La distancia del presente

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El martes 11 de mayo, José Luis Rodríguez Zapatero recibe en La Moncloa la llamada de Barack Obama, el presidente de Estados Unidos. Esta vez no había posibilidad de no levantarse ante el paso de la bandera de las barras y estrellas:

El presidente Obama y el presidente español José Luis Rodríguez Zapatero hablaron hoy por teléfono como parte de las consultas continuas del presidente con aliados cercanos sobre la situación económica mundial. Discutieron la importancia de que España tome medidas decididas como parte del esfuerzo de Europa para fortalecer su economía y generar confianza en el mercado. El presidente expresó el apoyo de los Estados Unidos a esos esfuerzos[15].

Llegamos así a la fecha con la que comenzamos este capítulo, el miércoles 12 de mayo de 2010, justo en el instante en que dejamos al presidente hablando de lo que iba a ser un momento que se juzgaría decisivo, el momento en que en España el poder financiero internacional se impuso a la democracia. El pago que los druidas nos exigieron para calmar a los dioses fue el siguiente:

– Recorte de 5.000 millones más en 2010 (hasta los 10.000) y un total de 10.000 en 2011.

– Reducción del sueldo de los funcionarios de forma proporcional un 5 por 100 de media en 2010. Congelarlo en 2011.

– Suspender en 2011 la revalorización de las pensiones, excluyendo las no contributivas y las pensiones mínimas.

– Eliminar el régimen transitorio para la jubilación parcial de la Ley 40/2007.

– Eliminar la prestación por nacimiento de 2.500 euros a partir del 1 de enero.

– Revisar el precio de los medicamentos (no los de referencia) y adecuar las unidades del envase a la duración estándar del tratamiento (incluso con monodosis).

– Suprimir para nuevos solicitantes la retroactividad del pago por dependencia al día de la presentación, excepto si la tramitación supera el límite de 6 meses.

– Reducir 6.045 millones de inversión pública estatal para 2010 y 2011, y 600 millones de Ayuda Oficial al Desarrollo[16].

Durante su intervención, Zapatero, que viste un traje gris y levanta en contadas ocasiones la vista de los papeles, mantiene un semblante apesadumbrado, propio del gobernante que ha tenido que elegir entre sus principios, aquellos que presentó al criterio de los votantes en unas elecciones, o plegarse a las exigencias de eso llamado mercados:

No es fácil para cualquier Gobierno dirigirse en estos términos a la Cámara y a sus conciudadanos, menos lo es aún para un Gobierno que se ha empeñado durante los años de bonanza en dirigir lo mejor de sus esfuerzos a mejorar la situación de la mayoría de los ciudadanos y especialmente de los menos favorecidos. Son los mismos que nada han tenido que ver con el origen, el desarrollo y las fases de la crisis; son, por el contrario, los que han sufrido sus consecuencias y son ahora los que mayoritariamente de nuevo deben contribuir a los esfuerzos necesarios para corregir los efectos de la crisis. Sois, en definitiva, la columna que sujeta el país; los que cargáis con su peso fundamental; los que garantizáis el presente y el futuro de nuestra sociedad, sus posibilidades de crecimiento, de bienestar, de éxito; los que dependéis de vuestro propio trabajo, de vuestro afán emprendedor, de las rentas públicas que os habéis ganado con los años.

El pasaje del discurso es una confesión pública del chantaje y la injusticia: los que nada han tenido que ver con el origen y el desarrollo de la crisis serán precisamente los que soporten sobre sus espaldas sus peores consecuencias. Quien ha de velar por sus intereses, quien representa el máximo poder democrático del país, será el verdugo en su ejecución.

José Luis Rodríguez Zapatero representa mejor que nadie el cambio de época, la transición de siglo: un socialdemócrata de sentimiento que abraza en la práctica el socioliberalismo de los Blair y Schroeder; un progresista preocupado por las minorías que parece olvidar que la izquierda siempre ha tenido aspiración a las mayorías; un demócrata convencido que es víctima, propiciatoria, de todo el andamiaje antidemocrático del mundo de las finanzas; un político que confió en que la ideología podía desarrollarse tan solo en el campo de lo simbólico y dejó la economía para una serie de lecciones que aprender en dos tardes, tal como se escuchó, por uno de esos micrófonos traidores, decir al ministro Jordi Sevilla. La economía, algo restringido a las páginas salmón, esoterismo para elegidos, había pasado a serlo todo. Zapatero: el último presidente soberano de nuestro país, el primer presidente en entregar nuestra soberanía.

