Terroristas modernos

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José Vargas bajó al primer piso, agarró la llave que pendía de la cuerda y acercó la pelvis a la cerradura. Dentro hizo lo mismo para cerrar. Se arrancó el pañuelo de la cabeza, arrojó la capa y las botas. Como la escupidera estaba debajo del ventanal orinó mirando a la calle, enmarcado en el vidrio. Se subió los pantalones y se tiró bocabajo en el jergón. Durmió profundamente hasta que el sol dejó de caldear el cuarto. El atardecer de febrero dejaba la ciudad en duermevela, en una inercia moribunda de carruajes devolviendo pasajeros y gente regresando. Esa quietud de las ciudades en el ocaso, de mamífero cansado como él, lo ponía de buen humor. Notaba que Madrid y él se entendían y salió a pasear. Estaba contento, se movía con rapidez, se sentía dueño. Había comido, había echado una siesta, tenía una casa y una cita con una mujer. Iba a hablarle a Julia Fuentes, iba a cogerla de la mano, iba a llevarla a cenar.

José Vargas es indemne a la noche cerrada. La escarcha empieza a humedecer los cristales y él no se encoge. Los coches de caballos con prisa o con enfermos le salpican barro y él sólo parpadea. Cómo voy a llevar a una monja a cenar vestida de monja, se burla, resopla. Desde hace un rato piensa que con lo que le cuesta la cena tiene para una gitana flaca, pero no se decide. Es el dinero, piensa. Siempre que tiene dinero se sume en algún tipo de reflexión vital. Los ricos celebran el dinero gastándolo, los pobres celebramos el dinero pagando, piensa. Si yo le hubiera dado su parte a Cuesta la habría usado para comprarse una camisa igual de asquerosa que la que tiene ahora, y Mateo para pagarle a un médico y a un boticario que le dirían que se va a morir sin remedio, como su padre. Los dos habrían quedado igual de desgraciados. Mensualidad o conspiración, se había preguntado José Vargas esa mañana delante de la bolsa. No tuvo que hacer cuentas. Al peso supo que no le llegaba.

11

Castillejos se levanta esbelta. Lo nota. La clavícula más marcada, como una percha de la que colgara el cuerpo. Las muñecas frágiles, las puntas de los dedos afiladas, las uñas cortantes, más firme el descenso del cuello, los pezones rígidos portando el camisón, el vientre plano de haber comido poco. Mete la mano por debajo de la ropa y lo acaricia. El cuerpo de Castillejos es un trazo. Sus movimientos son pequeños y ciegos, la rodea un aire denso. La habitación es clara y tiende al azul. No sabe si ha dormido mucho, ni sabe si está cansada por no haber dormido o es que no se ha terminado de desperezar de un sueño largo. Mira de cerca los objetos, toca el borde del lavabo y se asoma un rato a la ventana. Recorre la extensión de tejados, una llanura seca. La detienen los reflejos de los tragaluces de las buhardillas. Los supera como de una zancada un charco. Las buhardillas se le hacen endebles, de juguete. Un tragaluz parece un recortable de papel que se dobla por las esquinas y se adhiere al tejado con una pestaña. Los tejados parecen de cartón. Las cúpulas y los campanarios parecen decorados de un teatro de marionetas. Castillejos se acuerda de su teatrito y sus figuras pero no recuerda dónde los tiene guardados o si los tiene su hermano el mayor pero todavía pequeño, si él seguirá jugando, y piensa en que la ha abandonado y por primera vez le da pena. Unos mosqueteros, unos mariscales, unas princesas. Todavía a veces los saca y los monta en el suelo, pero ya no se pone a jugar. Sólo los observa y tararea una cancioncilla que se inventa, y de improvisar se le saltan las lágrimas como ahora mismo. Siempre inventa la misma cancioncilla y siempre llora. No sabe si vestirse, debe vestirse, va a vestirse, se queda como está pero debo vestirme, piensa. Catalina Castillejos es dueña de su turbación. Se cruza de brazos y así se queda.

