Pedagogías y emancipación

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El camino de la autonomía

La educación se ha pensado en diferentes culturas y momentos de la historia como un camino. A diferencia de la mera instrucción o adquisición de determinadas capacidades, la educación se entiende como un camino de liberación o de acceso a un estadio superior de la existencia material y espiritual. Pero podemos hablar específicamente de pedagogía emancipadora cuando entendemos que la educación es un camino de liberación no solo para unos cuantos escogidos sino para todos. Esto quiere decir que tiene que ser una vía de acceso a unos derechos igualitarios y no solo la puerta exclusiva de obtención y reproducción de privilegios. Desde esta idea, que guía el sentido de las apuestas pedagógicas emancipadoras, el propósito de acoger la existencia se convierte en una lucha cotidiana contra las desigualdades, las injusticias y las exclusiones que la oprimen y la degradan. Desde las luchas populares y obreras por la alfabetización y la cultura, el feminismo desde sus inicios, o los actuales movimientos por la ciencia abierta o por el pluralismo epistemológico, en todos los casos la educación ha estado en el centro del proceso radical de lucha por la justicia social.

A diferencia de otras luchas sociales, la educación no solo se concreta en la transformación de las condiciones materiales y objetivas de vida, sino que se tiene que encarnar en una transformación subjetiva. Por eso dice Marx que la verdadera revolución es la autoeducación del género humano. Esta transformación subjetiva se ha resumido, en la tradición moderna (de Kant a Ivan Illich, Castoriadis o el operaísmo italiano), en una palabra: autonomía. Difícilmente podríamos imaginar una sociedad materialmente justa cuyos miembros no fueran autónomos desde un punto de vista moral e intelectual. Todas las distopías políticas, ficticias o reales, se han construido precisamente a partir de esta posibilidad. Emancipación es aprender a vivir juntos, pues, a condición de poder pensar esta vida cada uno por sí mismo.

El concepto de autonomía parece transparente y unívoco. Significa, literalmente, darse la ley o la determinación a uno mismo, se trate de un individuo o de una colectividad. Por lo tanto, equivale a la idea de emancipación en el sentido de salir de la tutela o de la dirección de otra persona, instancia o legislación (humana o divina). Pero en la práctica es un concepto internamente atravesado por tensiones que no solo lo vuelven problemático sino también ambivalente y que explican algunas de las paradojas no resueltas de la pedagogía emancipadora moderna y actual.

Concretamente, hay dos tensiones que necesitamos seguir pensando porque nos atraviesan de manera irresoluble: la primera es la tensión entre libertad y obediencia. La autonomía es una práctica de la libertad y de la obediencia al mismo tiempo, ya que no es la mera espontaneidad sino la determinación del propio pensamiento y acción. Implica, pues, algún tipo de límite y de obediencia. Una pregunta clave de la educación emancipadora es entonces: ¿Cuánta obediencia es necesaria para ser libre? O dicho de otro modo: ¿Cuánta determinación y, por lo tanto, limitación hace posible el ejercicio de la libertad? ¿Qué quiere decir obedecerse a sí mismo? La segunda tensión tiene que ver con esta última pregunta: ¿El sujeto de la autonomía es el individuo? ¿La colectividad? ¿O el individuo en relación con los vínculos de la colectividad? En estas tres opciones se resumen los grandes debates y proyectos de la política moderna y, con ella, de las propuestas pedagógicas correspondientes.

Si no queremos caer en el binarismo ingenuo que simplemente opondría la pedagogía dominante a la pedagogía libre o emancipadora, hay que hacer un esfuerzo para entender cómo han funcionado estas tensiones en la evolución e implementación de los proyectos pedagógicos modernos y contemporáneos. Para ello es necesario hacer un análisis detenido de los idearios que han orientado los programas educativos de los tres últimos siglos. Nos centraremos en dos, que se recogen en los dos grandes eslóganes de la pedagogía moderna y contemporánea: «Atrévete a saber», tal como lo actualiza Kant en el siglo XVIII a partir de las palabras de Horacio (sapere aude), y «Aprender a aprender», el principio fundamental del proyecto educativo global. Es una idea que parte precisamente del pensamiento sistémico de Gregory Bateson y que actualmente se considera la competencia clave del aprendizaje, tanto en la escuela como a lo largo de la vida.

