Terroristas modernos

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7

Salvo por algunos detalles de estilo, el encuentro de día con Vicente Plaza y de noche con José Vargas han sido idénticos, pensará Diego Lasso cuando el sábado esté a punto de acabarse. Reflexionará: sí: ha habido simetría, he construido un triángulo equilátero. Esta es la igualdad de los liberales. Elucubrará los motivos de su éxito y descubrirá una mágica combinación que lo predestina. Hoy es día once del mes dos, once dos, lo que en realidad oculta uno, dos, uno. Un uno es Plaza y el otro uno es Vargas. Yo estoy en el centro, soy el dos porque los englobo a ambos. Tengo veintiún años, dos más uno son tres, los tres vértices del triángulo. Las entrevistas con uno y otro se produjeron en torno a las doce del día y de la noche, doce es uno y dos, y uno más dos suman tres. Seguirá desquiciándose alegremente. Tengo dos hermanos, me enamoraré una vez más porque serán tres las mujeres de mi vida, tendré tres hijos, en un costado tengo tres lunares, me quedan trescientos reales y tres lonchas de jamón en el plato. Libertad, igualdad y fraternidad son tres palabras, determinará Diego Lasso con los latidos del corazón dentro de la oreja cuando se tumbe de medio lado en la cama. Se quedará dormido repasando las proféticas coincidencias, pero eso será cuando el sábado esté a punto de acabarse, dentro de doce horas, porque ahora aún son las once de la mañana y Diego Lasso tiene el sábado entero por delante. Está invitando a entrar a Vicente Plaza en su buhardilla de la calle Preciados. Le dice es aquí y doce horas después, de manera idéntica o equilátera, se repite la invitación a entrar en la buhardilla de la calle Preciados, es aquí, pero el invitado es José Vargas.

Le dice a Vicente Plaza ahora estamos los dos solos, y mientras tanto entorna los postigos, y lo mismo le dice a José Vargas pero a la par que enciende unas velas. Les ofrece vino en la misma copa y asiento en la misma silla. Que la casa esté digna, le había dicho Richart: limpia, pon una colcha en la cama, compra jamón y queso pero sácalo sólo si dudan, y en todo caso al final para celebrar el acuerdo. Vicente Plaza bebe primero y luego se sienta, y José Vargas, doce horas más tarde, al revés. Buen vino, dicen ambos, y recordando en la cama que los dos, con doce horas de diferencia, dieron la misma respuesta, identificará esa como la primera señal de armonía trigonométrica. Diego Lasso se mete la mano en el abrigo y saca, sujetándola por el cañón con dos dedos, una pistolita, y la deja cuidadosamente en el centro de la mesa, con el mismo estudiado gesto a mediodía y a medianoche. Plaza y Vargas sacan sus cuchillos. Plaza lo tira, Vargas se incorpora un poco y lo pone junto a la pistola. Plaza eructa y dice para enseñarme una pistola no me tienes que causar tanta molestia. Vargas se quita el pañuelo de la cabeza, se rasca y lo orea. Dice disculpe y Lasso le responde no se excuse. Está usted en su casa. Al mediodía Lasso está más nervioso que a medianoche y Plaza se lo dice: pasmarote, atontado, y al inquirirle más nervioso lo pone. Le pica la frase en los labios cuando está a punto de pronunciarla y entonces se la traga de nuevo y divaga no es mal sitio Madrid, cada vez tiene más vida, se empiezan a abrir comercios, y finalmente Fernando séptimo es un ingrato, hace una pausa y respira hondo. Lo dice de pie, con las manos sobre la mesa, ¡un ingrato!, y la golpea. Vargas mira los puños de Lasso, Plaza se balancea en la silla. Nosotros le hemos devuelto el trono y nos lo agradece relegándonos o pasándonos por garrote. Diego Lasso había ensayado el discurso frente al espejo: mirar a los ojos y no bajar la cara, le aconsejó Richart. ¡Un ingrato! Al repetirlo los ojos se le humedecen y el mentón le tiembla. Eso ya te lo he dicho yo mil veces, responde Plaza, ¿me puedo echar más vino? Yo no me meto en política, responde Vargas, a lo que Lasso responde usted combatió en la guerra como yo. Usted es un verdadero político. Un político de las villas y del campo, de los caminos, de los humildes. Usted ha hecho política para las viudas vengando la muerte de sus maridos, ha hecho política para los niños quitándose el bocado para alimentarlos, y lo mismo le dice a Plaza, pero tuteándolo, y este se atraganta con el vino de la carcajada que le entra. ¿Desde cuándo te juntas con poetas? ¡Militar y poeta como Garcilaso de la Vega! Desde ahora te llamas, en vez de Diego Lasso, Diego Garcilaso, ¡claro, lo llevas en el apellido!, y se ríe repitiendo Diego Garcilaso Diego Garcilaso.

