Descubre la vacuna emocional

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El traje nuevo del emperador o el poder del grupo

La pandemia sobrevenida ha sumergido a toda la humanidad en una realidad caótica por lo incontrolable de ella, dejando en evidencia nuestro lado más emocional y nuestro miedo más básico: el miedo a la muerte. La sensación de peligro inminente y la incertidumbre generada conllevan con mucha frecuencia una actitud ansiosa, vigilante o compulsiva, que se transforma fácilmente en un pánico creciente e incontrolable. Bajo estas circunstancias, como individuos, caemos presos de nuestro razonamiento emocional (una de las principales trampas de la mente humana: «las cosas son como las siento», no hay más análisis) y, como grupo, perdemos nuestra racionalidad y autoconciencia individual para sucumbir y dejarnos arrastrar por la irracionalidad del comportamiento colectivo.

Una persona bajo la influencia de un grupo puede tener un comportamiento totalmente diferente al que tendría si no estuviese en contacto con dicho grupo. Muchas personas reflexivas, y no especialmente ansiosas, han acaparado víveres y productos de todo tipo simplemente porque otros lo hacían, han comprado productos que no solían comprar simplemente al ver que otros lo hacían, han decidido arriesgarse a cambiar de residencia solo porque otros lo estaban haciendo, han empezado a preocuparse y a sentir ansiedad solo porque veían a otros nerviosos y descontrolados. Incluso siendo capaces de reconocer que probablemente este comportamiento no tenía sentido, han seguido el comportamiento del grupo.

Por absurdo que parezca, el pensamiento individual se ve secuestrado con bastante frecuencia por el pensamiento o el comportamiento del grupo, tal y como ocurría en el famoso cuento El traje nuevo del emperador, de Hans Christian Andersen. Las conductas de acaparamiento masivo de alimentos, de medicinas y mascarillas, el uso de servicios médicos inapropiados o la salida masiva de las ciudades, por nombrar algunos comportamientos sociales propios de esta pandemia, muestran nuestra vulnerabilidad al conformismo social y el pensamiento poco racional que caracteriza al ser humano. Si bien es verdad que un individuo puede pensar, el grupo no piensa, y es importante saber que la presión de grupo puede atrapar nuestra voluntad individual. Voluntad que todavía será más vulnerable al secuestro del grupo si el miedo que se siente es muy intenso.

Esta forma de actuación sigue un patrón de conducta universal y nada novedoso para las ciencias del comportamiento como la psicología social o la sociología. Aunque nos sorprenda, es el diseño de nuestra especie. Como seres sociales, estamos programados para poder ceder a la presión de una mayoría. Cuando la situación resulta confusa, compleja, novedosa o sin guías claras de actuación, aparece en la persona una tendencia excesiva a aceptar el comportamiento del grupo debido a que su criterio personal no es considerado competente, bien porque no está seguro de lo apropiado de su opinión o bien porque no pueda pensar debido al shock que experimenta. Se trata de una cuestión de economía, es decir, de minimización de riesgos en la toma de decisiones en situaciones de poca claridad o excesivo peligro, que por supuesto ha resultado muy adaptativa para nuestra especie a lo largo de su evolución.

No hay duda acerca de que la crisis de la COVID-19 es una situación de poca claridad y de gran peligro, tanto por lo poco que aún se sabe del virus como por la volatilidad de la información sobre las medidas preventivas y los tratamientos médicos o por la peligrosidad que realmente está mostrando el virus. Sin embargo, aun cuando la cesión de nuestro criterio a favor del grupo haya tenido y aún pueda tener un valor adaptativo, en el momento actual ceder a la presión de grupo puede considerarse más una tendencia de riesgo que una actitud ventajosa.