Tanto un principio como el otro, si los definimos literalmente, describen un sentido de la emancipación, en un caso centrado sobre el saber y en el otro sobre el aprendizaje: liberar el saber de los poderes que lo monopolizan y liberar el aprendizaje de aquellos que lo dirigen. Siguiendo la pista de Spivak sobre la necesidad de mantenerse en tensión y en la comprensión del doble vínculo, me pregunto: ¿Puede ser que estos dos principios no solo digan lo que parece que dicen? ¿Puede ser que contengan una orden contradictoria con el sentido de la emancipación que proponen? ¿De qué manera contribuyen a controlar la existencia más que a liberar sus caminos?

Mi hipótesis es que en ambos casos lo que ha hecho la pedagogía dominante, vinculada a los intereses económicos y de los Estados, ha sido neutralizar los efectos emancipadores de estos dos principios, a partir de una reducción de su significado y de sus implicaciones. Como veremos a continuación, en el primer caso reduciendo la noción de saber a la de conocimiento, y en el segundo reduciendo la noción de aprendizaje a la de comportamiento. Tanto en un caso como en el otro, el ejercicio de la autonomía adquiere entonces el sentido de un autodominio, ya sea en términos de autolegitimación o de autoconducción. El sujeto emancipado queda reducido entonces a un sujeto autodominado y su existencia, a una ecuación de conocimientos y de comportamientos. Es la última evolución de la servidumbre voluntaria que ya entrevió La Boétie en el siglo XVI y para la cual el Uno al que se somete acaba siendo uno mismo.

Atreverse a saber

Sapere aude es el eslogan más exitoso de la propaganda ilustrada. Obviamente no es una invención moderna, ya que viene del latín de Horacio, pero su puesta en circulación, desde el famoso artículo de Kant de 1784 que se conoce con el título abreviado «¿Qué es la Ilustración?» hasta hoy, que continúa siendo invocado en todo tipo de discursos públicos, sí que responde a una idea moderna de la educación y del saber. Concretamente, plantea que el acceso al saber coincide con la posibilidad de incorporarse y de participar en la vida pública en plena libertad.

El panfleto kantiano, como ocurre siempre con los escritos de este filósofo, abre y cierra al mismo tiempo. Kant es uno de los filósofos más capaces de ver el abismo de los anhelos humanos, y quizá por eso es también uno de los más cautos a la hora de ponerles límites. Abre, pues, radicalmente un abismo de libertad cuando dice que atreverse a saber es «tener valor para servirse de su propio entendimiento sin la guía de otro».4 Por lo tanto, de lo que se trata es de osar pensar por uno mismo. Esta osadía se enfrenta a diversos peligros, exteriores e interiores. Fuera de nosotros, asediándonos, hay todo tipo de tutores que pretenden apropiarse del pensamiento y de la voluntad de los demás, desde profesionales y servidores públicos, como médicos, jueces e instructores, hasta el poder político y religioso. Pero dentro de nosotros, no hay que olvidarlo, se alojan los peores enemigos: la pereza y la cobardía. «No hace falta pensar, siempre que se pueda pagar»,5 escribe Kant.

Pero rápidamente el propio Kant cierra el abismo que ha abierto reconduciendo los márgenes de la libertad recientemente descubierta: la libertad de «hacer uso público de la razón en todos los ámbitos». En concreto la sitúa en el estrecho espacio que dejan tres condiciones: un requisito, un ámbito de intervención y un horizonte de sentido. El requisito es que la libertad de servirse del propio entendimiento es algo de lo que solo pueden disponer los «doctos» o «instruidos» (Gelehrte). Por lo tanto, quienes han aprendido. Y solamente pueden hacerlo, por supuesto, acerca de aquello que saben. El ámbito de intervención es que este uso libre del entendimiento solo puede tener lugar en la esfera pública, es decir, ante lo que Kant denomina el universo de los lectores. Hoy lo llamaríamos la audiencia o la opinión pública. Y, finalmente, el horizonte de sentido es que en cualquier caso tiene que contribuir al progreso de la humanidad, es decir, a «ampliar sus conocimientos, rectificar sus errores y, en general, seguir avanzando hacia la ilustración».6 Únicamente respetando estas condiciones piensa Kant que se puede garantizar una relación con el saber que transforme la sociedad hacia mejor, sin interrumpir su buen funcionamiento. Nos encontramos de nuevo, así, con los engranajes del reloj de Schiller, lector directo de Kant.