¿Usted combatió?, le pregunta Vargas. ¿Dónde? Castilla la Vieja, responde Lasso. Teniente de húsares. En qué le puede servir un desgraciado sin oficio como yo a un teniente. Usted es un hombre de valor, José. Le cuesta mirar a los ojos pero recuerda a Richart diciendo míralos a los ojos. Levanta la cabeza hasta contactar con los ojos claros de José Vargas que lo interrogan o los opacos de Vicente Plaza que se burlan a la vez que Lasso dice, subiendo paulatinamente el volumen hasta hacerse redondo, focalizado, teatral, vamos a poner en planta la constitución. Ah, no, Dieguito, ninguno de los dos es un Porlier, le dice Plaza. A ti todavía te quedan seis años para morir con veintisiete, y yo ya hace ocho años que los pasé y perdí la oportunidad de ser mártir. Publicaremos la constitución que nos hará felices. José Vargas se apunta con la barbilla al pecho y dice señor Lasso, cómo me va a hacer feliz un libro si no sé leer. No hay que leerla para comprenderla, José. ¿Acaso hay que ser un doctor para comprender que la nación española eslibrindependiente y no es, no es…? Lasso tamborilea con las uñas en la madera. La vergüenza le calienta las mejillas igual a mediodía que a medianoche, pero a medianoche piensa cuanto más lo repito más se me olvida, e intenta recordar pellizcándose suavemente el entrecejo, hasta que exclama no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona. José Vargas responde lo que yo comprendo, señor, es que mientras un servidor estaba en Hinojosa tirando rocas desde lo alto de una peña a un escuadrón de franceses, el diputado que escribió eso estaba exiliado cenando con los primos de los mismos franceses. Vicente Plaza se ha quedado en silencio, perplejo, y su respiración se define perfectamente entre el griterío que viene de fuera. Esa concentración reconforta a Lasso, que va a decirle sí, tú lo comprendes, y la mirada que Plaza le dirige es severa, a punto de devolver la hermandad, pero en lugar de eso, declama: En tanto que de rosa y dazucena se muestra la color en vuestro gesto, y que vuestro mirar ardiente, honesto, con clara luz la tempestad serena.

La respuesta de José Vargas dibuja en Lasso una sonrisa apretada de pudor, y acto seguido va a la alacena y saca un plato de jamón y queso que perfuma el cuarto y sube la temperatura. Vicente Plaza se rellena la copa diciendo y en tanto quel cabello, quen la vena del oro sescogió, y Lasso no saca el plato de jamón y queso porque, se dice, es un maldito arrogante, por qué me tuvo que salvar la vida un maldito arrogante del que sin embargo admira su arrogancia, admira su pelliza de lana roída y de cordones deshilachados y de puños de astracán pelones, y piensa ese es el abrigo que quiero.

