El nuevo gobierno de los individuos

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III. La convulsión de las jerarquías



El tercer gran cambio es producto de un conjunto muy disímil de procesos de cuestionamiento de la jerarquía, cuyos más lejanos orígenes se encuentran en la abolición de los privilegios en la estela de la Revolución francesa y más tarde en las críticas que el modernismo cultural dirigió hacia la burguesía, sus hipocresías y su convencionalismo, en nombre de la autenticidad. En la modernidad, progresivamente todas las jerarquías han sido objeto de profundas y, a veces, demoledoras críticas.



Aquí también los cuestionamientos de largo alcance de las jerarquías (pensemos en aquellos que se enunciaron desde el anarquismo, el socialismo o ciertas luchas sindicales) tomaron un cariz mucho más pronunciado desde los años 1960 con los nuevos movimientos sociales: mayo del 68, las luchas generacionales y el feminismo, más tarde los combates por la diversidad sexual, luchas que aceleraron los procesos de postradicionalización y el cuestionamiento del valor de la autoridad-tradición (Giddens, 1994b), un fenómeno al cual se le añade (suele descuidárselo, y sin embargo se trata de un fenómeno paralelo) el cuestionamiento de las líneas jerárquicas y a veces la desaparición de los mandos medios en muchas empresas. En todos los casos, los estatus jerárquicos han perdido aura y evidencia.





1.

La crisis de los carismas



Pocas o casi ninguna jerarquía se impone como una evidencia al amparo de lo que a veces se presenta como el aura o el carisma de su detentor. Esto es manifiesto tanto a nivel de las relaciones entre grupos etarios como en las relaciones de género, pero también a nivel profesional o político. A pesar del abuso terminológico del término, existen

pocos

 líderes carismáticos, en el sentido más o menos preciso que Weber (1983) dio al término y que no ha cejado desde entonces de ser desfigurado: o sea individuos a los que se les reconoce una facultad excepcional en función de la cual un actor consiente ser guiado. El carácter transicional de la autoridad carismática (bien subrayada por Weber) pero también su carácter excepcional, en el sentido de poco frecuente, deben ser constantemente recordados por una razón muy simple: no es posible

generalizar

 el carisma como una forma de gobierno de los individuos.



Cierto, la entronización del carisma de los líderes es muy activa en la literatura managerial, pero esta producción explícitamente ideológica debe ser leída como una manifestación más de la tendencia tan visible en el mundo del trabajo a querer generalizar y volver ordinaria la excelencia (Aubert y Gaulejac, 1991; Ehrenberg, 1991). Ahora bien, esta producción ideológica acarrea costos subjetivos intensos y se revela rápidamente como imposible. Este proceso participa incluso en la acentuación del miedo a los subordinados entre los mandos medios en el mundo laboral (Araujo, 2016), pero también en las desestabilizaciones personales que, por falta de carisma, viven por ejemplo tantos docentes a la hora de ejercer la autoridad en las aulas. El anhelo por legitimar la autoridad de las jerarquías sobre la base del carisma lleva siempre a un impase.



La tensión entre la producción ideológica y la realidad social es muchas veces mayúscula: el supuesto aura y carisma de muchos jefes desaparecen apenas dejan el puesto que les transmitía su prestigio y su atracción. Bien vistas las cosas, se asiste menos a una rutinización del carisma de ciertos jefes en las organizaciones (lo que existe, pero es poco frecuente) que a un ensayo de

carismatización


ideológica


de


las


funciones


jerárquicas

. O sea, es la posición funcional que se ocupa, y cada vez menos los rasgos o talentos de la persona per se, lo que está en la base del gobierno de los otros.



Existen individuos con notables talentos en muchas organizaciones, partidos, asociaciones. Sin embargo, la mayor parte de los jefes carecen de estos atributos (y, en todo caso, son precisamente sus deficiencias lo que masivamente denuncian los subordinados). Aquí se vislumbran los límites de la operación propiamente ideológica que consiste en generalizar los atributos de excelencia de las jefaturas. Si se lo hace, en contra de tanta evidencia fáctica, es justamente porque una vez convulsionadas las bases tradicionales y verticales de la autoridad, el «carisma» aparece como una vía ideológica para sostener las jefaturas.