El caso de Antonio
Crisis de pareja ante el confinamiento

Antonio, de 65 años, está recién jubilado y vive en la ciudad de Madrid. Al día siguiente de la declaración del estado de alarma viajó hasta su apartamento en la costa. Convenció a su mujer de que debían hacerlo después de estar viendo por televisión las colas en las principales vías de salida de la capital. Antonio se puso en contacto con nosotras en los primeros días de la nueva fase, pues estaba teniendo muchos conflictos con su mujer, sentía ansiedad y no era capaz de pensar con claridad. Su relato fue el siguiente:

La verdad es que no sé qué me ocurrió, yo estaba un poco preocupado por el coronavirus, aunque no excesivamente. Aquel viernes me pasé la mañana y la tarde viendo las noticias en distintas cadenas, veía la cantidad de gente que quería salir de Madrid y reconozco que me asusté. A primera hora de la tarde fui con mi mujer al supermercado y me impactó ver los carros de la gente a rebosar y las estanterías vacías. Era un caos. Me puse muy nervioso y empecé a pensar en que debíamos irnos de Madrid. Tuve una discusión con mi mujer; me dijo que me estaba volviendo loco. Me dio igual, seguí insistiendo y logré convencerla. Pensaba que serían dos o tres semanas y que estaríamos mejor aquí, pero realmente no reflexioné sobre si realmente nos convenía. Claramente me equivoqué. Ella está enfadada continuamente. Desde que me jubilé hace cinco meses la relación no es buena, pero ahora es inaguantable. No me encuentro bien, estoy nervioso continuamente y no puedo dormir. Mis hijos también me dicen que me equivoqué. No lo pensé. Me dejé llevar por lo que hacían los demás.

El caso de Antonio es el caso de muchas personas que estuvieron atrapadas en lugares donde la situación de confinamiento resultó aún más difícil de manejar. Salieron corriendo de las grandes ciudades pensando que huir rápidamente sería la mejor opción para evitar el contagio. Pero no pensaron reflexivamente en las ventajas e inconvenientes de sus decisiones. Más bien se dejaron llevar por la influencia del comportamiento de un grupo que parecía mayoritario, pero no lo era.

Antonio entendió y aceptó que no podía revertir la decisión que tomó, y que era inútil seguir dando vueltas al pasado. Pensar en el pasado solo le llevaba a empeorar su ansiedad y los problemas con su esposa. La mejor opción en aquellos momentos era prestar atención al presente y explorar qué podía hacer para mejorar la relación con su mujer en los días que les quedaban de confinamiento. Además, no tenía sentido seguir culpándose por haber tomado la decisión de irse de su ciudad, pues él no sabía que las personas somos muy vulnerables a la influencia del grupo. Si en vez de dedicar tanto tiempo a lamentarse por la decisión tomada, hubiera empezado a dedicar ese tiempo y esfuerzo a intentar mejorar, habría sido difícil no conseguir algún resultado positivo, y, de hecho, lo consiguió.

Antonio entiende ahora que para el futuro debe imponerse un análisis más sereno y racional de los pros y los contras de cualquier decisión que vaya a tomar, sobre todo cuando hay muchas personas que están apostando por una opción. Es importante tener en consideración lo que hagan los demás, pues es una fuente de información, pero siendo crítico y metódico en el análisis de la conducta de los demás.

El protagonista de este caso se ha quejado repetidamente de la irresponsabilidad de los medios de comunicación y de las autoridades públicas por no impedir la llegada de ciertas noticias e imágenes que puedan generar pánico colectivo, y realmente podemos culpar por no controlar la información que llega a la población y podemos pedir una gestión más responsable. Todos estamos de acuerdo en esto. Sin embargo, resulta más ventajoso no depender de la gestión de otros para prevenir impactos semejantes en el futuro. Independientemente de lo que los medios de comunicación o las autoridades puedan hacer, está en nuestra mano elaborar una vacuna emocional que nos inocule sensatez contra el comportamiento caótico e irreflexivo del grupo. Eso es lo que está haciendo ahora Antonio y lo que pretende este libro.

Consejos para Antonio:

• En una situación de confusión somos más vulnerables a la influencia de los demás. Reflexiona con serenidad sobre si lo que está haciendo el grupo tiene sentido para ti. Pregúntate:

o ¿Es lógico lo que plantean o hacen?

o ¿He evaluado los pros y los contras de lo que hace el grupo?

o ¿Realmente es la mejor opción para mí?

o Las personas que me dicen que no están de acuerdo conmigo ¿podrían tener razones que debo tener en cuenta?

• Si estás muy nervioso, no te plantees ninguna reflexión. Espera a estar un poco más tranquilo para plantearte las preguntas anteriores.

• Utiliza alguna estrategia de relajación sencilla para reducir tus nervios y así pensar con más claridad.

• Ten conciencia de los límites que tiene la mente humana. Aunque seas una persona inteligente, también puedes ser influido, sin darte cuenta, por el comportamiento y las opiniones de un grupo.

