Arte in(útil)

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Sari: Ciclogénesis #15
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¿Cómo dotamos a una obra de importancia para ser exhibida? ¿Cómo convertimos el arte en «arte»? ¿Qué lógica poscapitalista usamos para considerar una obra o una producción que relata valores a considerar y, por tanto, «dignos» de ser vistos?

Para ahondar en estas cuestiones, antes hemos de definir brevemente el arquetipo de producciones ejemplificadas un poco más arriba. Nicolas Bourriaud, en su libro Estética relacional, nos habla del contexto actual en el cual:

[…] las relaciones humanas ya no son vividas directamente, sino que se distancian en su relación espectacular. Es ahí donde se sitúa la problemática más candente del arte de hoy: ¿es aún posible generar relaciones con el mundo, en un campo práctico —la historia del arte— tradicionalmente abocada a su representación?20

Ante todo, debemos tener en cuenta que la reestructuración de modelos de producción en el ámbito artístico contemporáneo, según Bourriaud, se debe «al inventario de las preocupaciones de ayer para lamentarse de no haber podido encontrar ninguna solución». Esta «revisión» histórica de tintes posmodernos con parámetros de producción anteriores no solo se debe a una reformulación de los modelos, sino a cambios ejercidos en relación al propio sujeto y su forma de conocer y relacionarse con el mundo. Janet Wolff, en La producción social del Arte,21 indica que Anthony Giddens introdujo el concepto de «la dualidad de estructura» para indicar que esta es, a la vez, un producto de la acción humana y de las condiciones de esa acción: la interacción social entre el público convertido en usuario asimila las formas de producción actual en manifestaciones de poder ideológico. En el sentido ambivalente del término «dependencia institucional» como lugar donde encontrar cultura, existe, por parte de los artistas, una revisión histórica sobre producciones anteriores que modifican las presentes o contemporáneas en hitos validados desde el poder institucional. Esta esfera de poder legitimado que convierte el arte en «arte» disgrega la visión de subjetividad del espectador-usuario, transformando al artista en sujeto contenedor de ideas, sin considerar que:

[…] los individuos siempre son sujetos y, como tales, están constituidos por una ideología. No hay una esencia subjetiva que escape a esta constitución aunque, por supuesto, todos los sujetos son únicos. Debemos añadir también que los sujetos están constituidos, además, por prácticas materiales, dado que la formulación constituidos en ideología podría dar lugar a una lectura puramente conceptual.22

Así pues, y ante este escenario, la idea de subjetividad queda diseminada en cuanto la producción adquiere dependencia institucional para convertirse en «arte». Ya sea desde un formato expositivo u otro, la esfera legitimadora de producción del sujeto creador deviene «arte»; la propia institucionalidad pasa a ser un símbolo de poder cultural con «intereses» y el trabajador y su producción un paradigma que merece ser escuchado, que se reflexione sobre él y se monetice. Bajo esta premisa, podemos pensar que el trabajador o creador cultural que usa las herramientas institucionales —de orden público o privado— requiere de una validación profesional para reconocer su trabajo porque es responsabilidad pública del padre Estado. No obstante, la politización de la producción cuando el arte se convierte en «arte» queda justificada en tanto a la necesidad del creador por el uso que hace de la cultura para expresarse, deviniendo paradigmas simbólicos que hipotéticamente merecen, como hemos dicho con anterioridad, ser escuchados, que se reflexione sobre ellos y se moneticen, anulando el ejercicio de libertad en tanto subjetividad cultural y moral.

