Autobiografía de mi padre

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Estoy en algún teatro del centro de Santiago. Espero en silencio entre los murmullos del público y los cientos de cabezas tocadas por sombreros en una galería de oro falso y pisos alfombrados. Todos parecen esperar que ocurra algo al frente de ellos. Yo permanezco sentado mientras intento buscar un ángulo que me permita ver el escenario entre todos los sombreros. Las butacas están apenas iluminadas por una luz voluminosa y pesada. Los palcos, en cambio, permanecen oscuros. Las voces del público ocurren en el volumen en que ocurren los rumores. Veo el brillo metálico de los atriles de los músicos en el foso y los haces de luz que se filtran de entre las cortinas que separan la platea del foyer. Mi ansiedad se confunde entre mis expectativas de lo que va a suceder en el escenario, aún vedado por un gran telón púrpura, y mi nueva acompañante. Porque a mi lado está la reina de la primavera, mi prima Eliana Illanes, quien decidió hacerse cargo de mis huérfanos domingos.

Las luces de la sala disminuyen su intensidad. La diligencia de los acomodadores aumenta su intensidad. El telón empieza a abrirse. Se filtra en la sala la luz ámbar de las candilejas. El público que está en el teatro pasa de los rumores a un silencio que me permite escuchar incluso mi propia respiración ansiosa. El contraste entre la luz y la oscuridad de la sala se borra poco a poco y con él las barreras de mi casa, de mi familia, del estrecho mundo que conozco. Lo primero que comprendo no es una historia, sino la idea de una diferencia que existe entre ese espacio iluminado y la oscuridad que la rodea. Lo que veo no es tan solo un cuento, sino una diversidad de medios y sensaciones que me invaden a la vez. Veo telones pintados, veo cambios de luces, veo máscaras, templos que parecen de cartón, veo cuerpos vestidos de una manera distinta que los estrictos ternos abotonados de mis tíos, una desenvoltura que contrasta con la parquedad de mis abuelos. Son otras reglas. Otros los movimientos. Como un juego en el que por primera vez no estoy jugando solo. Ya había visto espectáculos antes: las procesiones, la parada militar, las marchas de la Cruz Roja, pero nunca algo así.

Soy un niño de seis años y pienso que toda la realidad que me rodea se construye para mí. Como si el tiempo y el espacio existieran solo en la medida en que me afectan y todo lo que excede mi percepción directa fuera simplemente una adultez soterrada que de forma secreta hace que las cosas sigan girando. Que sigan girando para mí. Pero el teatro parece sobrepasar los límites de esos adultos que pienso que me protegen. Le tengo miedo a la oscuridad porque las cosas existen en la medida en que puedo verlas, en la medida en que se estructuran como una forma que las separa del vacío. Pero las obras de teatro empiezan con un primer apagón de luz, no solo para orientar mi mirada, sino para que pueda ver que hay un mundo que se está construyendo al frente de mí, y eso lo hace un mundo aún más mío que mi propio mundo, y entonces siento que tengo un nuevo secreto que no puedo nombrar, un espacio y un tiempo que no construye mi mamá y que me da un poco de vergüenza decir en voz alta, porque esa dimensión de mi subjetividad es siempre una dimensión que tiene que mantenerse soterrada y a la cual este teatro, sin embargo, me obliga a enfrentar. Este secreto no es algo que me produzca confusión o dolor, pero sí me asusta sentir que el primer estímulo externo a la calle Londres que me afecta de verdad es esta creación que parece bordear la estridencia y la paranoia. Como si el impulso primordial fuera solo la existencia del mundo que ahora el teatro ofrece y que rebosa sentidos contradictorios que ni mi familia ni yo podemos controlar. Para mí la oscuridad no es el miedo a la acechanza de un ser desconocido, para mí la oscuridad es tan solo un mundo que deja de girar. Por eso cuando se avecina por primera vez el escenario en mí, cuando aparece esa primera luz que se creó para mí, este nuevo evento especial que espero religiosamente cada domingo, los actores, el maquillaje, los decorados, el vestuario, todo eso significa algo y entonces el tiempo de pronto se altera y yo me altero junto al tiempo, porque todos estamos aquí, sentados, atentos a un mismo sentir, con mi prima Eliana mirando algo que se siente estridente, un falso fuego que existe solo para que cada uno de nosotros pueda reafirmar en sí mismo la idea de un centro absoluto, la idea de una broma que no va a terminar nunca y que se ríe de ese otro mundo que creía firme y unívoco. El teatro no para de girar, y ese es un mundo que poco a poco me supera y me dice que la realidad que creía mía ya no lo es. Que nunca lo fue. Y creo que eso está bien.