Cualquier lector o lectora que no esté iniciado en el juego de volver a leer a los filósofos antiguos se estará preguntando por qué volver una vez más a Kant, si además se trata de uno de esos filósofos blancos, europeos y supuestamente heterosexuales (de esto, poca cosa sabemos) que actualmente están bajo la luz de todas las sospechas. La importancia de este texto es que recoge, de forma programática, el impulso y al mismo tiempo el freno que convierten la ilustración radical en una tarea reformista y progresista de la intelectualidad legitimada para asumir la voz pública. Expresa perfectamente, pues, la tensión interna entre la potencia de pensar de cualquiera y su limitación en función de un conocimiento legítimo y de una esfera pública representable. La tensión entre el yo y el nosotros se resuelve en la dialéctica entre el intelectual y la sociedad, de tal manera que este tiene que contribuir a su progreso sin poner en peligro su orden y su funcionamiento. Y la tensión entre la libertad y la obediencia se concreta en la delimitación de un campo para la libertad: el de la esfera pública de los instruidos. Fuera de este campo, la obediencia. Es decir, quienes no saben bastante, a obedecer. Y fuera de la razón pública, el eslogan ilustrado se completa con lo que ha sido y sigue siendo la verdad nunca dicha de nuestras sociedades: «Razonad tanto como queráis y sobre todo lo que os plazca, pero no dejéis de obedecer».7 La obediencia de los ignorantes y de todos nosotros en cuanto que miembros del sistema es la orden contradictoria que contiene el eslogan más conocido del pensamiento emancipador. La obediencia es la condición para el espíritu de la libertad… de unos cuantos.

 

La diferencia respecto a una sociedad estamental o aristocrática es que estos cuantos no los determina directamente el linaje sino su relación con el conocimiento. El conocimiento se convierte en la nueva condición para la existencia social y política, para el ingreso de pleno derecho y por lo tanto plenamente libre en la sociedad. Estamos en el siglo XVIII, pero la sociedad del conocimiento ya está en marcha. ¿Es imaginable que esta relación con el conocimiento sea igualitaria? La ideología del progreso dirá que tendencialmente sí, y de ahí la defensa de una educación universal y obligatoria. Pero ya Federico II de Prusia, el soberano referente de la Ilustración, haciendo un ejercicio de realismo, señalaba en una carta a D’Alembert de esa misma época: si descontamos los campesinos, los trabajadores manuales y las mujeres que no han tenido acceso a la educación, y si entre los que sí han tenido acceso «examinamos cuántos imbéciles, cuántas almas pusilánimes, cuántos libertinos, de este cálculo resultará aproximadamente que, de lo que se llama una nación civilizada, apenas encontraréis mil personas doctas. Y entre ellas, aún, ¡qué diferencia de ingenio!».8

La libertad asociada al conocimiento es, pues, una condición excluyente y dudosa que genera un espejismo de progreso que deja muchas dimensiones de la existencia a la sombra y condenadas a la obediencia. Bajo la exhortación de la osadía, legitima una limitación y una nueva forma de opresión. Por eso las reacciones no se hacen esperar y, aún hoy, estamos debatiendo cuáles son las verdaderas condiciones de la emancipación. Por un lado, hay una discusión acerca de los saberes y los no-saberes. ¿Qué quiere decir saber? ¿Qué saberes nos hacen más instruidos que otros y por qué? ¿Qué saben «los ignorantes» (clases populares, mujeres, lenguas menores, culturas no homologadas a la occidental, etc.) que los doctos no saben? Por otro lado, se plantea la cuestión: ¿Y si no es el saber lo que nos emancipa y nos hace más libres, sino la posibilidad y la capacidad de aprender? ¿Queremos ser doctos o aprendices? ¿Y si la disposición a aprender no resulta la condición más común? ¿Cuál es entonces la relación entre los que saben y los que no saben? ¿De igualdad? ¿De reciprocidad? ¿De complicidad? ¿De apoyo mutuo? ¿Qué experiencias del yo y del nosotros podemos imaginar desde la condición, compartida y singular al mismo tiempo, de ser aprendices?