Ante el cambio sobre la forma de observar y comprender el mundo desde un ámbito local hacia lo global, nos vemos obligados a plantear dónde ha quedado nuestra libertad en la forma de consumir información e imágenes, y preguntarnos qué canales definen nuestra postura como espectadores-consumidores pasivos y activos para pensar «por uno mismo» —que sería la idea más cercana a libertad vista desde la experiencia artística: cómo cada espectador se relaciona con la producción exhibida—. Zygmunt Bauman, en Mundo consumo. Ética del individuo en la aldea global, reflexiona acerca de esa hipotética libertad desde Diderot:

La máxima del pensar por uno mismo: eso era la Ilustración. Para Denis Diderot, el ser humano ideal era alguien que se atrevía a pensar por sí mismo, pasando por encima del prejuicio, la tradición, la antigüedad, las creencias populares, la autoridad…; en definitiva, sobreponiéndose a todo aquello que esclaviza el espíritu.23

Esta idea de Bauman sobre Diderot nos lleva a la cuestión sobre cómo ha evolucionado la forma en la que se piensa el sujeto ante la democratización institucional que responde a cuestiones políticas y globales mediante el consumo de información que transita, genera y consume.

Esta forma de consumo requiere de hábito, lógica y confianza en lugares «de culto», politizados e institucionalizados como contenedores de ideales morales. Desde estos contextos se presentan ideas como valores que se institucionalizan mediante la exposición que el usuario-espectador-consumidor asume, produciendo así un abandono de la «responsabilidad» política por parte de ciudadanos, que es cedida a la institución como responsable moral. No obstante, hay pequeñas estructuras anárquicas que se desarrollan desde espacios de «creatividad alternativa», percibidos como alejados de la institución dominante. Esta actitud que deviene símbolo desplegado desde un ámbito público y aparentemente democrático, a menudo alejada de los circuitos institucionales que avalan el «arte», ponen de manifiesto aspectos que, en una primera impresión, pueden parecer políticamente incorrectos, que forman parte del movimiento generado por consumidores descontentos ante políticas culturales capitalizadas.

Fuera de los lugares declarados mainstream del arte contemporáneo, podemos hablar, por ejemplo, del origen del llamado street art como respuesta creativa fuera del ámbito institucional. No obstante, el street art, usando herramientas propias del marketing liberal, acabó por convertirse en otra línea de trabajo fagocitada por la institución-poder tal y como vimos durante la construcción iniciada en 2006 de las Facultades de Geografía, Filosofía e Historia en el barrio de El Raval de Barcelona en la zona del MACBA (Museu d’Art Contemporani de Barcelona) y el CCCB (Centre de Cultura Contemporània de Barcelona). Durante años, ante el CCCB, sobre el muro de una edificación en desuso, los artistas dibujaban y pintaban, pero, con posterioridad a la construcción de la nueva universidad, ese muro, que iba de punta a punta de la calle, desapareció. El hecho de ver a artistas pintando fuera de la institución, percibiendo esta como una fortaleza impenetrable, hacía palpable qué requerían esas creaciones albergadas fuera de ambos centros: un escaparate céntrico para ser vistas. De la misma forma que los primeros artistas urbanos de New York, como Superkool 223 en los años setenta del siglo XX, empiezan a pintar vagones de metro usados como «lienzos» autotransportables, estos artistas se ubicaron en una zona céntrica de la ciudad colindante a dos centros de arte para dotar a su trabajo de mayor visibilidad. En el documental Exit Through the Gift Shop, producido por Jaimie D’Cruz, el artista urbano Shepard Fairey afirma:

Aun sabiendo que la pegatina de André el gigante era un juego y que lo hacía por diversión, me gusta la idea de cuantas más pegatinas haya por ahí, más importante parece ser, más gente quiere saber qué es, más se preguntan entre ellos, y es un poder.24

El street art original y su aparente respuesta subversiva mediante soportes arquitectónicos en la ciudad acabaron siendo absorbidos por la lógica sistémica neoliberal en forma de tendencia, música, actitudes y espacios de creatividad patrocinados por marcas autoproclamadas contraculturales. Hablar del fenómeno del street art puede parecer anecdótico desde el punto de vista de cómo se crea o nace una nueva expresión artística en nuevos contextos urbanos donde emergen formas de relación y negociación entre los ciudadanos y la ciudad, pero resulta significativo cómo acabó por entenderse dicha expresión como una reclamación de derechos institucionales de artistas no legitimados que requerían de reconocimiento político para que no los calificaran de vándalos.