Precisamente el Telediario que cubre la comparecencia de Zapatero es el espacio más visto de aquel año, por detrás, eso sí, del impepinable fútbol. El 11 de julio la selección española gana su primer Mundial con el gol de Iniesta, un acontecimiento nacional que hace echarse a las calles a cientos de miles de personas. El «a por ellos» puesto de moda por locutores deportivos de camisa entallada tomará unos pocos años más tarde un significado muy diferente. La relación entre las expresiones populares mediadas por un entusiasmo comercial televisivo y su utilización política con un objetivo muy diferente podría tener en este caso uno de sus paradigmas más claros. A por ellos, ¿a por quiénes?

Todavía quedan ecos de un pasado no finiquitado, como es el caso del terrorismo. La banda terrorista ETA asesina por primera vez a un gendarme francés, Jean-Serge Nérin, en lo que paradójicamente será su última acción con víctimas mortales. Un tiroteo que demuestra la inoperancia de una organización que ha quedado aislada políticamente e inútil en el terreno bélico. Aunque en el fin de ETA intervienen múltiples factores, generalmente se pasa por alto la cada vez mayor dificultad técnica de mantener una estructura permanente de comandos dirigidos por una cúpula en un mundo en el que las comunicaciones, a pesar de que son más sencillas, están cada vez más controladas. Es casi imposible mover dinero sin dejar rastro, alquilar un piso sin presentar documentación, moverse sin ser detectados por miles de cámaras, el rastro de los móviles o las tarjetas de crédito. Un contexto tecnológico para el que el terrorismo del siglo XX no estaba preparado.

Desde la ruptura de la tregua el 30 de diciembre de 2006, con el atentado en el aparcamiento de la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, donde fueron asesinados dos trabajadores ecuatorianos, Diego Armando Estacio y Carlos Alonso Palate, la banda había matado en Francia a dos guardias civiles, Raúl Centeno y Fernando Trapero, que hacían labores de seguimiento e iban desarmados, casi un año después, el 1 de diciembre de 2007. En 2008 fueron cuatro las víctimas mortales. Isaías Carrasco, concejal socialista tiroteado unos días antes de las elecciones generales; el guardia civil Juan Manuel Piñuel, mediante un coche bomba, al igual que Luis Conde de la Cruz, brigada del Ejército de Tierra; el empresario Ignacio Uría es tiroteado en Azpeitia cuando iba a un restaurante a librar una partida de cartas. En 2009 las tres últimas víctimas mortales de ETA en suelo español son dos guardias civiles, Carlos Sáenz y Diego Salvá, y un policía nacional, Eduardo Antonio Puelles, mediante el método de la bomba lapa adosada a sus vehículos.

Egunkaria era el único diario publicado íntegramente en euskera desde 1990, cuando alrededor de unas 90.000 personas participaron en el proceso de financiación para poner en marcha el rotativo, que contaría con unos 15.000 ejemplares y unos 50.000 lectores diarios. En febrero del año 2003 el juez de la Audiencia Nacional, Juan del Olmo, clausuró el periódico y embargó sus bienes por considerar que formaba parte de un conglomerado empresarial vinculado a ETA. En octubre de 2003 se detuvo a 22 personas entre directivos y trabajadores de la publicación. El cierre, que seguía los pasos del de Egin ordenado por el juez Garzón en 1998, despertó una gran indignación en la sociedad vasca, ya que se consideró un ataque a la libertad de expresión y a su cultura vernácula. Asimismo, una nota de prensa de la Audiencia Nacional donde se expresaba la coordinación entre el juez Del Olmo y el Ministerio del Interior causó igual polémica al reconocer, implícitamente, una ruptura del principio de separación de poderes que incluso motivó un debate dentro del Consejo General del Poder Judicial.

