Corazón y realidad

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Sari: Paper #13
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Märgi loetuks
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Paródica, conceptual, naif, […] “El Sánguche de Milanesa” está llamado a ser el monumento que los argentinos estábamos esperando […] para recuperar la posibilidad de reírnos de nosotros mismos […]. ¡Cuánta falta nos hace frente a tanta solemnidad o reclamo de inconducente teorización cuasi calvinista! Sin culpas: el arte, en Pereira, es básicamente juego, alegría y disparate21.

En definitiva, al profesor de la anécdota que cuenta Chris Kraus le falta empatía, lo que a Bruzzone le sobra. Y hay que notar que, para Bruzzone, la empatía tiene que ver con reírse, primero que nada, de uno mismo. Y aquí me permitiría una digresión: la de la empatía, palabra tan de moda, no es una cuestión meramente ética. O su dimensión ética, quizás, también irradia sobre las posibilidades de existencia de un arte genuinamente nuevo. A quien le concierna el arte la empatía debería interesarle siempre. Estoy tentado ahora de citar a Oscar Wilde, que encontrándose postrado en una habitación en París pronunció la frase famosa, frente a una pared que lo molestaba en su convalecencia: “O se va ese empapelado o me voy yo”. Y fueron, como se sabe, sus últimas palabras. La empatía, la divina empatía, tiene que ver con sentir ternura incluso en el juicio adverso: y eso es lo que permite extender el concepto de arte más allá de su dominio conocido (la “teorización calvinista”, al decir de Bruzzone), al percibir el arte en lo que es ajeno a su idea normalizada y realzar su contacto con lo infantil, lo salvaje, lo tonto. Dice Pombo en su charla con Macchi:

Durante toda mi adolescencia y juventud vivía como si fuera todo una obra de arte. Iba a una fiesta y era como si fuera una obra de arte. [...] Ahora, a partir de los 25 hubo como un click que fue la necesidad de hacer algo para decorar mi cuarto [...]. Cosas hechas con materiales pobres -baratos me refiero-, que estaban al alcance de la mano y, después, cuando empiezo a trabajar como profesor diferencial [...] deseaba hacer la obra como la haría Juanito Laguna22.

Pombo se refiere a su trabajo como maestro en una escuela para alumnos con dificultades de aprendizaje: fue ese trabajo, que lo forzaba a mirar con los ojos de un otro, el que lo llevó a descubrir sus propias obras. Pero incluso sin este detalle, y ya de antes la manera en que Pombo miraba asombrado su propio cuarto de adolescente, y antes aun las fiestas, considerándolas una obra de arte, no es distinta de la mirada de Bruzzone en Tucumán. Ni es distinta de la preocupación de Wilde con el empapelado infame que lo vio morir. Por eso Pombo puede decir que en su proceso de trabajo el pensamiento no juega ningún papel, lo cual lastima un poco a su interlocutor:

Lo único que importa es una fuerza que me conduce más allá de lo que pienso. [...] Pienso las cosas desde distintos ángulos; cosas opuestas... Pero eso no creo que sea lo que sostiene mi vida, ni mi trabajo. […] Y el arte siempre me ha parecido que ofrece esa posibilidad de algo más allá de lo que uno piensa23.

Pombo se irrita con la pretensión de que el arte pueda ser explicitado, porque explicitarlo equivaldría a anular el encanto ingenuo en el que el arte parece que ocurriera solo y en desmedro de todo aparato. No explicitar es otra forma de ser receptivo, otra declinación de la empatía. Y no es contra Macchi ni contra el arte conceptual que Pombo reacciona, sino contra esa necesidad de explicitación:

Una de las cosas que fue para mí una guía, fue siempre hacer lo más fácil. Cuando estaba buscando, comprando cosas, me sentía agotado y, con una mano en el corazón, me pregunté: ¿qué me es más fácil? ¿Crear un personaje? ¿Armar una fábrica? ¿Buscar sponsors? ¿O ser un pintor boludo que no sale de su casa y hace cuadritos para vender? […] Mi toco con la reflexión es un poco el toco con el arte moderno. De que el arte tiene que tener un para qué, un porqué, una explicitación. […] Eso en algún momento habrá sido brillante24.

Antes que “armar una fábrica” (lo que sería tener un gran taller con muchos asistentes) y “buscar sponsors” (lo que llevaría eventualmente a aumentar la producción en tamaño, frecuencia o despliegue), Pombo prefiere identificarse con el pintor boludo, humilde, que no piensa mucho. Claro que esta mirada, empática como es, tiene su reverso problemático. La empatía puede virar fácilmente a una relación abusiva, vampírica, con un otro desprotegido, victimizado, y el tema tiene muchas transiciones. Pero vuelvo ahora a un recuerdo más fresco. En 2017 el joven artista Julián Sorter escribió un poema que hace una referencia a los programas de artistas y la cuestión que llama “de los duendes”:

Ser humano es ser raro, si se mide con esa vara de normalidad. […]

Somos duendes.

