El Aroma De Los Días

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Capítulo VII Rudi en casa

Dos semanas después Rudi salió del hospital con un mes de permiso. Fosco fue dado de alta y había intentado convencerlo para que se quedase en su casa, en Milano. La propuesta era tentadora pero el deseo de escaparse a la tranquilidad de su tierra era demasiado fuerte, como si volviendo pudiese liberarse de la carga de inquietudes que le oprimían el pecho y respirar con la ligereza que había olvidado. Acordaron que antes de acabar el permiso se quedaría en Milano durante unos días.

A Fosco la rodilla continuaba doliéndole. Antes de irse había regalado todos los cigarrillos a los muchachos que quedaban y apoyándose en la muleta, todavía cojeando, se había despedido de las muchachas de la Cruz Roja más jóvenes besando a cada una en la mejilla. Aprovechando su proximidad y la espontaneidad con que se abandonaban a aquel gesto de despedida, las había estrechado contra él y había apoyado sus labios en los suyos, dejándolas desconcertadas y divertidas.

–Esto para que os acordéis de mí. Cuando acabe la guerra venid a buscarme a Milano.

Inclinando ligeramente la cabeza había liberado sus manos, mantenidas en un apretón más amigable que una simple despedida.

–Hasta pronto ―había susurrado mirándolas a los ojos.

En el umbral de la puerta, volviéndose hacia atrás, levantó la muleta hacia lo alto y girándose hacia todos gritó.

–¡Memento gaudere semper!

Muchos no lo habían entendido, quien podía lo había despedido con cordialidad y Rudi había reído por aquel augurio tan fuera de lugar.

Después de unos días también él fue dado de alta. En el bolsillo el permiso y en el hombro bueno la mochila con las pocas cosas que poseía. Llegó a Verona a bordo de un camión militar S.P.A. 8000 destinado al transporte de municiones que iba de aquí para allá desde el frente a la retaguardia y allí cogió el tren hasta Orte. Intentaba tener el brazo en cabestrillo lo más inmóvil posible, pero sentía que repercutían en la herida los saltos del camión. El joven conductor recorría las carreteras accidentadas y llenas de agujeros con el entusiasmo de los veinte años. A pesar de que le había pedido continuamente que corriese menos y disminuía la velocidad por un par de kilómetros, luego, sin darse cuenta, volvía a lo de antes. Más de una vez Rudi dijo palabrotas y temió desmayarse de dolor. El viaje en tren le pareció, en comparación, tranquilísimo.

Llegó una mañana de lluvia helada, se incrustó en la cabeza el gorro para protegerse del aguacero y esperó una media hora a que llegase el autobús para Viterbo. Sentado en el banco de madera de la estación sintió que el frío le llegaba hasta los huesos. En el vehículo casi vacío subió junto con él una mujer anciana vestida de negro, el rostro demacrado y sin expresión, los ojos hundidos escondidos detrás de una telaraña de arrugas. Puesto en el brazo llevaba un gran pañuelo recogido en las cuatro puntas, del que salían las hojas de una coliflor y el olor fuerte del queso. Se sentó enfrente con los ojos bajos, absorta quién sabe en qué pensamientos. Rudi se encontró pensando en ella y a quién iba dirigido aquel grueso fardo: ¿a un hijo que vivía en otra ciudad? … no… no habría tenido un aire tan triste… quizás a alguien a quien era necesario pedir un favor… quizás a quien podía hacer volver a casa a aquel hijo lejos desde hacía años… o quizás a un doctor de ciudad al que no se podía pagar los honorarios con dinero…

Desde la ventanilla veía el campo que costeaba la carretera. Las tierras oscuras impregnadas de agua y los árboles desnudos recordaban que estaban en pleno otoño. En el pueblo era el momento de la recogida de las aceitunas y aquella lluvia pararía el trabajo durante días. Por primera vez después de casi tres años se dio cuenta de que no pensaba en su vida, en su dolor, en su miedo. Se sintió proyectado fuera de sí mismo y  al percatarse de esto comprendió que era feliz por el solo hecho de haber olvidado su cuerpo empapado y aterido, los gemidos de los compañeros y el olor a éter que cubría el de la muerte. Miró hacia el bosque oscuro que desfilaba delante de sus ojos, reconoció el olor húmedo de la madera mojada y se apoderó de aquella parte de si mismo antes sumergida por el ímpetu de la juventud, luego del dolor, y que ahora sentía descubrir por primera vez.

