Terroristas modernos

Tekst
Loe katkendit
Märgi loetuks
Kuidas lugeda raamatut pärast ostmist
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

3

Estimado señor diputado don Juan Antonio Yandiola:

No reconocerá ni esta letra ni el lacre que la guarda, y por eso se hace necesaria, antes de avanzar sus intenciones, una presentación y una justificación por mi parte para que pueda usted leerlas confiando en el remitente.

Soy Francisco Espoz y Mina, general de la División de Navarra, tío del bravísimo comandante del Corso Terrestre de Navarra Xabier Mina El Estudiante,

>A Juan Antonio Yandiola se le redondeó la cara de sorpresa.

hoy, como yo, exiliado. He sabido de su paradero de usted gracias a don Mariano Renovales, coronel de los Húsares de Palafox y brigadier de su ejército. Mi relación con el comandante Renovales procede de la guerra,

¿Mariano Renovales?, hizo memoria Yandiola.

pues yo desde Navarra y él desde el Alto Aragón nos codeamos en más de un combate, en más de una emboscada y en más de una fiesta cuando el combate y la emboscada se decantaban de nuestro lado. El coronel Renovales tuvo la fortuna de no tener que exiliarse, aunque llamar fortuna a vivir en Madrid es demasiado decir, dadas las circunstancias.

Renovales lo conoce a usted desde hace tiempo, porque él es natural de Arcentales y, según puso en mi conocimiento, usted lo es de San Esteban, y pertenecen ambos a dos de las familias más ilustres de las Vascongadas, unidas en abolengo, en negocios y en simpatía. Concretamente me habla el brigadier de una verbena celebrada en el todavía pacífico año de 1807, con ocasión de la feria de ganado de Galdames, de la cual guarda un vivo recuerdo por la grata impresión que le causó su imagen y su carácter de usted, ya erudito a los veintiún años, preparando su viaje a Méjico con una resolución y una madurez impropias de un joven de su edad. Renovales apoyó su candidatura de diputado a Cortes por Vizcaya, admira la labor que desempeñó en Cádiz y sus trabajos hacendísticos, admiración que comparto. Su “Plan de una visita general que convendría practicar en el reino de Nueva España” y su “Informe biográfico reservado anónimo” corrieron primero de mano en mano en Cádiz y de boca en boca en todo el mundo después. Como ve, el carácter reservado que usted quiso imprimirle no fue tal, pero si no fue así se debe precisamente a la elocuencia y a las verdades que el mismo plasma, con las cuales todos los liberales hemos querido ilustrarnos y las cuales hemos querido difundir, y puedo asegurarle que en Francia y en Inglaterra su academia resuena, señor Yandiola, como la de un avanzado economista. Lamento profundamente que no pueda usted gozar del crédito que las naciones extranjeras le brindan, estando como está bajo el yugo y la miseria del absolutismo.

Sé lo que es vivir constantemente bajo sospecha, señor diputado, sin ser mi delito otro que la defensa de la libertad y la consecución de la justicia debida. Los tres mil quinientos hombres que lucharon bajo mi mando por la independencia de España y por el trono Borbón son tratados a día de hoy como bandoleros y asaltantes y yo mismo soy visto en mi propia tierra y por mis propios vecinos como el rey de los ladrones, en vez de como el rey de Navarra que en otra hora fui, nombrado por esos mismos vecinos.

Al principio comprobé sorprendido que los franceses lo tratan a uno como abanderado de la libertad, título que ni en sueños había creído merecerme, pero que, visto desde la distancia en la que me encuentro, no es tan desatinado. Tanto usted como yo hicimos posible la carta magna que insufló en los españoles el primer aire de la nueva civilización, usted desde las tribunas y los papeles y yo desde los cerros y las plazas, y aunque el vil Fernando haya arrancado la flor que tímida pero brillantemente empezaba a brotar, la semilla sigue preñada bajo tierra. Sólo hace falta que un grupo de hombres decididos y patriotas la riegue, y con apenas unas gotas aparecerá el tallo. Entre esos hombres está usted, admirado Yandiola. Cádiz era bombardeada por el invasor mientras usted seguía discurriendo sus ponencias para las sesiones futuras, anotando en sus pliegos las arengas de libertad y ese hermoso verso llamado artículo dos: la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.

