El nuevo gobierno de los individuos

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3. La generalización de las prácticas de evaluación

Aunque le dedicaremos todo un capítulo, la evocación panorámica de la revolución en curso a nivel de los controles quedaría seriamente incompleta sin tener en cuenta la importancia adquirida en las últimas décadas por la evaluación. Bien vistas las cosas, se trata de recurrir a un reforzamiento de controles ex post, altamente publicitados, como un instrumento para dirigir, incluso independientemente del consentimiento, la conducta de los individuos. Los actores son gobernados, retóricamente, únicamente desde y a partir de sus diferenciales de resultados. En cierto sentido, se puede decir que la autoridad racional-legal, esa que estaba basada en el respeto escrupuloso de los procedimientos (y que marcó el reino del burócrata weberiano) es desplazado por la figura de tecnócratas que gobiernan las conductas a través de la ingeniería del benchmarking (comparación de resultados y rankings de actores), en donde la acción de cada actor (incluida la del propio evaluador) es sancionada (premiada o castigada) en función de los resultados obtenidos.

En un universo de este tipo, lo importante es lo que tiene éxito (más que el respeto escrupuloso de los procedimientos); muchas actitudes son así toleradas en nombre del resultado. O sea, sin menoscabo de los controles, se otorgan márgenes de acción a los mandos intermedios en la organización de su trabajo propiamente dicho (en función de los puestos jerárquicos la evaluación de los resultados se hace todos los días, semanas o al año), pero in fine el gobierno de los individuos se organiza masivamente en torno a la obtención, o no, de los resultados que se fijaron.

Aunque los resultados son prescriptos, el sentido del gobierno de las conductas se modifica en profundidad. Lo importante no es la fuente de la autoridad, ni siquiera la extracción explícita del consentimiento, sino los diferenciales de resultados fácticos medibles obtenidos, en un universo altamente competitivo, por los distintos actores. Muchas lógicas opuestas cohabitan en este proceso. Por un lado, la filosofía de la evaluación renueva y refuerza los gobiernos procedimentales (best practices, certificaciones de calidad) que operan como poderosos mecanismos de control fáctico de las conductas. Pero, por el otro lado, la filosofía de la evaluación permanente como forma ex post de control de las conductas le da un creciente poder a los mandos medios, quienes son los que evalúan directamente la acción de sus subordinados, ya sea en las entrevistas anuales, ya sea recomendándolos para un ascenso o un bonus salarial, lo que engendra todo un juego cortesano dentro de muchas organizaciones (Martuccelli, 2006).

La tensión es muchas veces viva entre tener que aplicar un protocolo de procedimientos y el tener éxito. La figura del ritualista de Robert K.Merton (caracterizado por su escrupulosa adhesión a las reglas) no ha desaparecido, pero los valores del hombre de la organización (Merton, 1965; Whyte, 1959) han sido trastocados por la filosofía de la evaluación y las sanciones por diferenciales de resultados. Por supuesto, este tipo de control engendra su propia patología, ya sea a través de la consolidación de prácticas inmorales dentro de las empresas con el fin de obtener resultados11, ya sea a través de la acentuación de malestares psíquicos entre los asalariados (depresión, burnout) a causa de la intensificación de las presiones que sienten en el mundo laboral (Ehrenberg, 1998; Aubert y Gaulejac, 1991; Otero, 2012; Kiroauc, 2015).

No se trata de oponer los estudios que insisten en la importancia del consentimiento (como en todos aquellos que, por ejemplo, de una u otra manera se siguen inscribiendo en la continuidad de la Escuela de Frankfurt) a aquellos que subrayan más bien la centralidad de las coerciones. Lo importante es comprender, en la cohabitación de estos dos factores, la inflexión tendencial en beneficio de los controles y las modificaciones que esto entraña en el nuevo gobierno de los individuos. Si la renovación de los controles es activa en el mundo laboral (lo que, de paso, da cuenta de la relativa ausencia de discursos alarmistas en lo que a la autoridad se refiere en este ámbito), en muchos otros, como la familia o la escuela, en la medida en que no existen sino parcialmente verdaderos equivalentes a nivel del incremento e intensificación de los controles, los discursos sobre la crisis de la autoridad se generalizan.

