Adjudicación jurídica política de la vida y argumentación en educación

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2. La adjudicación en la reflexión medieval

El medievo ubica al juez dentro de la perspectiva del teologismo jurídico propio del momento, donde la transversalización del pecado como ofensa a Dios, encuadra la adjudicación. De ahí que la falta o conducta reprochable continúa (como en mundo griego) con una carga simbólica dentro del escenario religioso, que para la época es la tradición cristiana. Se ha de imponer la justicia Divina, a través del poder político del rey, quien juzga en nombre de Dios en la tierra: “Ninguno de los reyes debe creer que el reino que administra le ha sido dado por sus progenitores, sino que debe creer sincera y humildemente que le ha sido dado por Dios” (Sevilla de, 1951, p. 499). El rey, el príncipe se configura por tanto en el centro de la acción social, es la sede de los poderes concentrados en su majestad y potestad, su mandato, en el que está la administración, adjudicación de justicia, expresa los quereres y los propósitos de la voluntad que reside en la Providencia. Sus intenciones están conducidas por los fines a los cuales está inscrito por ser la expresión primera de los quereres de Dios en la tierra, en él se concreta la imagen y la razón divina:

Es, pues, el príncipe, como muchos le definen, la pública potestad y cierta imagen en la tierra de la Divina Majestad (…) el poder del príncipe es de tal manera de Dios, sino que Él usa de ella a través de una mano subordinada, proclamando en todas las cosas su clemencia o su justicia (De Salisbury, 1983).

Por lo tanto el príncipe tiene asegurada y garantizada su legitimidad y legalidad, además de estar desterrado cualquier cuestionamiento, o asomo de duda acerca de sus disposiciones, porque en últimas son los preceptos del Altísimo. Se desprende de ello que como gobernante solo debe rendir cuentas a quien lo consagró para este encargo, no al pueblo a quien imparte y adjudica justicia, de esta manera como gobernante y juez, en su cabeza que residía estas labores, era que reposaba lo propio del querer supremo, su poder es absoluto y no ha de estar sujeto a las leyes, solo obedece y da cuenta de sus acciones a Dios: “Este poder es absoluto y soberano, porque no está sujeto a otra condición que obedecer lo que la ley de Dios y natural mandan (…) el rey no puede estar sujeto a sus leyes” (Bodino, 1992). Para el siglo XIII Tomás de Aquino hace consideraciones acerca del lugar del juez e inserta en esta la reflexión de la justicia, del derecho y la ley en el tratado de la moral, porque el ejercicio de adjudicación del juez, es acción de la razón práctica como disposición del hombre ante la autoconciencia de sus acciones y por supuesto ante la recriminación cuando estas se apartan de la razón, de la recta razón que conlleva la justicia. Por lo que en el juicio, el juez declara o determina “El juicio no es otra cosa sino cierta declaración o determinación de lo justo” (Aquino, 1956, pp. II, II, cuestión 60 art. 5) lo que es justo, en tanto que está instituido en el derecho positivo, como lo está la ley divina o razón de Dios. El Juez actúa, por potestad humana y divina, conforme a derecho. Y este derecho por la escritura como ley positiva divina y humana, según Tomás de Aquino, otorga fuerza y autoridad “la ley escrita contiene e instituye el derecho positivo, dándole toda la fuerza y autoridad” (Aquino, 1956, pp. II, II, cuestión 60 art. 5) al togado. Este al proferir la sentencia, como ejercicio de su acción práctica, al adjudicar el derecho o la ley, como orden de la razón, al caso particular lo constituye en intérprete de las leyes escritas:

quien profiere un juicio, de algún modo interpreta las leyes, aplicándolas a un caso particular. Y a la misma autoridad corresponde el establecer las leyes y el interpretarlas. Y así como no se puede establecer una ley sin autoridad pública, así tampoco sin ella se puede dictar un juicio (Aquino, 1956, pp. II, II, cuestión 60 art. 6).