Los extremos de la sonrisilla le movieron la cabeza a Yandiola: Pero si yo no estuve en las Cortes Constituyentes.

Pero por grande que sea la desdicha del emigrado, poco tiene que envidiarle en lo que a penalidades se refiere a la desdicha del que no puede emigrar. El señor Renovales me informa de que su familia de usted quedó bastante mal parada tras la guerra, me describe su precaria tesitura, no lejos de la que él mismo sufre. Madrid ha dejado de ser la capital

¿Renovales de Arcentales, Renovales de Arcentales…?, se inquirió, sin ver una cara, Yandiola.

imperial que era para convertirse en un barrizal hediondo. ¡Con cuánto pesar he de dar la razón a los viajeros europeos cuando, a la vuelta de sus andanzas, comentan en los salones que España es el norte de África! En esos momentos la sangre me hierve, precisamente, como la de un abencerraje, y me entran ganas de responderles que quienes destrozaron nuestras iglesias, nuestros

El trescientos treinta y nueve, no el dos, caray, pensó Yandiola. El que yo informé fue el trescientos treinta y nueve. El pensamiento se le sembró en los labios y habló: Nadie se acuerda del artículo trescientos treinta y nueve.

jardines, nuestros conventos, nuestros mercados, nuestras escuelas, nuestros cuarteles, nuestros caminos y nuestros puentes fueron los franceses, quienes echaron sal en nuestros campos fueron los franceses, quienes envenenaron nuestros ganados y nuestras fuentes fueron los franceses. Y he aquí la miseria del exiliado, señor Yandiola, y es que uno tiene que callarse las verdades porque está de prestado, porque nunca sabe si su anfitrión es adicto a los Bonaparte o a los Borbones, porque nunca se sabe quién es de fiar y quién espía, y espía de qué facción, y lo que es más importante: porque nunca sabe uno si ha matado al hijo o al hermano o al padre o al nieto o al sobrino del francés con el que está hablando.

No dejaba de sorprenderme en los primeros tiempos de mi emigración que el gobierno de Luis XVIII tratase con mucha más consideración a los afrancesados, seguidores de las usurpaciones de Napoleón y su familia contra la casa de los Borbones en todos los reinos que ocupaba en Europa, que a los que habíamos peleado a favor de ella y contra las usurpaciones de los Bonaparte. Y por otra parte, franceses hay también, y de alta categoría, que me aseguran que varios de los afrancesados españoles se prostituyen para Luis XVIII y para Fernando VII, haciéndose pasar por constitucionales, para espiar y delatar todo cuanto averiguan en materia de nuestras relaciones a un lado y a otro de los Pirineos.

Y en esas estamos, señor Yandiola: usted de un lado de los Pirineos y yo del otro, así como mi sobrino, como el brigadier Renovales, como el Conde de Toreno, como Blanco White, como Calatrava y Quintana y Martínez de la Rosa, como Argüelles y O´Donnell, y tantos y tantos otros héroes de la patria, renombrados o anónimos, estando bajo el amargor del exilio o bajo la opresión del ingrato Fernando, debemos figurar entre los grandes hombres de la Revolución. Pero eso sólo se hará visible para la Historia si es usted capaz de sacar de su pecho un último impulso de valor y audacia y unirse a la conspiración que desde nuestros bastiones en las capitales del exilio y en Madrid se está planeando para restablecer la Constitución, remover los parásitos del Gobierno y constituir uno mejor, de hombres más elevados. Me proponen a mí entre esos hombres, y aunque creo que soy el menos idóneo y que mis carencias son tan grandes como las de cualquier español nacido en estos tiempos, me congratularé en prestar mis humildes habilidades para servir al destino de la nave hispánica, si bien ese destino ya está marcado desde 1812 y es imparable.

No le quepa duda que, si nuestra empresa llega a buen puerto, otro de esos nuevos gobernantes será usted. Se me asegura, y yo no lo niego, que es usted de espíritu armonioso y de una sensibilidad en asuntos de Estado comparables a los de un Pericles o un Cicerón, y eso es algo raro en este siglo que, a su corta edad, ya ha sido sometido a sátrapas y a lobos con piel de cordero que abundan en las naciones que se llaman democráticas. No es de extrañar, por tanto, que llegado a sus dieciséis años, el siglo diecinueve estalle en una voluptuosa y rebelde adolescencia, como el joven que ha sido maltratado por sus padres en la infancia y en cuanto alcanza raciocinio suficiente se rebela contra ellos, abandona el hogar y marcha en busca de los placeres que la vida le negó. Esas admirables ansias de libertad necesitan, no obstante, de unos buenos tutores que las encarrilen, porque si algo podemos decir en descargo de los franceses es que nos han enseñado que la fuerza de la libertad es tan grande que puede acabar con ella misma.