Con una carta había avisado a Giovanni de su llegada. Cuando descendió en Viterbo vio que le estaba esperando. No lo reconoció, cubierto como estaba por un gran abrigo negro y con un sombrero ancho para resguardarse de la lluvia. Luego cruzaron  sus miradas y le sonrió. Fue entonces cuando él lo vio. Ni siquiera Giovanni lo había reconocido. Se había acercado después de darse cuenta de que era el único militar que descendía y se había encontrado delante de un hombre joven, delgado y pálido, que miraba a su alrededor casi temeroso, cansado y torpe de movimientos, cuya mirada había perdido la brillantez de la juventud. Sólo después de haberlo mirado fijamente más atentamente había visto la sonrisa dolorosa iluminar los rasgos del muchacho que había partido vivaz años antes. Se acercaron y finalmente se abrazaron, el cuerpo robusto de Giovanni, apenas engordado en aquellos años, y el demacrado de Rudi.

–¡Ya era hora, has llegado! ―exclamó alegre escondiendo sus impresiones.

–Sí, finalmente en casa.

–Te están esperando todos, non ven la hora de volverte a ver. Hace días que te esperamos…

–También a mí las últimas horas no me pasaban…

–Tienes un aire cansado…

–Sí, estoy cansado. El viaje ha sido interminable.

–Tengo la carreta ahí fuera. Ten, ponte la capota, hoy hace frío. Giulia te manda algo para llevarte a la boca. Pensó que no habrías comido en todo el viaje.

Giulia.

Rudi sonrió al pensar en Giulia, tan responsable y segura, en su sentido práctico que emergía en cada ocasión. Era verdad, no había comido desde hacía horas y hasta ese momento no le había hecho ni caso, habituado como estaba a las privaciones de la trinchera. El perfume que salía del contenedor despertó de repente su apetito y, sentado sobre la carreta al lado del cuñado, lo primero que hizo fue abrir el recipiente de metal y saciarse.

El viaje duraría unas dos horas. En el camino de tierra batida las piedras hacían saltar el vehículo y Rudi no conseguía esconder alguna mueca de dolor.

–¿Cómo estás? ―le preguntaba Giovanni, pesaroso por su aspecto de sufrimiento.

–No te preocupes, perfecto, en cuanto lleguemos a casa pasará todo.

Los dos caballos, mojados por la lluvia y por el sudor, trotaban sin necesidad de ser guiados. Conocían el camino por haberlo hecho muchas veces cuando se desplazaban a las ferias y la vuelta era siempre más alegre que la ida, sobre todo en los períodos en los que la inclemencia del tiempo hacía desear el calor del establo.

Giovanni habría querido averiguar muchas cosas pero viéndole cansado se limitó a preguntar lo indispensable. El mismo Rudi, en cuanto estuvo seguro de cómo se encontraba la familia, prefirió el silencio.

Llegaron a la hora de comer.

El primero que vio la carreta que entraba en el camino fue Antonino. Desde hacía unas horas iba de aquí para allá, entre la puerta y la ventana de la cocina, en unas eternas idas y venidas que ponían nerviosos a todos. Había insistido para que el padre lo llevase con él pero Giovanni ni había querido saber nada de eso y él no había hecho otra cosa que engañar al tiempo esperando, de alguna forma, al tiempo su vuelta.

Las mujeres, desde la mañana, se habían puesto en acción para preparar lo mejor de sus manjares. Giulia escondía ansia y agitación en un silencio ocupado que le hacía comprobar sin ningún motivo las cacerolas en el fuego y volver continuamente la mirada a la ventana, sabiendo que la hora en que llegarían todavía estaba lejos.