El juicio es expresión de la autoridad pública a toda la comunidad, autoridad legitimada porque la ley natural está inscrita en su razón, y lo lleva a actuar siempre en atención al bien común. La idea del bien común en aplicación de la justicia, y de la potestad otorgada al juez, se configura y trasciende todas las formas de lo social entendida como la relación de la parte al todo “la justicia particular se ordena a una persona particular, que respecto a la comunidad es como una parte para el todo” (Aquino, 1956, pp. II, II, cuestión 61 art. 1), y en la pretensión justa y por lo tanto ética de sancionar las injusticias. Así la justicia atraviesa toda la vida en conjunto como exigencia y regulación, además de ser garantía del bien común, de ahí que, nada que implique la relación con los otros puede estar sustraído de la protección de la justicia, se comprende que esta asuma formas concretas como: justicia conmutativa y justicia distributiva:

…la justicia conmutativa (…) ordena las relaciones mutuas entre las personas privadas (…) como el todo se relaciona con una de sus partes, y así se relaciona lo comunitario con cada uno de los individuos; y es la justicia distributiva la que ordena tal relación, que consiste en la distribución proporcional de los bienes comunes (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 61 art. 1).

Siendo el concepto de proporción el que determina las relaciones justas y la justa circulación de los bienes, los referentes para que se piense la justicia en una dimensión menos restringida, son las figuras de los comerciantes, que pese a su reprochable actividad, impactan en el colectivo social medieval, se constituyen en nuevos actores sociales, porque también conquistan el espacio del nuevo orden de la ciudad. Las sanciones, como ejercicio de adjudicación, están inscritas dentro de estas clases de justicia, por lo que estas deben atender a sus requerimientos, los atentados a estas han de ser el contenido de lo que se sanciona, así, el castigo es proporcionado, en tanto recompensa “Lo sancionado indica una igual recompensa en castigo con la acción precedente; y por lo mismo se aplica principalmente a las acciones injustas, como cuando alguien hiere a otra persona, o la golpea, merece entonces ser golpeado” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 61 art. 4) en la conmutación como en la distribución. La sanción en la perspectiva de la justicia conmutativa iguala, equilibra con la justicia de la pena las acciones injustas, así las penas restauran, atendiendo a la proporcionalidad como justa medida, como simetría. “Pagará ojo por ojo y viviente por viviente” (…) y así cuando alguien daña a otro en su propiedad, es castigado con un daño de la misma naturaleza” (Aquino, 1956, pp. II, II, cuestión 61 art. 4).

De ahí que la adjudicación se trata de adjudicación como simetría. Por lo que al acto ilícito le corresponde igual sanción, es decir, lo mismo, porque iguala las magnitudes del daño causado con el castigo -o dañorecibido, pecado con castigo para la redención. La recompensa que se otorga con la sanción causada por la injusticia cometida, es equitativa, como forma conmutativa: lo justo y lo sancionado. “En todos estos casos debe haber una recompensa siguiendo la norma de la equidad, por justicia conmutativa, de manera que si a alguno se le quita algo, se le recompense dándole lo mismo” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 61 art. 4). Por otro lado, en algunos casos, se ha de atender a que la sanción en perspectiva de la justicia distributiva, sea asimétrica, porque el castigo deber ser más, de creciente entidad o magnitud que solo igualar, deber ser mayor el castigo:

…no siempre la sanción es igual en especie a la falta: pues en primer lugar podría alguien herir injustamente a una persona mayor, y entonces el castigo sería mayor en especie que la ofensa; y así quien golpea a un gobernante, no sólo es golpeado, sino que recibe mayor castigo. Igualmente cuando alguien daña a otro contra su voluntad en una propiedad, le causa mayor daño que si sólo le quitase aquella cosa, y no sufriría en realidad ningún daño el agresor si sólo tuviese que restituirla (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 61 art. 4).

Como en el caso de las ofensas en las que el infractor con sus acciones reprochables causa daños graves o sensibles a las indicaciones de un buen cristiano, como verbigracia: herir a una persona mayor, robar a una persona en su propiedad, golpear al gobernante. Estas ofensas merecen mayor castigo porque afecta con esta conducta a toda la comunidad, “se le castiga obligándolo a restituir más de lo que robó, puesto que en tal caso no sólo perjudicó a una persona privada, sino también a la comunidad política, al infringir la seguridad de su tutela” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 61 art. 4). El daño a toda la comunidad es un daño sensible porque lesiona la seguridad y la justicia de todos. La sanción distributiva no iguala, es asimétrica porque su interés en justicia es la proporcionalidad entre las cosas y las personas atendiendo a su dignidad, las magnitudes que sopesa son de igual entidad o al menos de la misma importancia “la justicia distributiva (…) no se atiende a la igualdad entre un objeto y otro, sino a la proporcionalidad entre las cosas y personas” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 61 art. 4).

