Al hilo del tiempo

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A pesar de ello, las Cortes valencianas continuaron existiendo. Hubo intentos frustrados de reunirlas en 1632, 1633 y 1640, celebrándose al fin, las últimas, en 1645 en la ciudad de Valencia. Lluís Guia es el mejor conocedor de estas Cortes, que reflejan el cambio de dominium producido en el Reino. El monarca obtuvo en ellas un cuantioso servicio, aprobando tarde y sólo parcialmente las decretatas de los fueros. El objetivo de estas Cortes era el de institucionalizar la contribución de Valencia a la guerra de Cataluña, prefijando una cuota anual y encomendándole una función específica. Se trataba, en definitiva, de una convocatoria «ideada por y para la guerra».18

A partir de estas últimas convocatorias las Cortes no volverán a reunirse ya. Los representantes del poder real en Valencia lograron que, en lo sucesivo, los estamentos concedieran los servicios voluntarios y extraordinarios que la monarquía precisaba, sin necesidad de convocar Cortes.

El quinto y último período de las Cortes valencianas, que corresponde al siglo XVIII, es el de su desaparición, cuando, con la publicación de los Decretos de Nueva Planta, Felipe V abole, en 1707, los fueros, privilegios, prácticas, costumbres, exenciones y libertades del Reino, tras la derrota del archiduque Carlos en la batalla de Almansa y la consiguiente reducción de Valencia a las leyes de Castilla «y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene de ella y en sus tribunales, sin diferencia alguna en nada».19

Como es sabido, Aragón, Cataluña y Mallorca también perdieron entonces sus leyes privativas, pero las recuperaron al término de la Guerra de Sucesión. No así Valencia, que constituyó una excepción negativa a esa recuperación.

COMPOSICIÓN Y FUNCIONAMIENTO DE LAS CORTES20

Los estamentos del Reino se reunían en Cortes organizados en los tres brazos más arriba señalados: eclesiástico, militar y real.

El brazo eclesiástico lo formaban los obispos, abades, priores, capítulos catedralicios y órdenes militares. Su participación fue escasa al principio, pero se incrementó progresivamente a partir de la segunda mitad del siglo XIV, llegando a tener hasta 19 voces o representantes en el siglo XVII.

Su presencia, según Matheu y Sanz, obedecía a: (i) la condición personal de los miembros del brazo y (ii) ser éstos señores temporales de vasallos, lo que hacía necesario su asentimiento a las contribuciones aprobadas en Cortes.

Es común a todas las épocas el escaso entusiasmo de este brazo por contribuir económicamente, para lo cual solían alegar la existencia de bulas papales. Un argumento definitivo para su participación en Cortes fue la confirmación y ampliación de privilegios de exención e inmunidad otorgados entre 1303 y 1317. De todos modos, la inarticulación y el escaso interés de este brazo en las cosas del Reino obedecía en buena medida a la disparidad de su composición. Así, junto a los obispos y abades valencianos, se encontraban (hasta el siglo XV) el arzobispo de Zaragoza, el obispo de Tortosa y el abad del Monasterio de Poblet.

Había también grandes diferencias económicas. Por ejemplo, la riqueza y, en consecuencia, los intereses que defendían monasterios o diócesis ricas como la Valldigna o la Seu de Valencia, distaban mucho de los de una diócesis pobre como la de Segorbe.

Por último, la presencia de caballeros, a través de las órdenes militares, suponía un elemento distorsionante frente a los clérigos del estamento.

El brazo militar, o nobiliar, estaba formado por los nobles, caballeros y generosos del Reino. El derecho a pertenecer a este brazo se derivaba del nacimiento o del hecho fortuito de haber conseguido el privilegio de ser noble o caballero.

La nobleza valenciana, como hemos visto, planteó bastantes problemas al rey en los momentos de la formación del Reino, pero poco a poco fue integrándose en las Cortes, conforme fue constatando que era el mejor marco para la defensa de sus reivindicaciones y el reconocimiento de sus privilegios.