Los detenidos denunciaron torturas por parte de la Guardia Civil en los interrogatorios. Marcelo Otamendi relataba así lo sucedido:

Ejercicios físicos interminables, hasta reventar, hasta caerme y perder el aliento, flexiones, amenazas, insultos… y la bolsa, dos veces. Me advirtieron que era como un tren: que tenía la oportunidad de bajarme en la primera estación, porque así sufriría menos, «porque aquí todos acaban cantando». A mí no me machacaron como hicieron con Juan Mari Torrealdai. Todo era gradual: al principio me obligaron a estar de pie, luego, a tener las piernas de pie, pero agachado de cintura para abajo… así me tuvieron tres horas […] También había insultos de tipo sexual: «Ponte así, que sabemos que te gusta así…». Mientras estaba desnudo me metieron un plástico por el ano […] Salí de allí con los ojos vendados, y a los 30 minutos vinieron más guardias civiles al calabozo, me sacaron a rastras, me tumbaron, y me dijeron: «Si le vuelves a contar algo al forense, te pegamos un tiro»[17].

En el año 2006, el fiscal de la Audiencia Nacional, Miguel Ángel Carballo, pidió el archivo del caso Egunkaria al no encontrar vinculación entre el periódico y ETA, «una cosa es que, en los albores del periódico, la banda esté interesada e informada […] y algo muy diferente es que ello implique que se le pueda atribuir su creación, su impulso o su control, y menos aún a los gestores del periódico procesados en la presente causa»[18]. El 12 de abril de 2010 la Audiencia Nacional absolvió a los acusados en una dura sentencia contra el juez Del Olmo:

 

La estrecha y errónea visión según la cual todo lo que tenga que ver con el euskera y la cultura en esa lengua tiene que estar fomentado y/o controlado por ETA conduce a una errónea valoración de datos y hechos y a la inconsistencia de la imputación […] injerencia en la libertad de prensa. Primero se decidió cuál fue la conclusión de la que se predica sin base, que es indiscutible, y luego se buscan las señales, vestigios e indicios, y por último, se rechaza cualquier sentido de estos que no apoye la conclusión […] Las acusaciones no han probado que los procesados tengan la más mínima relación con ETA, lo que por sí determina la absolución con todos los pronunciamientos favorables[19].

El caso Egunkaria, por el que además el Tribunal Europeo de Derechos Humanos condenó al Estado por no investigar las torturas denunciadas por los detenidos, es el reverso paradigmático de una lucha antiterrorista que saltó en más de una ocasión las barreras de las propias leyes que decía salvaguardar y que hasta bien entrado el siglo XXI activó un debate en la sociedad española sobre los límites que el sistema judicial, policial y político se había marcado para luchar contra ETA.

El 5 de septiembre de 2010 la banda envió un comunicado en vídeo a la BBC donde expresaba el cese de las «acciones armadas ofensivas»[20]. Algo más de un año después, el 20 de octubre de 2011, llegó el momento que había parecido imposible por décadas: ETA anunciaba el fin definitivo de su actividad armada, dejando una nómina de 829 asesinatos y 84 secuestros desde el inicio de sus actividades en plena dictadura franquista, en julio de 1959.

Aunque, como comentábamos párrafos atrás, fueron múltiples factores los que acabaron con la banda terrorista –la presión jurídico-policial, el surgimiento del terrorismo yihadista, el cambio tecnológico en las medidas de control–, es obvio que la actividad política entre bambalinas, sobre todo por parte de miembros de la izquierda abertzale y del Partido Socialista de Euskadi, consiguieron crear las condiciones que hacían inasumible un atentado más por parte del grupo armado. En este sentido, a modo de ejemplo, en 2019 el expresidente Zapatero reconoció que «para la historia, para la verdad, Otegi fue un político decisivo»[21].