5

Murió mi abuela. No sé si tengo que estar triste. Cuando mi mamá me dio la noticia lo único que pensé fue en esa indecisión.

Sí. Tal vez debería estar triste. Pero ahora siento curiosidad. Para mí la muerte no es algo definitivo aún, es solo un estado que, cuando pasa el tiempo, mi mamá se encarga de explicar.

Mis tíos se pasean nerviosos a lo largo del pasillo del segundo piso. Se preguntan, quizás, qué van a hacer con mi abuelo ahora que mi abuela no está y las casas de la calle Londres parecieran ser una carcaza de lo que alguna vez fueron. Se acaba de morir el único mito originario que los mantenía aquí, la imagen nostálgica de una edad dorada que parece desvanecerse. Mi mamá me toma de la mano y me saca a pasear para que no sienta la tristeza que parece invadir la casa de nuevo, o tal vez porque nosotros no deberíamos ser parte de las decisiones que esta familia va a tomar ahora que mi abuela ha muerto.

Caminamos por el parque Forestal a lo largo de una laguna que está al frente del Museo de Bellas Artes. Puedo intuir la tristeza de mi mamá y saber que esa tristeza nada tiene que ver con la muerte de mi abuela. Lo sé porque la he visto así antes, o quizás no es tristeza y es tan solo un contraste lo que logro percibir, el contraste entre la manera en que se comporta cuando está con mis abuelos y la manera en que se comporta cuando estamos nosotros dos solos. Quizás también se está preguntando a sí misma si acaso debería estar triste o no.

Volvemos a la calle Londres. Subimos las escaleras de la puerta principal y cruzamos el gran pasillo. Las puertas del salón dorado se abren por primera vez. Todos los muebles son dorados. Huele a una pieza que no se ha abierto en mucho tiempo, huele a humedad, a polvo atrapado en todo el terciopelo. Se desplazó el brasero de bronce y se colocó allí el ataúd con el crucifijo junto a los faroles de pie y las flores de la pérgola. Algún tío desconocido me toma de improviso de la cintura y me alza para ver el rostro muerto de Manuela.

Mis abuelos tenían la costumbre de rezar el rosario cada mañana aún acostados en sus camas contiguas. Cuando mi mamá está ocupada, voy al segundo piso y veo a mi abuelo solo. No me acostumbro a esa escena, como si algo en todo esto no calzara. Escucho el eco solitario de su voz cuando al final de cada plegaria dice: «Ya voy, Manuela».

Mis tíos se están mudando poco a poco del tercer piso para vivir con sus matrimonios en casas particulares en el sector oriente de Santiago. Toda la calle parece querer irse. Ya nos dimos cuenta que las frágiles razones que justificaban nuestra estadía en la casa de Londres se desvanecieron con la muerte de mi abuela. Mi mamá y yo nos mudamos a un departamento en Teatinos 20. Es uno de los edificios del barrio cívico que rodean el Palacio de la Moneda. Es un edificio moderno. Tiene ascensores. Nuestro departamento tiene un refrigerador. Se puede hacer hielo ahí dentro. Eso significa que también se pueden hacer helados.