Un rasgo significativo de este brazo es su entrada gradual en las Cortes. Así, de 20 miembros presentes en 1342, se pasó a 60 en 1382. En el siglo XV las cifras oscilan entre 45 y 60, aumentando a 121 en 1474. En la Cortes del siglo XVI bajan las cifras, pero en el siglo XVII se produce una notable inflación con 310 nobles y caballeros en las Cortes de 1604 y 500 en las de 1645.

El tercer brazo, el real, lo formaban representantes de las oligarquías municipales de las ciudades y villas del Reino. Su número se fija paulatinamente, al variar las villas y lugares reales, y las de señorío. En la Edad Moderna se estabiliza la relación de lugares que participan en las reuniones de Cortes y se incrementa el número considerablemente.

En las Cortes de 1281 es donde se perfila el futuro núcleo fundamental del brazo. Con la consolidación de la Diputación en el siglo XV, el papel de la ciudad de Valencia se reafirma, lo que da lugar a frecuentes problemas con el resto de las ciudades y villas reales. Así, un problema habitual, por ejemplo, fue el de las precedencias.

La primera voz del estamento la tenía el jurat en cap de Valencia pero, al igual que en los demás brazos, se nombraba un síndico, cuya función era la de convocar, presidir, disolver y tomar acuerdos en el brazo; esa función recayó en el síndico racional.

Matheu y Sanz, en su Tratado, repetidamente citado, distingue tres clases de ciudades y villas, aun cuando el voto de todas tuviera el mismo valor:

a) Las que concurrían a oficios de la Diputación, como Valencia, Játiva u Orihuela (entre otras).

b) Las que concurrían a la designación de jueces contadores de la Casa de la Diputación, como las villas de Burriana, Cullera o Liria.

c) Las que sólo intervenían en Cortes, como Caudete, Corbera o Benigánim.

Las Cortes podían ser generales o particulares, según fueran convocadas a todos los territorios de la Corona de Aragón conjuntamente o de manera separada. Esas convocatorias eran hechas por el rey, mediante cartas de convocatoria enviadas a cada uno de los miembros de los brazos.

Desde 1301 se estableció que se convocara a Cortes cada tres años o dentro del mes siguiente del comienzo del reinado del monarca. En la práctica, ni uno sólo de los reyes cumplió con el precepto. La convocatoria a Cortes era una prerrogativa real, que los monarcas ejercieron cuando lo consideraron necesario y útil para sus intereses.

Las reuniones se debían tener, en principio, en la ciudad de Valencia (en el caso de Cortes particulares) o en Monzón (de tratarse de Cortes generales), al equidistar de Barbastro y Lérida, donde se convocaba a aragoneses y catalanes. Los valencianos protestaron repetidamente por convocárseles fuera del Reino, contrariamente a lo que señalaban sus fueros, aunque de nada sirvió: de las 13 reuniones de Cortes que hubo en la Edad Moderna, por ejemplo, 10 se celebraron en Monzón y sólo 2 en la ciudad de Valencia.

Las Cortes se abrían formalmente, con asistencia del rey, con el solio de apertura. En él, el monarca pronunciaba su discurso de la Corona (proposición), en el que hacía balance de la situación de la monarquía y de los principales acontecimientos, sobre todo exteriores, sucedidos desde las anteriores Cortes. Ese discurso terminaba siempre con la razón de la convocatoria: casi indefectiblemente, la petición de ayuda, en hombres o dinero.

Al discurso respondían los brazos conjuntamente por medio del síndico del eclesiástico, que hacía las veces de portavoz. Si se trataba de Cortes Generales, ese papel lo asumía el representante del Reino de Aragón.

Cuando eran las primeras Cortes del reinado de un nuevo monarca, se procedía a continuación a un doble juramento: del rey, de respetar los fueros y leyes del reino; y de los brazos, de acatamiento y fidelidad al rey.