–¡Ahí están, ahí están! ―la voz de Antonino resonó alegre y todos corrieron hacia la puerta de entrada.

Los niños, en un abrir y cerrar de ojos, salieron al exterior y saltaron alrededor de la carreta antes incluso de que se parase totalmente. Ada y María salieron al porche y Giulia se quedó inmóvil en el umbral de la puerta, casi como queriendo asegurarse de que fuese él realmente, antes de correr  a su encuentro.

–Despacio, despacio ―Giovanni intentaba calmarlos y salvar a Rudi de sus efusiones.

–Tened cuidado, el tío está herido, tened cuidado…

Rudi se había inclinado y no se substraía a sus abrazos, aunque intentando defender el hombro dolorido.

–Antonino, eres ya un hombre… Clara… ven aquí, dame un beso… y vosotros dos, os habéis convertido en unos jovencitos.

Cuando el entusiasmo se calmó consiguió, por fin, saludar a Ada y María.

Giulia se había acercado y lo miraba fijamente sin decir una palabra. Bastó poco para intuir como la felicidad del hermano estaba ofuscada por un velo de inquietud, enraizada en él hasta el punto de disipar su habitual despreocupación. Rudi estaba muy delgado y su aspecto era el de un hombre joven que sufría, en el que resurgía una alegría sincera pero provisional, como si hubiese dejado en un lugar lejano las raíces de la frivolidad.

–¡Giulia! ―en cuanto se liberó de los brazos que lo rodeaban se acercó a ella y se estrecharon con fuerza sin hablar.

Los días que transcurrió en casa pasaron rápidamente, rodeado por las atenciones de los adultos y por el afecto de los niños. A pesar del baño caliente, la cena abundante y el perfume olvidado de las sábanas frescas recién lavadas, la primera noche no consiguió liberarse del cansancio mortal que lo oprimía. Con los ojos cerrados, inmerso en el silencio de la oscuridad de la habitación, intentaba gozar de aquella paz pero enseguida el vacío se llenaba con los ruidos y los gritos, los gemidos y el fango, hasta que el rostro putrefacto de un compañero caído lo sobresaltaba con la sensación de caerse en un pozo. Bañado de sudor abría los ojos de par en par y se encontraba atenazado a las mantas intentando parar aquel descenso destructivo, con el hombro dolorido por el esfuerzo de aferrarse a un punto de apoyo. Jadeaba fatigosamente e intentaba calmar los latidos del corazón esperando no haber gritado y no haber despertado a alguien.

 

Al alba escuchó los primeros ruidos suaves de la casa. La luz que se filtraba desde las ventanas lo ayudó a expulsar las visiones de la noche y finalmente consiguió dormirse. Se volvió a despertar cuando los muchachos mayores ya habían vuelto de la escuela y todos lo estaban esperando para comer.

Día tras día reponía las fuerzas y recobraba su color natural. Giulia lo observaba con atención cuando él no la miraba, anhelante por tirar abajo aquel muro involuntario que la separaba dolorosamente de él, en busca de una grieta que pudiese hacerla penetrar en su alma turbada e inquieta. Rudi sentía aquella mirada introducirse en sus silencios e imaginaba con dolor su preocupación. Fingía no darse cuenta de nada hasta que conseguía sacársela de encima y participar en la vida cotidiana, dejando en ella la esperanza de que antes o después todo pasaría y que sólo era necesario esperar.

El físico joven le ayudó a reponerse enseguida y de su rostro parecieron desaparecer los signos del sufrimiento más profundo. Después de tres semanas comunicó que se iría anticipadamente para quedarse algunos días en casa de un amigo antes de volver al batallón.

Capítulo VIII Rudi y Fosco en Milano

Fosco lo esperaba en la estación central. Apoyado en el estribo del tren Rudi vio la figura desgarbada de él que sobrepasaba la multitud y repasaba con los ojos las ventanillas de los vagones.

–¡Fosco! ―gritó mientras agitaba la mano.