Todas sus ventanas dan hacia un patio interior en donde se ven las paredes oscurecidas de los otros edificios que muestran cocinas o piezas de servicio. Por eso salgo hacia los pasillos comunes, me siento entre los pilares de la baranda de bronce que rodean las escaleras y miro hacia abajo desde el quinto piso. Veo mis piernas colgando y siento el vértigo en mi estómago. «A don Alfredo no le gustó el departamento», me dijo mi mamá cuando mi abuelo nos visitó. «No le gustó que no tuviéramos vista». Su presencia se sintió sorpresiva y extemporánea a pesar de que la calle Londres quedara solo a un par de cuadras. Quizás porque el mundo de mi abuelo, o mi percepción de su mundo, siempre lo sentí muy pequeño. Demasiado señorial en este entorno tan republicano.

Al final mi abuelo fue trasladado al barrio El Golf, obligado a habitar el mismo terreno que habitan los nuevos advenedizos. Falleció pocos meses después.

La calle Londres, a medida que pasaba el tiempo, empezó a llenarse de moteles parejeros y prostíbulos. A fines de los años setenta, cuando hacía clases de Historia del Teatro en la Universidad Católica, supe que una de las casas antiguas de la calle Londres, construida a principios de los años veinte, era ahora un centro de tortura.

3. Ver y ser visto

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San Ignacio, el primer general, me recibe con sus manos abiertas. El patio principal es una cancha de fútbol con piso de maicillo. Las dos torres de la iglesia ignaciana se asoman con una presencia temible y su fuerza escolástica parece contrastar con nuestro cansancio mañanero. Algunos compañeros se jactan de haber subido sus escaleras estrechas a pesar de que estuviera prohibido y haber visto toda la ciudad desde su cúpula más alta sobre los relojes de cuatro esferas. No hay nada que interrumpa ni el fútbol ni la devoción. Yo nunca me atrevería a subir esas torres de la misma manera en que nunca podría hacer un gol.

Un corredor de arcos cruza el patio y sostiene los dos pisos del nuevo edificio. Ocupo el antiguo abrigo de mi papá que me queda grande, pero que aun así mi mamá me obliga a ponerme cada mañana. Pongo mis pies paralelos a los cuadrados que forman las baldosas para estar en formación con mis otros compañeros, todos con nuestras chaquetas encima del overol. El padre Gunbayer, un alemán valdiviano, gordo, rubio y colorado, se pasea entre las filas con un pito chillón y un llavín que sirve para abrir puertas y repartir coscorrones en nuestras cabezas cuando la división no está bien alineada. El edificio antiguo persiste a mi izquierda, más lóbrego, más oscuro, el recinto en donde nos dicen con orgullo que estudió el padre Hurtado y nos omiten que allí también se formó Vicente Huidobro. Yo lo único que pienso es que son los mismos corredores en los que mi papá alguna vez fue niño como yo.

 

Nos toca media hora de estudio en los salones de las divisiones, en donde algún sacerdote, prefecto, subprefecto, decurión o delegado de birrete oscuro mira nuestras tareas. Marchamos hacia nuestras respectivas salas de curso en el edificio nuevo con Gunbayer liderando las filas, y tan solo se escucha el eco vivo de nuestros pasos cortos y arrastrados por los grandes pasillos y uno que otro pitazo de los curas con un pito en una mano y el breviario en otra. La sobriedad del inamovible plan de estudio escolástico de nuestras horas lectivas se pone de manifiesto en el edificio que nos rodea, en sus paredes sin adornos, en sus salones con muebles y escritorios ocupados por miles de alumnos antes y que serán ocupados por miles de alumnos después. Somos todos parte de la Compañía de Jesús, del gran ejército ignaciano, y por esa razón se nos exige el recogimiento propio, admitir y al mismo tiempo ocultar nuestras inclinaciones. Seguimos obedientemente el plan de estudios del San Ignacio, a veces cuestionado por algún profesor laico que miramos siempre con sospecha. Los pequeños exabruptos de la camaradería ignaciana, las burlas, los empujones, se cuelan a pesar del gran futuro que se espera de todos nosotros, los que tenemos que entender el mundo que aún no conocemos.