Si proclamamos la constitución la vida cambiará. A Vicente Plaza le dice tú cobrarás tus haberes, y a José Vargas usted podrá ingresar en el ejército con el mismo rango que le otorgó el general Cuevas. Sargento primero, si no me equivoco. José Vargas cierra los ojos mientras mastica el jamón. Cuando lo traga sonríe y responde sargento primero, sí. O ascender incluso a teniente. Como usted. Sí, como yo. Usted ascendería entonces a capitán por lo menos, señor Lasso. Al oír eso, Lasso piensa capitán como Vicente Plaza, con su pelliza de lana azul y cuello y puños de astracán y cordones de oro, pelliza que Plaza se quita y tira al suelo porque el vino empieza a acalorarlo. Si yo cobrara mis haberes me tendrían que dar los sueldos desde noviembre de mil ochocientos trece hasta agosto de mil ochocientos catorce, que suman dos mil doscientos reales. Eso es, Vicente, asiente Lasso. No, eso no es, Diego: es dos mil doscientos reales, un ascenso a coronel sin pasar por teniente coronel, una docena de condecoraciones, una esposa y una hija. Ahora sí que saca Lasso el plato. De cualquier forma, dice José Vargas jugueteando con un dado de queso, yo siempre sería su subordinado, y se lo mete en la boca. Seremos amigos ante todo, José, responde Lasso con un aspaviento que casi apaga la vela. Pero usted no ha ido a buscarme porque necesite amigos, porque ni usted necesita amigos ni yo necesito rangos. Vicente Plaza coge aliento y el olor del queso y el vino le expande los poros de la nariz. Con la boca llena le dice a Lasso bien, mi querido Diego, ahora que eres literato y de los finos conocerás ese poema que dice para puta y en chancletas, mejor me quedo quieta. Sí, Vicente. Será en beneficio nuestro y de la patria, suelta Lasso la frase como el niño desganado al que le toman la lección, y Plaza sigue masticando y abre la boca para responder en beneficio nuestro y de la patria yo la invito a mi casa y nos la beneficiamos si ella quiere. Empezaremos por cuatrocientos reales, les dice a Vargas y a Plaza, y conforme se avance en la… el asunto, se corrige Lasso, porque no debe mentar la palabra conspiración hasta estar bien seguro de sus prosélitos. Conforme se avance subiremos a quinientos más. Además, cuando el golpe se haya estabilizado, se entregarán sesenta mil reales de recompensa a los más fieles. A ver los cuatrocientos, reclaman ambos con la misma premura: segunda señal de excelencia triangular. Diego Lasso saca del bolsillo interior de la levita una bolsa de cuero que deposita en la mesa, amortiguando el tintineo de las monedas. Vicente Plaza la menea al lado de la oreja. José Vargas tira del lazo y mira dentro. Si no consiente usted ahora, no puedo seguir hablando. A Vicente Plaza le dice bueno, qué. Sí, dicen ambos: tercera señal que descubrirá Lasso haciendo memoria en la cama, y por ser la tercera coincidencia se emocionará tanto que se levantará a orinar.

 

Repara por primera vez en la cicatriz de la frente de José Vargas, que baja hasta la sien y que impregna de fatalidad todos sus gestos. En esa posición en la que está Lasso, cerca de la vela por la noche o frotándose los dedos por la mañana, susurra sorprenderemos al rey para que jure la constitución. Agravando el tono y deslizando su mirada de un ojo a otro de su interlocutor, no deja que ni Plaza ni Vargas lo interrumpan. Se entregarán armas y caballos a los oficiales de cuerpos francos, a cuyo frente estarán dos o tres generales, y se unirán muchas tropas. Hay que apoderarse de la guardia de escolta del rey, bien en una casa particular donde suele concurrir… y en ese instante no puede reprimir a Plaza: ¡En lo de Pepa la malagueña! ¡Shh!, le regaña Lasso. ¡Las paredes son de papel! Eso lo puedes decir en voz alta y sin secretos, que lo sabe todo el mundo. A su majestad la única Pepa que le gusta es Pepa la malagueña. ¡Sssh!, insiste Lasso brincando en la silla, pero le ha hecho gracia y ahora es él quien se reprime la sonrisa, lo blancos que son los dientes de Lasso, se sorprende Vargas, porque a medianoche Lasso recuerda el chiste y vuelve a reírse, pero tampoco se atreve a reproducirlo porque no quiere sustraerle seriedad al tema, porque tiene razón Vargas en que él no va buscando amigos sino compinches. Pepa tiene las gitanas más gustosas de Madrid, dice Plaza, y remata un día de estos te llevo.