II. La metamorfosis de las creencias

Este segundo gran cambio estructural debe comprenderse dentro del remplazo tendencial del primado de las creencias hacia los controles, pero también dentro de un tránsito de la influencia basada en la autoridad o en grandes ideologías en beneficio de formas de influencia más abiertamente manipulativas y agonísticas.

Como siempre, tratándose del gobierno de los hombres, nada, o casi nada, es radicalmente nuevo. Ya la retórica entre los antiguos griegos tenía por vocación producir la adhesión a la perspectiva de un orador, y desde entonces muchos otros términos se han utilizado para describir variantes en la producción de las creencias: la influencia, la persuasión, la obnubilación, la admiración. Pero ello no impide reconocer la importancia de las inflexiones en curso en por lo menos tres grandes direcciones.

1. Manipulaciones

La movilización manipulativa de la influencia es cada vez más visible y practicada. Si esto ya estuvo explícitamente en el centro de la publicidad comercial o de la propaganda política desde comienzos del siglo XX, esta dimensión se ha acentuado fuertemente independientemente de toda problemática de la autoridad en el sentido preciso del término. La movilización manipulativa de la influencia se ha convertido en el objetivo explícito de muchos estudios y experimentaciones efectuados desde las ciencias cognitivas o las neurociencias (Ehrenberg, 2018). Es la finalidad del trabajo de muchos expertos en gestión de crisis, spin doctors, expertos en comunicación o en los usos de los storytelling (Castells, 2013; Salmon, 2007), pero también el objetivo de muchos mensajes, políticos o comerciales, individualizados que, apoyándose en el robo o la compra de listas de consumidores o electores, y gracias a diversas estrategias de análisis de Big Data (como el big mining o el big-target) banalizan el recurso manipulativo y personalizado de las influencias. Dentro de este contexto general se inscribe el fenómeno de los fake news al cual recurren grandes órganos de prensa, empresas o gobiernos.

La información nunca fue neutra y siempre existió el recurso a la mentira. Sin embargo, es posible pensar que esto tiende a practicarse, si no a un nivel superior, por lo menos de manera más explícita y por un número creciente de actores. Por eso, a pesar de tener antecedentes, la situación actual presenta algunas especificidades que es importante distinguir. Bajo los regímenes totalitarios del siglo XX, el recurso a la propaganda y a la mentira fue un arma explícita para influenciar, condicionar y censurar las opiniones (Arendt, 2006). Sin embargo, nada sintetiza mejor las resistencias a la mentira de la propaganda que las pantallas de televisión colocadas mirando hacia el exterior en las ventanas de tantos departamentos en Polonia tras el golpe de Estado de 1981: los ciudadanos reexpedían sus mentiras a los gobernantes. En claro contraste con estos regímenes, las democracias liberales pluralistas se organizaron (a pesar de la existencia de prácticas explícitas de manipulación de la información bajo la forma de trampas, censuras o disimilaciones) en torno a partidos de oposición, una prensa independiente y un espacio público como arena de confrontación que hacían de la pugna por la verdad un principio fundamental de la vida colectiva. O sea, el recurso a la mentira como estrategia de influencia (álgido en periodos de fuerte agonismo social), incluso si por momentos pudo ser una política sistemática (como en período de guerra), jamás fue abiertamente admitida o conocida por los ciudadanos. El espacio público se concibió como una garantía de la verdad vía la discusión y la vigilancia crítica ciudadana (Habermas, 1993).

Si la codificación de los mensajes restringe en el momento de la emisión el abanico de lo que se comunica, la decodificación, a pesar de las múltiples estrategias de influencia y de persuasión de la que ha sido y es objeto, abre las interpretaciones. La mayoría de las personas no tiene en verdad control sobre la producción de los mensajes (aunque esta posibilidad se ha incrementado con la expansión de las TIC), pero mantienen cierto control a nivel de la interpretación. Como lo venimos de evocar, nunca se ha logrado controlar completamente los canales de la recepción, como lo atestiguan, a escala histórica, las experiencias del totalitarismo. Los mensajes son interpretados por los actores a través de distintas socializaciones, desde culturas heterogéneas, en base a sus marcos cognitivos y emocionales (Castells, 2013: capítulo III), por medio de influencias interpersonales, interacciones con diversas fuentes de información o tipos de audiencia, todo lo cual se ha incrementado en la era de los post-media (Couldry, 2012: capítulo 2).