Este cambio de paradigma remite a códigos visuales asimilados con los que entender qué hace un artista desde un prisma estético, afirmando «lógicas de flujo» en las que se reconocen identidades —los artistas— inscritas en un mundo globalizado que define qué y cómo debemos ser para llegar a ser. De la misma manera que «escenificamos» la idea de Edad Media con un castillo, un caballero y una princesa, en la actualidad también escenificamos términos que conforman una imagen constituida por una realidad basada en acontecimientos y lógicas mediales. Como Bourdieu menciona en Sobre la televisión, se producen «efectos de realidad y efectos en la realidad […] De este modo, la televisión, que pretende ser un instrumento que refleja la realidad, acaba convirtiéndose en un instrumento que crea una realidad».25

Yolanda Montero, en Televisión, valores y adolescencia, narra cómo los procesos mediatizadores han generado modelos para entender cómo es su sociedad y extraer opiniones sobre los diversos aspectos de la vida, así como para buscar, además, modelos con los que identificarse:

Los modelos que la gente joven elige con el ánimo de parecerse a ellos proceden en mayor número de los personajes que popularizan los medios de comunicación de masas que de las personas reales con las que se relacionan en su vida cotidiana. Los modelos que se obtienen en los medios de comunicación pública son, en su mayoría, personajes de actualidad, tales como «deportistas» o «cantantes de moda». Apenas hay arquetipos de virtudes intemporales (por ejemplo, «santos») o de conocimiento (por ejemplo, «sabios»).26

 

Los modelos que Montero narra suponen un flujo de información unidireccional de arquetipos culturales llevados al comportamiento para escenificar la realidad y enfrentarse a ella. Así como el sujeto —espectador-usuario— deviene espectador y usuario —este último en forma de actor—, también construye un escenario de «realidad» donde escenifica un papel mediante prototipos constituidos en imágenes. El análisis global nos lleva a plantear generaciones que han conformado un imaginario colectivo directamente enraizado con la lógica de los medios; se han definido —y siguen haciéndolo— desde escenarios propios de una realidad construida a partir de patrones regulados por imágenes sintetizadas de aquello que quiere describirse desde el medio. Uno de los autores que ejemplifican dichas afirmaciones, Pablo Helguera, escribe en Manual de estilo del arte contemporáneo:

¿Debemos acostarnos con un artista cuya obra repudiamos? ¿Cómo inflar un currículo sin necesidad de postular exposiciones imaginarias?

¿Cómo escapar de una videoinstalación eterna cuando el artista se encuentra presente? Todas estas preguntas se responden con lujo de detalle en este libro, la guía esencial para los interesados en jugar el juego del mundo del arte. Saborear los frutos de la élite artística no es ya un anhelo improbable. Después de recorrer estas páginas, incluso el principiante sin grandes aptitudes tendrá la oportunidad de lucir su sofisticación en inauguraciones y charlas elevadas sobre estética, y descubrirá que, a fin de alcanzar la gloria, no se requiere del menor talento ni de noción alguna sobre la historia del arte. Todo es cuestión de temperamento y buen sentido de la oportunidad y, por supuesto, de una dosis necesaria de etiqueta. 27

Helguera plantea estas ideas, que pueden parecer un tanto banales, como juego de comportamientos y estilos de realidad con los que relacionarnos de forma concreta para alcanzar la «gloria» de la que habla. Helguera parece haber desvelado las reglas del juego, los escenarios, los actores y las formas de actuar que relatan la escena y el desarrollo de la obra: un manual que rechaza la meritocracia usando fórmulas liberales propias del capital.