En este sentido, la concomitancia observada a fines del siglo XIX y a comienzos del siglo XX entre el auge de los jefes por un lado y el universo administrativo y burocrático de las organizaciones (en la escuela, el ejército, las fábricas o los partidos políticos) por el otro (Cohen, 2013), se transforma en profundidad. El creciente recurso generalizado a los controles fácticos

impersonales

 del que ya hemos hablado debilita, e incluso tiende a volver superfluas en algunos casos, las formas

personalizadas

 de gobierno de las conductas. En las organizaciones productivas, el gobierno de los individuos descansa menos en los carismas de las jefaturas que en los controles fácticos o en la capacidad de sanción o recompensa que se detenta porque se ocupa una posición de jefatura dentro de la organización. La jerarquía impersonal y funcional de la trama organizacional prima sobre las competencias personalizadas de liderazgo de los jefes. Se asiste así, tendencialmente, por un lado, a una crisis estructural de los jefes (en tanto que poseedores de aura y carisma), y, por el otro, al incremento de los controles fácticos, impersonales, despersonalizados.



La contradicción es particularmente aguda en el mundo del trabajo. Por una parte, una importante literatura managerial promueve la ideología del carisma en las empresas, y por la otra, la supuesta importancia de este liderazgo no se refleja en lo que expresan muchos asalariados. Si la ideología del carisma es a veces efectiva, o sea reconocida como una fuente de legitimidad del funcionamiento jerárquico, esto solo es cierto en un muy pequeño número de casos. No se trata solamente del hiato entre el trabajo prescrito y el trabajo real (una de las más sólidas conclusiones de la sociología del trabajo desde hace décadas); la situación actual va mucho más allá de ello. Se asiste a un divorcio entre las conductas de control managerial y las justificaciones ideológicas de las jefaturas. O sea, muchos actores jerárquicos de mando medio se ven sometidos a prescripciones normativas (autoridad participativa, evaluaciones de 360°, el modelo del buen jefe, etc.) que, en lo que respecta el gobierno de los hombres, se revelan irrealistas dadas las formas efectivas como se ejerce el control de las conductas.



La pregunta es evidente: ¿por qué este divorcio entre la extensión creciente de los controles fácticos y el discurso sobre las jefaturas? En verdad, este divorcio refleja la fuerza de la toma de conciencia que se produjo a raíz de la impugnación de las jerarquías laborales en los años 1970. Frente a ella, dos grandes estrategias fueron practicadas. Por un lado, y es lo más importante, una remodelación en extensión e intensidad de los controles fácticos. Por el otro, más o menos a distancia de lo anterior, una defensa de las jerarquías desde la ideología del carisma.



La división entre estas dos estrategias es tan profunda que es incluso visible a nivel de la producción sociológica. Cuando los estudios se apoyan principalmente (o exclusivamente) sobre la producción discursiva managerial, se construye la imagen de un mundo laboral gobernado por una nueva ideología dominante (Boltanski y Chiapello, 1999). Cuando, por el contrario, los estudios se basan en monografías de prácticas laborales, lo que aparece es un mundo de amenazas, críticas, reticencias, resistencias, deslealtades hacia las empresas (todo lo cual se exacerba en los malos empleos, cf. Graeber, 2018), un conjunto de actitudes díscolas que logran empero ser subordinadas al designio de las empresas gracias al recurso, efectivo o potencial, de los controles y las sanciones.



En resumen: la expansión de los controles y la visibilidad creciente de las coacciones está en tensión, para decir lo menos, con la ideología managerial del carisma. La extensión y la intensificación de los controles tienden a ser limadas (o veladas) por el discurso sobre los liderazgos (al cual adhieren, sin duda, más o menos temporalmente, ciertos mandos intermedios). Pero en la medida en que este tipo de ejercicio de la autoridad no se verifica en los hechos, esto refuerza el recurso coactivo de los controles y hace que las relaciones asimétricas de poder sean cada vez más visibles.



No solo los verdaderos liderazgos carismáticos son raros, sino que incluso el ensayo de carismatización de las jerarquías funcionales conoce muchos límites. La principal razón es fácil de enunciar: el estatus social no es más una fuente de prestigio tan unívoca como lo pensó Weber. El estatus social, la jerarquía y los diferenciales de prestigio que otorga (un aspecto a veces denominado como aura, carisma o capital simbólico) son cada vez menos capaces de inhibir, impresionar o intimidar activamente a los individuos en sus interacciones. Ciertamente, la intimidación por razones estatutarias todavía es real y activa tratándose de muy «grandes» empresarios, políticos y tal vez algunos intelectuales, pero, por lo general, la gran mayoría de personas que ocupan posiciones jerárquicas (en las empresas, en la vida política, en el mundo intelectual) han sido hechas descender del Olimpo

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. No es en absoluto un detalle. La generalización de situaciones de este tipo desestabiliza en profundidad la afirmación, tan central en la obra de Pierre Bourdieu (1979 y 1989), sobre el capital y la violencia simbólica como grandes componentes de la dominación social.