• Intenta no pensar demasiado y distraerte. Cuando no nos sentimos bien, no estamos en las mejores condiciones para tener un pensamiento claro, sensato y productivo.

• Si su malestar es muy intenso, busque ayuda profesional.

Pautas para relajarse

Dedica tiempo durante el día para calmarte utilizando ejercicios de relajación. La práctica frecuente de la relajación ayuda a conciliar el sueño y a concentrarse mejor, y proporciona más vitalidad. Estas prácticas pueden incluir ejercicios de relajación muscular y de respiración, meditación, natación, estiramientos, yoga, oración, escuchar música suave, pasar tiempo en contacto con la naturaleza, así como otras actividades similares.

A continuación te indicamos unos ejercicios básicos de respiración que te podrán ayudar:

 

1. Busca un lugar tranquilo donde sentarte cómodamente o recostarte.

2. Inhala lentamente por la nariz, contando pausadamente uno, dos, tres, y expande suave y cómodamente tus pulmones.

3. Tranquila y silenciosamente, di en tu interior: «Mi cuerpo se está llenando de calma».

4. Exhala lentamente por la boca, como soplando suavemente, contando uno, dos, tres, y vacía los pulmones.

5. Suave y silenciosamente, di en tu interior: «Mi cuerpo se está liberando de tensión».

6. Repite el ejercicio hasta cinco veces.

7. Practica diariamente cuantas veces sea necesario.


MIEDO, INCERTIDUMBRE E IMPOTENCIA

La incertidumbre es tremendamente molesta para el ser humano, y lo es hasta tal punto que a veces se prefiere tener la certeza de que algo negativo está sucediendo antes que no saber qué pasará, aunque al final el resultado sea positivo. El popular refrán «más vale malo conocido que bueno por conocer» ilustra bien este hecho. Tanto es el malestar que nos genera no saber qué ocurrirá que nuestra sociedad está acostumbrada a pagar un alto precio por no tener incertidumbre, y existe todo un entorno de negocio, el de la seguridad, motivado por el malestar causado por la incertidumbre. ¿Quién no tiene varios seguros (vida, accidentes, vivienda, viajes, coche, salud, escolar, etc.) que nos permiten gestionar la incertidumbre? «Puede pasar algo malo, pero estoy protegido», es lo que solemos pensar. Realmente, esta intolerancia tan acusada a la incertidumbre que caracteriza a los de nuestra especie ha resultado un filón económico para algunos negocios.

Quizás en unos años, décadas, o quién sabe en cuánto tiempo, vuelva a aparecer una nueva catástrofe humana que nos muestre nuevamente nuestra fragilidad ante el mundo. Es la historia de la humanidad: pestes, pandemias, catástrofes…

O que en nuestra vida particular tengamos que enfrentarnos a algún suceso dramático impredecible.

En el contexto de la COVID-19, la incertidumbre se ha colado en nuestros hogares, y no sabemos cuándo va a desaparecer, o si vendrá otra pandemia u otra adversidad, o si ha venido para quedarse.

Nuestro vida segura y acomodada se ha ido, quizá para no volver, al menos en la forma que conocíamos. Después del impacto inicial producido por la aparición de la COVID-19 seguimos percibiendo malestar y las sensaciones negativas: el miedo, la incertidumbre, la frustración y la impotencia.

Las dudas, no solo siguen existiendo, sino que han aumentado: «No me han hecho el test, ¿cuál es realmente mi estado?», «¿lo tengo o no lo tengo?, ¿qué me está pasando?, ¿será COVID-19?, ¿debo ir al médico?», «¿cada cuánto me tengo que hacer el test?», «si tengo la COVID-19 y me proponen el ingreso hospitalario, ¿será bueno?, ¿y si no vuelvo a ver a mi familia?», «si paso en casa la enfermedad, ¿me curaré o puedo empeorar?», «¿cómo puedo estar seguro de no contagiarme?», «¿qué sucede con mi familiar en el hospital?, ¿y si nos infectamos todos?»,, «¿hasta cuándo vamos a estar así?», «¿cuándo habrá tratamiento o una vacuna?», etc. Estas son algunas de las preguntas que están en la mente de todos, en algunos casos de forma continua y machacona, sin poder pensar en otra cosa. En cualquier caso, todas estas preguntas se pueden resumir en una: ¿qué va a pasar?