Todos.

Por eso me preocupan los programas de formación.

¿No hay programas de duende?25

Sorter dice lo mismo que Bruzzone había dicho diecisiete años antes: el desarrollo institucional del arte no debe enfrentar los elementos ingenuos, primitivos o desadaptados de un artista sino emanciparlos. De lo raro hay aprender, porque alimenta. “Al final lo raro no es tan malo”, dice una canción de Babasónicos26. Y dice también: “El final del arcoiris / esconde un tesoro virginal”. Algo así es lo que un profesor podría ayudarle a descubrir a un artista joven que recurre a su consejo: un secreto, un tesoro intacto en su corazón. Y no solo los profesores: todas las instituciones artísticas podrían hacerlo, dedicarse con esmero a proteger la inocencia. En cambio, la actitud opuesta, la pretensión de normalizar al raro, al duende, y exigirle a un artista de Tucumán que se comporte y hable como un artista radicado en Nueva York, entraña violencia institucional. Porque los duendes de Sorter, los raros, ¿quiénes son? ¿Los artistas gay, que no se identifican con la imagen del artista macho? ¿Las mujeres mal representadas en la industria del arte a lo largo de los años? ¿Y todos los artistas mal representados no son artistas mujeres en definitiva, los marginados de la narrativa del éxito comercial? Todos los artistas pueden ser reprendidos por comportarse incorrectamente frente a instituciones que exigen conductas pautadas. El énfasis irreflexivo en el profesionalismo artístico se puede leer en esta clave: su misma formulación casi siempre tiene un dejo de desprecio.

Pero los lectores atentos se estarán preguntando todavía qué es un duende, o a qué se refería Julián Sorter. En realidad, se trata de una idea del escritor uruguayo Dani Umpi, que fantasiosamente dividió a la totalidad de las personas entre los duendes (las personas creativas y felices) y las hartas (que llevan una vida burocratizada y se quejan de todo). Umpi vivió en Montevideo en la misma cuadra donde funcionaba un espacio de culto en el que se reverencian de verdad a los duendes: se trata del culto mariavita, una forma de sincretismo religioso con elementos católicos, simbología celta, sacerdocio femenino, un spa alquímico entre otras novedades. Los mariavitas tienen sillas pequeñas en sus casas para que en ellas se sienten los invisibles duendes, y al momento de mudarse Umpi a Buenos Aires habían adquirido el estatuto de religión reconocida por el estado uruguayo y se encontraban muy felices. (Al ir a visitarlo en su taller mientras preparaba este libro, Umpi me mostró la sillita y me contó la historia.)

Umpi también participó del Movimiento Sexy en el año 2000, una agrupación artística efímera que integró con Martín Sastre, Julia Castagno, Paula Delgado y, más tardíamente, Federico Aguirre. Antes de formarse como grupo, los artistas del cuarteto inicial hicieron juntos una muestra titulada Invisible :) en el Centro Cultural de España en Montevideo, ese mismo año. La muestra fue polémica; su tono era descarado; su impulso hacia la cultura pop y la jerga juvenil de la incipiente internet, un poco desquiciado. Pero en ese momento un galerista neoyorquino andaba de paso por Montevideo y se le ocurrió invitar a los artistas a mostrar su trabajo en su galería en Brooklyn, Momenta Art27. Movimiento Sexy comenzó así, mezcla de escándalo y reconocimiento público, a tener extensiva cobertura periodística en los medios uruguayos y pronto también en los argentinos. En 2001 hicieron una muestra en el Centro Cultural Recoleta en la que celebraron el cumpleaños de Natalia Oreiro, una actriz oriunda de la localidad uruguaya de Tacuarembó y estrella emergente de la televisión argentina, contemporánea de los jóvenes artistas28. En ese momento se produjo el contacto entre Movimiento Sexy y los artistas de Belleza y felicidad; más que contacto, fue un flechazo: el primero de varios que iremos viendo. Pocas semanas después estaban mostrando ambos grupos en el Atrio de la Intendencia de Montevideo, un espacio oficial, en la muestra titulada La Belleza y el Poder. Movimiento Sexy mostró La Isla Bonita, un proyecto para desarrollar una isla artificial, también en homenaje a Oreiro, que básicamente era una torta decorada y que inevitablemente suscitó polémica; la obra fue destruida en condiciones que quedaron sin aclarar29. Este tipo de escandaletes, y los que generaba Belleza y felicidad por la misma época y que veremos en los capítulos siguientes, tienen que ver con el espíritu que señalaba Pombo: detrás de la fascinación camp por una de las figuras más adorables de la celebridad local también podemos reconocer la idea empática del arte que renuncia al decoro del arte y se envuelve de una sensibilidad inocente y accesible, fácil, en una palabra. Fácil es el título de un poema de Cecilia y Fernanda del que me voy a ocupar en el capítulo 3. Y fácil era lo que se hacía en Belleza y felicidad, en este sentido doctrinario del término, como las reseñas de ramona escritas en tono epistolar adolescente. Aunque era un fácil difícil, al menos para quienes no compartían esta sensibilidad y se asustaban.