Soy un niño de trece años que se porta bien, que vive solo con su madre en un nuevo departamento de la calle San Martín. No estoy acostumbrado a lidiar con niños de mi misma edad. Asumo el ideario católico del San Ignacio. Me gusta cantar su himno en cada misa solemne. La Compañía de Jesús como un ejército que sin temor va «a la lid» en contra de «los negros pendones de Luzbel». Rezamos antes de cada clase y le pedimos a Dios la conversión de Rusia y la destrucción de los masones. Acepto el peso moral de ser parte de los ricos de Chile aun cuando los Eguiguren, los Undurraga, los Riesco y los García-Huidobro lo aceptan con mayor naturalidad que yo. Asumo ese destino severo que se transmite en la austeridad de sus grandes salones y galerías de techos altos y paredes vacías, en la sobriedad de las sotanas y birretes negros de los curas. Invento pecados que no eran pecados en los confesionarios de la iglesia: hoy contesté mal a mi mamá, hoy mentí, hoy me masturbé por primera vez. Acepto esa extraña mezcla de servicio y lucha de la Compañía de Jesús. Cuando algo es escandaloso para ellos hago lo posible para que sea escandaloso para mí.

Nos sentamos en parejas sobre unos bancos de madera viejos que se nos clavan en la espina dorsal. El aula huele a humedad y encierro como las páginas de una Biblia vieja. Mi compañero es Santiago Ureta Mackenna, un niño de tez morena un poco mayor que yo. Ambos tenemos un tintero y una pluma para escribir, pero Santiago tiene una lapicera Parker que miro con envidia. Yo espero con mi pluma de madera en la mano a que empiece la clase. Las cortinas se encargan de negar cualquier mirada hacia la ventana.

El escritorio del profesor está sobre una tarima de dos escalones, a la izquierda de una gran pizarra negra. «Yo soy Ramón Alegría y Toro. Soy descendiente de Mateo de Toro y Zambrano, para que sepan, aristócratas de mierda». Es un profesor laico de trabajos manuales, de esos que tienen sus propias historias e ideas, de esos que los avemarías al inicio de cada clase no les salen tan bien, que en el momento del rezo nos damos cuenta que esa oración no es parte de su vida como de la nuestra. No sabemos mucho de ellos. Si acaso son casados o solteros, si acaso les gusta lo que hacen, si acaso creen en un Cristo resucitado y en la pierna rota de San Ignacio. Los humillamos porque, a diferencia de los curas, son humillables. Como el maletín del profesor Cantarutti que algún alumno decidió tirar a una pileta, el dudoso origen del profesor Inostroza, las burlas por el fallido intento del profesor de Matemática, el señor Giunio, de cantar Pagliacci en una matiné en el Teatro Cariola.

«El matrimonio es santo», nos dice el padre Andrés Cox, «pero es más santo renunciar a él». Sí. Muchos están dispuestos a renunciar a sus aspiraciones por el santísimo futuro que San Ignacio nos ofrece. No quiero ese compromiso, aunque vaya a todos los retiros del padre Cox en el pueblo cercano de Marruecos, aunque tenga mi propia celda allí y rece creyendo en el silencio que me imponen, aunque él fuera la autoridad moral en el confesionario. Me aburre pensar en la idea de tener que leer el mismo breviario todos los días con el cual los curas se pasean por los pasillos, más concentrados en lo que leen que en lo que tienen al frente. No es Julio Verne, no es Walter Scott, no es Salgari, no es la revista Peneca, esos cuentos de aventuras que leo con mi primo Eduardo Carmona no en una celda, sino en el jardín de su casa estilo barco, bajo un árbol y con un vaso de agua con harina tostada y azúcar en el barrio El Golf. No quiero ser cura, no porque no crea en el oficio, sino porque me parece aburrido ser perfecto y escapo del sacrificio, escapo de ese destino que el San Ignacio impone con sus actividades extracurriculares. Formo parte de la academia de biología porque pienso que quiero ser doctor, y el laboratorio es una sala oscura y polvorienta con frascos de formol con materiales orgánicos misteriosos, tubos de ensayo, balanzas y péndulos que me interesan más cómo se ven que cómo funcionan, ver cómo el sulfato de cobre transforma las moléculas de agua en un azul intenso, ver al profesor de Biología diseccionar un gato, buscarlo en el techo del colegio, meterlo a la fuerza en un frasco de vidrio, ponerle unos algodones con cloroformo, sacarlo del frasco dormido, extenderlo en una mesa de espalda y con un bisturí abrirlo desde el cuello hasta la cola. Formo parte de la congregación mariana no tanto por devoción como por un deseo de exposición. Quiero llegar a ser monaguillo solo porque la luz más fuerte agigantada por el oro está en el altar del salón neoclásico de la iglesia, al frente de la Inmaculada Concepción. Quiero ser monaguillo para ser parte de la liturgia, del momento de Corpus Christi en que el cuadro de la Virgen desciende como un telón y revela un sol de oro en cuyo centro está el Santísimo y la hostia. No quiero usar el azul reglamentario para los días de misa que todos ocupamos, quiero ocupar las togas sacramentales de ese papel secundario que es el monaguillo y escuchar el sonido del latín un poco más cerca. Formo parte de las actividades extracurriculares del colegio, sin saberlo, por todas las razones equivocadas, porque me gusta ver en la academia de biología cómo las cosas se transforman y porque me gusta que me vean desfilando en la congregación mariana. Ver y ser visto es algo que el San Ignacio sin querer queriendo me ofrece.