El miedo se ha instalado en nosotros, lo percibimos a todas horas y en todos los sitios, y es difícil acostumbrarse a él. Las preguntas anteriores no tienen una respuesta certera. El miedo crónico daña profundamente al ser humano, pues pierde su valor protector y le arrebata el sentido común y la motivación para la lucha. Además, mientras haya miedo, puede generarse pánico, y si aparece, pueden generarse brotes de caos e histeria colectiva. Pero veamos qué es el miedo, esa sensación de la que tanto se habla cuando percibimos un peligro o una posible amenaza.

El miedo, un mecanismo que se activa para protegernos

Los seres humanos estamos prendados de nuestra inteligencia y de lo que hemos logrado avanzar, y nos tenemos en tan gran estima que se nos olvida nuestra auténtica naturaleza. Por más que tecnológicamente y científicamente hayamos alcanzado un desarrollo increíble, la capacidad de nuestro intelecto está muy descompensada en cuanto a nuestro diseño emocional. A nivel emocional no somos diferentes de nuestros antepasados de hace 15.000 años. Más bien somos muy parecidos.

El miedo es un mecanismo que nos ha servido para la supervivencia: tiene una labor defensiva y adaptativa, ya que si detecta «un peligro», nos activa para protegernos y salvarnos del mismo.

En cuanto el cerebro humano identifica algo que pueda tener una consecuencia negativa, lo etiqueta como peligroso y reacciona con una descarga de hormonas que ponen en marcha toda una serie de mecanismos dirigidos a protegernos de ese peligro. La percepción de ese peligro activa en nuestro cerebro unas vías (el eje hipotalámico-pituitario-adrenal) que se encargan de prepararnos para huir del peligro o para luchar contra él. Estas vías neurológicas se encargan de segregar adrenalina y cortisol (la hormona del estrés, por ejemplo); dichas hormonas son los mensajeros que van dirigiendo en nuestro cuerpo la maniobra protectora contra el peligro. Y hasta ahí llega la racionalidad de la que tanto presumimos los seres humanos. En el momento en que sentimos miedo, nuestro cerebro emocional toma las riendas y pone nuestros mecanismos mentales y biológicos al servicio de nuestra protección.

El diseño biológico del ser humano está hecho para la supervivencia. Que los seres humanos podamos pensar, razonar y alcanzar el desarrollo que hemos alcanzado es una cosa; que estemos diseñados para ese fin es otra. No estamos diseñados para el entorno tecnológico en el que estamos viviendo. De hecho, el cerebro frecuentemente se confunde, pues no está tan actualizado y es capaz de angustiarse con incontables sucesos (llegar tarde a la oficina, no tener el regalo de cumpleaños de nuestra pareja, una cena con personas que no nos gustan, un examen, un dolor de cabeza, el pinchazo para un análisis de sangre, no saber qué partido ganará las elecciones, si subirán los impuestos, el calentamiento global, etc.).

El lector puede pensar que en todos estos casos el cerebro no se equivoca a la hora de identificar que la situación pueda ser peligrosa (suspender un examen puede tener unas consecuencias muy negativas), pero sí se equivoca con la respuesta que es adecuada para gestionar la situación (sudar, estar tensos o que el corazón lata muy deprisa es necesario si nos persigue un perro ladrando, pero no durante un examen). Lo cierto es que, intentado protegernos, nuestro cerebro nos puede crear problemas importantes que algunas veces solamente somos capaces de detectar cuando ya hemos cometido el error de dejarnos llevar por nuestra respuesta emocional.

El miedo es, por tanto, un programa básico con el que todos los seres humanos nacemos y que debemos conocer y entender. Junto con otros programas emocionales (tristeza, ira, alegría o asco), el miedo ha sido tan importante para nuestra evolución y supervivencia que forma parte del «cableado básico emocional» con el que nace el cerebro de los seres humanos. Da igual la raza, la cultura o el país. De la misma forma que cualquier bebé humano está programado para aprender a hablar, estamos preparados para sentir miedo cuando nuestro cerebro percibe que una situación pueda tener consecuencias negativas para nosotros.