El amigo se giró y sonriendo levantó el bastón en señal de saludo.

Su forma de caminar era todavía deficiente.

–Viejo pirata, pensaba que ya no venías. Estoy contento de verte aquí. ¿Cómo estás? ¿En casa están todos bien?

–Sí, gracias… ¿y tú? ¿Cuándo tirarás este trozo de palo? ¿O se ha convertido en un signo de distinción…? me apuesto los que sea a que así eres más interesante.

–¡Justo,tengo a mis pies todas las bellezas de Milano, sobre todo las casadas!

–¿No hay nada para mí?

–Tranquilo, te dejo alguna.

Se fueron hacia la salida dándose golpecitos sobre la espalda y riendo como quien desde hace tiempo espera verse, mientras la fría noche de primeros de diciembre se iluminada lentamente con las farolas de las calles.

Fosco vivía solo. La casa, en el corazón de la ciudad vieja, era un pequeño apartamento de tres habitaciones, tapizado de libros y revistas esparcidas por todas partes, en un desorden no querido pero que estaba de acuerdo con su propietario. A pesar de las protestas insistentes para dejarle el dormitorio, a él le bastaría con el sofá del estudio en el que dormía  a menudo hasta la mañana.

–¿Cuanto te puedes quedar? ―le dijo.

–Pocos días, dentro de una semana me debo presentar en el cuartel

–Yo no vuelvo más… ―dijo en tono serio ―la pierna me duele todavía… no creo que vuelva a ser como antes… ¡malditos boches! ―la afirmación, ahora ya habitual, tenía el  poder de alejar los pensamientos más tristes y devolverle la sonrisa.

–Es tarde, vamos a cenar. Hay un sitio justo aquí abajo. Con la cocina soy un desastre.

La zona de la cocina era, realmente, pura desolación y Rudi, que no despreciaba una buena comida, apoyó la idea con decisión.

La trattoria estaba cerca de casa, al dar la vuelta a la esquina. Un pequeño local en el que se respiraba un placentero aire familiar. Se sentaron en una mesa al lado de la pared. Rudi observó los cuadros colgados de los muros: dibujos, caricaturas, autógrafos, tan numerosos que casi la cubrían totalmente.

–Los dejan los pintores para cancelar sus deudas ―explicó Fosco. ―Totò, el propietario, no se lamenta, dice que antes o después alguno se convertirá en famoso y con su cuadro pagará también por los otros.

–¡Es fantástico Totò!

–Es simpático pero no te creas, como buen napolitano sabe lo que se hace. ¿Te gusta el estofado? No lo preparan nada mal.

Totò había subido los dos escalones que separaban la cocina de la sala y había aparecido en el umbral de la puerta.

–Buenos días, licenciado5 ―dijo volviéndose hacia Fosco.

El tono amigable se adaptaba perfectamente a su figura corpulenta. La cabeza redonda y casi sin cuello estaba derecha y atenta, encuadrada por cabellos un poco largos, negros y rizados. Los ojos, grandes y además oscuros, con un vistazo habían atravesado toda la sala y se habían parado en ellos. Era verdad, el aspecto astuto que revelaba el sentido práctico el comerciante, suscitaba simpatía porque no estaba escondido sino que se revelaba abiertamente.

Fosco respondió en tono también familiar.

–Buenos días, Totò, hoy hay un amigo conmigo. Lo habitual, para dos, y vino tinto, ¡del bueno, eh!

–¡Cómo no! ―respondió el tabernero riendo y volvió a bajar.

Se había sentado manteniendo la pierna rígida apoyada en el bastón puesto de través. Durante toda la cena, en la que comió poco pero en compensación bebió bastante, habló del trabajo con el que se había reincorporado a la redacción y con la esperanza de poder volver a trabajar de enviado especial. Dijo que estaba intentando escribir los recuerdos de lo que había visto y vivido y que, junto con los artículos expedidos al periódico durante la permanencia en el frente, querría recopilar en un libro.