En una casa particular o bien en el paseo, retoma Lasso. Donde se decida nos reuniremos y cuando se ordene nos encontraremos con la partida de guardias de corps, que no van a ofrecer ninguna resistencia porque serían elegidos para ese día los de nuestra facción. A la par, uno de los generales estará próximo con una porción de oficiales de infantería o de artillería, y pondrán en medio al rey y lo conducirán al palacio para que jure la constitución. Habrá un abogado de los Reales Consejos que levantará acta, y nada más la firme el rey se oirá por todo Madrid la voz de viva la constitución, y lo mismo en el resto de las provincias. Vargas mantiene un ritmo automático de llevarse a la boca pequeños pedazos de comida y masticarlos pausadamente, y la cicatriz que le atraviesa los labios se frunce y se estira mientras come. Lasso dice no faltarán armas ni caballos. No hay peligro. Esta vez funcionará. Hay una sociedad, hay un código. ¿Masones?, preguntan Vicente Plaza y José Vargas, y ahí encontrará Lasso la cuarta señal de comunión equilátera, pero no le hace la ilusión de la tercera. El triángulo, responde Lasso. Cada conjurado sólo conoce a tres personas de toda la trama: a su inmediato superior y a dos de un orden inferior. Es decir, explica Lasso, y levanta el índice de la mano derecha: Yo soy tu superior porque te he elegido a ti. Y levantando el índice y el corazón de la otra mano: Y ahora tú debes elegir dos conjurados más, que serán tus subordinados. ¿Que tú vas a ser mi superior?, dice Plaza, y su pregunta revuelve los dedos indicadores de Lasso. No exactamente superior, responde. Yo sólo te daré las órdenes que a mí me transmitan otros. ¿Que tú me vas a dar órdenes a mí, niñato? Lasso se acaricia el peinado por la nuca y exclama no no no, no has entendido bien. Se acerca, coge la pistola y la pone en el centro de la mesa. Dice yo soy la pistola y levanta las cejas interrogando a Plaza, que asiente poco convencido. Coge el cuchillo, lo pone al lado de la pistola y dice tú eres el cuchillo. Arrastra la bolsa hasta situarla a la misma distancia del cuchillo y la pistola y vocaliza la bolsa es otra persona. Pues estas tres personas forman un grupo de tres, un triángulo, ¿ves? Veo, masca Plaza. Bien, pues… Lasso echa un vistazo por la habitación, buscando algo. Resuelve quitarse los guantes y los coloca frente al cuchillo. El cuchillo soy yo, afirma Plaza conforme Lasso se acerca. ¡Eso es!, le felicita, y estos dos guantes son tus dos subordinados. Así los dos guantes y el cuchillo forman otro triángulo. Vicente Plaza observa los objetos en silencio y al fin pregunta quién es la bolsa. Es mi otro subordinado, le aclara Lasso. Ah, reacciona Plaza abandonando la contemplación, de manera que yo soy uno de tus subordinados, ¿no? ¡Eso es!, se entusiasma Lasso, pero rectifica al ver el reproche en la cara de Plaza, quien se explica a sí mismo en voz alta: Vamos a ver. Tú has elegido al cuchillo, que soy yo, y a la bolsa, entonces la bolsa y yo somos ángulos tuyos. Exactamente Vicente. ¿Y quién es tu otro ángulo? Vuelve a envararse en la espalda de Lasso el discurso aprendido: No puedes saber quién es. No puedes conocerlo ni él tampoco te conoce a ti. Es para guardar el secreto de la conspiración. Si cada uno sólo conoce a su ángulo superior y a sus dos ángulos inferiores, sólo podría delatarlos a ellos, ni aunque lo sometieran a tormento podría delatar más que a tres personas. Los demás conjurados seguirían en la sombra y la trama sobreviviría, y el vacío dejado por el triángulo caído se podría suplir nombrándose nuevos ángulos. Hace una pausa, y como si le sacaran la vara antes insertada deja el peso sobre una sola pierna, cruza la otra por delante, bebe de la copa de Plaza y concluye es infalible.