 

Esta sensibilidad fácil, a lo largo de la década de 1990, había hecho nido en el Centro Cultural Rojas, y hacia el año 2000 ya se encontraba en discusión: el arte argentino ahora atravesaba un escenario abierto, con distintas escuderías que comenzaban a tener injerencia en una escena que crecía en número de asistentes y en oferta institucional. Y para ejemplo no tenemos más que leer una reseña del artista Emiliano Miliyo publicada en el número 3 de ramona:

Aunque un perro cruce la calle por la senda peatonal y con luz verde, sabemos que detrás de esa acción no se hallan las mismas causas que llevan a una persona a hacer lo propio. [Del mismo modo] sería injusto incluir esta obra de Moledo dentro de la corriente local de arte geométrico. Elegir óleo y no [...] esmalte, es hoy en día casi una declaración de principios, y el artista lo deja claro al renunciar –también– a la obsesión del enmascarado con cinta y los colores pastel. Además, se atreve a desafiar el fanatismo reinante del “acabado” […], gesto que lo acerca más a Lucio Fontana que a un pulidor de muebles. […] de meras aspiraciones decorativas. Curiosamente, el artista esconde los títulos de sus trabajos [...], tal vez por temor a los que estarían dispuestos a soltarlo entre los autos30.

La reseña empieza y concluye en el pavimento. En la primera línea, un perro y un hombre cruzan la calle con luz verde, pero con distintas motivaciones. En la última, un artista es empujado por sus pares al tránsito de alta velocidad, donde oprobiosamente muere. Miliyo comenta que el arte de Fernando Moledo se sitúa en la tradición de la geometría pero que no tiene nada que ver con esa “corriente local” que elige un “consabido” material como el esmalte y sufre “obsesión” por el enmascarado y el pastel. Si no hay suficiente pica contra el arte del Rojas en esta frase, inmediatamente se refiere en términos despectivos al artista como “pulidor de muebles”, categoría de la que Moledo se salva. Por este lado iba la crítica de la objetualidad vernácula de “aspiraciones decorativas” que floreció en la escena del Rojas.

El malquiste de Miliyo contra el Rojas, su berrinche por decirlo así, expresa un abstracto malestar de época. Es el año 2000 y el arte de los años 1990 se presenta viejo incluso por razones de calendario. Es necesario encontrar algo nuevo. ¿Y qué es lo nuevo? La respuesta es fácil: el arte contemporáneo.

Un razonamiento así puede encontrarse en PanoraMIX, una serie de muestras característica del momento, con “curaduría y organización” de Fundación Proa, según el folleto oficial (aunque los curadores fueron Adriana Rosenberg, la directora de Proa, Patricio Rizzo y Rodrigo Alonso), que tuvo lugar en el año 2000. Rosenberg publicitaba el programa en estos términos:

[Los artistas] cuestionan en la actualidad el concepto de “obra de arte” y desafían las tradicionales clasificaciones de las disciplinas artísticas, recreando obras donde lo visual, la música, la digitalización, el espacio expositivo conforman la actual obra de arte contemporánea31.