Los cuatro días que Rudi estuvo en Milano los ocuparon visitando la ciudad. El amigo le mostraba los rincones escondidos a la mayoría, ligados a recuerdos personales, a eventos trágicos o curiosos. Era un buen conversador, agudo y vivaz, al que se escuchaba con atención y curiosidad. Rudi se sentía en plena sintonía con su visión aparentemente despreocupada del mundo. Había comprendido como bastaba mirar más allá de aquella fachada para detectar el deseo de conocer y analizar los acontecimientos, una capacidad de trabajar hasta la extenuación sometiendo a esta necesidad cualquier exigencia personal.

Hablaron de los últimos acontecimientos de la guerra, de los horrores que habían conocido y Fosco reafirmó con pasión las razones que lo habían llevado a defender la no intervención en una empresa que costaba tantos sacrificios.

Se despidieron en la estación. Fosco parecía más sereno como si en aquellos cuatro días hubiese podido aligerar la mente de visiones y palabras demasiado tiempo contenidas. Rudi, por su parte, ocultaba la clara conciencia de haber descubierto un territorio ignorado y de haber conocido al guía justo para introducirse en él.

Capítulo IX 1918

De vuelta a su batallón Rudi fue empleado en la retaguardia, ya no en el frente. Desde allí la guerra le pareció menos horrible.

Después de aquel terrible 24 de octubre de 1917 cuando los austro-húngaros atravesaron las líneas italianas e invadido Friuli, tuvieron lugar distintos acontecimientos. El 9 de noviembre Cardona había dejado el puesto al general Armando Díaz. Lo que más hacía temer por la suerte de la guerra era la situación de Rusia, donde el 8 de noviembre los bolcheviques había tomado el poder y ahora se preparaban a firmar el armisticio para controlar mejor sus luchas internas. Un problema enorme para la Triple Alianza con la paz de Brest-Litovsk, el 3 de marzo de 1918, que veía retirarse de sus fuerzas al ejército ruso.

Se temía lo peor. Fueron llamados a las armas los chicos del 99. Quien había nacido en diciembre de aquel año no había cumplido todavía los 18 años.

El nuevo mando italiano intentaba reorganizarse con rapidez. En el frente las tropas resistían valerosamente soportando el inmenso embate de los enemigos.

La última y decisiva ofensiva comenzó en el monte Grappa el 24 de octubre del 18 y el 3 de noviembre el ejército italiano, victorioso, estaba en Trento. A las seis de la tarde en Villa Giusti fue firmado el armisticio.

El 4 de noviembre Italia conoció la noticia por los periódicos:

La bandera tricolor en Trento y Trieste

Cuartel General, 3 de noviembre (19 horas)

Nuestras tropas han ocupado Trento y han desembarcado en Trieste. La bandera tricolor italiana ondea sobre el Castello del Buon Consiglio y sobre la Torre di San Giusto. Patrullas avanzadas de caballería han entrado en Udine.

Firmado A. Díaz

Aquel lunes, todos los italianos leyeron o hicieron que les leyesen una y otra vez el boletín de guerra número 1278, mandado por el Cuartel General:

La guerra contra Austria-Hungría que, bajo la guía de S.M. el Rey-Duce Supremo, el ejército italiano, inferior en número y por medios, comenzó el 24 de mayo de 1915 y con fe inquebrantable y valor tenaz condujo de manera interrumpida y durísima durante 41 meses, ha sido vencida.

La gigantesca batalla comenzada el 24 del último mes de octubre y en la cual tomaban parte 51 divisiones italianas, tres británicas, dos francesas, una checoslovaca, y un regimiento americano contra 73 divisiones austro-húngaras ha terminado.

El meteórico y esperado avance del 29 cuerpo de la Armada sobre Trento, bloqueando los caminos de la retirada a los ejércitos enemigos del Trentino a occidente por las tropas de la séptima armada y a oriente por las de la primera, sexta y cuarta, ha determinado ayer la debacle total del frente adversario.