Así pues, la institución convertida en un escenario mediático con una imagen sintetizada de lo que comprendemos por arte contemporáneo, incluyendo nuevas formas como el street art, supone reordenar ciertas nociones de realidad en forma de códigos usados por artistas que, en este caso, formalizan creaciones llevadas desde el terreno de la estética. Uno de los casos más representativos sobre este mecanismo capitalizador, lo encontramos en la llamada «estética de archivo», que anula la funcionalidad del propio mecanismo archivístico para estetizarlo y exhibirlo como un elemento de consumo, alejando su perspectiva de herramienta hegemónica.28

Volviendo a Bourdieu, en Sobre la televisión, es en el monopolio de instrumentos de difusión, y es en esa linealidad unilateral de información, donde encontramos una acción regulada y formas de comprensión de esa realidad a la que necesita adscribirse y que debe ser narrada, algo que se ejemplifica en un comportamiento simbólico, creando relatos construidos que conforman formas de control.

De la misma manera que la forma de hacer arte ha sido enmarcada en un circuito construido mediante herramientas que configuran una forma de percibir, narrar y construir determinada realidad cultural, al artista contemporáneo —o a la idea de este— también se le presentan ítems determinados que lo configuran como tal. Sin embargo, antes debemos entender y definir de qué tipo de artista contemporáneo estamos hablando, considerándolo como sujeto que crea arte desde, y en, la actualidad. El «artista contemporáneo» al que nos referimos remite a ese tipo de creador que requiere de una institución para legitimar su producción y convertirse, de esta manera, en «artista contemporáneo», ya que, sin la institución y, por tanto, la institucionalidad, no puede convertirse en artista —cuando nos referimos a la institución, hablamos de espacios politizados, no necesariamente adscritos a una esfera gubernamental, privada o pública—. Este tipo de artistas contemporáneos desarrollan formas de construir una realidad a través de ámbitos de poder institucional que dominan la idea de cultura artística y arte. Para poder definir y ejemplificar el espectro sistémico del capital con un mecanismo que ejerce a la fuerza a trabajadores y consumidores de arte, vamos a centrarnos en el paradigma de esos artistas que desarrollan un trabajo entendiéndolo como «arte emergente» basado en concepciones liberales como novedad, innovación y originalidad.

Desde una perspectiva global mediada por el trabajo posfordista mecanizado por un ámbito laboral que deshumaniza al trabajador como sujeto creativo, desde hace unos años han tomado importancia espacios de iniciativa privada o pública donde el artista paga una cuota por acceder a talleres desde donde desarrollar su producción artística. Estos espacios de producción ubicados en antiguas fábricas, que proyectan una romantización del trabajo como espacios colectivos de creación, generan también una nueva necesidad de legitimidad del artista como sujeto trabajador. Sin embargo, y a pesar de que el liberalismo incluso ha fagocitado y estetizado eso que habíamos llamado «alternativa a la hegemonía», siguen naciendo nuevos espacios culturales que rechazan los intereses de producción oligárquicos y proponen una deriva de aparente autonomía burocrática.

Algunos de estos espacios consolidan cierto éxito en tanto a pluralidad y cantidad de usuarios y asistentes a ese espacio. Así pues, la institución pública o esfera política no interviene con dinero público porque tanto la iniciativa como el contenido de estos son particulares: no existen exigencias, lo que hace, por tanto, de estos artistas, sujetos autónomos frente a la escenificación de responsabilidad cultural de instituciones «opresivas» y representativas. No obstante, la idea de institución-poder al margen —pública o privada— suele desarrollase a partir de la necesidad de suplir eso que es «inabarcable» por el Estado, estableciendo nuevos canales de creación artística desde los que ejercer poder para considerar «eso que también debe ser visto». Cabe destacar que estos espacios, al no ser unos espacios institucionales que ofrecen exhibiciones u otras actividades con regularidad, suelen nacer y morir fugazmente, y acaban por entenderse como lugares donde ocurren o ocurrieron sucesos interesantes, llevados a cabo por artistas contemporáneos, como hipotética respuesta a una política que no piensa de manera horizontal.