Percibe el espacio distinto a ayer. Encuentra el hogar en el sitio del hogar y piensa ahí dormí anteanoche. Encuentra el sillón en el sitio del sillón y piensa ahí se sentó el capitán Plaza anteanoche, ahí ha dormido hoy. Encuentra la cocina y piensa es la cocina de la jarra de leche. Recrea el golpe, la sangre, el desmayo, el anís. La complace estar ubicada. En su mente formula la oración me abandonaron, estoy en una casa, estoy bien con el batín de raso y los tirabuzones deshechos, porque en ese momento ha descubierto, volcado junto a un armario, un espejo grande cubierto de polvo. Lo ha cogido y ha pasado la mano por la superficie, y se ha sacudido la suciedad dando suaves palmadas. Se ha visto la boca hinchada y ha dado un respingo. Ha dirigido las yemas de los dedos al archipiélago de heridas de los labios. Eso ha sido en ese momento, porque ahora está formulando en su mente la oración estoy en una casa, me abandonaron, estoy bien con el batín de raso, y así, inventariando sus circunstancias, cae en la cuenta de que es domingo y de que debería aprovechar que Vicente Plaza va a la iglesia.

Él dudaba si ofrecerle su brazo. Al final lo hizo llamado por su antigua instrucción de noble. Castillejos lo tomó sin apoyarse y tuvo el puño cerrado todo el camino. Se han soltado al cederle Plaza el paso en la puerta, y Castillejos, con suave reprimenda, le ha dicho ya va por el credo, y ha desenfundado el misal.

En la segunda fila de baldosas de mármol Castillejos dobla una rodilla y se persigna. Tras ella, Vicente Plaza se descubre y hace lo mismo más rápido. Todas las cabezas y casi la del cura se giran porque las espuelas de Vicente Plaza están arañando el suelo, marcando un ritmo de enormes cascabeles, como un rico y lento carruaje. También Castillejos se da la vuelta y lo mira pero sin censura, y con los labios gesticula no hay sitio. Diego Lasso ha visto a Vicente Plaza y lo saluda por encima del hombro. Plaza recoloca los omóplatos y pisa más fuerte.

Castillejos se pone al lado de Lasso y, al lado de Castillejos, Plaza, quien mira al techo y a los lados y perezosamente se suma a la oración qui ex Patre Filióque prócedit, negando de incredulidad con la cabeza y aplanando los picos de la escarapela. Al otro lado de la iglesia identifica la chaqueta de dragón de Francisco Esbri, todavía amarilla brillante, y cuando está a punto de atravesar el pasillo e ir a buscarlo un pudor molesto lo hace esperar a que acabe el credo. Se inclina para llamar a Lasso desde la mejilla izquierda de Castillejos, y Lasso se inclina a la altura de la mejilla derecha. Qué sorpresa verlo en misa, capitán. Vicente Plaza susurra he visto a Esbri. Voy a decirle lo de la conspiración ¡ssh!, exclama ahogadamente Lasso. ¿No te dije que yo no puedo conocer a tus ángulos? Castillejos pega los codos al cuerpo porque Vicente Plaza y Diego Lasso se van acercando más el uno al otro y la comprimen, la miran de reojo, y ella intenta no perderse en la página. ¿Que no puedes conocer qué? ¡Los ángulos tuyos! ¡Yo no puedo conocer a Esbri!, susurra Lasso. ¿Cómo que no conoces a Esbri, atontado? El espartero del sitio de Valencia, el que se juntó con los dragones. Diego Lasso contiene la rabia cerrando los ojos y después dice no le digas nada de mí a Francisco Esbri, ¿estamos? Resurrectiónem mortuórum et ventura saéculi amén, dice Castillejos, y ha terminado de rezar antes que nadie. Bueno, que te quedes con esta, dice Vicente Plaza, que voy a lo de los ángulos. También me ha parecido ver a Garcés, y en ese momento Diego Lasso se tapa los oídos y vuelve a ponerse recto, y así aprovecho y hablo con los dos hoy mismo, concluye Plaza, añade ¿pero qué te pasa? Y sale del banco. Anda pegado a la pared de hornacinas huecas. Castillejos ha abstraído el eco de las espuelas del pedimos a nuestro señor Jesucristo por la pacificación de las Américas y la condenación de los traidores, te rogamos, óyenos, y se ha sentido por segunda vez en dos días abandonada, pero ahora piensa esto es una aventura, esto es una novela, y hasta el hambre la estimula. Se une a la plegaria con energía y sonríe a Diego Lasso te rogamos, óyenos. Diego Lasso también ruega animado. No se puede creer que Vicente Plaza lo invite a una puta tan fina.