Desde el Brenta al Torre el empuje irresistible de la 12º, de la 8ª y de la 10ª armada y de las divisiones de caballería empujan cada vez más atrás al enemigo que huye.

En la llanura S.A.R el Duca de Aosta, avanza rápidamente a la cabeza de su invicta tercera armada, anhelante por volver sobre las posiciones que ella, ya victoriosamente, había conquistado y nunca había perdido.

El ejército austro-húngaro esta vencido: ha sufrido pérdidas gravísimas en la tozuda resistencia de los primeros días de lucha y en la persecución; ha perdido cantidades ingentes de material de todo tipo y casi enteramente sus almacenes y los depósitos; ha dejado hasta ahora en nuestras manos más o menos 300 mil prisioneros y el entero Estado Mayor y no menos de 5 mil cañones.

Los restos de lo que fue uno de los más potentes ejércitos del mundo remontan en desorden y sin esperanza los valles que habían descendido con orgullosa seguridad.

Firmado A. Díaz

Acababa una larga pesadilla.

Giovanni había vuelto precipitadamente del pueblo después de haber comprado el periódico y ahora, rodeado por las mujeres y sentado a la mesa de la cocina, con la voz que de vez en cuando se le rompía, leía en voz alta las noticias de las últimas horas.

María estrujaba el delantal con un gesto nervioso y susurraba, Demos gracias a Dios, ¡finalmente todo ha acabado! , Ada  mantenía las manos sobre el pecho, casi como para contener su corazón que latía tan rápido que le impedía hablar.

Giulia, en pie detrás de Giovanni, con los ojos ávidos recorría en silencio las líneas que él leía en voz alta, deseosa de llegar al final de la página.

–Rudi vuelve a casa, todos vuelven a casa ―repetía casi para sí misma. La última carta era de dos meses atrás y la había tranquilizado sobre su estado de salud. Podría por fin abrazarlo y volver a la vida cotidiana.

Giovanni acabó de leer con los ojos húmedos.

–Voy al pueblo. Están organizando un desfile para celebrar la victoria. Llevo a los niños conmigo.

–Sólo a Antonino y Clara, no a los pequeños ―dijo alarmada Giulia.

–Es un día memorable, lo recordaremos siempre. ¿Por qué no dejarlos ir? Estará todo el pueblo…

–Justo ―rebatió ―podrían perderse.

–Yo voy encantada ―dijo Ada, a quien el nudo en la garganta, al desaparecer, dejó el puesto a una agitación que la había temblar y que sabía que sólo descargaría moviéndose.

–¿Y vosotras? ―dijo Giovanni volviéndose hacia las otras.

–Yo prefiero quedarme en casa ―respondió Giulia.

–También yo ―se unió María.

Justo el tiempo de prepararse y subieron a la carreta. Los niños sentían en el aire la emoción de los adultos y enarbolaban banderines de papel que los gemelos habían coloreado, se apisonaron en el asiento sentándose unos sobre otros. Se dirigieron festivos al pueblo, donde todos habían bajado a la calle y donde la banda entonaba tanto la Marcha Real como Fratelli d’Italia.

 

Llegaron justo a tiempo para ver la llegada del desfile. Clara y Antonino bajaron de la calesa y escaparon bajo el palco improvisado en el que las autoridades, por turnos, celebraban la hazaña de las tropas italianas. La banda musical insertaba himnos patrióticos entre una y otra intervención. Todos aplaudían al sonido altisonante de las palabras Patria e Italia.

Ser libres de corretear en medio de la multitud emocionaba a los más pequeños que corrían y gritaban entre la tolerancia general. Los ancianos veterano enarbolaban las banderas y las mujeres se abrazaban felices. Agnese y Lucia hubieran querido seguir a sus hermanos, pero las manos de Ada los mantenían firmemente sujetos y a menudo su figura oronda se tambaleaba cuando uno tiraba de una parte y el otro de la otra. Hasta que, con un tirón volvía todo a su orden. Giovanni se había alejado y discutía animadamente en el centro de la plaza con un grupo de hombres.