 



Si la extensión e intensificación de los controles fácticos mitiga la crisis de las jerarquías

dentro

 de los universos funcionales, en la vida social, como lo señala muy bien Randall Collins (2009), muchos prestigios de clase han dejado de ser operativos. Incluso si su observación vale sin duda más para los Estados Unidos que para muchas otras sociedades (como en América Latina), lo cierto es que el prestigio estatutario ya no impresiona o solo lo hace en un radio muy estrecho, e informado, de personas. ¿Quién está socialmente intimidado por un gran, o sea, como lo precisaremos en un momento, célebre dentista? ¿O por un exitoso y rico dueño de una mediana empresa?



Las razones que dan cuenta de este proceso son variadas, pero la pérdida del prestigio social, en sus dimensiones más generales, se puede asociar tanto con los anhelos de relaciones sociales más horizontales en todos los ámbitos de la vida social, como con el acceso creciente que se tiene con respecto a la vida privada e incluso íntima de muchas personas, digamos la escena posterior de la vida ajena, aquella que tradicionalmente se sustraía a la mirada de los otros (Goffman, 1973). La segunda dimensión es tan importante como la primera. ¿Qué es en verdad lo nuevo? Ni necesariamente la publicitación de la vida privada de los jerarcas –piénsese en el protocolo de la Corte de Luis XIV (Elias, 1985)– ni, tampoco, los chismes sobre nobles, políticos o famosos en muchas otras épocas. Lo nuevo está en la amplísima difusión y publicitación,

sin


el


control

 de estos actores, de los aspectos más privados e íntimos, y a veces sórdidos, de su existencia. El prestigio social durante mucho tiempo asociado a la posesión de ciertas virtudes muchas veces se desploma. La intimidación social, la inhibición ante los oropeles y la munificencia del poder y de las jerarquías se debilitan por doquier: se vuelve transparente el hecho de que detrás de las diferencias estatutarias solo hay individuos similares que ocupan posiciones disimiles.



Esta situación interactiva, en mucho exterior al mundo de las jerarquías dentro de una organización, tiene empero consecuencias a nivel de las jerarquías. El prestigio social en el sentido más amplio del término (violencia simbólica, aura, etc.) no sostiene más el ejercicio ordinario de la jerarquía. Aquí también es evidente lo que esto implica a nivel de la autoridad y el consentimiento conciliado.







2. Una nueva modalidad de prescripción normativa





En la teoría social, durante mucho tiempo, un solo y único gran mecanismo de inscripción fue privilegiado a la hora de describir y analizar las maneras en que la dominación y la coacción del consentimiento jerárquico operó a nivel de los individuos: de una u otra manera se trató siempre de analizar la adhesión del dominado a través de distintos procesos de sujeción e inculcación ideológica. Hoy, dada la desestabilización de muchas jerarquías, debemos reconocer la presencia de

otra

 gran modalidad de inscripción subjetiva de la dominación: la responsabilización. La diferencia analítica entre los dos procesos reside sobre todo en las maneras como se conmina a los actores sociales a plegar sus conductas a ciertos mandatos (Martuccelli, 2001 y 2004a).



La primera forma canónica de la inscripción subjetiva de la dominación, la sujeción, subraya ante todo el proceso por el cual se hace adherir (por introyección, por interiorización, por incorporación) de manera más o menos durable un elemento (una práctica, una representación) en el espíritu o en las disposiciones corporales de un actor. La sujeción obliga a los dominados a definirse con las categorías que la dominación impone, un proceso que a veces se inscribe más allá de sus conciencias, sobre sus cuerpos y sus automatismos más reflejos (Foucault, 1976; Althusser, 1995; Butler, 2009). En todos los casos, el proceso se sujeción, incluso de manera implícita, supone la existencia de sólidas jerarquías de conminación entre gobernantes y gobernados.