José Vargas está sentado en la penúltima fila. El aire que ha movido Vicente Plaza al pasar por su lado le ha devuelto un olor a tierra y a hierro que lo ha sacado del ensueño del latín te ígitur, clementíssime Páter, y ha retomado su inspección. Por los huecos que quedan entre las cabezas busca conocidos. Ya ha descartado a unos cuantos porque van con niños y a otros porque van solos. A otros porque se han dado cuenta de que los estaba mirando. A otros porque fueron amigos y los conocen bien. Finalmente, pegado a la capilla expoliada, ve las espaldas de Arnaldo Cuesta y de su mujer que se contraen para la consagración del pan.

Castillejos enfoca y desenfoca la cordillera de nudillos del reclinatorio. Mira arriba con la boca entreabierta como en señal de súplica, pero lo que está es observando los techos planos, las columnas cuadradas, las paredes desconchadas y los lienzos ennegrecidos, y se pregunta dónde está la grandeza del Señor. Cuando divisó el edificio al final de la calle ya pensó que lo mismo podía ser una iglesia o un granero, con esos ladrillos pequeños y oscuros y la campana al descubierto. Le dan pena las pequeñas imágenes de escayola, la penumbra de los candelabros y las vidrieras y el retablo dorado pero sin brillo, echado hacia delante como si pendiera de una puntilla mal clavada. Le resulta todo tan accesible: los santos son muñecos, la forja es de pasta, el celebrante una marioneta, los fieles una serie repetida de hileras recortables, y ella está en una de esas hileras; la iglesia entera de cartón. Madrid le parece fácil. Vicente Plaza va hacia Francisco Esbri durante el Padre Nuestro. La gente lo recita más fuerte y con ritmo y Vicente Plaza marca los acentos con sus metálicos pasos, espoleando el rezo. Castillejos escucha las espuelas y es como escuchar un sonajero. Hic est enim cáliz sánguinis mei, dice el cura levantando el cáliz, y José Vargas levanta su cantimplora. In mei memóriam faciétis, concluye el cura y bebe. José Vargas da por bendecido el marrasquino y bebe también.

 

Lasso está detrás de Castillejos haciendo cola. Observa su perfil roto por la boca y especula por qué le habrá pegado Vicente Plaza, tan dama como la ve, e imaginándose resistencias y malas contestaciones empieza a desearla y a desear que acabe la misa. Cuando llega su turno Castillejos levanta los ojos al cura, responde amén y de hambre devora la hostia. Támtum ergo sacraméntum venerémur cernúi se mezcla con el tumulto ordenado de gente yendo a los pies del altar o volviendo a su asiento. José Vargas repara una última vez en Arnaldo Cuesta y sale de la iglesia. Se aposta al otro lado de la calle y aguarda dando unos tragos. A Castillejos le gusta el acento tan claro de Diego Lasso rezando, sin omisiones fonéticas, y piensa a la salida pienso decirle que habla mejor que el cura. Se da cuenta de su atrevimiento y se santigua tres veces seguidas, pero ahora que ya han salido y han dado una vuelta por el patio trasero buscando a Vicente Plaza, ahora que corroboran que lo han perdido de vista, entre un par de lápidas Castillejos se sonroja para decir ¿sabe? Habla usted latín mejor que el cura. Diego Lasso se sonroja también y dice Diego Lasso, teniente de húsares de Castilla la Vieja. Ya, responde Castillejos. Lo conocí a usted ayer. Catalina Castillejos de Alhamar, propietaria de doce hectáreas de olivos al este de Sierra Elvira. Diego Lasso piensa está loca, y decide seguirle el juego: Es la hora del aperitivo. Tengo jamón, queso y vino, ha dicho Lasso. ¿Que lo tiene? En mi casa, ha respondido Lasso, y acceder a acompañarlo ha sido para Castillejos el hambre y para Lasso prostitución, y así ha sido fácil entenderse. José Vargas ha esperado que Arnaldo Cuesta y su mujer doblen la esquina para empezar a seguirlos. Los ve entrar en la casa baja y marrón y espera todavía a que den la una y media, y entonces espera a que las campanadas se extingan por completo. Llama y abre Arnaldo Cuesta, y sale un olor a caldo de pollo. Se besan y se palmean. José Vargas le dice quiero tratar contigo un asunto de importancia.