Es teniendo en cuenta todo lo anterior como es preciso entender el cambio en curso. El recurso casi transparente a la mentira (para dar un solo ejemplo, las supuestas armas de destrucción masiva en Irak en 2003) señalan un cambio radical. Tanto más que estas prácticas agudizan la erosión de la confianza de los ciudadanos hacia las instituciones y los responsables políticos. La cuestión de la autoridad en el sentido fuerte del término (que reposaba sobre el valor dado a la fuente emisora y su confianza en ella) cede el paso a estrategias abiertamente manipulativas por parte de distintas fuentes de emisión.

 

2. Confrontaciones

Más allá de los aspectos más ostensiblemente manipulativos de los fake news, lo importante es comprender los cambios estructurales ocurridos en la esfera pública contemporánea y la manera como las TIC actuales suscitan el advenimiento de actores que dan forma a una nueva arena de conflictividad de creencias, opiniones e influencias.

Regresaremos en detalle sobre esto en un capítulo ulterior, pero tomemos en cuenta desde ahora la multiplicación de actores que emiten interpretaciones u opiniones alternativas, así como de sitios web que reúnen individuos que tienen representaciones distintas y a veces opuestas a las que son movilizadas, y legitimadas por las principales instituciones sociales. Si esta realidad no es nueva en sí misma –los historiadores han mostrado fehacientemente los límites de la imposición en el pasado sobre todo en las capas populares de la ideología dominante (Abercrombie, Hill, Turner, 1987; Ginzburg, 2014)–, la más frecuente y la más fácil federación de estas contravisiones, gracias a las TIC, sí constituye una auténtica inflexión. Aunque, como lo veremos en otro capítulo, los resultados empíricos son más prudentes, la frecuentación de estos sitios web (y la lectura de mensajes personalizados enviados con claros fines instrumentales) tiende al menos potencialmente a encerrar a ciertas personas dentro de universos ideológicos estancos. Aún más: si las expresiones contemporáneas del complotismo se apoyan, como en el pasado, sobre coordenadas ideológicas, su realidad actual va más allá de ello. Por un lado, convocan sesgos informativos de un nuevo tipo: los complotistas muchas veces saben muchas más cosas sobre un evento particular que la mayoría de los ciudadanos, pero lo que saben es sesgado o incompleto (Cazeaux, 2014). Por otro lado, dan forma a una agonística de influencias que es mucho más simétrica que en el pasado.

Para comprender este aspecto de la agonística de la influencia contemporánea no está de más recordar, aunque sea brevemente, la teoría de las two steps (los dos peldaños de la influencia). Según esta perspectiva, se admitía o se adhería a una proposición porque ésta era retomada por una persona a la cual se le tenía confianza (por lo general por razones combinadas de tipo estatutarias, morales o políticas). O sea, era porque un pariente, un líder, un gran patrón, un sindicalista, un editorialista renombrado hacía «suya» una opinión que ésta ejercía una influencia sobre aquellos que reconocían su autoridad. La influencia pasaba, así, por alguien a quien se le reconocía autoridad por una combinación de diversas razones. Entre los complotistas este proceso sigue siendo activo (lo que saben lo saben porque hacen confianza a ciertos sitios web), pero también porque, y esto va más allá de la teoría de los dos peldaños, buscan activamente, y en medio de una gran desconfianza institucional, sitios de información diversos para hacerse su propia opinión.

En el campo político se asiste a la generalización de una concepción abiertamente gramsciana, por decirlo de algún modo, de la lucha entre hegemonía y contrahegemonías. Aquí también la inflexión se inscribe en la continuidad del pasado, con innegables especificidades: si la era de las ideologías es lo propio de la modernidad (una época indisociable de un espacio público conflictivo), y si el combate hegemónico fue un aspecto mayor de las sociedades civiles durante todo el siglo XX, la situación actual agudiza ambas realidades. Abordaremos en detalle estos puntos en capítulos ulteriores, pero la imposible imposición uniforme de una ideología dominante da paso a una concepción mucho más agonística de los debates y de la información. De todos los debates y de todas las informaciones. La producción de visiones contrahegemónicas del mundo (lo propio de los movimientos sociales y de la crítica social) entra en competencia con un conjunto de prácticas ordinarias de microvisiones y mensajes alternativos. Por supuesto, los niveles de cuestionamiento de la realidad entre unas y otras nunca son los mismos: en el primer caso, se apunta a cuestionar los grandes principios del orden dominante (por ejemplo, la propiedad privada o el productivismo); en el segundo, se expande el sentimiento de que sobre todos los temas existen opiniones diferentes inconciliables. Sin embargo, en todos los casos, la imposición de creencias es más que nunca una lucha agonística.