En la justa proporción del castigo, en la ponderación de entidades de igual y legítimo valor se ha de tener en cuenta que, según Tomás de Aquino, y dentro del teologismo jurídico medieval fuerte, considera que la pena de muerte es saludable y necesaria para el bien mayor que significa el beneficio colectivo, “cuando lo requiere la salud del cuerpo humano, es necesario amputar un miembro canceroso que puede corromper los otros miembros, lo cual consideramos saludable y digno de alabanza” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 64 art. 2). Por lo anterior, una vida pecadora bien se puede sacrificar, porque se hace en beneficio de la vida de los demás cristianos que se ven en riesgo; es lícito matar al pecador, al infractor porque esta acción conviene y es necesaria para la salud de todo el cuerpo social que se ha de preservar “Por tanto, si algún hombre es peligroso y corruptor de la comunidad por su culpa, puede matarse laudablemente para la salud y el bien común de todo el cuerpo comunitario” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 64 art. 2) pero esta muerte justa se debe cumplir por parte del gobernante, no por un particular, porque este no cumple con la adjudicación justa. Se asemeja al cuerpo, y si un miembro se corrompe, este se debe sacrificar, por lo tanto matar al infractor será digno y objeto de elogio, porque el malhechor arruina el bien colectivo al cometer crímenes graves. Igualmente en esta perspectiva de la adjudicación justa y proporcionada, se encuentra la pena de amputación, “la amputación de un miembro, aunque fuera en detrimento de un cuerpo, sin embargo fuera necesario para el bien común (…) podría privársele de algún miembro por algunas faltas menores” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 65 art. 1) destinada para aquellos que comenten delitos, incluso si las ofensas son menores; pero es justa la mutilación cuando es ejecutada por parte del gobernante, en la medida que es él quien actúa en beneficio de la comunidad. Que al infractor le sea cercenado el miembro culpable, canceroso, causa de pecado es una acción justa. Otras formas de castigo justo son los azotes, siempre y cuando estén dirigidos a la corrección y a la disciplina; en el caso del encarcelamiento, este como sanción y como prevención está en coherencia de proporción, pues con esta se cumple el propósito de que el malhechor no continúe con su acción dañina “El encarcelar a un hombre o el detenerlo de alguna manera, es ilícito, a no ser que se haga por orden de la justicia, sea como castigo o para evitar que el reo cometa otros daños” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 65 art. 3).

 

Pondera el Aquinate, también como propio dentro del teologismo legal, en el cual está inserto los delitos-pecados, que deben tener mayor sanción, como ejercicio de proporcionalidad distributiva, así señala que el juez debe adjudicar mayor castigo: cuando el infractor daña a muchos, cuando hiere al gobernante, porque este representa a todo la comunidad. Ha de tener mayor castigo cuando se lesiona a alguien que está relacionado con otra persona, porque el mal se ocasiona a los dos y se considera un mal mayor: “cuando se inflige la injusticia a una persona relacionada con otra de algún modo, tal injusticia se comete contra las dos personas; y por tanto en igualdad de circunstancias, el pecado es más grave” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 65 art. 4).

De esta manera se debe imputar, adjudicar mayor castigo por la gravedad del mal causado o bien atendiendo la dignidad de la persona. El juez cuando sanciona, en adjudicación dice Tomás de Aquino, crea derecho, crea una ley particular, esta instauración normativa la hace porque en su labor de intérprete, contribuye con la justicia como voluntad de la recta razón, por distinción y claridad de lo justo y bueno “El juez es intérprete de la justicia” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 67 art. 3). El juez al crear derecho como autoridad pública, lo crea de manera legítima, por lo que su sentencia es coactiva, eficaz y vinculante:

La sentencia del juez equivale a una ley particular acerca de un hecho concreto. Y así como la ley ha de tener fuerza coactiva (…) la sentencia del juez ha de tener fuerza coactiva, por la cual ambas partes se ven obligadas a cumplir la sentencia del juez; de otro modo el juicio no sería eficaz (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 67 art. 1).