Soy un niño obediente, pero que a ratos libra una guerra silenciosa ante las cosas que no me interesan. Si el profesor de Matemática dice que cerremos los libros de otras asignaturas para estudiar álgebra, mis libros de Castellano siguen abiertos. Si el profesor de Gimnasia anuncia que vamos a jugar fútbol como en casi todas sus clases, yo voy a la mitad de la cancha y decido no moverme. Las matemáticas me dan miedo. Los profesores de Matemática también me dan miedo. Valdebenito, flaco y encorvado, con la piel plagada de grietas y espinillas, nos repite en cada clase que a él no lo engaña nadie, mientras escribe en el gran pizarrón un problema que no puedo resolver. Es un lenguaje que me hace sufrir. Cuando recibo la libreta de notas cada semana, es un lenguaje que hace sufrir también a mi mamá. Las matemáticas me hacen mentir por primera vez, me hacen falsificar la firma de mi mamá para no mostrarle mi eterno fracaso cada semana. Empiezo de a poco a elegir y entender qué es lo que me importa y lo que no. Creo que soy distinto, quizás porque, a diferencia de mis compañeros, mi papá está muerto.

Sigo sentado en mi pupitre de madera, deseando la lapicera Parker de mi compañero. El cura Campitos entra a la sala. Su cuerpo encorvado camina a pasos cortos y cuidadosos. Su mirada siempre fija en el suelo. Nunca lo he visto enojado. Tampoco entusiasmado. Campitos nos dice que va a empezar a contar un cuento. Hace una pelotita de papel, levanta su brazo y nos advierte con tranquilidad que si escuchamos el papel caer, solo en ese momento va a poder empezar a contarnos la historia del último mohicano. Silencio. El papel cae al suelo. Campitos comienza. La Guerra de los Siete Años, las pieles rojas, las tropas francesas contra las norteamericanas. Su voz siempre calma. Ninguna inflexión exagerada. Ningún deseo de forzar algo que no necesita fuerza.

Campitos sabe cuándo terminar. Entiende cuál es el punto de tensión que permite el suspenso necesario para el capítulo y la clase siguiente. Apenas concluye se escucha un reclamo masivo de fondo, abucheamos, golpeamos las puertas de los pupitres, chiflamos, y un coro grita «¡Campitos, Campitos, Campitos!». En medio de ese griterío, que parece contradecir el espíritu severo del edificio que nos rodea, Campitos se va imperturbable, con apenas una notoria sonrisa.

En una clase muy aburrida de religión después de almuerzo, el calor de un día viernes nos tiene a todos adormilados. Uno de los padres comienza a hablar de los ángeles. En medio del sopor, uno de mis compañeros, Raúl Ariztía, levanta la mano y pregunta: «¿Es verdad, padre, que en el laboratorio del colegio hay un frasco con una pluma del arcángel San Gabriel?». Hay una carcajada catártica, imparable, y a Ariztía se le pide que se vaya de la sala.