Partiendo de esta perspectiva, la creación artística queda fagocitada por un sistema de visibilidad y legitimación no oficial para convertirse en «arte»: una producción centralizada desde un parámetro de poder institucional usado en espacios variables tanto en forma como en espacio de peregrinación cultural. En el entramado cultural existen, por un lado, fenómenos autogestionados en el ámbito artístico y, por otro, los reconocidos espacios institucionales legítimos o, lo que es lo mismo, los espacios institucionalizables y las instituciones oficiales —fijémonos en el pretexto de usar «institucionalizables» y no «institucionalizados»—, ambos unidos por la necesidad de exhibición que legitima la creación artística del trabajador cultural como producción de artista contemporáneo.

Lo que convierte estos espacios autogestionados en los verdaderos «hervideros» de la llamada novedad no es lo que se muestra en ellos o la exhibición u actividad, sino ese programador como sujeto «institucional» que decide apartarse del canal oficial para desarrollar otro que replica las mismas formas de dominación político-cultural. Max Weber, en Estructuras de poder, hace referencia a eso que, metafóricamente, tratamos con esta afirmación: el individuo como sujeto institucional y legitimador:

[…] el prestigio de poder se realiza como tal en el ejercicio del poder sobre otras comunidades; se realiza en la expansión del poder, aunque no siempre mediante la anexión o sumisión o conquista, ya que se puede acceder a él por la vía democrática (elección popular).29

La actividad sociocultural de espacios autogestionados es cualificada y se cuantifica mediante la revisión de usuarios y visitantes, en la repercusión social de las actividades que organiza y el alcance que estas llegan a tener en la comunidad y/o un contexto determinado. Por esa razón, según Weber, este tipo de actos devienen sociología u actos sociológicos, por los que deben estudiarse los valores que lo impulsan y que proporcionan normas y lógicas a cierta nanoescala respecto al sistema del que parten. En este caso, mediante actividades llevadas a cabo en dichos contextos de «autonomía» institucional en forma pero no en lógica, percibimos cómo se gesta y se produce «arte contemporáneo»: mediante la institucionalización del sujeto artista en espacios institucionalizables —esta idea no representa a las producciones exhibidas, solo pretende hablar de la jerarquía social existente en cuanto a los artistas contemporáneos, vistos como individuos-institución sin relación a su tipología de producción.

Así pues, el suceso que acontece en tanto a espacios no oficiales tiene más que ver con la observación y asimilación de procesos sistémicos y mecánicos sobre el «arte» que en la propia producción artística como herramienta de transformación social, cultural o crítica:

… hay toda una serie de fenómenos de gran importancia, que no pueden recogerse mediante interrogatorios ni con el análisis de documentos, sino que tienen que ser observados en su plena realidad. Llamémosles los imponderables de la vida real.30

Después de una observación y asimilación de la mecánica sistémica fagocitada por un Estado de poder, llevado a cabo por la política cultural vinculada a la construcción de la idea de nación, ciudadano-trabajador y valores confirmados mediante la producción artística, consideramos necesaria la tarea de indagar etnográficamente qué es lo que configura la creación artística en un sistema global. Según Malinowski, la tarea de un etnógrafo consiste en «integrar todos los detalles observados y extraer la síntesis sociológica a partir de todos los síntomas de índole en que pueda apoyarse».31

Desde el campo del arte y la sociología, pocas veces se ha investigado, tratado o escrito sobre cómo el sistema capitalista y la lógica posfordista ha influenciado en la propia creación llamada producción, difusión y exhibición del arte presente. Debemos, por tanto, fijarnos en las negociaciones para la definición de arte configurado por relaciones sociales establecidas por vínculos que (re)configuran y (re)dirigen procesos creativos como «guías» de constitución. Así pues, nos vemos obligados a tratar esta cuestión desde la sociología, ya que parece que la esfera del arte formada por artistas, gestores, comisarios, directores, galeristas o coleccionistas sea inmune a las influencias socioculturales que ocurren a su alrededor, centrándose únicamente en el cometido creativo en el que debemos fijarnos como consumidores. Y es desde un mundo globalizado e «hipermediatizado» desde donde debemos reflexionar acerca de tales influencias sobre una «realidad» condicionada, controlada y configurada, más que nunca, a través de lógicas instrumentalizadas desde esferas de poder que recrean caminos por los cuales un artista y su trabajo deben seguir para configurarse como tal.