Un aspecto interesante que señala el lugar y el rol que desempeña y ubica el juez en el medievo, es que el castigado, a quien este enjuicia ha de estar sujeto al juez. Esta sujeción es paradigmática porque tendría dos lecturas, en un primer lugar ampara ciertas garantías a quien es sometido al juez, para ser juzgado, y de esta manera las leyes pueden operar como límite legal y moral, pero por otro lado el estar sometido a la voluntad del juez, que en últimas cumple el querer de Dios, le deja al ejercicio soberano y al arbitrio del juez, pues este como autoridad suprema tiene la potestad para juzgar, y por su calidad y condición, este juzgamiento es justo, todavía más en los casos en que no está prevista una pena. Esta discrecionalidad, esta arbitrariedad bien puede ubicarse en los límites tenues de la transgresión de las mismas leyes que imparten y adjudican:

Un decreto de Alejandro III estableció el principio de que un delito por el cual la pena canónica no estuviera prevista, sería sometido al arbitrio de los jueces (…) Inocencio IV adoptó la distinción entre crímenes y penas. Ordinarias y extraordinarias (…) “…los jueces tienen el derecho de ‘transgredir’ las leyes…”. Si bien esta afirmación fue más discutida para las penitencias, el arbitrio del confesor también habría triunfado en relación a ellas (Zysman, 2012, p. 62).

Así siempre estaba vinculado al juez por delegación o jurisdicción ordinaria, su potestad humana y divina, era legítima, además de seguir con la intención y el hilo conductor del juez en el mundo griego, su quehacer sigue siendo el conductor del alma de los hombres, su actividad consiste en la atemperancia y contención de los vicios y pecados, se trata de corregir las sendas que han trazado las acciones ofensivas de los malhechores. El togado al proferir el castigo, en justicia y proporción, corrige porque es superior “Pero es debido a la justicia el que se obedezca al superior en todo aquello en lo que es superior. Y el juez, como ya se ha dicho, es superior del acusado respecto a todo lo referente al juicio” (Aquino, 1956, pp. II, II cuestión 69 art. 1). También corrige porque adjudica en el juicio al condenado, como quiera que busca el bien justo; las penas de esta manera, como responden a la íntima convicción del juez, a sus criterios de virtud, además de estar investido de la voluntad de Dios. Ha de tener lucidez para discernir la gravedad de las acciones ofensivas que atentan contra la justicia, y con la certeza de la necesidad de instituir el orden y la igualdad que es reflejo de la Providencia, se trata de que el juez cumpla los designios que le están deparados, por la razón al hombre como creatura divina, y que consisten en no hacer el daño a otros: “la justicia constituye la igualdad haciendo el bien, o sea, dando a cada uno lo que le corresponde; y la justicia conserva la igualdad ya constituida evitando el mal, o sea, no haciendo ningún daño al prójimo” (Aquino, 1956).

La labor de la adjudicación como responsabilidad y acción moral conlleva que el juez realice o actualice el ejercicio de la virtud de la prudencia, como razón práctica; con una consecuencia para los que están sujetos a su toga, es que los castigos adjudicados por el juez cuidador y guía de las vidas de los hombres, que han infringido el bien moral, sean en mayor medida arbitrarios, pues estas sanciones dependerán del sentido y comprensión del hecho oprobioso por parte del juez. El discernimiento será a su arbitrio, pues ponderará la mayor o menor ofensa o pecado que se ha causado a Dios y a los hombres, al cielo y a la tierra. Los castigos adjudicados son lícitos, proporcionados, justos por los nobles propósitos que amparan al togado, tanto por las leyes humanas, como divinas. De seguro que en la acción moral del discernimiento, y según cada caso concreto, el juez aplicará de acuerdo con la acción, y a las necesidades de redención de cada ofensor, pecador. Configura en la sentencia, el contenido moral reformador requerido de ahí que en mayor medida, y en sentido fuerte en el contexto medieval, los castigos sean arbitrarios porque siempre apuntaban a la búsqueda de la justicia, que merece según ofensa, y de acuerdo con la conciencia cristiana de quien está delegado para ello. Esta labor moral que se concreta en la adjudicación de los castigos ha sido parte de la indagación por la conciencia y el querer dañoso de la voluntad, del trasgresor:

Así Santo Tomás trata minuciosamente la cuestión de saber sobre qué ha recaído la voluntad para que el hecho sea punible (…) Se Trata de saber tan solo si había previsto y querido todas las consecuencias del hecho; se trata de su objeto y muy poco de su causa primera (Saleilles, 2005, p. 54).

El togado en la ponderación del juicio del infractor, logra entrever gracias a su dignidad y condición, la conciencia y la acción que llevó al acto maligno, acto que decidió como consecuencia del libre albedrio que lo define, como ser racional. La subjetividad del juez, su discrecionalidad está directamente proporcionada a la fidelidad a la virtud cristiana y a la ruta de la justicia como guía en sus fallos, con la garantía de cumplir el proyecto divino.

En la adjudicación medieval del siglo XV, con el teologismo punitivo, legal de carácter fuerte, la aplicación al caso concreto por parte de los jueces, adquiere renovados sentidos y símbolos por la presencia enérgica de la Inquisición, “su creación en 1478 o 1480, después de gestiones con Sixto IV iniciadas años atrás, coincide casi exactamente con la formación de la Hermandad nueva o Santa Hermandad en 1476” (Tomás y Valiente, 1969, p. 27). Así se comprende que delitos-pecados como la brujería cobran un inusitado sentido y efecto en la vida del conjunto social, donde la mujer es estigmatizada como causa del mal social, por ser perturbación anímica de la comunidad, también graves delitos-pecados como el comercio y la usura, que por ser vicio, como exceso arruinan la virtud y el alma justa, con ello desagradando a Dios, “adición al decreto de Graciano, monumento de derecho canónico en el siglo XIII: Homo mercator nunquam aut vix potest Deo placere (El mercader no puede-o difícilmente puede-agradar a Dios) (…) “es difícil no pecar cuando se hace profesión de comprar y vender” (Le Goff, 2004, p. 84). Ante esta manifiesta y clara sinergia entre pecado y delito, la adjudicación medieval permitió la institucionalización de las penas arbitrarias en las cuales el castigo físico y cruel además de la pena de muerte eran las directivas, y que se universalizaron una vez que se dieron por agotadas las penas pecuniarias. Como parte de la brutalidad del castigo, en la adjudicación se consolidan los suplicios, bajo el amparo y la licencia de la iglesia cristiana, con el beneplácito y la salvaguarda para que no hubiese obstáculos en su ejecución:

no se los moleste ni obstaculice por autoridad ninguna, sino que amenazará a todos los que intenten molestar o atemorizar a los Inquisidores, a todos los que se les opongan, a esos los rebeldes, cualesquiera fuere su rango (…) con la excomunión, la suspensión, la interdicción y penalidades, censuras y castigos aún más terribles (…) puede por Nuestra autoridad acentuar y renovar estas penalidades, tan a menudo como lo encontrare conveniente, y llamar en su ayuda, si así lo deseare, al brazo Secular (Kramer, 1975, pp. 4-5).

Se destaca en este contexto punitivo el papel de la mujer como protagonista principal del delito de brujería, ella es la fuente fundamental de este execrable delito-pecado, toda la brujería proviene del apetito carnal que en las mujeres es insaciable “hay que nunca se hartan (…) para satisfacer sus apetitos, se unen inclusive a los demonios (…) no es de extrañar que existan más mujeres que hombres infectadas por la herejía de la brujería” (Kramer, 1975, p. 54). El deseo sexual de la mujer, según esta cosmovisión de reproche, no tiene atemperancia, por lo que ha de censurarse toda manifestación de su sexualidad femenina, para la mujer está negado este ejercicio de su dimensión humana. El varón es visto como víctima de la seducción perversa y malhechora de la mujer, que los arrastra sin piedad a cometer este pecado abominable, además de ser un delito contra la naturaleza divina, que habita en él, pues el varón ha sido bendecido por Dios para no pecar con la brujería:

…es mejor llamarla la herejía de las brujas que de los brujos, ya que el nombre deriva del grupo más poderoso. Y bendito sea el Altísimo, quien hasta hoy protegió al sexo masculino de tan gran delito; pues Él se mostró dispuesto a nacer y sufrir por nosotros, y por lo tanto concedió ese privilegio a los hombres (Kramer, 1975, p. 54).