La sujeción, más allá de la diversidad de las apelaciones, designa pues todas las inculcaciones, imposiciones, simbólicas y corporales, inscritas en los individuos, que les impiden autorizarse ciertas actitudes o que los obliga a percibirse bajo la forma de estigmatizaciones múltiples. Ya sea a través del sistema educativo, de las representaciones sociales, de la identificación psíquica con la Ley, de las normas de género se trata siempre de imponer definiciones. La inculcación está así sistemáticamente apoyada en una serie de contenidos culturales (a veces llamados ideológicos), pero también en un conjunto de factores organizacionales y jerárquicos cuyo objetivo explícito es la producción de los consentimientos (Burawoy, 1979).



Al lado del modelo de sujeción y de sus múltiples variantes, en las últimas décadas se afirmó, a medida que las jerarquías fueron cuestionadas,

otro

 modelo de inscripción subjetiva de la dominación. Este modelo supone que el individuo se sienta, siempre y en todas partes, responsable no solamente de todo lo que hace (noción de responsabilidad) sino igualmente de

todo lo que le acaece

 (noción de responsabilización). En este marco, la imposición y la autoridad jerárquica, puesto que en el fondo siempre se trata de esto, operan de una manera distinta. En la medida en que el individuo está conminado a decidir y elegir por sí mismo, cada individuo es vuelto responsable de las consecuencias de sus libres decisiones.



La responsabilización es así el proceso por el cual se conmina al individuo a asumir una situación (de clase, de trayectoria escolar, de vida conyugal) como el resultado, más o menos directo, de las decisiones que tomó, o no tomó, en el pasado. La situación presente (ya sea una situación de desempleo, fracaso escolar, crisis familiar, etc.) se interpreta a la luz de las decisiones (de acción o de omisión de acción) hechas en el pasado (Beck, 1998). El resultado es una confrontación inédita del individuo con las consecuencias de sus actos en medio de un vacío destructor. Si esto no niega necesariamente ni la permanencia de los destinos sociales ni la disimilitud de las trayectorias o experiencias, obliga a los individuos a asumir las biografías y las trayectorias de clase de una manera altamente personalizada (Beck, 1998; Martuccelli, 2001; Murard, 2003: 213-246). O sea, un mecanismo de este tipo minimiza el peso condicionante de las estructuras y de las posiciones sociales sobre las trayectorias individuales. De la afirmación según la cual las estructuras sociales no determinan las trayectorias de los actores, se cae en el exceso de que éstos son los únicos responsables del destino de sus vidas.



En la base de la expansión de la lógica de la responsabilización se encuentra una concepción de la libertad identificada exclusivamente con la libertad de elegir. Concebido como un elector universal de opciones, el individuo es fuertemente responsabilizado por todo lo que le acaece en su existencia. En este sentido, contrariamente a lo que ciertas posturas conservadores indican, nuestra época no se caracteriza por la ausencia de deberes o responsabilidades; por el contrario, se generaliza un modo de prescripción que, explícitamente dirigido a la reflexividad de los individuos, genera una inflación de consecuencias a nivel de su responsabilización. Frente a la dificultad de las jerarquías a la hora de prescribir conductas se postula que, puesto que cada cual eligió libremente en el pasado, cada cual debe hacerse cargo de las consecuencias de sus actos en el presente.



La responsabilización está así en la raíz de una exigencia generalizada de implicación de los individuos en la vida social y en la base de una filosofía que los obliga a interiorizar, bajo la forma de una falta personal, su situación de exclusión o su fracaso. Esta nueva modalidad de inscripción subjetiva nunca es tan paradójica como a propósito de la prescripción a la autonomía, ya que se trata de conminar a alguien para que se dote a sí mismo de su propia ley. Esta obligación al no imponer un contenido preciso conmina simplemente a que el individuo, en tanto actor, tome decisiones autónomas. Se trata de un nuevo modo de funcionamiento y de imposición de las normas en donde el individuo tiene que dar más pruebas de flexibilidad y apertura que de obediencia y disciplina (Beck, 1998; Roussel, 1989; Kaufmann, 2001; Dubet, 2002; Singly, 2003).



La responsabilización camufla la responsabilidad de las jerarquías. El modelo funciona como un espejo, que engorda y deforma las consecuencias de los actos individuales, pero que se presenta como un modelo puramente consecuencial. No se trata más, en principio, de imponer normas, sino de llegar a una gestión de lo social tomando en cuenta simplemente las consecuencias, deseables o no, buenas o malas, de los actos. Las campañas de prevención del tabaco, sida, del alcoholismo, de la toxicomanía o contra los accidentes de la circulación urbana poseen todas ellas esta misma filosofía

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.