Doña Catalina. Este es el parque de artillería de los héroes Daoíz y Velarde. Oh, responde Castillejos. Por allí abajo venían tres mil franceses y por allí ocho mil, por la calle de San Bernardo. ¿Esa?, señala Castillejos. Esa. Y esta es la Puerta del Sol. Aquí fue la carnicería de los mamelucos. El primer campo de batalla de la guerra. Los valerosos supervivientes que intentaron huir cayeron bajo las balas y las bayonetas de Murat. Usted debía ser un niño, dice Castillejos. ¿Vio todo eso? No, porque era yo zagal y vivía en Villadiego de León, pero puedo imaginármelo y, permítame la expresión, se me ponen los pelos de punta. ¿A usted no? A mí también, responde Castillejos. Violando a las mujeres en plena calle, delante de sus hijos y sus maridos, añade Lasso, y Castillejos le aprieta el brazo y niega con la cabeza. Disculpe si la impresiono, señorita. No, no se preocupe. Lo que pasó, pasó. Estas cosas hay que saberlas. Castillejos desliza el asa de su bolsito hasta el codo y usa la mano de visera. Dice sale el sol en la Puerta del Sol, y se ríe para adentro. Diego Lasso dice el dos de mayo también hacía sol. Menos mal, responde Castillejos. Se callan hasta que les da la sombra de la calle Preciados y Castillejos dice don Diego de Villadiego, y se ríe otra vez con su risa cuidadosa y seca. Lasso de Garcilaso, recuerda él sin importarle que ella pueda no entender el chiste.

A Diego Lasso se le acelera el pulso en el rellano y tarda en encontrar la llave. Mientras tanto Castillejos se asoma por el hueco de la escalera, azorada por la subida de los cuatro pisos, pero más azorada por la sensación de respirar hondo a través de un tronco sin comprimir, sin corsé, y es casi como si se alimentara. Adelante. Castillejos abarca toda la sala de un golpe de vista y exclama con sorpresa, con su aire libre desde el estómago, es una buhardilla. Diego Lasso la adelanta y deja el sombrero encima de la mesa. Y esto es jamón y esto es queso, y colocando por último la jarra dice y esto es vino. Esto es un vaso. Catalina Castillejos se está divirtiendo y espera que Diego Lasso le diga esto es una silla, siéntase y coma. Esto es una silla, dice Diego Lasso retirándola. Se pone detrás de ella y dice, señalándole el culo, esto son unas posaderas. Coloca las manos en sus hombros, hace un poco de presión y dice esto es sentarse, y la sienta. Castillejos de puro nerviosa se está riendo y le está doliendo la herida, así que se serena y se quita los guantes. Diego Lasso le mira los huesecillos de las muñecas y las uñas de mugre. Castillejos dice esto es un dedo índice, esto es un dedo pulgar, esto es coger y esto es comer. Esto es masticar, dice, y se tapa la boca de pronto, con un gemidito. Diego Lasso se desabrocha el abrigo y la acompaña. Le sirve vino y dice esto es vino. Ya lo has dicho, responde Castillejos bebiendo. Diego Lasso siente el duelo y la mira a los ojos. Castillejos le sostiene la mirada más o menos, la desvía lo justo hacia el plato. Entonces Lasso le guiña y le saca la lengua y ella se sobresalta, derrama un poco y él dice ¡eso es mancharse de vino! Ella se hace atrás en el asiento y se estira el vestido. Súbitamente seria pide una servilleta o un trapo, por favor, y agua con limón y sal. Lasso pide un perdón acalorado. Enseguida. Abre el armario, se agacha y duda si darle una corbata o unos calcetines rotos o unos calzones sucios.