La sexualidad insaciable de las mujeres, causa de los males de los varones, es maligna en muchos aspectos, en primer lugar se vuelve contra ellas mismas y las condena, y por otro lado las hace vulnerables a que sean infectadas, pecadoras y corruptas, además arrastran al mal a otros, que son los varones virtuosos y buenos. La brujería es un Delito gravísimo porque el daño que causan las brujas de manera libre y voluntaria por el pacto con el demonio, causan venganza, mal y daño “han firmado un pacto y contrato con el demonio, (…) dichas mujeres colaboran con el demonio, aunque están unidas a él por la profesión por la cual al comienzo se entregaron a su poder libre y voluntariamente” (Kramer, 1975, p. 23). Una de las primeras descripciones de la imagen de las brujas, como mujeres malignas, delincuentes y pecadoras, ya habían sido realizada por San Isidoro, quien ofrece en su Etimologice, cap. 9 una explicación al porqué del color negro que las define “Las brujas se llaman así debido a lo negro de su culpa, es decir, que sus actos son más malignos que los de cualquier otro malhechor”. Y señala uno de sus más fuertes poderes, que las caracteriza en toda su maldad, y es que estas pecadoras logran modificar el clima y doblegar a su antojo la naturaleza. Al manipular el medio, esta acción constituye una grave ofensa a la obra de Dios, y es en este acto diabólico donde se manifiesta el pacto con el maligno, que las hace irreverentes y por ello objeto de suplicios. Este poder es vituperable por el perjuicio que la violencia del clima causa en los cristianos: “Agitan y confunden los elementos con la ayuda del diablo, y crean terribles tormentas de granizo y tempestades” (Kramer, 1975, p. 21). El otro daño que causan las brujas a las creaturas de Dios, es el hecho que con sus artificios confunden la mente de los hombres, los manipulan de tal forma que los empujan a la locura, a un odio insano y a desmesurados apetitos; estas malignas mediante hechizos y pócimas llegan incluso a terminar con la vida de los buenos cristianos.

 

Agustín de Hipona en La ciudad de Dios, también dedica un espacio para describir y proscribir a estos humanos torcidos, brujos y brujas, ya que estos se aprovechan de los cristianos que en estado de debilidad, pierden la confianza en Dios, estos los enloquecen llevándolos al pecado y al delito “llevan a la locura la mente de los hombres que perdieron su confianza en Dios, y que con el terrible poder de sus malos encantamientos, sin pócimas ni venenos, matan a los seres humanos” (Kramer, 1975, p. 21). Estos seres ponen en estado de indefensión a los buenos cristianos presos de estas artimañas del maligno, este se apodera de ellos, los posee y esta posesión se refleja en sus acciones de hechizados, o bajo la influencia de encantamientos maléficos que los lleva a la muerte

Una mente que no ha sido corrompida por ningún brebaje nocivo perece a consecuencia de un encantamiento maléfico. Por haber llamado a los demonios en su ayuda, se atreven a derramar males sobre la humanidad, y aun a destruir a sus enemigos con sus encantamientos maléficos (Kramer, 1975, p. 21).