A José Vargas le expone el asunto sin ejemplos y sin moverse de la silla porque para medianoche Diego Lasso siente que sabe hacerlo, que es el caballero con honor que vio en él Richart, y poco a poco va sacando el orgullo. No le pregunta a José Vargas si entiende, aunque tampoco José Vargas duda. Come y escucha, asiente a veces. Nota Lasso que lo comprende todo porque al final dice muy bien, señor Lasso, sólo dígame si los ángulos que yo elija tienen que reunir algún requisito, y le incomoda un poco comprobar que comparte inteligencia con un analfabeto. Que sean intrépidos, responde Lasso. Que necesiten el dinero, apostilla Vargas. De los cuatrocientos reales que le doy, usted debe emplear lo suficiente para hacerse con la confianza plena de sus dos ángulos por separado, y les anuncia que recibirán más de aquí a dos días, cuando volvamos a entrevistarnos usted y yo, cuando le dé una nueva suma, dice Lasso ya dando órdenes, y lo mismo le dice a Plaza pero evitando ser imperativo. Total, pollo, resuelve Plaza: que me vas a dar órdenes. Y dinero, responde Lasso: no hay lo uno sin lo otro. Y quién les da las órdenes a todos, quién está en la cabeza. No lo sé, porque de superiores sólo conozco a mi ángulo, pero yo deduzco que hay gente del mismísimo palacio. No hay que temer si nos hacen presos porque hay muchos agarres para que nos suelten y nos socorran. Hay dinero para todo. José Vargas coge el último taco de jamón y su pañuelo, y a la par que come se lo anuda y dice ¿me deja preguntarle una cosa? Cómo no. Por qué me escoge usted a mí. Lasso, al haber concluido el trabajo encomendado, al sentirse liberado piensa esto es el liberalismo, soy un liberal, y es sincero sin transiciones. Me lo recomendaron a usted por sanguinario. José Vargas sonríe como la mujer que se esfuerza en no sonreír cuando la piropean por la calle. Pues si no tiene usted nada más que decirme, dice con un regusto coqueto, me marcho. Nada más, responde Lasso levantándose y tendiéndole una mano. Vargas apenas aprieta. Se gira en dirección a la puerta, espera a que Diego Lasso le abra, se dicen gracias y salen. ¿Sale usted también?, se interesa Vargas. No, es que la puerta de la calle hay que abrirla y cerrarla. Ah. No hay portero en esta casa, dice Lasso. ¿Y en la suya?, añadiría en una salvaje fantasía de insolencia que consistiría en humillar la falta de hogar de un mendigo, que lo asemejaría a Vicente Plaza ahora que Lasso se sabe líder, pero apelando a su recién estrenada autoridad, se censura. En la mía tampoco, responde Vargas sin dar más explicaciones y sin necesidad de que Lasso sea insolente, dejándolo por ello íntimamente sonrojado.

Está bien, Dieguito, están bien los pronunciamientos. No me pierdo yo a Fernando jurando la Pepa mientras monta a la Pepa, y en ese momento recuerda que tiene a una mujer encerrada en casa, lo lee en su cabeza: una mujer encerrada en casa y cincuenta duros cerca del rabo. Coge la bolsa, el cuchillo y la pelliza, dice muy rico todo y baja las escaleras de dos en dos. Diego Lasso está contento. Enjuaga la copa y prepara un nuevo plato de jamón y queso para cuando lleve a José Vargas a medianoche.

8

En cuclillas y con la boca goteando sangre en el regazo, Castillejos le ofrece a Plaza la toalla que tenía puesta a secar al lado de la chimenea. La pulsación de la herida la seda. Sin apenas fuerzas ha ido de la cocina al salón y se ha agachado, mirándose la suave percusión de lunares de sangre que se expanden en el vestido. La toalla se desparrama por la mano floja, la mano se apoya en el codo débil, el codo en muslo y Castillejos dice tome, capitán, con su amabilidad instintiva.