Imagino que ya habrá abierto usted la talega que junto a esta misiva le adjunto. Van mil reales que ya son suyos, sin empréstitos ni más condiciones que la condición de liberal, patriota y mártir de la causa que honrosamente a usted me relaciona. Son suyos se una a los planes o no, pero se multiplicarán por tres en un plazo breve si se une. Así pues, si considera usted positivamente la propuesta que le hago, diga a mi emisario “sí” cuando termine de leer esta carta y él le dará una segunda.

Llegados a este punto de mi narración me aventuro a leerle el pensamiento: no es de extrañar que usted dude de la autenticidad de mis palabras y de la propia identidad del que las escribe. Habrá pensado que esto bien puede ser una trampa que le tiende el Ministerio de Gracia y Justicia para obtener pruebas y acusarlo. Cómo me gustaría no comprender sus recelos, señor mío, pero los comprendo porque yo mismo los padezco de continuo. ¿Qué puedo decirle, amigo mío, para que confíe? Mire cómo pinta mi emisario, mire sus botas, sus ojeras, después de haber cabalgado de París a Madrid habiendo parado sólo dos noches en todo el camino. Pregúntele algo y comprobará que es alemán de Suiza. ¿Cree usted que Fernando puede tener algún suizo a sus servicios? ¿Cree usted que algún suizo va a Madrid si no es para dilapidar sus buenos francos en nuestras pobres tabernas, con nuestras pobres mujeres? Pero sobre todo, ¿cree que las arcas públicas tienen dinero para tenderle una trampa tan cara? ¿Y cree usted que la Corte hace negocios en reales, no ya de plata y de oro, como los que yo le mando, sino de vellón siquiera? Usted como hacendista

 

Un hacendista, eso es, un hacendista es el único que puede proponer el artículo trescientos treinta y nueve.

lo sabe mejor que nadie: la Corona es la primera que está traficando con los napoleones que nos dejaron los franceses, es la primera que quita de la circulación los reales, es la principal especuladora. ¡Apuesto que ni Alagón, ni Elío, ni Macanaz cobran su sueldo en reales, y se tienen que aguantar con Napoleón en los bolsillos por la avaricia de su deseado Fernando! Usted sabe mejor que yo que actualmente sólo hay numerario español en las colonias, y de ahí precisamente nos llega. Tenemos en Lima muchos adeptos a nuestro partido. No se me ocurren más avales, señor, para ganar su confianza.

Yandiola asiente con flemática resignación: Desde luego que no le compensa al contable del absolutismo ponerme a mí una trampa tan cara.

Para terminar le ruego que no se demore mucho en tomar una decisión, dos días a lo sumo, ya que el tiempo apremia y el emisario sólo lleva dinero para pasar dos noches en la villa. No tema por el aprecio y las nóminas que de usted hago si al final resuelve negativamente, porque estoy seguro de que sus buenas razones tendrá, si bien me entristecería porque no encontraré en todo Madrid aliado mejor preparado que usted y, además, porque si yo gozara del triunfo de esta trama y no lo hiciera usted habiendo tenido la oportunidad, no me perdonaría jamás a mí mismo no haber sido lo suficientemente persuasivo.

Reciba los respetos y los mejores deseos de

Francisco Espoz y Mina

Se quitó las lentes, se frotó los ojos, parpadeó con toda la cara y dio un sí afónico. Juan Antonio Yandiola y el emisario estaban frente a frente en el umbral de la puerta. El emisario extrajo del zurrón otra carta con olor a cuero. Aún cerrada Yandiola la levantó por encima de la cabeza para ponerla al trasluz, se la acercó y alejó varias veces calibrando la distancia apropiada para su miopía. Observó el dibujo del lacre, lo memorizó y lo rompió. Un papel el doble de largo que el anterior se desplegó como un biombo. Yandiola se puso las lentes y el emisario resopló.

