito Rudi…

–¿Rudi… qué dice… desde dónde ha escrito…? ¿Cómo está? ―Ada apoyó las manos cerradas en un puño sobre el estómago y su voz tenía ahora un tono de temor.

–Ha escrito desde el frente ―respondió Giulia que, volviendo con sus pensamientos al presente, parecía que había recuperado el dominio de sí misma ―Dice que ha combatido en Caporetto y que está en un hospital de campaña… por lo menos hasta hace diez días, cuando la carta fue escrita… toma, lee..

Ada cogió los folios en los que la escritura de Rudi, habitualmente de letras grandes y desunidas, aparecía vacilante y medio caída. Comenzó a leer en silencio y rápidamente.

Queridos Giulia y demás:

Como veis soy capaz de escribir así que no os preocupéis por mí.

Estoy ingresado en el hospital de campaña de… porque durante una acción fui herido en un hombro, por suerte no es muy grave. Lo que he vivido junto con mis compañeros en los últimos meses no es casi nada en comparación a lo ocurrido en los últimos días. Espero que hayáis recibido mis cartas anteriores. Si es así conocéis la situación en la que nos hemos visto obligados a vivir desde hace meses: nuestra casa son las trincheras, estos agujeros en los que el barro llega hasta las rodillas, sin posibilidad de salir sino es para combatir al enemigo que está cerca de nosotros. Hace frío, mucho frío y a vosotros os lo puedo decir: tengo miedo. Miedo cuando consigo dormir un poco y me despiertan los estallidos de las bombas que caen cerca, miedo cuando hay que avanzar y mis bersaglieri3 me miran con ojos asustados, sin expresión, casi indiferentes por su suerte, miedo cuando mi compañero Tornieri me cayó cerca con el vientre destrozado que se le veía el interior y me implora que lo ayude, no con las palabras, que ya no puede, sino con los ojos, y yo lo observaba llorando y de esta manera comprende que no puedo hacer nada y que lo debo abandonar porque hay que seguir adelante, así que avanzo sin ver porque las lágrimas me ofuscan todo y rezo, sólo un momento, rezo para que Tornieri, con el que un momento antes estaba hablando, muera lo antes posible. Rezo para que muera, tan joven y lejos de su casa, que había aprendido a conocer por sus conversaciones, sin nadie cerca. ¡No, no, no de esta manera! Entonces vuelvo atrás casi sin tiempo para estrechar su mano sucia de lodo y de sangre y él parece que me sonríe y muere a mi lado sin ni siquiera un lamento sólo un pequeño gemido, y deja de existir.

 

Tengo miedo porque no sé qué pasará mañana y siento terror a que sea como hoy o quizás peor.

La noche del 24 de octubre estábamos dentro de una trinchera en la sella di Lucio4  a la espera del ataque de las fuerzas enemigas. Es noche cerrada, llueve a chorros y estamos inmersos en la niebla. Hacia las dos comienza el primer fuego, cada vez más intenso, cada vez más intenso. Durante horas el fuego continúa y los cañonazos son tan densos que al amanecer el terreno estaba devastado por profundos agujeros, tan próximos que los hombres saltan dentro para protegerse durante el avance. Porque la orden es la de defender la posición y así se debe hacer, mientras que los agujeros en los que se salta para protegerse están llenas de cadáveres y de hombres retorcidos por el ansia de respirar, asfixiados por el gas.

La noche es interminable. Avanzamos unas decenas de metros pero cuando parece que la posición se ha consolidado los enemigos aparecen enfrente de nosotros, preparados para un asalto. Reúno a mis hombres, ahora ya son tan pocos que veo inútil toda tentativa de resistencia, sin embargo se combate, se avanza sin pensar, luego nos replegamos de nuevo, de nuevo sobre los cadáveres de los compañeros muertos. Y de repente, de este infierno no recuerdo nada, a no ser un calor que del hombro desciende hasta el brazo y un vértigo casi placentero que ya no me deja escuchar los ruidos del miedo.