En estas líneas promocionales, algo cacofónicas, se llegan a expresar ideas muy claras: el cambio de siglo es testigo de una transformación de las manifestaciones artísticas y la labor del museo es acomodarse a ellas para conectarlas con el público. PanoraMIX no solo buscó incluir a todas las tendencias posibles en cada muestra (de un total de tres), sino también a todas las disciplinas. Como una bienal que no reconoce su nombre, se lanzaban una tras otra muestra panorámica y un conjunto de programas de apoyo: “cine/video”, “diseño”, “arquitectura” y “música”. Este último segmento del programa alojó al plenario de la escena musical indie del momento: ídolos ya desaparecidos como Capri y Boeing, Altocamet y Victoria Mil, otros vigentes como Leo García, Pablo Schanton, Rosario Bléfari y un inaugural concierto de cámara ambientado de Babasónicos, La Falopera. Un sector de la comunidad reaccionó frente a PanoraMIX con el ceño fruncido. Sin embargo, la inclusión de nombres como el de los Babasónicos hacían que el programa fuera una ocasión tentadora para los jóvenes modernos que escribían en ramona. Para el número 4 de la revista, Cecilia organizó un compilado de opiniones tan diversas y breves como las mismas obras de PanoraMIX 1 que se proponía recensar, dispuestas como las líneas de diálogo de una novela asamblearia y frenética:

–Si estos son los artistas de vanguardia, estoy de acuerdo con Sebreli, además […] no hay nada para tomar. […]

–Una miscelánea poco clara. […]

–Todo es muy correcto. […]

–Está bien que haya un recambio generacional, todavía se les dice jóvenes a los que lo eran hace diez años. […]

–La mayoría de las cosas me parecen carentes de toda emoción. […]

–Después del Rojas no pasó nada. […]

–El problema es que la gente que no sabe nada viene acá y empiezan a copiar cualquier batata: creo que estas muestras le hacen mal a la sociedad en general. […]

–Me asombra la profesionalidad, todo parece de bienal, no hay nada pegado con cinta32.

A pesar de verter por escrito estas opiniones lacerantes hacia el programa, Cecilia fue invitada junto con Fernanda a Panoramix 2 (en agosto de aquel año 2000), dedicado a Belleza y felicidad.

Desde nuestro punto de vista lo más interesante que trajeron las computadoras es el modelo de red que cuestiona la relación centro-periferia, y que propone nuevas formas de generar y diseminar la información. Una red, además puede existir perfectamente sin una computadora. En ese sentido nos gustaría pensar que Belleza y felicidad es un laboratorio de “nuevas tecnologías” en el campo de las relaciones: nuevos modos en que las personas (tanto artistas como no artistas) se conectan entre sí. […] No es solo la mezcla de disciplinas lo que está sucediendo, sino sobre todo la mezcla de sujetos, códigos y discursos que replantean el lugar del artista33.

El texto parece responder con enojo a la invitación de Fundación Proa. La seducción de las redes (“lo más interesante que trajeron las computadoras”) es la amistad y no los formatos tecnológicos de los que Panoramix 1 presumiblemente abusaba. “No es solo la mezcla de disciplinas lo que está sucediendo, sino sobre todo la mezcla de sujetos”, quiere decir que Belleza y felicidad no era un lugar donde se practicaran “nuevos lenguajes” sino un lugar en el que las relaciones entre los artistas y su medio podían darse de otra forma: el matiz es importante porque aquí comenzaba a ponerse de manifiesto una disputa sobre las capacidades, la autonomía y los vínculos entre los artistas como algo diferente del empleo de “nuevos lenguajes” en una situación institucional convencional.

En este momento de la discusión artística, las “redes” y las “prácticas” van tomando preponderancia sobre los objetos y las formas. Belleza y felicidad y Movimiento Sexy, así como muchos otros grupos, proyectos y colectivos de aquellos años, participan de este cambio de óptica. Rafael Cippolini lo escribió muy bien más adelante, recuperando el sabor de este momento:

[La del 2000] fue la década en la que proliferaron las experiencias colectivas no institucionales de artistas. […] Me refiero a proyectos horizontales como el Club del Dibujo, impulsado por Claudia del Río y Mario Gemín, y a obras conceptuales de artista como el proyecto Venus […] de Roberto Jacoby, que le valió una Beca Guggenheim. Tampoco debemos olvidarnos del Proyecto Trama, ideado por Claudia Fontes [...]. Hubo quienes un tanto exageradamente vieron en este tipo de formatos una nueva epistemología de las artes [Cippolini se refiere a Reinaldo Laddaga, citado al pie] pero lo cierto es que cada una de las propuestas enumeradas se mostraron más vigorosas e inspiradoras que la mayoría de las instituciones oficiales locales34.

Pero mientras una tendencia de la escena se afirmaba en la construcción de espacios fluctuantes que ponían en vilo el concepto de arte, a la manera de ramona, proyecto Venus y Belleza y felicidad, otra vertiente se adocenaba en la exaltación del sistema del arte ahora entendido como un espacio internacional de competencia profesional. Por eso hacía falta también un crítico que supiera bendecir a cuanto artista argentino tuviera una muestra en Estados Unidos o en Europa y que enseñara, desde un sitio importante, que el arte es algo serio y no el chistecito hecho con poco dinero que por esos días daba una parada triunfal en PanoraMIX.