El fin de ETA fue, sin duda, una de las grandes victorias de José Luis Rodríguez Zapatero, que, sin embargo, quedó opacada por el asfixiante ambiente de la crisis. La situación de indeterminación y casi angustia que vivía la sociedad española hicieron que tal acontecimiento histórico no se valorara lo suficiente, atribuyéndolo a poco más que una consecuencia ineludible del devenir histórico. Algún día, quizá todavía falte una década, alguien tendrá que reconocer a las personas que, jugándose mucho más que su carrera política, se saltaron convenciones y hechos consumados e imaginaron el fin de la violencia terrorista. La historia suele ser injusta cuando se acomoda en lo que cree inercia cuando más bien se trata de una dirección pensada precisamente en contra de esa inercia, mezquina, que tan buenos réditos dio a los que vivían de la división y el enfrentamiento.

Paradójicamente, ese mismo año otro conflicto territorial tomó una nueva dirección al sentenciar el Tribunal Constitucional acerca del Estatuto de Autonomía de Cataluña aprobado en 2006 tras un referendo por los ciudadanos de esa comunidad y los parlamentos autonómico y central. El Partido Popular interpuso en ese mismo año un recurso de inconstitucionalidad respecto al nuevo texto catalán en el que denunció como inconstitucionales 128 de los 223 artículos que conformaban la nueva ley. Los populares declararon en 2006 que el Estatuto:

Ha generado un gran problema de inseguridad, de división y de ruptura del modelo constitucional […] está configurado como una Constitución paralela […] por su ínfima calidad jurídica, generará numerosos conflictos […] privilegia a Cataluña y sienta las bases de un modelo confederal asimétrico desde el punto de vista constitucional […] no hay más nación que la nación española, titular de la soberanía y, por tanto, fundamento de la Constitución misma[22].

Las leyes y su interpretación por parte de los tribunales son mucho menos neutras y estables de lo que a los juristas les gustaría reconocer. Aunque siempre se presume la independencia judicial del poder político, los jueces son permeables a su contexto, a la correlación de fuerzas que en ese momento impregna la sociedad. Lo que en un momento determinado hace de una ley o un suceso susceptible de juicio algo inaceptable, unos años después puede ser considerado aceptable bajo el amparo del mismo ordenamiento jurídico. Basta con buscar con especial insistencia tal jurisprudencia, mirar para otro lado con el significado ambiguo de un artículo o bien forzar la literalidad de un pasaje que realmente nunca fue pensado para tal fin.

Por otro lado, las acciones de los políticos tampoco expresan siempre los principios por los que dicen ir dirigidas. En nuestro caso, el PP de Rajoy ya había empezado a ser cuestionado por los sectores más radicales de la derecha española al no sumarse a la demencial teoría de la conspiración, que medios como El Mundo dirigido por Pedro J. Ramírez, desarrollaron tras el atentado del 11M. En 2008, de hecho, los sectores aznaristas, los afines a Esperanza Aguirre y los situados cerca de los púlpitos mediáticos de Jiménez Losantos, lanzaron un embate contra Rajoy, tras perder sus segundas elecciones, que a punto estuvo de costarle el cargo. La política del Partido Popular hasta la llegada de la crisis, al coincidir con el Gobierno Zapatero en su tolerancia hacia la especulación inmobiliaria, consistió en una exageración de su radicalidad oponiéndose de boquilla a leyes como la del matrimonio homosexual y el aborto, mandando a algunos secundarios a las manifestaciones, pero manteniendo una postura ambigua en el Parlamento. La cuestión nacional tampoco quedó exenta de esta estrategia, destinada en último término a frenar las aspiraciones de los sectores más reaccionarios del PP por volver a controlarlo. Fueron los años de las recogidas de firmas y los boicots a los productos catalanes, el dejar en manos de un tribunal lo que ya había sido dirimido por un referendo y dos cámaras legislativas, la autonómica y la central.

En la sentencia del 28 de junio del año 2010 el Tribunal Constitucional declaró inconstitucionales 14 artículos y dejó otros 27 pendientes de interpretación. Además, declaró sin eficacia jurídica algo que realmente nunca la había tenido, la declaración como nación de Cataluña en el preámbulo del Estatuto. Más allá de las consideraciones jurídicas esto significó un mazazo no ya para el sentimiento nacional de millones de catalanes, sino sobre todo la sensación de que la confianza que habían depositado en una votación y en sus instituciones democráticas había resultado baldía. Los artículos legales siempre se pueden acabar recomponiendo, los pactos políticos reconstruyendo, pero, como nuestra reciente historia ha demostrado, es bastante más difícil restituir la confianza del ciudadano medio en las instituciones. Joan Puigcercós aseguró la misma jornada que la sentencia era una «estocada mortal» al Estatuto y vaticinó el crecimiento del independentismo, ya que una parte significativa de la población «no cabe en la constitución»[23].