Aprender a aprender

Estas son las preguntas que están detrás de una de las consignas más importantes de la pedagogía actual: aprender a aprender. De hecho, más allá de ser una consigna, es hoy una competencia clave evaluable, quizá la más fundamental y valorada de todas, hasta el punto de que a menudo se utiliza como sinónimo o como definición de la idea misma de educación. Formarse es aprender a aprender. Lo sabe repetir cualquier persona que tenga un mínimo trato con el sistema educativo o con determinados entornos laborales y empresariales.

Para quien no esté familiarizado con el lenguaje actual, en cambio, la expresión «aprender a aprender» puede sonar, directamente, como una obviedad. Es una tautología que expresa, en forma de círculo, la condición de todo saber autónomo: poderlo pensar o poder ponerlo en práctica por uno mismo. Así es como lo definía Kant, como acabamos de ver: saber no es repetir lo que los otros han pensado por nosotros, sino servirse del propio entendimiento. Y servirse del propio entendimiento implica, evidentemente, podernos relacionar con lo que no sabemos, es decir, aprender. ¿Cómo llega una obviedad como esta a obtener este nivel de relevancia y a convertirse en la clave del sistema educativo actual, dentro y fuera de la escuela? Mi respuesta es que esto ocurre, precisamente, por su ambivalencia, es decir, por el doble vínculo u orden contradictoria que contiene.

Por un lado, detecta y expresa un déficit del concepto anterior de autonomía. Veíamos cómo la autonomía basada en el conocimiento limita el acceso a la libertad plena y a la participación social a aquellos que, de algún modo, han llegado a ser conocedores de algún ámbito del saber con suficiente legitimidad y representación en la esfera pública. Poner el foco en el aprendizaje y en la condición compartida de ser aprendices es el primer paso hacia un cuestionamiento de estos límites restrictivos y excluyentes, por lo menos en tres sentidos: en primer lugar, autonomiza el aprendizaje de su estatus o resultado final. En segundo lugar, permite imaginar las relaciones dinámicas entre lo que sabemos y lo que no sabemos, entre quienes saben determinadas cosas y quienes no las saben, o saben otras. Finalmente, en tercer lugar, hace visibles y por lo tanto cuestionables los contextos y los patrones del propio sistema de aprendizaje.

Desde este punto de vista, la idea de aprender a aprender toma importancia como virtud liberadora contra las epistemologías cerradas y sus «dueños» y abre la práctica concreta del conocimiento a su transformación. Es una idea que proviene, precisamente, de Gregory Bateson y de sus trabajos sobre ecología de la mente.9 Bateson distingue entre diferentes niveles de aprendizaje, que no serían una jerarquía de contenidos sino una distinción entre órdenes o niveles de repercusión. Aplicando la teoría de los tipos lógicos de Bertrand Russell, Bateson muestra que en el aprendizaje hay diferentes niveles de implicación que no se suman ni simplemente aumentan el conocimiento disponible, sino que actúan recíprocamente entre sí y transforman su funcionamiento. Llegar a esta comprensión profunda de los contextos y patrones de aprendizaje es lo que para Bateson puede permitir que nos preguntemos cómo pensamos lo que pensamos y curar así las patologías de la cultura y sus «cercamientos» epistemológicos y lingüísticos, ampliando las actitudes de vida y los campos perceptivos, en continuidad con la naturaleza.

Sin embargo, si vamos a los documentos donde se formalizan hoy los parámetros y el sentido de la competencia «aprender a aprender», encontramos algo bastante alejado de todo lo que acabamos de decir. Vayamos a la página del Ministerio de Educación español. Dice lo siguiente:

Fundamental para el aprendizaje permanente que se produce a lo largo de la vida y que tiene lugar en distintos contextos formales, no formales e informales. En cuanto a la organización y gestión del aprendizaje, supone la habilidad para iniciar, organizar y persistir en el aprendizaje. La competencia para aprender a aprender (CPAA) requiere conocer y controlar los propios procesos de aprendizaje para ajustarlos a los tiempos y las demandas de las tareas y actividades que conducen al aprendizaje. La competencia de aprender a aprender desemboca en un aprendizaje cada vez más eficaz y autónomo.10