Castillejos ve unas figuras en un estante por encima de la cabeza de Lasso y pregunta ¿esos son soldados Pellerín? ¿Disculpe? En lo alto del armario, dice ella acercándose. ¿Esto?, dice Lasso, y coge una fila de soldados de papel, erguidos gracias a una lengüeta. Parecen bailarines más que guerreros, sin una arruga en la ropa, tan redonditos, dice Castillejos. Son los más baratos y los más variados, pero cuesta encontrarlos, y más ahora. Tengo más, anuncia Lasso, se pone de puntillas y alcanza una caja escondida detrás de la cornisa del armario. La abre y sonríe detrás de la tapa. Se los quitábamos a los correos franceses. Muchas láminas venían con mensajes por detrás. Castillejos abre mucho los ojos, dice me permite y coge la primera hilera del montón. Granaderos, dice. Coge la siguiente y dice infantería. Estos son lanceros polacos, por el penacho, dice Lasso, y se sienta en la cama para seguir rebuscando. Se pone la caja en el regazo y dice creo que tengo un Napoleón grande a caballo. ¿Sí?, pregunta Castillejos, y se sienta a su lado. Cuando jugábamos en la universidad o en la academia siempre lo quemábamos con una cerilla, o terminábamos ahogándolo en un vaso de agua, y ya no sé si me quedan. Castillejos está a punto de preguntarle a qué universidad fue usted, qué estudios tiene, a qué academia, pero en ese momento Diego Lasso dice aquí está y saca una figura del tamaño de la palma de su mano. Qué bonito que es. No es Pellerín. Demasiado bien hecho para ser un Pellerín, dice Castillejos. Es de Didier o de Georgin por lo menos. Ya decía yo que lo había guardado por algo. Antes me ha parecido ver un gato con botas, dice Castillejos, se inclina hacia el interior de la caja y al subir le da a Diego Lasso con la peineta. ¡Uy, usted perdone! Nada, nada, responde Lasso frotándose la nariz. Aquí está el gato con botas, dice Lasso. ¿Se sabe usted la fábula? Sí, responde Castillejos, bah, y hace un mohín a medias, hasta que el labio le tira. Ya, yo también prefiero los cuentos de toda la vida, responde Lasso, y sigue sacando soldados. Zapadores, ingenieros, la banda. ¡Yo tengo una igual!, dice Castillejos, ¡igual, igual! ¿A que los de la corneta están bizcos? ¡Lo sabía!

Diego Lasso observa una lámina entera sin recortar, con cuatro filas de siete soldados al galope cada una. Castillejos lee en un francés correcto husars français à cheval, G. Silbermann, Strasbourg. Húsares como usted. Tan viejos, sin colorear ni nada, pueden ser lo mismo franceses que españoles que rusos. Este es usted, dice Castillejos. Lasso sonríe y ve su herida muy de cerca. Piensa que no la afea del todo porque es del morado de la blusa y del marrón de las manchas de vino. Y este es el capitán Plaza, dice Lasso señalando al húsar de detrás. ¿Un teniente al frente de un capitán? ¿En qué academia militar se ha formado usted? Se aclara la voz y responde, mirándola a los ojos, en Zamora. Pero se pasaba usted el día quemando a Napoleón. Lasso coge una alegórica Marianne de la república francesa con dos dedos y dice esta es usted. Mire qué bien le queda el gorro frigio y la toga. ¡Le veo una pierna! Castillejos hace que se ofende y le da un codazo. ¡Oh, Marián, alimenta a los hijos de la república con tu jamón! ¡Pego es tan vastá la patgia! ¡Nu hay sufisienté con unó! ¡Tendgás que dagnós el otgó yamón, Maguián! Castillejos contiene el falso enfado de espaldas a Lasso y a la pequeña Marianne que se agita en su hombro, le roza la oreja y le da un escalofrío, y le pega a Lasso con palmaditas frenéticas. Lasso se sienta en el suelo, coge una hilera de guardias imperiales con la otra mano y declama ¡gasiás, Maguián! ¡Pero es tan dura la campaña en Egipto, son tan fieros los soldados españoles! ¡Necesitamos pechuga, Marián, tenemos hambre! Poniendo voz de pito acerca la Marianne a los soldados y exclama tomad, ciudadanos, tomad mi pechuga de utilidad común. Coge la lámina de Napoleón y la restriega con la de la Marianne diciendo Marián, Marián, procreemos naciones libres, oh, sí, fraternidad entre los hombres, y frota varios recortables juntos, ¡fraternité!, ¡fraternité! A Castillejos se le escapa la risa sin querer, a ronquiditos, con una lástima burlona ante las imágenes arrugadas. Diego Lasso se limpia una lágrima, suspira la última risa, ay, y trae un cuchillo. Pega la lámina de húsares al suelo y hace un corte recto bajo cada fila de jinetes. Anda, dame que les haga las pestañas, dice Castillejos.

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