Ese crítico, Fabián Lebenglik, entonces estaba al frente de la sección de arte del suplemento radar del diario Página 12. Hasta entonces la faena de la sección incluía poco más que los grandes éxitos nacionales e importados que pasaban por el Museo de Bellas Artes. Y ahí estaba Lebenglik para hacerle frente a cualquier muestra de Fontana, de Baselitz, de arte povera. El ejercicio le rendía, aunque no eran los suyos los artículos más coloridos. Recuerdo haber comprado el diario un día a mediados de 2001, con el suplemento que traía como artículo de portada una entrevista con Andrés Calamaro, realizada en su estudio, una entrevista llena de metáforas irregulares para el acto de inhalar cocaína que Calamaro, a lo que parece, desempeñó ante el cronista, si no en complicidad con él. El artículo se titulaba “Bajando línea”35. Yo ni tenía veinte años, ni había tomado cocaína (un récord que mantuve hasta los treinta y tres años y que luego sostuve imperfectamente). Recuerdo la foto de la portada: Calamaro con la boca entreabierta, las ojeras y esa mirada refrita, seca, pero al mismo tiempo enternecedora que iba a ver en mis amigos de la secundaria, al encontrármelos casualmente en algún recital, y tantas veces en las apariciones de Diego Armando Maradona en fotos o grabaciones: una mirada de perro herido, extremadamente dulce, muy habitual en el usuario de cocaína. Y en el mismo número, Lebenglik se despacha con una insufrible gacetilla sobre un repertorio de obras del Reina Sofía que se venía para Buenos Aires y que él llegó a ver en Madrid. Poquito después, también desde Europa, se zambulle en otro artículo imposiblemente elogioso sobre la bienal de Venecia36. Se deleita con Uri Katzenstein, con Gregor Schneider y hasta con “las magistrales metáforas del coreano Do-Ho Suh sobre el ‘costo político’ de las guerras”. Se fascina con el pabellón de Hungría, donde una artista emplazó una sala de gimnasia VIP al estilo de un hotel 5 estrellas. El papa caído de Maurizio Cattelan lo conmueve, así como la obra de Schneider, “una obra brillante y siniestra sobre el autoritarismo”. Parecen haber sido días inolvidables los de esa semanita en Venecia, aunque Lebenglik no le presta acentos celebratorios a su relato, “porque el corazón del arte es la tragedia”. Llama la atención este corazón bienalero. Lebenglik justamente se jactaba de ser el único crítico que analizó y promovió el arte del Rojas durante los años 199037. Y era ese un arte que iba en la dirección opuesta de las cosas gigantes, cinematográficamente bien producidas y cargadas de mensajes políticos. Pero ahora, en 2001, lo encontramos completamente transfigurado, enfiestado con el arte de gran escala y mensajes políticos directos. Y no es que Lebenglik hubiera cambiado de opinión, o no es solo eso. Mi hipótesis es otra y es central para lo que viene: Fabián Lebenglik, en 2001, conoció el arte contemporáneo como algo distinto en todas las dimensiones a lo que se hacía en Buenos Aires. No es que no conociera el lenguaje formal de la instalación, el neoconceptualismo o las peripecias del llamado arte político: todo eso ya era tema de los libros de estudio. Lo que Lebenglik no conocía, porque Buenos Aires no lo conocía, es el sistema de trabajo del arte contemporáneo: su industria, de la que las bienales con obras gigantescas no son más que la cáscara. De manera que Lebenglik, que en los noventa escribía sobre las humildes muestras del Centro Cultural Rojas desde su página solitaria de la sección Espectáculos de Página 12, a fines de esa década cambió de escritorio, cuando comenzó a escribir en el suplemento radar, y cambió también de objeto: empezó a interesarse por las retrospectivas de artistas muertos importadas de grandes museos. Y en 2001, casi como si lograra la síntesis entre ambas trayectorias, la conclusión de un silogismo cuyas premisas fueran las instituciones de gran porte y los artistas vivos, se puso a escribir sobre algo nuevo: el arte contemporáneo, la mezcla soñada del elefante institucional y la gacela de la juventud.

 

Ahora sabemos qué ocurrió en la mente de Fabián Lebenglik, pero no sabemos todavía qué debió pasar para que el mismo periplo abarcara con el tiempo a la casi totalidad de la escena argentina. La pregunta es cómo fue que la ideología del arte contemporáneo pudo ganar territorio a un ritmo asombroso, en una ciudad aparentemente tan poco preparada para recibirla, hasta convertirse en la cosmovisión dominante.