Tras el conjunto de ideas mencionadas sobre «arte contemporáneo», debemos definir el significado del concepto de «arte emergente» como paradigma de este entramado sistémico, que replica adjetivos propios del liberalismo y, por tanto, del consumo de arte como esfera de entretenimiento. El concepto «arte emergente», que puede parecer una clasificación respecto a un tipo de creación artística en tanto a la cronología y maduración del artista, sustituyó a la idea de «arte joven», usada hasta mediados del 2005 por instituciones artísticas vinculadas, sobre todo, a instituciones públicas. Después de superar la crítica a la edad como un punto no determinante en el inicio de la creación artística, se empezó a utilizar el término «emergente», del verbo «emerger», que también se puede referir a un estado de emergencia que evoca una señal de auxilio, una necesidad o ayuda.

 

El término «emergente», así como los cambios conceptuales que devienen o «adjetivan» cambios en parámetros culturales, ha sido necesario institucionalmente para apoyar la lógica de «lo nuevo» o de la novedad en tanto a formas de hacer creativas. Weber hace referencia hablando de la lógica capital a «los hombres que atacan las modas en un grado desusado»,32 y es en esa «moda» donde la cultura, como ente, le atribuye su identidad a la acción de romper con un pasado caduco del que debemos librarnos para «progresar», una réplica, nuevamente, del sistema industrial y colonial. La relación existente entre «novedad» y «progreso», según Robert Hughes,33 define «nuevo» como algo que aparece como respuesta a un estado anterior, una contradicción a la palabra previa y a las ideas que pretenden no prevalecer. Según Hughes, a principios de los setenta, la decaída idea de pintura y escultura como vanguardias pasó a formar parte de un período histórico y la posmodernidad se asentó como rechazo hacia las lógicas anteriores sin proponer alternativa alguna para nuestra cultura oficial. El término «arte joven» empezó a carecer de sentido y, en algunos casos, dejó de limitarse el rango de edad de participantes en las convocatorias de carácter público. ¿Cuándo se deja de ser joven? ¿Cuándo deja un artista de crear algo nuevo? «arte joven» indicaba una lógica de recorrido a seguir, un proceso de madurez consagrado en el camino adecuado para profesionales que convertiría al artista, en el futuro, en autónomo profesional. Una exposición de un artista de 50 años, por ejemplo, no podría considerarse como «arte joven» porque el término hace referencia al individuo y su carrera profesional, no a su trabajo, y, aunque el término haya sido sustituido por «arte emergente», que no alude a una edad donde deben darse, profesionalmente hablando, estados «adecuados» respecto a una carrera profesional, se considera que este forma también parte del estadio de ser joven y tener intereses en la creación artística. Quizás también la lógica del joven rebelde con el paradigma de James Dean ha sucumbido en la esfera del arte y esperamos de los artistas jóvenes una respuesta con fuerza a la ya caduca Modernidad para progresar.

Así pues, el concepto de «arte emergente», que debería hacer referencia al estado y maduración propia de la creación, pasa nuevamente a centralizarse en el sujeto politizado joven como individuo representante de trabajo en un estado de efervescencia. Cuando la institución abandonó el concepto y término «arte joven», y dejó paso a la definición «arte emergente», parecía responder a la necesidad de definir el arte en un estado inicial más allá de la edad del artista —al cual se lo reconoce por su idiosincrasia— y que estaba naciendo desde la perspectiva cultural, pero no fue así… la lógica mercantil impuso nuevamente que la novedad y la rebeldía son cosas de jóvenes utópicos que miramos desde la barrera de la melancolía.