Me alegra que haya dicho sí, diputado Yandiola. Sé que está de más recordárselo, pero desde este momento le ruego la más absoluta discreción con respecto a lo que enseguida le anuncio. Por extremar las precauciones le recomiendo también que se deshaga de este papel nada más leerlo y comprenderlo.

En la última semana del mes de febrero procederemos a un cambio de Gobierno con el respaldo de la Constitución. Se hará sin recurrir al ejército más que lo imprescindible, pues bastante escarmentado ha salido ya uno, viéndome traicionado por algunos de mis hombres más allegados. Pero me miro y tengo que alegrarme porque peor suerte corrió mi camarada el Marquesito Porlier, Dios lo tenga en Su Gloria, depositando en la soldadesca unas responsabilidades que, por su natural tendencia al exabrupto, necesaria no obstante para el oficio de la guerra y la guerrilla, fueron incapaces de desempeñar sin dejarse llevar por fanatismos. En cambio, para esta ocasión nos estamos dotando de personalidades bendecidas con el don de la intriga y el disimulo. Esto no es un pronunciamiento sino una conspiración, y conspirar es un arte, y como arte que es nace tanto del talento natural del artista como de su afán de superación.

La conspiración que tenemos entre manos trata del encadenamiento de los conjurados mediante una estructura triangular en virtud de la cual cada uno solamente conoce a otros tres: su superior, del que recibe órdenes e información, y dos subordinados, a los que transmite las mismas órdenes y la misma información. Así pues, cobra sentido la metáfora de que cada conjurado es el vértice de un triángulo. El entendimiento entre todos los participantes, aun sin conocernos, es perfecto en virtud de la siguiente figura.


Yo soy B1, usted es C1, y C2 es una persona que está exactamente en la misma posición que usted con respecto a mí. E1 y E2 serán dos personas nombradas por usted para que se constituyan en ángulos de su triángulo. B1 y B2 no se conocen entre sí, ni tampoco C1 conoce a C2, y así con todas las parejas de letras. Las muchas ventajas y los escasos inconvenientes nos

El mensajero tosió por tercera vez y especialmente fuerte. Esperó a que Yandiola levantara la vista para decirle señor, ¿le parece bien que vuelva mañana a la misma hora por si quiere enviar usted algún mensaje al remitente? Yandiola agitó la mano sí, sí, márchese, y cerró la puerta cuando todavía el emisario se estaba despidiendo. Aprovechó que Domingo Torres no estaba para sentarse en su sillón, poner las piernas sobre su banqueta y liarse un cigarro con su tabaco. Los velones que robaron de la iglesia de la esquina volvían naranja la pieza. El fuerte olor a cera viciaba tanto el pequeño espacio, fingía tan bien el calor, que momentáneamente dejaban de necesitar una estufa.

La bolsa con los mil reales se le clavaba en un muslo. Miró nuevamente los triángulos, revisó el esquema y continuó. Las muchas ventajas y escasos inconvenientes de los que le hablaba el remitente le molestaron. Le ofendió que le instruyera en nociones tan básicas de masonería y por eso las pasó rápido, viajó en el papel rastreando el final de la enumeración o el principio de algo nuevo, alguna palabra clave, hasta que localizó Dinero. Retrocedió hasta el comienzo de la frase en la que se integraba y siguió leyendo.

La peculiaridad de esta estructura con respecto a la concepción original de los iluministas es que nosotros y el resto de conjurados utilizamos los eslabones, además de para el tráfico de información, para el de dinero. Con idéntico secreto los vértices superiores entregan dinero a sus dos inferiores para los gastos y las recompensas que la trama vaya exigiendo, de manera que no se generan envidias. Cuantos más triángulos tiene un conjurado por debajo, más dinero maneja. Juzgue usted por la cantidad que le entrego a qué altura se encuentra.

Yandiola se rio: La altura de mil reales. ¿Puestos uno sobre otro?