Este párrafo reúne casi todos los elementos de la reconducción del sentido del aprender a aprender hacia la gestión del comportamiento. Desde estos planteamientos, aprender a aprender tiene que ver con la organización y la gestión del aprendizaje en cualquier contexto y siempre con el mismo criterio: hacer los procedimientos más eficaces y adaptables a todo tipo de tareas y requerimientos. Esto implica saber identificar y controlar procesos, ajustar sus tiempos y asegurar su persistencia. El criterio es de éxito y de eficacia del proceso, en función de unos contextos, condiciones propias y potencialidades que hay que saber evaluar. La autonomía se concreta entonces en la capacidad de éxito en un entorno cambiante. Es, por lo tanto, una virtud adaptativa que combina aspectos tácticos, estratégicos y motivacionales.

La Comisión Europea define la competencia con palabras muy similares: «Capacidad para proseguir y persistir y organizar el propio aprendizaje, lo que conlleva realizar un control eficaz del tiempo y la información, individual y grupalmente».11 Y las mismas palabras las encontramos en todos aquellos documentos que, tanto desde las administraciones como desde la iniciativa privada, están promoviendo y poniendo en el centro de la vida educativa esta idea, en cualquiera de sus ámbitos y niveles. Uno de los cursos más vistos de la historia de la plataforma de MOOCs Coursera es el de Barbara Oakley «Learning how to learn». Ha hecho réplicas en forma de TED Talks y libros.12 El punto de partida es siempre el mismo: «Decidí cambiar mi cerebro». Y a partir de aquí explica un testimonio personal de esfuerzo y de éxito basado en cambiar patrones de aprendizaje, desde una infancia sin acceso a una buena educación, el paso por el ejército y finalmente la formación en ciencias y tecnología hasta el más alto nivel. Es una historia individual basada en el desarrollo de técnicas de aprendizaje que supuestamente cualquier otro individuo podría aplicar a cualquier otro contexto, independientemente de factores sociales, culturales o de contenido. Como ella afirma, entender no es suficiente (understanding is not enough). Lo que hay que hacer es modificar los comportamientos y, así, reprogramar el cerebro. Barbara Oakley no es un caso aislado. Solo una voz popular de lo que es la gran oleada académica y mediática de las ciencias del aprendizaje (Science of learning) y de sus ramificaciones en la psicología, la pedagogía, las neurociencias y las prácticas empresariales.

¿A quién hablan todos estos discursos y prácticas? Se dirigen a un sujeto autónomo entendido como un sujeto práctico enfrentado a problemas que tiene que resolver en un entorno competitivo. Así lo analiza Alain Ehrenberg en su estudio La mécanique des passions,13 donde muestra la genealogía de esta reconducción de la existencia a un conjunto de comportamientos que pueden ser sometidos a diferentes estrategias de control y de autorregulación. Desde esta concepción de lo humano, que está enraizada en el empirismo inglés del siglo XVII, el individuo es entendido como aquel que es capaz de determinados comportamientos, con sus particularidades, sus hándicaps y su potencial escondido. El objetivo es: ¿Cómo sacar un mayor rendimiento de esta singularidad que es cada uno? ¿Cómo incrementar su valor desarrollando sus capacidades? ¿Y cómo hacerlo en un entorno cada vez más incierto y más cambiante?

Desde estas perspectivas, el individuo capaz no es el que tiene más fuerza o unos objetivos más claros, sino un cerebro más adaptativo y más plástico. No es el más obediente, sino el que se autorregula mejor. La libertad se vuelve eficaz cuando se desarrolla a través de técnicas de autocontrol. «La autorregulación es el camino para realizarse eficazmente en función de los propios objetivos personales».14 De esta forma, el impulso emancipador del aprendizaje queda reducido a una técnica competitiva que restringe el sentido de la libertad al ejercicio de una servidumbre adaptativa. Si la autonomía entendida desde el acceso a la esfera pública a través del conocimiento desembocaba en la necesidad de autolegitimación frente a los que saben, la autonomía entendida desde la gestión del aprendizaje conduce al ejercicio de la libertad como autorregulación eficaz, basada en el potencial de adaptación a una realidad cambiante e incierta.

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