Concluidas estas formalidades, se iniciaban los trabajos de las Cortes, una vez hechas las habilitaciones de los que habían de entrar en Cortes (lo que se hacía antes de la respuesta al discurso real), y efectuados los nombramientos de tratadores de Cortes, examinadores de memoriales, electos de contrafueros y jueces de agravios (greuges). Se trataba, pues, de un mundo complejo y prolijo, en el que no es ahora momento de detenernos.

Terminados los trabajos, tenía lugar el solio del servicio, solemne reunión con la que concluían las Cortes. En él se ponía de manifiesto, con absoluta claridad, el pacto rey-reino: los brazos concedían al rey un subsidio (la oferta); a cambio de la reparación de agravios (mediante los capítulos de contrafuero) y la promulgación de unas leyes (fueros y actos de corte).

Una práctica habitual fue que, en ese solio, el rey concediera la absolución general por los delitos cometidos hasta la fecha, salvo en los casos de crímenes calificados de especial gravedad.

Con el fin de las sesiones de Cortes, lo que quedaba pendiente era la puesta en marcha (y en ocasiones la misma clarificación) de los medios de pago arbitrados para recaudar el servicio concedido.

¿PARA QUÉ SE HACÍAN CORTES?

Llegados a este punto, creo que es importante plantear una cuestión fundamental: ¿para qué se hacían Cortes? Hemos apuntado hasta ahora algunas de las razones, pero conviene que las repasemos todas. Eran esencialmente cuatro: recibir el juramento de los monarcas, reparar los agravios cometidos contra el Reino, aprobar nuevas leyes o modificar las existentes, y votar los subsidios solicitados por los reyes. Según Belluga, las Cortes se «celebraban para reformar las normas del Reino, administrar justicia y conceder honores y cargos».21

 

Prácticamente desde los orígenes de las Cortes hay que referirse a la recepción y prestación de juramento. Este era de dos tipos: el del sucesor de la Corona, y la aceptación del Reino como tal; y el ya aludido de rey y reino, al comienzo del reinado del monarca, juramento que debía prestarse dentro de los 30 días siguientes al comienzo del mismo. En la práctica, casi nunca se cumplió el plazo. A lo largo del período medieval, los tres brazos discreparon en cuanto a la fórmula y el contenido del juramento. El brazo real quería utilizarlo para consolidar la situación de realengo, mientras el eclesiástico y el militar querían aferrarse a un derecho foral variable, con el fin de evitar la consolidación de la inalienabilidad del patrimonio real, perjudicial a sus intereses. Ya en la Edad Moderna, a partir de las Cortes de 1563-1564, de Felipe II, la importancia del juramento se fue perdiendo.22

La reparación de agravios, «transgresiones cometidas por el rey o sus representantes contra cualquiera de los brazos de Cortes o de sus componentes, y que vulneran los fueros, libertades del Reino, o las garantías personales o estamentales» era otra de las razones principales de las Cortes. Matheu distingue entre contrafur y greuge: el primero afectaba a la Generalitat o a alguno de los brazos, al actuar contra el cuerpo foral; el greuge, en cambio, era una ofensa individual y, para ser aceptado como tal, tenía que pasar el escrutinio de los examinadors de greuges, que observaban si se cumplían una serie de requisitos establecidos. Caso afirmativo, el asunto pasaba a los jueces de greuges para su resolución. El greuge era tal vez la manifestación más específica de la doctrina pactista, al garantizar el cumplimiento de las leyes pactadas.23

La función legislativa era la tercera de las razones para la celebración de Cortes. Se trata de una de las funciones que suscita mayor interés, por el carácter mismo de la legislación valenciana, centrada en la limitación posible del poder real, en la naturaleza de este poder. Fueros y actes de cort se consideraban pactados entre rey y brazos. Como es sabido, los primeros, los furs, eran propuestos por los tres brazos o por el rey, mientras que los actes de cort eran capítulos propuestos por uno o dos de los brazos y aprobados por el rey. En ambos supuestos, todos, el monarca y los tres brazos, debían estar de acuerdo en su aprobación para convertirse en ley pactada. Lo mismo sucedía para su revocación o modificación.24

Esa era la teoría. En la práctica, los reyes siguieron promulgando «pragmáticas sanciones» o privilegios, incluso contra el ordenamiento foral. Y el incumplimiento regular de los fueros y «actes de cort» incómodos para el rey o sus representantes fue una constante en la historia institucional valenciana.