Vicente Plaza saca una botella de anís y se rocía la cabeza. Le escuece en más puntos de los que le duelen. Coge la toalla, se seca y deja el anís junto a Castillejos. Va a su cuarto y llena una palangana. Se enjuaga el pelo y se lava, moja una esquina de la toalla y se la pasa por las axilas y el cuello. Descansa en la jofaina, reposa la toalla en la nuca. Oye, llama a Castillejos. Ven a limpiarte. Está más adormecida porque le ha llegado como un himno de paz el sonido del agua acompañado de los suspiros y las exclamaciones de alivio de Vicente Plaza, por eso y porque empieza a perder mucha sangre. Eh, insiste Plaza. Regresa él a la cocina y al agacharse a su lado se marea un poco, las brechas de la cabeza le bullen. Se asoma por el hueco que forma el tronco doblado de Castillejos y le busca la mirada, y encuentra los ojos cerrados y la cara pálida. Le aprieta las mejillas con una mano y la zarandea eh, eh. El cuello de Castillejos cede y las rodillas dejan de sostenerse, golpean el suelo. Vicente Plaza la agarra por la cintura, se quita la toalla del hombro y le limpia la boca, restregándole la sangre, y descubre el labio superior abierto. Le echa la cabeza hacia atrás, coge la botella y le derrama en la boca un chorro cristalino. Catalina Castillejos espabila y tose en la cara de Vicente Plaza, gime roncamente y deja caer en el vestido una baba de sangre y anís. Las roturas de la piel refulgen al contacto con el alcohol y se define una veta ancha y curva desde más arriba de la boca. Vicente Plaza empapa de anís la toalla y la posa sobre la herida de ella, que se queja ahogadamente, le arde el tabique nasal y le pica la garganta. Ahora ve Plaza a Castillejos. Ve los ojos verdes y las intensas ojeras, ve la frente ancha, la nariz algo combada, las cejas despeinadas, la calidad del hilo de su vestido que trasluce la puntilla de las enaguas. La respiración de Castillejos va calmándose y sus pupilas dejan de vagar. Se detienen en las suyas. Vicente Plaza retira la toalla y susurra estás mejor. Castillejos responde mejor, mejor, tosiendo entremedias, con cara de asco porque le ha vuelto el sabor a sangre y anís. Toma, escupe, y le pone la toalla en las manos y la endereza, dejándola sentada. Ella apenas deposita un silbido en la toalla. Agua, pide. Mejor enjuágate con el anís, para las heridas de dentro, dice Plaza, y le alcanza la botella. Castillejos se recoge el pelo detrás de las orejas, posa la abertura en el labio inferior y da un traguito, aprieta los ojos, tose de nuevo. No lo tragues, métete un buche largo pero no tragues, le dice Plaza. Espera, te traigo un cacharro, espera, y de un salto se levanta y trae del dormitorio la palangana donde flotan islotes de saliva y leche. Castillejos chupa la botella y estira el cuello. Con los ojos apretados agita el líquido dentro de la boca, un poco más, dice Plaza. Se le salen dos hilillos por los labios apretados, y dos lágrimas. Se vuelca sobre la vasija y escupe rosado y dulzón, salpicándose a ella y a Plaza, y regurgita. Venga, vomita, la anima. Con una mano le sujeta el barreño y con otra la melena, pesada de sudor y de algo de barro seco y de perfume que todavía emana. Desciende una flema temblorosa hasta sumergirse en el mejunje, y Castillejos eructa. ¿Ya? Agua, responde ella. Vicente Plaza suelta la palangana y la melena, se vuelve a levantar y trae un botijo. Le ayuda a beber sosteniendo la base e inclinándolo. Castillejos se aferra a las asas, se atrae el pitorro a la boca y engulle el agua sonoramente, se le derrama por el pecho y dirige el botijo y la mano de Plaza para que le moje la frente, la dirige de nuevo para seguir bebiendo. Ya, respira Castillejos con gozo de saciedad. Gracias. Su sonrisa está agotada pero alcanza a enseñar los dientes vueltos marrones, y brilla Castillejos empapada.