En adelante me comunicaré con usted cada cinco o seis días por este mismo medio pero con mensajeros distintos cada vez, en primer lugar porque toda precaución es poca, y además porque la distancia que nos separa mataría a cualquier jinete, por experto que fuera, si se le obliga a ir y venir de París a Madrid cada semana. Si necesitara comunicarme algún dato vital para el asunto, o informarme acerca de la marcha del mismo, no dude en entregarle una carta al emisario que yo le mande, pues es de mi gusto facilitarle las cosas, señor diputado, unido al hecho de que mis emisarios me harán llegar sus mensajes mucho más rápidamente y con más garantías que cualquier otro que usted pueda pagar.

Feliz de poder contar con un hombre de su talla se despide

Francisco Espoz y Mina

Se quitó las lentes y al frotarse los ojos le picaron más porque le quedaban briznas de tabaco en los dedos. Blasfemó automática y quedamente. Dobló la carta hasta convertirla en un cuadrado que se metió en el calzón. El tacto del papel era más amable que su ropa y se acarició con él la barriga hundida, dando una calada al cigarro. Expulsó el humo en una tos larga como un montón de clavos viejos. Apagó el cigarro a medias en el marco de la ventana, se enroscó en la manta que llevaba sobre los hombros y antes de quedarse dormido se aseguró de que la talega seguía hincándosele en el muslo.

4

Castillejos se despierta tibia, con peso en los costados, y quiere algo caliente. Sopa, vino, leche, un baño. Robar leche no es robar, le dirá Vicente Plaza por la tarde, cuando la vea husmeando en su despensa. Castillejos dará un respingo y al girarse encontrará a Vicente Plaza que se le acerca y le busca el vientre por debajo de la blusa. Pero robar una mantilla de encaje sí es robar. Devuélvamela, dirá ella retirándole la mano. Para qué necesitas tú una mantilla tan fina, zorra, susurrará él no con voz, con vaho, en la oreja de Catalina Castillejos. Para que no se la ponga usted a falta de chaqueta, maricón, responderá ella con el vello del cogote de punta, y mientras estará acariciando la jarra de leche. Plaza ya le habrá encontrado el vientre y se lo apretará a la vez que se mete la otra mano dentro del pantalón. Castillejos agarrará el recipiente, dejará que Plaza se recline sobre su espalda y ella, con la boca entreabierta y las aletas de la nariz dilatadas, levantará la jarra, tanteará la mejilla de Plaza, dejará que le chupe los dedos y entonces se la romperá en la cabeza. Plaza retrocederá pero alcanzará a Castillejos antes de que le dé tiempo a salir corriendo, le pegará un puñetazo en la cara y los dos caerán al suelo. Castillejos hundirá la cabeza en las rodillas, gemirá y se mareará al percibir el olor, el color y el sabor de su propia sangre. La sangre empezará a discurrir por la sien y por la frente de Plaza y se mezclará con la leche que le gotea por el pelo, las patillas, la nariz, las cejas y las cuencas de los ojos, y los riachuelos rosados seguirán las curvas a un lado y otro de la mandíbula. Hasta la barbilla llegarán y de allí se precipitarán al pecho como un rosario de nácar al que se le salen las cuentas. Niña, no llores. Estaba agria.

Esa tarde sabrá Castillejos que robar leche no es robar pero ahora no lo sabe y se queda con las ganas. Le laten las sienes, la saliva encuentra estrecho el paso de la garganta y a la garganta se le clava la saliva. Está blanda Castillejos y por eso nota más duro el suelo. Una urgencia la despereza. Tarda unos momentos en ubicarse y al abrir los ojos se gira hacia el catre de al lado para despertar a su hermano porque hay que ir a cerrar el trato de Valladolid. Al no encontrarlo, al ver a su alrededor la poca ropa que no le robaron extendida en las sillas y en el suelo, los botines comidos de barro y el corsé destrozado, al verse a sí misma en paños, reacciona. Hijos de la gran puta, bastardos, os lleven los diablos os coja la inquisición por marranos judíos gitanos boabdiles.