Las credenciales de audiencia como fenómeno en sí mismo —dato importante para el «arte» como objeto de consumo y entretenimiento— se asientan, sin negociaciones, como algo necesario desde la modernidad hasta la posmodernidad. Michael Heizer lo relata mediante el trabajo de carácter escultórico Complex One, situado en el desierto de Nevada de Estados Unidos. La obra, iniciada en 1972, inacabada debido a su volumen y que nunca va a ser trasladada, supone un alejamiento de la idea de modernidad y masas, donde el arte parece requerir de audiencia para convertirse en tal. Con este acto, Michael Heizer afirma:

[…] la idea es que una escultura como esta no tuviera valores añadidos, porque no es portátil ni un objeto de cambio, […] no puedes negociarla, no te la puedes meter en el bolsillo, si hay una guerra no te la puedes llevar, no vale nada, de hecho, es una obligación.34

Alfred Baar, precursor del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), logró reunir una colección de arte moderno superior a la de cualquier museo del mundo. La forma de institucionalizar la idea de arte moderno fue el hecho de iniciar una necesidad por parte de gestores, críticos, directores de museos y otras esferas de poder; en dar cabida histórica y, por tanto, dotar de importancia como fenómeno cultural a vanguardias y movimientos artísticos que hasta entonces solo se encontraban en colecciones de privadas. Baar constituye la idea de museo como algo nuevo, algo que pasa de ser una tumba del arte a algo vivo que está sucediendo. Este «nuevo» museo como condensador social produce, simbólicamente, el arte mutado en «arte», con la necesidad institucional de evaluar histórica y culturalmente, desde lo «público», movimientos, hasta entonces, sin relevancia. Una de las piezas más significativas en torno a esta idea de marco histórico desde un contexto institucional es Equivalent VIII, de Carl André, una disposición de ciento veinte ladrillos colocados en el suelo del museo. La imagen de esta famosa obra supone la construcción de una epístola desde una esfera permisible a ello, que dota a la obra de un carácter público como «objeto» que se debe observar desde la importancia cultural, ya que, si hubiéramos dispuesto Equivalent VIII en medio de una calle hace treinta años o en la actualidad, hubiera pasado desapercibida como «arte». A partir de ese momento, nada de lo que hacía un artista podía considerarse ofensivo, ya que era vulnerable a convertirse en capital siempre y cuando no dejara de cumplir las normas de significado político temporal y contextual de «arte».

Rosalind Krauss, en «La transgresión está en el ojo del observador», habla de los ciclos de compresión del «arte contemporáneo» y de cómo este se dilucida entre el efecto de la mediatización que abordamos en el presente ensayo, comprendiendo estados y componentes que conforman la cultura contemporánea:

Hace ya bastante tiempo que la vanguardia se encuentra inmersa en ese ciclo de la moda por el que lo nuevo se define como lo que está sucediendo en la temporada actual. El sino de la vanguardia bajo el capitalismo tardío ha sido el de convertirse, como todo lo demás, en acomodaticio, y con esto me refiero tanto a la producción como al consumo. Con cada temporada nos llega la moda de un nuevo objeto, y con ella la de un nuevo eslogan interpretativo con el que envolverlo. Y de este modo, resulta que la memoria crítica ha llegado a tener una durabilidad tan efímera como la obra que pretende brevemente comprender.35

La manera en la que comprendemos «arte contemporáneo» aquí —o que tratamos de abordar ante la imposibilidad de un Estado que transcienda los fenómenos culturales y sociales del arte— mantiene una estrecha relación con generar ideas o conceptos determinados en una producción objetual, situacional o experiencial. Si bien este trato o relación con la producción cultural contemporánea ha dado lugar a la idea de «arte contemporáneo» desde un marco institucional que clasifica, define y etiqueta el llamado «arte conceptual», también ha conformado un escenario que ha dado lugar —entre otras ideas palpables que en breve trataremos— a posiciones desde el arte como herramienta crítica institucional que piensa y dirige su trabajo al ente social. Respecto a la nominalidad «conceptual», en un extracto del texto Palabra pintada. El arte moderno alcanza su punto de fuga leemos:

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