La función financiera de la Cortes, la búsqueda de apoyos económicos o de gente de guerra, fue, sin lugar a dudas, la razón de ser fundamental de estas asambleas.

El sistema de contribución va desde la derrama al establecimiento de una sisa sobre el consumo, generalitats o repartiment. Las modalidades de impuestos fueron muy variadas.

Al final, el sistema de recaudación que prosperó fue el de generalitats, lo que afianzó la institución de la Diputación del General o Generalitat, estructurada formalmente con Alfonso III (1417-1418), y que consiguió una jurisdicción privativa y una total independencia en la recaudación y distribución de impuestos.

Normalmente, los brazos eclesiástico y militar preferían el impuesto de generalitats, mientras que el real apoyaba el del repartiment, sistema más equitativo aunque de recaudación más difícil. De ahí que el rey se inclinara por el primer sistema.

Con Fernando II la cantidad media del donativo se estabilizó en torno a las 100.000 libras valencianas, si bien en las conflictivas Cortes de 1626 la oferta ascendió a 1.080.000 libras.

LAS CORTES, MICROCOSMOS DE LA SOCIEDAD DE SU TIEMPO

Llegados a este punto, y una vez efectuado el recorrido diacrónico de la institución parlamentaria valenciana, sus aspectos más formales y su misma finalidad, creo que merece la pena entrar a considerar la importancia del estudio de las Cortes, desde una perspectiva no institucional.

No se trata de un acceso fácil, pero cuando el investigador atraviesa la dura capa que constituyen los procesos formales de Cortes, se aventura en los –más vivos– procesos de Cortes por estamentos y, en las cartas, memoriales y Manuals de Consells e incluso, excava pacientemente en la legislación aprobada (o simplemente presentada), descubre un microcosmos fascinante de la sociedad en que las Cortes se desenvolvían.

Se desvelan así, de forma incontestable, las tensiones internas entre los distintos brazos, y dentro de cada brazo, en justa correspondencia con la diversidad de intereses que los teóricos representantes valencianos defendían. No hay que olvidar que los brazos rara vez representaban los intereses de los habitantes mayoritarios del Reino, del pueblo llano, que era precisamente el que debía de pagar lo que los estamentos ofrecían al monarca. Lo que los asistentes a Cortes representaban eran los intereses específicos de la iglesia, la nobleza y las oligarquías municipales, y la defensa de éstos era lo que les llevaba a enfrentarse con el rey, aun cuando se disfrazara como un enfrentamiento en defensa de los intereses del Reino. Es así como surgen (lo descubrimos también en el estudio de las Cortes) curiosas solidaridades entre brazos que, a veces, parecen irreconciliables: eclesiásticos y nobles, nobles y representantes de las ciudades, y éstos con los eclesiásticos. Al final, todos se arreglaban y se arreglaban también muchos de ellos con el mismo rey, como prueban las prebendas, títulos y honores que éste solía conceder al término de las Cortes.

También nos revela el estudio de la documentación de Cortes: los problemas económicos, financieros, religiosos y sociales que, en distintos momentos, atraviesa el Reino valenciano; las reformas y atropellos de la Real Audiencia; los problemas de la Generalitat; el problema crónico –en la Edad Moderna– del bandolerismo o el de la defensa del Reino; y un sinfín de cuestiones capaces de dar pistas útiles a historiadores sociales, de la economía, e incluso de la espiritualidad.