Me desperté en un hospital y aquí me han puesto al corriente de la tragedia que ha conmocionado a nuestro ejército y he sabido de esta retirada que ha destruido todos nuestros esfuerzos de estos años.

Yo estoy mejor y no debéis preocuparos por mí.

Ahora esta guerra ya no me da ni miedo. Es como si la derrota me hubiese hecho consciente de que, ahora, después de tantos sufrimientos, es todavía más necesario defender nuestro país para no convertir en inútil el sacrificio de tantos compañeros. Espero que acabe pronto y que pronto podré volver con vosotros pero no ante de haber cumplido con mi deber.

Dad un beso a los niños. Parra vosotros un abrazo.

Vuestro Rudi.

María levantó los ojos de la carta y miró con consternación a Giovanni.

–¿Rudi está herido?¿… Estamos perdiendo la guerra?

Las noticias llegaban a casa sólo por los periódicos que Giovanni compraba siempre cuando había algo especialmente importante y aquel día en primera página se mostraban perfectamente los comunicados sobre la retirada de nuestra línea y la sustitución en el Comando Supremo del general Cadorna por el general Díaz.

–Pienso que sí ―respondió preocupado ―Está yendo peor de como podíamos imaginar.

Las palabras, finalmente dichas, fueron acogidas en silencio, casi como certificando los pensamientos de todos ellos. Ahora, cada tarea cotidiana se veía como un peso que soportar y un alivio al mismo tiempo, un modo para deberse mover y sacarse de encima la angustia de horas interminables.

Capítulo IV Agnese y Luciano

Los gemelos, como eran llamados en la familia, habían cumplido cinco años. Para todos eran los gemelos y no sólo porque lo eran sino porque estaban unidos el uno a la otra de aquella manera que parecía no haberse disuelto desde su nacimiento.

–Los gemelos no han comido

–Los gemelos tienen fiebre

–Mira dónde están los gemelos

Nunca nadie los llamaba por su nombre. La diferencia de edad con los hermanos mayores los había convertido en un núcleo cerrado y, sobre todo desde que los mayores iban a la escuela, transcurrían sus días constantemente juntos, completándose en una simbiosis que, a veces, los aislaba tanto que se olvidaban casi de ellos. Raramente se les sentía pelear y en el intercambio de juguetes o en los roles que se atribuían era difícil que surgiese una disputa.

–Haz esto

–No, hazlo tú.

–Vale, entonces lo hago yo

O

–Yo ahora juego con esto

–Y yo con esto, luego nos los cambiamos

Cualquier compromiso, con tal de estar juntos. Y no porque, habitando un poco en las afueras del pueblo, no tuviesen otros compañeros de juegos. Los labriegos a menudo traían a sus hijos con ellos y éstos, aunque intimidados, se quedaban en casa junto con ellos pero, sobre todo, porque para los dos era fácil comunicarse incluso sin palabras, sin necesidad de muchas explicaciones. Todo era más sencillo.

De los gemelos la más robusta era Agnese. Lo había sido desde el nacimiento y también al crecer había mantenido su corpulencia. Era una niña alegre pero no ruidosa, con grandes ojos oscuros que se iluminaban cuando sonreía y casi desaparecían escondidos por las mejillas mofletudas si reía de corazón. Más que con su muñeca le gustaba jugar más con la que había sido de Clara porque pertenecía a la hermana mayor que había renunciado a ella sin arrepentirse. Por su cumpleaños el padre le había traído de la feria del pueblo un cochecito, en todo igual al que realmente había sido suyo. Ahora la pequeña mamá cuidaba a su niña llevándola de paseo por el porche, cubierta con una pequeña colcha amarilla que la tía María había confeccionado para ella y mientras paseaba sentía que todo era perfecto: una casa, una mamá, una niña y el papá que la esperaba.