No hacía falta entonces ser adivino para intuir que el Partido Popular había regalado a los independentistas una oportunidad de oro que se expresó en la gigantesca manifestación del 10 de julio, que tuvo como lema «Som una nació. Nosaltres decidim». A pesar de que la protesta fue convocada por la Generalitat, además de un sinfín de colectivos y partidos políticos, su presidente, el socialista José Montilla, tuvo que abandonar la marcha precipitadamente debido a un intento de agresión. Desde ese punto ni el PSC ni el PSOE volvieron a repetir los resultados electorales que habían alcanzado en décadas anteriores, que les habían hecho conquistar la Generalitat encabezando el tripartito. En las elecciones catalanas de noviembre CiU volvió a ganar los comicios, los socialistas obtuvieron un pésimo resultado y los populares un resultado histórico. Las quiebras de los consensos siempre favorecen a los extremos.

Más allá de la política de las identidades, que tanto nos dará que hablar más adelante, una de las marcas de agua del momento es que la economía, que siempre subyace en todos los asuntos de importancia pero que a menudo aparece confinada a las páginas salmón de los periódicos, tomó protagonismo por derecho propio. Todo lo que parecía sólido se desvanecía en el aire, la orgía especuladora de la anterior década se convirtió en una monumental resaca para los que apenas habían disfrutado de la barra libre. El público asistía al espectáculo sin entender nada, sin saber cómo aquel país que nos habían presentado brillante y atractivo ocultaba bajo el maquillaje inmundicia y descontrol. Los economistas eran los que menos lo entendían, a pesar del rictus impertérrito, ya que tenían un serio problema: cómo explicar que las recetas que recomendaban a los políticos, que afirmaban rotundos en sus columnas, que declamaban satisfechos en sus conferencias, no es que ya no sirvieran, es que justo habían sido el veneno que nos había arrastrado a aquella crisis. Hicieron lo que hacen siempre, echar la culpa a la mala gestión desde lo público y volver a pedir fuego entre bidones de gasolina.

El 21 de mayo el Banco de España intervino CajaSur, la caja de ahorros cordobesa en manos de la Iglesia, con 150 años de historia a su espalda. Como a otras muchas, la explosión de la burbuja inmobiliaria les cogió metidos hasta el cuello en este negocio: 4.000 viviendas y dos millones de metros cuadrados de suelo en su propiedad, alrededor de unos 1.700 millones de euros. Además, los créditos concedidos a los promotores inmobiliarios, algunos de ellos con un historial posterior vinculado a la corrupción, hacían que el modelo de la caja fuera como edificar sobre una falla tectónica al borde de un terremoto. Un informe del Banco de España de 2005 advertía que «El 22 por 100 de la inversión total se concentra en los segmentos de riesgo promotor y compraventa de suelo. En un considerable número de estas financiaciones se ha apreciado un marcado sesgo especulativo»[24]. A pesar de que se forzó una fusión con la malagueña Unicaja, el consejo directivo lo rechazó para no aparecer como responsables de los despidos que tal operación traería en consecuencia, esperando la intervención en una especie de entrega de armas después de no saber cómo arreglar el estropicio.

La noticia dejó contento a casi todo el mundo. La derecha podía atacar al Gobierno y la izquierda podía atacar a la Iglesia. Lo cierto es que no pilló a nadie por sorpresa. Un año antes, en 2009, se creó el Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, un organismo para dotar de fondos, pero también mantener el control sobre los procesos de fusiones que indefectiblemente se esperaban en el panorama bancario español, especialmente en el sector de las cajas de ahorros: de 45 entidades existentes en 2010 se pasó a tan solo dos a partir del año 2015.