Resultado: el consentimiento no solo no es conciliado, sino que muchas veces ya no es ni tan siquiera el objetivo. La generalización de la exposición a las news (cadenas de información continua, portales informativos, alertas en los móviles, etc.) y la vivencia de la contraposición ordinaria de perspectivas, alimenta a veces indecisiones compartidas, muchas otras veces formas de polarización que en su diversidad van mucho más allá del clivaje de los antiguos universos ideológicos (a tal punto las coordenadas agonísticas se multiplican). La impresionante agonística de la esfera pública actual, cotidianamente puesta en escena en torno a una gran variedad de temáticas, hace ilusoria la idea de una autoridad consensuada generalizada. Es suficiente leer, por ejemplo, a propósito de un solo artículo de prensa, las decenas de reacciones de los lectores a las cuales se tiene acceso, para comprenderlo.

La tesis de la importancia creciente del tema del soft power en reemplazo o desplazando nociones como ideología o autoridad reconocen en parte este cambio. Pero solo en parte. En verdad, en muchos usos de la noción de soft power, desde la geopolítica hasta las relaciones sociales (Anderson, 2015; Guilluy, 2018), solo se trata de un nuevo nombre para designar al antiguo trabajo de inculcación ideológica. Cierto, se reconoce mejor y más abiertamente el carácter conflictivo de la influencia, pero se sigue creyendo en el fondo en la importancia central de las creencias en el gobierno de los individuos. Si esta dimensión (¿es necesario decirlo?) no ha desaparecido, no es ésta empero, dado el incremento de los controles, la que mejor describe las prácticas de gobierno contemporáneas de los individuos.

Pero ¿por qué cuestionar la centralidad de las creencias? Porque lo que se debilita en la esfera pública actual es la política por consensos y compromisos a la cual apuntaba (en el marco de regímenes liberales y socialdemócratas) la pugna ideológica. Ayer, sin desconocer la divergencia estructural de intereses, el objetivo explícito de la política consistió en limar asperezas, en conformar coaliciones de intereses y alianzas entre grupos; en breve, obtener consensos más o menos temporarios más allá de los disensos. Hoy, al contrario, lo que se estimula es muchas veces una política de confrontación, de polarización de los clivajes, la constante representación de una vida social dividida en campos irreconciliables. Si situaciones de este tipo se dieron en el pasado, tendencialmente esto parece devenir la norma en un mundo posverdad. Las discusiones públicas se tienden a centrar en torno a los casos más polémicos y aporéticos, aquellos que parecen no tener solución alguna, con el fin justamente de persuadir de la imposibilidad de los consensos (algo particularmente visible a nivel de los debates sobre el multiculturalismo o la diversidad sexual). El objetivo de las políticas de influencia consiste así más en profundizar los disensos que en estimular los consensos. De lo que se trata es de personalizar los mensajes enviados a cada individuo con el fin de reforzar sus propias creencias. En este marco, tanto la autoridad como la dominación-consentimiento ven modificarse profundamente su razón de ser.

3. Cuestionamientos

En lo que concierne la influencia de las creencias, incluso si no siempre se lo advierte, el corazón del cambio reside en la cuestión de la verdad. El fenómeno más importante en el socavamiento estructural de la autoridad en la modernidad actual es, sin lugar a duda, el cuestionamiento de la ciencia. Aquello que subyacía en última instancia en la concepción de Hannah Arendt (1996) o Hans-Georg Gadamer (1997) sobre la autoridad; a saber, que el individuo se inclinaba frente al saber-verdad (o sea la idea de la autor-itas), ya no se impone como una evidencia. Incluso en el célebre estudio sobre la sumisión a la autoridad de Stanley Milgram (1974), el acatamiento a las órdenes se produjo en el marco de un fuerte reconocimiento de la verdad y de la moral científica12.