Cuando el desfile terminó en una multitud vociferante, Ada se acercó a él y le pidió volver a casa. Se sentía cansada y el aire fresco y húmedo de noviembre la había convencido para volver a pesar de que las celebraciones continuaban, preocupada porque los más pequeños pudieran enfermar. Volvieron a casa entre las protestas y el descontento de los más jóvenes para los cuales la jornada debería haber sido infinita.

Ada sentía un fuerte dolor de cabeza y dijo que se iría a la cama mientras que cada uno de ellos tenía, a su manera, una montaña de cosas que contar.

A la mañana siguiente no se levantó, el dolor de cabeza había empeorado y también tenía un poco de fiebre. Prohibieron a los muchachos que entrasen en su habitación, pidiéndoles que no hiciesen mucho ruido. Estaban acostumbrados a escuchar, No hagáis ruido, la tía Ada está enferma, y ese día escogían ocupaciones menos animadas.

En los días sucesivos las condiciones de la enferma empeoraron. La fiebre había aumentado y se quejaba de dolores en las articulaciones. Los escalofríos la estremecían y ninguna manta conseguía que entrase en calor.

Hicieron venir al médico. Después de haberla visto el doctor Marinucci bajó a la cocina con aire preocupado.

–Giovanni, lo siento, temo que sea la gripe española ―dijo desconsolado ―Pensaba que la epidemia ya había pasado, que lo peor había acabado, pero todavía hay algunos enfermos en el pueblo y creo que Ada sea uno de estos.

La noticia, temida por todos, los dejó sin palabras.

–¿La gripe española? ¿Está seguro, doctor?

–Me temo que sí. He visto muchos casos similares.

–¿Qué podemos hacer? ―preguntó Giovanni suspirando.

–Dadle quinina por la mañana y por la noche. Esperemos que no sea tan virulenta como al principio.

–¿Y los niños? ―preguntó Giulia.

–Es inútil llevarlos a otro sitio. La posibilidad del contagio está por todas partes. Intentad mantenerlos alejados de la tía y ventilad a menudo las habitaciones. No se puede hacer más. Mañana vendré a verla de nuevo.

Acompañado por Giovanni el doctor se dirigió hacia la salida dejando a las mujeres con su silencio.

–Lo sabes mejor que yo ―le dijo cuando estuvieron en el umbral ―no se puede esperar mucho. En estos últimos tiempos he visto morir en pocos días a gente muy joven que rebosaba salud. Esta es la última tragedia de la guerra. Quizás ha sido justo esta la guerra que hemos combatido en casa. Valor. Nos vemos mañana.

Se despidieron con un apretón de manos. A Giovanni se le había encogido el corazón por la preocupación. Marinucci lo había visto nacer a él y a sus hijos, era un viejo médico que había desarrollado su trabajo con dignidad, sufriendo con los medios limitados que la medicina ponía a su disposición. En aquellas pocas palabras habían aflorado el cansancio y la desesperación de quien no consigue ya soportar la carga de tanto dolor que, sumado al lastre de los años, estaban convirtiéndose en un fardo tan pesado que le obligaría a jubilarse.

La epidemia había sido terrible y había golpeado por igual niños, jóvenes y ancianos. Habían muerto en el pueblo tanto que no había cajas para enterrarlos y los cadáveres eran llevados al cementerio en un carro y depositados bajo tierra. Se había abatido como algo horrible y oscuro sobre la población ya duramente castigada por los años de guerra. Familias enteras habían sido diezmadas. Sólo algunas semanas antes habían muerto, en el arco de pocos días, dos hermanas muy jóvenes y el dolor de la madre, entre otros muchos, había conmocionado a todos los ciudadanos.

La mente de Giovanni fue atravesada por estos pensamientos y su peso pareció recaer de repente sobre sus hombros. Luchó consigo mismo para intentar alejarlos y recuperar un poco de esperanza que le permitiese volver a entrar en casa y difundir un poco de ésta entre los otros.

5Nota del traductor: En italiano el título Dottore es parecido a Licenciado.