 

Vicente Plaza se levanta y dice no tengo nada para comer. Ya lo sé, responde Castillejos, y también se levanta. Hace frío, dice Plaza, y ella asiente. Vamos a un café. No tengo dinero. Ya lo sé, responde Plaza, y Castillejos piensa en la mantilla que no encuentra en su baúl, pero no dice nada. Cámbiate y vamos a un café. Vicente Plaza recoge la toalla del suelo, engurruñada y apestosa, y dice en el dormitorio hay unos trapos. No son tan exquisitos como esto pero están limpios. Y una jarra de agua entera. La tiro, ¿no? ¿El qué?, pregunta Castillejos. La toalla, dice Plaza, ¿o quieres lavarla? No no, sí, si… ya de exquisita tiene poco. Castillejos coge el baúlte ayudo, pregunta Plaza, y ella se acuerda de la mantilla. Pesa poco, responde ella, y se mete en la habitación. Aunque retiene el chorro para que no se adivine lo que está haciendo, Vicente Plaza la oye orinar. El tintineo en la escupidera se extiende unos segundos largos y en su discurrir Vicente Plaza presencia el salón oscureciéndose y la tarde invernal recostándose como plomo sobre las casas. Aísla en el silencio las percusiones de la orina contra el recipiente y de los coches contra los adoquines, pero luego sólo la orina y luego sólo las bisagras del baúl, el trajín de las capas de ropa ajustándose al cuerpo de Castillejos, el cepillo rascando los nudos del pelo, su tos. Ve a su hija cuando creciera o a su esposa cuando se conocieron. Reconoce los gestos domésticos de una mujer: el roce de su trasiego, su gratitud hacia los muebles, el gesto altivo frente a la desatención. Enciende unas cuantas velas y se abotona hasta arriba la camisa. Tira la toalla de Castillejos por la ventana, se abrocha el dolmán y se pone la pelliza a un hombro. Pasa la mano por encima del pantalón y aprieta la bolsa de dinero. Espera de pie, atento, imaginándola. Castillejos abre la puerta y Plaza la reconoce: una mujer bonita. Vicente Plaza, capitán de húsares de Castilla la Vieja, visitador y comandante general de rentas, cesante, claro. Natural de Cebico de la Torre, Valladolid, que no me he presentado, dice, y reverencia escuetamente. Catalina Castillejos de Alhamar, dice Castillejos en una corta flexión de rodillas, y duda si añadir propietaria de doce hectáreas de olivos. Tasa las ventajas y los inconvenientes de su presentación. Propietaria de doce hectáreas de olivos, resuelve. Vicente Plaza acaba de descubrir su acento acatarrado y difícil. Mucho gusto. Igualmente. Castillejos se balancea en el sitio, poniéndose un poco de puntillas y rebotando en los talones. ¿Cómo se encuentra su labio? Ella se lo toca y reprime una mueca dolorida. Mejor, gracias. A Plaza lo asalta la culpa y mira a los lados para evitar la mirada de Castillejos, aunque esa mirada no contiene ni reproche ni abatimiento sino un destello ansioso. ¿Y usted? Mejor, mejor, responde. Me alegro, dice ella, que también siente vergüenza y por eso mira abajo, aunque tampoco hay insulto en la mirada de Plaza. Pero porque sus ojos se rehúyen tienen que masticar el remordimiento a la vez que los bizcochos, tiene Castillejos que censurarse la gracia que le hace que Plaza se rasque la cabeza y extraiga unos trocitos de cerámica diciendo es caspa rebelde, aunque no se reiría mucho porque le tiraría la raja del labio. Castillejos anda ocultándose la boca y Plaza siguiendo los movimientos del camarero, haciendo como que despioja el colbac y frotando su insignia. Castillejos rechaza la invitación de Plaza de pedir algo más y ante su negativa Plaza tampoco repite. Vuelven a casa temprano y hambrientos.

Se empeña ella en limpiar el estropicio de la cocina a pesar de que Plaza le dice no, mujer, no importa, de verdad. Es verdad que no le importa porque a Vicente Plaza le disgusta su casa y se congratula de sus pequeños accidentes, contemplar cómo se arruina. Pero después de insistir Castillejos, ya remangándose el vestido, poniéndose de rodillas en el suelo y pidiendo un paño, Vicente Plaza experimenta la antigua tibieza de la servidumbre femenina. La deja limpiar y mientras tanto le prepara la cama de su habitación y vacía la escupidera por la ventana. Le enseña la estufa y le indica el carbón está casi todo quemado pero algo calentará. Plaza enciende la chimenea y da unos golpes a los cojines del canapé. Conforme se desviste va doblando las prendas del uniforme o extendiéndolas, sorprendido de reencontrarse con esa vieja costumbre.