Como lo interpretó Stephen Toulmin (1992), la constitución del conocimiento científico, desde el siglo XVII, fue una manera de producir un conocimiento capaz de zanjar, racional o empíricamente, las controversias gracias a pruebas. Frente a las guerras de religión que asolaron Europa en el siglo XVI (los supuestos dogmáticos de cada una de ellas hicieron imposible toda solución ecuménica), la ciencia instituyó un nuevo régimen de certidumbre. Más allá de la tolerancia religiosa o del escepticismo, proclamados por Erasmo o Montaigne, la ciencia moderna pretendió poder zanjar controversias de manera irrefutable gracias a la verdad y sus pruebas.

Ahora bien, lo que durante mucho tiempo en la modernidad hizo función de autoridad en última instancia, la verdad científica, permitiendo zanjar al menos en principio y en última instancia las controversias, no cumple más (con la misma evidencia en todo caso) esta función. La ciencia es, ella misma, objeto de controversias. Diversos grupos sociales, incluso arropados con dosis muy diferentes de legitimidad, son de ahora en adelante capaces de cuestionar la ciencia y sus verdades. Literalmente, y en el sentido más fuerte del término, no existe más una verdad intramundana capaz de zanjar las controversias. La ciencia y sus verdades, o sea su autoridad, se abren a una pugna más o menos interminable de interpretaciones y creencias. Una dimensión bien reflejada a nivel de la epistemología tanto en los movimientos posmodernos, los Sciences studies e incluso cierto pragmatismo, pero también en la idea de la existencia de una pluralidad de mundos en conflicto entre sí (Descola, 2005; Escobar, 2014). No se trata ni de un retorno a un mundo encantado (no es la creencia en la acción ordinaria de las entidades invisibles lo que se generaliza) ni de un incremento del oscurantismo per se, sino del hecho de que la verdad deja de ser el monopolio de los científicos.

Las diferencias nacionales son muy importantes en este punto, pero para un número diverso y creciente de ciudadanos, el valor-ciencia y sus verdades dejan de imponerse por su autoridad intrínseca y tienen, tendencialmente al menos, que ser impuestas por el Estado. Aquí también el cambio con respecto al pasado es fundamental: no es más la ciencia moderna la que le da visos de verdad a la acción del Estado (imponiendo por ejemplo prácticas generalizadas de higiene pública, vacunación o currículums escolares). Ahora, más o menos subrepticiamente, es el Estado el que instituye la verdad, por lo general, por el momento, todavía en consonancia con el saber científico. Repitámoslo: por lo general y por ahora. No olvidemos que ciertos Estados cuestionaron el carácter viral del Sida (Fassin, 2006) y que varios otros rechazan la hipótesis del cambio climático o de los efectos humanos sobre el clima. El cambio es radical. Ciertos individuos o grupos (religiosos, políticos, etc.) afirman no «creer» en las pruebas científicas. Ante estas actitudes, los debates se vuelven literalmente imposibles de zanjar.

El fin del monopolio de la verdad por parte de la ciencia alimenta y generaliza formas inéditas de desconfianza ordinaria. El continuum de verdades científicas y de peritaje es objeto de todo un degradé de sospechas. En este punto es preciso distinguir, aunque sea muy esquemáticamente, cuatro grandes posturas. En primer lugar, aquellos que, incluso creyendo en la superioridad cognitiva de la ciencia, han roto con una concepción ingenua del progreso y son cada vez más sensibles a sus posibles efectos negativos colaterales. En este registro las criticas ecológicas, incluso aquellas hechas gracias al conocimiento científico, han socavado las bases de una cierta forma de autoridad-ciencia. Un ejemplo banal de lo anterior: el importante número de personas que, luego de una visita médica (o sea incluso si cuando consultan creen en el conocimiento experto), chequean por internet lo que el médico les ha prescrito. La confianza no va más de suyo.