El estrés o la distorsión de la realidad y cómo superarlo

Este mecanismo está diseñado con una precisión admirable y es perfecto para afrontar un peligro concreto y después quedarse tranquilo y recuperarse. Sin embargo, cuando el peligro no desaparece, sino que se hace crónico, este sistema puede empezar a fallar. Los fallos que pueden darse son diferentes, pues, a pesar de nuestro parecido, cada persona tiene un cerebro con características particulares. Puede darse una ansiedad agobiante, pueden aparecer ataques de pánico sin causa aparente, puede comenzar una irritabilidad y desorganización incontrolable, o una tristeza paralizante. Todas estas reacciones se producen por la existencia de una situación de estrés crónico.

En psicología el estrés se describe como el resultado del balance entre los recursos que una persona percibe que tiene para gestionar una situación y las demandas de la situación. Si cree que puede gestionar de forma exitosa, no habrá estrés; si cree que no puede, entonces se producirá estrés, y esa persona reaccionará con miedo o ansiedad[1]. Si el estrés persiste y se hace crónico, nuestro sofisticado sistema de protección empezará a agotarse y dará señales de que estamos en una situación extrema que requiere atención. Por sorprendente que pueda parecer, esas señales que indican que nuestro sistema se está agotando son consideradas por algunos expertos como mecanismos de defensa del cerebro. Y es lógico.

Si nuestro cerebro percibe que estamos ante una situación peligrosa que no conseguimos gestionar (una situación de estrés crónico), y decide que ya no lo puede soportar más, se las arreglará para lanzarnos un aviso para que nos apartemos del peligro. Estas señales ante una situación extrema son de tal intensidad que las atenderemos de forma inevitable. Por ejemplo, si la respuesta es una tristeza intensa, el mensaje del cerebro sería: «Quédate en la cama si no puedes hacer nada». Si la señal es un ataque de pánico, el mensaje de cerebro sería: «Sal corriendo de una vez de ahí». O si la señal que envía son percepciones distorsionadas de la realidad, como las disociaciones o las alucinaciones, el mensaje del cerebro sería: «Como no podemos evitar el escenario del peligro, voy a distorsionar tu percepción para que no tengas una visión tan clara de la realidad y no te haga daño».

El caso de Miguel
Un ataque de ansiedad sin motivo

Miguel tiene diecinueve años. Es estudiante universitario y ha pasado el confinamiento en casa de sus padres. Miguel se puso en contacto con nosotras durante la cuarta semana del confinamiento, pues en los últimos días había sufrido dos ataques de ansiedad muy intensos que le habían dejado lleno de miedo a que volvieran a ocurrir. Este fue su relato:

No sé qué me ha pasado, siempre he sido nervioso, pero esto no me había pasado nunca. Creí que me daría un infarto y me iba a morir. El primer día que me ocurrió era por la tarde. No me levanté bien, me sentía extraño y la comida de ese día me sentó mal. Me tumbé un rato después de comer y al cabo de una hora empecé a encontrarme indispuesto; no podía respirar, tenía temblores en las piernas y mi corazón latía muy deprisa; después empezaron los escalofríos y una sensación de dolor y presión en el pecho. Me asusté y se lo comenté a mis padres; quería ir a urgencias, pero me dijeron que si estaba loco, que con la pandemia era una insensatez. No sé cuánto duró. Recuerdo que salí a la terraza y allí empecé a sentirme un poco mejor. Me quedé agotado. Al día siguiente seguía sin sentirme bien, no podía dejar de pensar en lo que me había ocurrido. A los dos días de que me sucediera la primera vez volvió el ataque. También fue por la tarde, y apareció de forma más repentina e intensa; me tiré al suelo y creí de verdad que me moría. Eran los mismos síntomas que la primera vez, pero con mayor intensidad. Mi padre me llevó a urgencias. Al llegar allí ya me encontraba mejor. Me dieron un ansiolítico y me dijeron que era un ataque de pánico, que no me preocupase y que mejor contactara con un psicólogo. Me dicen que no me preocupe, que no es grave, pero me resulta imposible no preocuparme. Me da mucho miedo que me vuelva a pasar. La verdad es que estoy muy preocupado por la pandemia, pero no creí que me estuviese afectando tanto. Quizá tuvo que ver con algo que ocurrió el día antes del primer ataque: tuve una reunión online con algunos profesores y yo acabé bastante angustiado. No saben aún cómo nos examinarán, pero sí nos insistieron en que no nos van a regalar nada. Acabé convencido de que iba a perder todo este curso.