El papá era siempre y en cualquier caso, Luciano. Su papel era el de volver a caballo con un corcel de madera, el de comer en una mesa donde todo era muy bueno y el de volver al trabajo, siempre a caballo, al trote o al galope, según las ocasiones. Un papel que resultaba bastante marginal en la marcha cotidiana de su casa, en la que las tareas más exigentes las llevaba a cabo la patrona. Mientras que ella limpiaba, cocinaba, paseaba, para él quedaban unos tiempos muertos que no sabía cómo llenar y entonces:

–¿Ahora qué hago? ―decía.

–Tú trabajas la tierra.

Y él venga a sachar con un bastoncito. Poco tiempo después el labriego se aburría y volvía a casa diciendo que ahora debían dibujar y de esta forma venían abandonadas de inmediato la cocina con las cacerolas sobre el fuego y la pobre muñeca, era abandonada sola en medio del porche.

El tiempo transcurrido en dibujar volaba, sobre todo para él. En esa actividad era Agnese la que preguntaba:

–¿Y ahora?

Sin levantar los ojos del folio, tumbado en el suelo o arrodillado en una silla demasiado cerca de la mesa, Luciano le daba indicaciones y consejos.

Era un niño alto, bastante delgado, parecido, digamos, a la tía María. Su físico era el opuesto al de Agnese y los cabellos, oscuros y lisos, cortados mucho en la nuca, formaban delante una especie de coma que los hacia ir hacia arriba y  caer en un mechón rebelde sobre la frente. El rostro no estaba tan dispuesto a la sonrisa como el de la gemela. No tenía un aspecto gruñón, en cambio sí un interés por todo lo que le rodeaba y una manera particular de comprender las situaciones manteniendo un cierto distanciamiento. Con Agnese había momentos en los que parecía depender totalmente de ella, otros en los que era la pequeña quien se confiaba al hermano, y este equilibrio, creado de manera tan natural, los volvía a ambos seguros y, para su edad, bastante independientes.

Había otro niño que era a menudo su compañero de juegos: Andrea, el hijo de Lucia.

Lucia era una mujer joven que los Barrieri conocían bien. Hacía poco que había superado los veinte años pero desde hacía seis o siete trabajaba en sus campos junto con su padre. La madre había muerto en el momento del parto; padre e hija, desde ese momento, se habían quedado huérfanos, perdidos en un mundo que a ellos no les había concedido mucho y que parecía prometerles todavía menos. Lucia había crecido más que en su casa en las de sus vecinas que la cuidaban, unas un día, otras otro día, apiadadas por sus condiciones de miseria y desorden. El padre era un hombre bueno, sencillo, gran trabajador, nacido en un mundo en el que el trabajar mucho apenas permitía para sobrevivir. Salía al amanecer y volvía después de la caída del sol y por la noche no conseguía llevar a cabo todas las tareas de una mujer que no ya no estaba. Su casa estaba en la planta baja, un largo pasillo que cogía la luz sólo desde la puerta de entrada y, al fondo, separado por una cortina, estaba el dormitorio de matrimonio. Las noches de invierno eran largas y frías y la chimenea a menudo estaba apagada. En cuanto caía la oscuridad, antes de tener que encender una vela, se iban a dormir, de esta manera la comida se reducía a una al día y el hambre se sentiría sólo por la mañana. El colchón de hojas secas crujía con cada movimiento. El cuerpecillo de Lucia, agarrado al del padre, se quedaba quieto, aplastado por la manta pesada y allí, finalmente, se sentía en casa.

En cuanto fue capaz de seguirlo fue con él al campo. No fue ni un sólo día a la escuela y nadie se preocupó jamás por ella. Fueron los Barrieri la primera familia para la que trabajó y con ella se había quedado, creciendo en sus campos año tras año.

La primera vez que entró en la gran casa tenía unos siete años. Debía coger el agua para llevar a los hombres que trabajaban cerca de allí. Aquella casa siempre la había visto desde fuera, de varios pisos, con las cortinas en las ventanas y la gran puerta de entrada. Casi le parecía un castillo. En el pueblo no había otra tan hermosa. Se acercó tímida con el fiasco recubierto de tallos de mijo para que el agua se mantuviese fresca. Se quedó quieta, dudando si empujar la puerta semiabierta o tocar golpeando aquel grueso anillo de hierro que terminaba con una cabeza de león. Desde la penumbra del pasillo apareció una señora alta, severa, que abriendo de par en par la puerta se encontró delante.