Tiene vergüenza y frío y al toser le vienen mocos. Se levanta del canapé, escupe en la chimenea y decide irse antes de que Plaza la vea: Vendo el baúl, junto diez napoleones y me voy, vendo la mantilla de bordado granadino, así la vendo, de bordado granadino, carísimo, finísimo, y me voy a mi casa. La resolución le disipa el cansancio. Se pone la enagua arrugada, sacude el vestido que está menos húmedo y al ajustárselo le da un escalofrío y empiezan a castañearle los dientes. Cuando está subiéndose las medias se da cuenta de que están llenas de enganchones y de que se le han puesto las uñas moradas. Se detiene y se mira: Pordiosera. Quién va a querer este vestido sucio y este corsé deformado, piensa, en Madrid que hablan tan bien todos, y cuando se está agachando para cogerlo y abrazarlo y romper a llorar, alguien llama a la puerta. Duda si es Vicente Plaza golpeando alguna puerta interior de la casa, pidiendo permiso para pasar, o si es alguien desde fuera. Llaman de nuevo, más fuerte y con más insistencia y su voz acompaña a los nudillos: Vicente, soy yo. Castillejos intenta apretarse los cordones del corsé agitándose como si quisiera echar a volar, pero sólo consigue darse pellizcos en la espalda. También se quiere poner las medias y recoger sus cosas, todo al mismo tiempo, y en eso tropieza con la silla y con el fuelle de la chimenea. Te estoy oyendo, sal, dicen desde el otro lado, y sube el volumen. ¡Mi capitán, son más de las diez! Castillejos congela la mirada en el recodo por donde se metió anoche Vicente Plaza y espera que salga y no se acuerde de ella y la eche. ¡Vicente, joder!, dicen, y golpean con el puño. ¡Vicente! Ya voy, joder, ya voy, responde Plaza desde su habitación. Castillejos se pega a la pared y se abraza al corpiño abierto. Plaza camina con los hombros ligeramente hacia atrás, lleva el torso desnudo y se está colocando una navaja oxidada dentro del fajín, y no repara en Catalina Castillejos. Ya voy, hostias. Descorre los dos cerrojos y al darse la vuelta la ve. Dice ah, tú, y vuelve a su habitación.

 

Diego Lasso entra y Castillejos hunde de inmediato la barbilla. Lasso echa uno de los dos cerrojos y le habla a Plaza desde el salón. ¿Desde cuándo te traes las furcias a casa? Desde que no me da la gana pagarle al Cosme un cuartucho para una chupadita. Al oírlo se le agudiza el frío a Castillejos, como si Vicente Plaza le estuviera acariciando la nuca con la navaja. Se relame los labios, succiona dentro de la boca y pasea la lengua por el paladar buscando un sabor ajeno o una pista, pero traga saliva y sólo se cerciora del dolor de garganta. Date prisa. Ya sabes cómo se pone Preciados los sábados por la mañana. No me gusta estar fuera de casa con tanta gente merodeando. Vicente Plaza se pasea por la habitación remetiéndose la camisa, canturrea. ¡Que te des prisa! Tu puta madre, Dieguito. Contento tienes que estar de esperarme a mí un sábado. Se da el visto bueno en el espejo y va al salón, sobrepasa a Lasso y se balancea hasta Castillejos. Apestas, Vicente. Pues cómprame perfume francés, gilipollas. ¿A que a ti no te parece que apeste? ¡Dilo alto que se entere el teniente de húsares de Castilla la Vieja! No señor no apesta usted, dice Castillejos con una sola bocanada de aire. ¿Ves? Una dama de esta categoría no se habría dignado a venirse conmigo si no oliera a rosas. Vicente, vamos, dice Lasso, y Vicente Plaza pone un pie detrás de otro, dobla las rodillas, ladea la cabeza y exclama en falsete a sus órdenes, mi teniente. Así se queda y explica así se saluda cuando uno huele a rosas y continúa niña, qué modales son esos, saluda al teniente Lasso que nos honra con su levita deshilachada y sus botas de suela de esparto. Castillejos se separa de la pared, se queda un paso por detrás de Vicente Plaza y saluda. Ahí no van las manos, guapa, le indica, de qué corte de Napoleón te has escapado. Plaza se yergue y descubre los cordones embrollados en la espalda de Castillejos. Señor es que se me cae el corsé si estiro los brazos. Plaza declama ¡oh! ¡La dama necesita ayuda para vestirse! ¡Haga el favor, don Diego, de prestarnos su doncella! Diego Lasso chista una sonrisa y dice vamos tarde. Plaza desliza un dedo por la espalda desnuda y sale. ¿Ahí la vas a dejar?, pregunta Lasso. Total, si lo único que puede robar es leche, responde Plaza. Castillejos escucha la cerradura tragándose los pestillos, suelta el aire y deja caer los brazos.