Estas observaciones son válidas, por supuesto, para cortes no valencianas y, tal y como se puso de manifiesto en la reunión de Madrid de 1990, de la Comisión Internacional para la Historia de las Instituciones Representativas y Parlamentarias, para los otros parlamentos europeos también.

¿Qué fueron entonces, y a fin de cuentas, las Cortes valencianas forales? Aun a riesgo de cosechar algunas críticas severas, yo diría que las Cortes del Reino de Valencia fueron: pactistas, a pesar de los monarcas; democráticas, a su manera y sólo en lo que respecta al estamento real; y útiles a los intereses de las capas dominantes del Reino y, por supuesto, a los intereses del rey, al aprovechar estas asambleas parlamentarias para desplegar en ellas sus estrategias particulares, dirigidas a mejorar, en la medida de lo posible, sus respectivas posiciones.

Todo ello sucedía, por supuesto, a espaldas de los que, en última instancia, daban sentido a esas reuniones: el pueblo llano, que era al que le tocaba efectuar la contribución económica que discutían, negociaban y votaban sus señores.

Es posible que este juicio, algo teñido de ironía, aunque –sospecho– no muy alejado de la realidad (al menos, en cuanto al fondo de las cuestiones), escandalice a los que han visto en las Cortes de la Corona de Aragón en general, y en las valencianas en particular, un ejemplo de parlamentarismo democrático de viejo cuño, en el contexto de los parlamentos y cortes de la época. Mucho me temo que se trate de espejismos de la teoría pactista. Porque, visto desde la perspectiva de hoy, y con las herramientas analíticas de que disponemos, es difícil sostener que hubiera unos parlamentos absolutistas y otros democráticos. Aun admitiendo la sugerente distinción entre dominium regale y dominium politicum et regale, lo que hubo fue unas Cortes más absolutistas que otras, algunas Cortes con absolutismos más matizados y, en definitiva, una compleja maraña de tensiones en el seno de todas las Cortes por imponer –rey y estamentos– sus particulares absolutismos, siempre que las circunstancias y las debilidades en presencia se lo permitieran.

De hecho, tal y como prueba contundentemente el dramático final del parlamentarismo foral valenciano, cuando una de las partes (la monarquía en este caso) pudo romper las reglas del juego, lo hizo sin contemplaciones.

Períodos históricos aparte, y salvando las distancias, los problemas, las mentalidades y la cultura política pertinente, los mecanismos de presión y las luchas por el poder siguen siendo en lo esencial, hoy, los mismos que los de ayer.

Por otra parte, es indudable, y así lo quiero recalcar expresamente, que las Cortes valencianas de hoy, salvo en el nombre, nada tienen que ver con las Cortes valencianas históricas o forales, con las Cortes valencianas de ayer. Como Francisco Tomás y Valiente ha escrito,

el régimen jurídico de cada Comunidad Autónoma no debe identificarse con el que haya estado vigente en su territorio en cualquier etapa del pasado, pues la Constitución está por encima de toda tentación fuerista y de toda nostalgia que intente resucitar, sin más, instituciones pretéritas, acaso incompatibles con determinados preceptos constitucionales.25

Las Cortes valencianas de hoy, basadas en nuestro Estatuto de Autonomía, tienen, desde luego, un marchamo representativo y unas garantías para el pueblo valenciano que, por definición, no podían tener las Cortes forales. Sin embargo, estoy seguro de que los historiadores futuros acudirán a la documentación emanada de ellas –igual que nosotros hemos acudido a la de las Cortes pasadas– para saber cuáles fueron los problemas y las preocupaciones que ocupaban a la sociedad valenciana actual. Aunque sólo fuera por eso, y desde mi peculiar perspectiva de historiador, el parlamentarismo valenciano actual habría merecido la pena ya.

No obstante, desde mi condición de ciudadano, estoy convencido de que este parlamentarismo, estas Cortes valencianas, están sirviendo para muchas cosas más. Pero esa ya es otra historia.