–¿Qué haces aquí?

La mujer se había inclinado hacia ella, le había puesto una mano sobre la cabeza y  así tan cerca su rostro se había iluminado con una sonrisa que había hecho desaparecer la rigidez anterior. El corazón de Lucia, hasta hacía poco un potrillo enloquecido, con aquel contacto se calmó un poco. Manteniendo los ojos bajos y adelantando el fiasco consiguió decir:

–El agua…

A María aquel ser asustado le produjo ternura.

–¿Cómo te llamas?

–Lucia ―la cabeza continuaba inclinada y las palabras casi susurradas.

–Entra ―le dijo empujándola despacio hacia la entrada. ―Lucia, ¿qué más?

La pequeña se quedó en silencio.

–¿Tu mamá cómo se llama?

Siempre con la cabeza inclinada la niña seguía sin responder. María la guiaba hacia la cocina manteniendo una mano sobre la espalda. A través del pequeño delantal podía sentir todos los huesos.

–¿Y tú papá, tu papá cómo se llama?

–Adolfo…

Comprendió quién era la Lucia de aquel Adolfo que había perdido la mujer demasiado pronto y que aquella niña había crecido en la miseria y la soledad. Llenó el fiasco de agua,

–¿Estás segura que te las apañarás para llevarla? Es pesada…

–Sí, sí ―la voz casi no se oía.

–¿Quieres comer una manzana?

Siempre con el mentón que casi le tocaba el pecho la pequeña dijo no con la cabeza.

–Entonces métela en el bolsillo, la comerás después ―y diciendo esto se la metió en el bolsillo del largo delantal.

–Es más, toma dos, de esta manera podrás dar una de ellas a quien te parezca.

La volvió a acompañar hacia la salida y la vio irse corriendo, como liberada de un peso a pesar del fiasco apoyado en la cadera.

Tan novedosa había sido aquella aventura que Lucia ni siquiera había visto la cocina en la que había entrado. En cuanto estuvo sola la sangre comenzó a latir velozmente en las venas y a colorear el rostro mientras un sentimiento de placer la invadía. Mientras corría sentía las dos manzanas batirle contra las piernas y con la mano libre las tocaba teniendo cuidado para no perderlas. Llegó jadeante, dejó el fiasco cerca de su padre sin decir palabra y se alejó unos pasos. Cogió una manzana, la frotó contra la manga hasta convertirla en brillante y preciosa y a pequeños bocados se la comió como si hubiera sido la manzana de oro de Paris.

 

Desde ese día era Lucia la que se ofrecía para hacer los pequeños recados a la gran casa y poco a poco comenzó a levantar la mirada cuando se dirigían a ella. Más tarde fueron los Barrieri mismos, si necesitaban ayuda, la llamaban.

Más tarde se casó y nació Andrea y todo pareció distinto. Pero la guerra, de repente primer año, cuando llegó una postal que fue Giulia la que la había leído por ella, le quitó aquella ilusión para siempre. Ahora estaba de nuevo sola trabajando para vivir, para ella misma y para aquel niño que todavía la tenía anclada a la vida. Y los Barrieri acogieron a Andrea siempre con afecto y mientras la madre trabajaba en la casa o en los campos, el niño a menudo estaba con ellos y tomaba la merienda con los gemelos, comiendo grandes rodajas de pan con mermelada.

1Nota del traductor: Amplia región geográfica que comprende parte del Lazio y de la Toscana.
2Nota del traductor: Región alpina teatro de violentas batallas durante la I Guerra Mundial.
3Nota del traductor: cuerpo militar italiano de infantería con los típicos sombreros emplumados, en tiempos especializados en el tiro y la carrera rápida, hoy trabajan en colaboración con las unidades acorazadas. Una especie de francotirador.
4Nota del traductor: Valle en la región de Friuli-Venezia-Giulia