Las cajas de ahorro eran una peculiar forma existente en el sistema financiero español, con una clientela fundamentalmente popular, con una implantación y una capilaridad en el territorio muy notable y con un sistema de gobierno donde teóricamente intervenían administraciones públicas locales y autonómicas, los propios clientes asociados, los empleados y los fundadores. Además, las cajas estaban obligadas a revertir parte de sus beneficios en programas de interés social. Históricamente, durante la Segunda República, el ministro de Trabajo, Largo Caballero, desarrolló el Estatuto para las Cajas Generales de Ahorro Popular, denominación que dice bastante de su moderna primera intención y naturaleza. Alrededor de la mitad de los clientes de entidades financieras tenían sus depósitos en estas instituciones, aunque nadie las consideraba así, sino tan solo ese sitio donde se iba a pagar el agua o la luz, a sacar dinero con la libreta o se pedía un crédito en condiciones claras para la apertura de un pequeño negocio, es decir, lo que la gente normal necesitaba de eso que se entendía como un banco.

 

El 9 de julio de 2010, el Gobierno promulgó el decreto de bancarización de las cajas, básicamente la ley que regularía sus fusiones y su transformación en entidades bancarias convencionales. La prensa económica se deshizo en elogios hacia la medida, destacando que existía un problema de profesionalización en sus directivos, que se regían por intereses «políticos» y que el país necesitaba bancos más fuertes y grandes para salir airoso de tan difícil situación económica. Como siempre, la narrativa triunfante cargó las tintas contra lo público, contra los modelos que no encajaban en la contemporaneidad, loando la tan cacareada gestión neutra del dinero. De nuevo se impuso la fantasía neoliberal, una especialmente atrevida ya que fue capaz de ocultar las propias huellas de sus crímenes reclamando nuevas víctimas.

Es absolutamente cierto que el carácter de apego al territorio de las cajas las hizo especialmente factibles para financiar las pequeñas y grandes corruptelas y operaciones especulativas –que suelen ser lo mismo, salvo que reciben un nombre diferente dependiendo de si el juez de turno se decide a intervenir–; es también cierto que en sus consejos de administración se dirimieron peleas políticas, como las famosas puñaladas entre los seguidores de Gallardón y Aguirre; que además mostraron el nivel de integración de la izquierda, sindical y política, que, rendida ante lo que parecía el fin de la historia, en vez de irse a su casa, se dejó arrastrar a operaciones poco claras donde se les trataba como a gente razonable. Pero no es menos cierto que de eso no tenía culpa la idea que animaba la existencia de las cajas de ahorros y que, posteriormente, la cosa incluso fue a peor cuando se transformaron ya en bancos regidos por «profesionalísimos» señores que hacían sonar la campana en la Bolsa. Pero, fundamentalmente, lo que nunca se cuenta es que el problema de las cajas vino cuando se empezaron a comportar como bancos sin serlo, a pesar incluso de la regulación que se lo impedía, cuando simplemente hicieron lo que se suponía que había que hacer: meterse de lleno en la espiral de especulación inmobiliaria y crédito rápido. A día de hoy contamos con ocho bancos surgidos de la progresiva fusión de aquellas entidades: CaixaBank, Bankia, Kutxabank, Unicaja Banco, Ibercaja Banco, Abanca, Liberbank y CajaSur Banco. Un cambio fundamental en el panorama económico español que ocupará más espacio en estas páginas y del que aún no se ha escrito la última palabra en nuestra actualidad.

De hecho, por mucha fusión y mucha imagen corporativa que surgiera de aquel fin acelerado de las cajas, el problema fundamental seguía estando presente: aquellos bloques de viviendas vacíos, aquellos terruños recalificados que pasaron de ser las joyas de la corona a bisutería infantil, iban a seguir allí. En el año 2009, el Gobierno aprobó uno de esos cambios legislativos que apenas llaman la atención a nadie, pero que una década después marcaría el dramático ascenso de los alquileres. Las SOCIMIS, Sociedades Anónimas Cotizadas de Inversión en el Mercado Inmobiliario, fueron pensadas como una forma de hacer atractivo el mercado del alquiler a los inversores, principalmente extranjeros, y de esta manera poder poner en el mercado lo que se empezaron a conocer como «activos tóxicos», un eufemismo para dotar de una connotación negativa de un día para otro a lo que hasta entonces había sido «la pujanza y dinamismo de la economía española». Si en 2013, tras una nueva reforma ya con el Gobierno Rajoy que rebajó su fiscalidad a cero, existían 3 SOCIMIS, en el año 2019 ya eran 77, siendo España el primer país de la UE en número de estos ingenios societarios y el segundo país del mundo por detrás de Estados Unidos. Producto de ello, hoy, los alquileres se han disparado.