 

En segundo lugar, en clara oposición contra cierto positivismo, pero sin que esto suponga necesariamente una ruptura con el espíritu de la Ilustración, existe un grupo de actores que luchan por el reconocimiento de la diversidad de las formas de conocimiento. Los debates sobre la homeopatía son un buen ejemplo de lo anterior, pero también se puede pensar en muchas terapias alternativas o en la medicina suave (Colombo y Rebughini, 2003). Aún más compleja es la cuestión de los fórums híbridos, ámbitos en donde se considera se puede discutir, más o menos en pie de igualdad epistemológica, el saber científico, las pericias de los expertos y los saberes ordinarios de la experiencia (Callon, Barthe y Lascoumes, 2001). En estos fórums no se niega la verdad-ciencia, pero se impone la necesidad de reconocer otras formas de conocimiento y, por lo tanto, de confrontar las verdades de la ciencia a otras representaciones y problematizaciones juzgadas legítimas. En proximidad con esta situación se puede también evocar la importancia creciente dada a la palabra de los enfermos en lo que respecta al sufrimiento o a los efectos secundarios de ciertos fármacos, pero también con respeto a sus decisiones en lo que concierne al fin de su vida (Bataille, 2003 y 2012), lo que ha conducido no solo a la introducción de nuevos cursos en las facultades de medicina sino incluso, en algunas de ellas, a que ciertos cursos sean dictados por los pacientes a los médicos.

En tercer lugar, se encuentran aquellos que desconfían de las conclusiones de la ciencia. Se trata de un espectro amplio de actores que van desde los clima-escépticos hasta los que rechazan la vacunación. En estos casos, el cuestionamiento a veces se hace invocando interpretaciones científicas alternativas o minoritarias. Otras veces, el rechazo opera por razones identitarias, intuiciones, desconfianzas institucionales diversas, etc.

Por último, existe una figura aún más extrema, aquellos que rechazan abiertamente las verdades científicas en nombre de posiciones dogmáticas, muchas veces de índole religiosa (creacionismo, el diseño inteligente, ciertas interpretaciones de la hipótesis Gaia, lecturas literales de los libros sagrados contra los resultados de teoría de la evolución, etc.). En este caso, la autoridad de la verdad-ciencia deja simplemente de funcionar.

En los hechos, estas posiciones se mezclan a veces entre sí, pero en todos los casos, lo que ha cambiado sustancialmente es el apego inmediato y conciliado con lo que enuncia la autoridad de la ciencia. Ciertamente, la ciencia sigue siendo, en cuanto amparada por el Estado, la principal vía hegemónica para enunciar la verdad en el mundo de hoy. Pero su autoridad de ahora en más es y puede ser cuestionada. En el marco de la modernidad, esto es radicalmente nuevo a nivel del gobierno de los individuos.

Un bemol antes de concluir este apartado. La metamorfosis de la influencia pareciera no concernir plenamente el ámbito religioso, en donde se observa incluso un regreso de la autoridad. En realidad, el panorama es más variado y menos unívoco. Si en las tres grandes religiones del libro (cristianos, musulmanes, judíos) se observan, en efecto, marcadas tendencias integristas y fundamentalistas con fuertes radicalizaciones político-ideológicas, en lo que concierne a la autoridad de los dogmas y la sumisión voluntaria (y conciliada) a ellos, la situación general de los creyentes no es tan homogénea. No solamente las experiencias son muy diversas entre los creyentes, muchos de ellos desarrollando vínculos más subjetivos y menos dogmáticos con las autoridades religiosas (Hervieu-Léger; 1999; Roy, 2004), sino que incluso los más ortodoxos de entre ellos están obligados a practicar su fe en medio de un mundo social atravesado por la incredulidad y la diversidad irreductible de las creencias (Taylor, 2011). Por ello, aunque real, la importancia de la renovación de estas formas efectivas de la autoridad, en el sentido fuerte del término, no debe llevar a sobredimensionar el fenómeno.

Notemos, por último, un punto particularmente bien analizado en la historia de las revoluciones. A saber, los regímenes se desmoronan cuando los ciudadanos pierden fe en sus instituciones y en los genios invisibles de la polis (Ferrero, 1988), cuando lo que hasta hace muy poco tiempo parecía intangible se derrumba y cuando se advierte, tras un más o menos largo trabajo de zapa, que el Rey está desnudo. En este sentido, el orden social reposa en efecto en grandes creencias fundacionales. Pero aquí también la transición es visible: sin que tenga que cuestionarse lo anterior, la novedad proviene de la capacidad creciente de los regímenes de sostenerse desde los controles. Eso que Talleyrand le dijo a Napoleón –que se puede hacer todo con las bayonetas, salvo sentarse sobre ellas– empieza a no ser más necesariamente un juicio cierto.