Las mujeres al parecer son las portadoras del maligno y causan la perdición de las almas de los varones, estas infectan a los hombres con la brujería, y con ellos los hacen infieles, ambiciosos y lujuriosos, por ello cometen el más atroz de los delitos. De igual manera, las pecadoras, delincuentes padecen la brujería porque ellas infectan sus úteros, con el adulterio, la fornicación y los deseos lujuriosos en los que viven, contagiando la creación y la bondad de los cristianos a quienes persiguen “las malas mujeres, a saber, la infidelidad, la ambición y la lujuria (…) las adúlteras, las fornicadoras y las concubinas del Grande (…) infectan de brujería el acto venéreo y la concepción del útero” (Kramer, 1975, p. 54). Los pecados y los delitos perpetrados por estas brujas bien se podrían enlistar en distorsionar las mentes de los hombres al caer en sus bajas pasiones, en no concebir al dejar secar su útero o al destruir este. Otros delitos son la conversión o la mutación de los hombres en animales, haciendo que mediante encantamientos las mujeres no gesten o que aborten sus creaturas. Esta maldad es mayúscula porque incluso estas delincuentes ofrecen niños a los demonios, para sus artes de nigromantes, además de ofender la obra cristiana porque presentan animales y frutos para la realización de sus propósitos maléficos (Kramer, 1975).

Por lo anterior, estos procesos penales por el delito de brujería eran denominados los juicios de Dios, que siempre por estar cumpliéndose la voluntad de Dios son justos, no cabe duda que en estos procesos en contra de las brujas, había la garantía de estar castigándose a los malhechores siempre con justa causa “existe siempre una causa muy justa, aunque no la conozcamos (…) Y si en el resultado no podemos penetrar en la profundidad del juicio de Dios, sabemos que lo que Él dijo es cierto, y justo lo que É1 hizo” (Kramer, 1975, pp. II, 40), de ahí que no es posible que los jueces cristianos juzguen ni condenen a muerte a inocentes, porque en el caso en que un inocente fuese juzgado como culpable se trataría de una manifestación del demonio, y eso sería conceder mucho poder al mal. También no es posible que un inocente fuese juzgado por el delito de brujería, porque según el punitivismo medieval: Dios no permitiría que ocurriese tal infamia, ni siquiera el poder de Dios permitiría que fuesen investigados los buenos cristianos por delitos menores como robos y otras entidades sin importancia:

hasta hoy nunca se supo que ocurriese que una persona inocente haya sido difamada por el demonio hasta tal punto, que se la condenara a, muerte por ese delito (…) nunca se supo que una persona inocente haya sido castigada por sospecha de brujería, y no cabe duda de que Dios jamás permitirá que ocurra (…) El no permite que los inocentes que se encuentran bajo su protección angélica sean sospechados de delitos menores, tales como robos y otras cosas; tanto más protegerá El a quienes se encuentran bajo esa guarda, de la sospecha del delito de brujería (Kramer, 1975, p. 33).

Los juicios de Dios, en tanto justos permitían afirmar que todos aquellos que eran enjuiciados debían ser culpables del delito grave de brujería, y para desterrar algún asumo de duda, el sospechoso debía ser sometido a la purificación de su alma corrompida, que consistía en la aplicación del castigo físico o tortura, y si a causa del suplicio perecía, entonces se ratificaba la posesión del demonio, y la comisión del delito de brujería:

Y aquí se afirma que, si ese hombre fracasa en su purificación, se lo debe considerar culpable, pero tiene que ser objeto de una solemne súplica antes que se proceda con castigo de su pecado y se lo ponga en práctica (Kramer, 1975, p. 33).

La tortura para esclarecer la duda, no era injusta ni cruel y menos anticristiana, porque incluso sin que llegue a ser culpable el procesado, de todas maneras se le aplicará el suplicio para purificarlo, por el bien de su alma, y si no logra sobrevivir al suplicio, es que sin duda era culpable. Los juicios de Dios conllevan la sentencia de la pena de muerte, como purificación y salvación de la humanidad del demonio, del mal, la adjudicación del juez se trata de la adjudicación que Dios prevé para el pecador, la adjudicación es redención del alma del ofensor de ahí que es una santificación individual y colectiva.

En los juicios de Dios se observa la legitimidad de la crueldad, la fusión entre delito y pecado y la consecuente arbitrariedad de las penas, en sus sentidos fuerte y débil, pues estaba bajo el criterio de bondad y los prejuicios de género de los varones medievales que juzgaban a las mujeres. Quizá el punitivismo medieval tenía incorporado como elemento armónico, necesario y subsecuente la represión, represión de los cuerpos objeto de la maldad de las brujas, represión del pensamiento, y represión extendida al tejido social, y sin duda a la política:

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