Tras los recortes presupuestarios y el inicio de la reestructuración del sistema financiero vino eso que se suele llamar reforma laboral, lo que ha significado siempre, en todas y cada una de las décadas de democracia, un ataque a los derechos de la clase trabajadora. La reforma laboral del Gobierno Zapatero sucedió en septiembre de 2010 y siguió la senda de las anteriores: abaratamiento del despido, nuevos contratos para aumentar la temporalidad y más dinero público para subvencionar indirectamente los despidos improcedentes. Situar al empresario no ya como centro de la actividad económica, sino como única figura existente, el cual parece que, en vez de mantener una relación con la fuerza de trabajo para obtener un beneficio, hace una especie de labor de caridad por la que debemos postrarnos a sus pies y colmar todos sus deseos.

La espiral que dice animar las reformas laborales es que la contratación es muy dificultosa y cara, y que además el despido es también muy caro, lo que provoca que las empresas no se animen a crear nuevos empleos. La realidad, que contradice esa espiral, es que los pequeños empresarios que se vieron afectados por la crisis, bien por encontrarse en sectores de especial incidencia, bien por el encarecimiento de los créditos, bien por una bajada general de las ventas, se vieron abocados al cierre de sus negocios con la reforma de la misma forma que se hubieran visto sin ella, mientras que las grandes empresas la aprovecharon para reajustar sus plantillas de una forma más eficiente, utilizando ese argot de los departamentos de personal que encubre la precarización.

Como respuesta, los sindicatos convocaron una huelga general para el 29 de septiembre de 2010, la primera y última del Gobierno Zapatero, desde la anterior habían pasado ocho años. Las cifras y valoraciones fueron las de siempre, pero el ambiente fue, como poco, extraño. Ningún presidente del Gobierno hubiera planteado una confrontación con los trabajadores en el final de su segundo mandato, menos uno que había asistido puntualmente a la fiesta de la UGT en Rodiezmo donde entre mineros algunas ministras se animaban a cantar La Internacional puño en alto. Aquella huelga, más que una huelga, fue el sonido de un despertador que espabiló súbitamente a mucha gente que había dado por enterrado, en menos de una década, todo lo que significa el conflicto capital-trabajo. En Madrid, donde tuvo lugar la mayor manifestación, mientras que la ciudad se despedía del verano de forma pausada, muchos asistentes aún coreaban subiendo Alcalá eso de «Gobierno escucha…», sin entender aún que aquel Gobierno, aquel presidente que consideraban de los suyos, ya era de los otros, bien por decisión propia, bien por la fuerza de las circunstancias. Lo cierto es que quizá aquel día murió del todo el «blairismo» a la española, esa tercera vía que nos llegó, paradójicamente, motivada porque quien le dio nombre fue uno de los partícipes en la Guerra de Irak.

El año 2010 acaba con una crisis de Gobierno en octubre donde Alfredo Pérez Rubalcaba se destaca como vicepresidente y hombre fuerte que tendría todas las papeletas para encarar la futura cita electoral que se antojaba catastrófica para los socialistas. A principios de diciembre una huelga de controladores aéreos, típica en fechas de gran uso de los transportes, acaba con la declaración del estado de alarma permitiendo la militarización de las torres de control de los aeropuertos. El tema, que en el momento se despachó con la connivencia de casi todos, implicó declarar el estado de alarma para militarizar un sector laboral en pleno conflicto. Puede que los controladores no fueran, precisamente, el sector laboral con peores condiciones, puede que hubieran abusado de su posición en otras ocasiones, pero aquello sentó un peligroso precedente del que casi nadie se quiso ocupar. Una década de una conflictividad laboral baja terminaba para dar paso a otra donde los desencuentros iban a librarse a cara de perro.