En el fondo, esta tensión refleja en mucho la oposición ideológica entre conservadores y progresistas en el mundo de hoy: los primeros, adeptos de las jerarquías, siguen siendo partidarios de prescripciones normativas obligatorias; los segundos son partidarios de prescripciones sujetas a evaluación individual. Para los primeros, en todos los ámbitos, la Sociedad tiene que fijar y definir el Bien. Para los segundos, a nivel de todas las conductas, el Individuo tiene que elegir reflexivamente su línea de acción.



Lo importante es comprender tendencialmente la evolución en curso. En claro contraste con lo que fue habitual hasta hace medio siglo, ha habido una profunda transformación en el trabajo de prescripción institucional a causa de las convulsiones que se han producido a nivel de las jerarquías. En muchos ámbitos sociales ya no se trata más de prohibir conductas o de imponer comportamientos que se juzgan buenos, sino de informar al ciudadano para que éste, con conocimiento informado (y no ya con consentimiento conciliado) decida. Esto es muy visible, por ejemplo, a nivel del consumo del tabaco (en donde a pesar de los riesgos de salud de los que se le informa, el individuo es dueño de su decisión), a nivel del consumo de alcohol, cada vez más a nivel de la alimentación en el sentido más amplio, y también lo es a nivel de la prevención del Sida (en donde se aconsejan prácticas de protección, pero no modelos de sexualidad) o incluso en ciertas prácticas de substitución de drogas. Si es cierto que muchas veces ciertas líneas de conducta terminan por ser institucionalmente recomendadas e incitadas, idealmente lo importante es la decisión de los individuos y la gestión de los riesgos (Castel, 1981).



El proceso es tanto más corrosivo subjetivamente que no se espera que el actor se pliegue a un contenido normativo, sino que está puesto en la situación de tener que afrontar lo que le es presentado exclusivamente como una consecuencia de sus actos pasados. En este juego, por distintas vías, la responsabilización termina por establecer la culpabilidad del individuo. En realidad, el individuo responsabilizado a nivel de las causas de su situación es culpabilizado bajo la forma de una sanción a nivel de las consecuencias. Con la responsabilización no se asiste a una restauración de las jerarquías. Se está delante de un proceso inédito y distinto. Se impone una nueva experiencia de gobierno que al confrontar al actor con lo que le es presentado como las meras consecuencias de sus actos, lleva a una forma inédita de interiorización de las categorías del fracaso. Delante de «su» fracaso, el individuo está obligado a asumir una responsabilidad total. Y mientras más se lo conmina a asumir sus responsabilidades, más se destruye. Resultado: esto se convierte en una razón moral legítima que permite a una colectividad liberarse de su responsabilidad y solidaridad ante la suerte de sus miembros más frágiles.



En algunos aspectos este fenómeno parece ir en contra de la expansión de los controles. Sin embargo, las cosas son más complicadas: la crisis de la autoridad es tal que toda prohibición está bajo sospecha, lo que hace necesario o bien maquillar las interdicciones bajo la forma justamente de una pura coerción fáctica o bien gobernar las conductas como una mera gestión de los efectos inducidos por las decisiones individuales tomadas. Esto no elimina del todo la tensión entre el gobierno de los individuos por controles o por conminación a la reflexividad. Tratándose, por ejemplo, de la prohibición de conducir más allá de ciertos índices etílicos, si el dispositivo técnico existe (un automóvil solo se pondría en marcha luego de un alcotest negativo), por el momento, en este ámbito, el gobierno se sigue haciendo menos desde el control fáctico y más apelando a la responsabilidad de los individuos.

 



Insistamos: en muchos ámbitos se siguen

in fine

 prescribiendo reglas, pero desde una modalidad muy distinta. Puede así pensarse, por ejemplo, que los libros de autoayuda, desarrollo personal, consejos a los padres, etc., son los herederos de las antiguas prescripciones éticas y de los libros de moral. Pero, y aquí está lo fundamental, muchos de estos soportes de prescripción (sobre todo los que conciernen a la vida personal y la organización de la vida familiar) se dirigen explícitamente a la reflexividad crítica de los individuos (Giddens, 1991 y 2004; Beck y Beck-Gernsheim, 2002; Papalini, 2014). O sea, incluso cuando el mensaje es enunciado por un experto, con el fin de suscitar un tipo de conducta, lo que se invoca no es el peritaje sino la reflexión y el discernimiento de cada cual. La prescripción se impone porque el individuo

elige

 qué tipo de consejo (o fuente de información, influencia) decide seguir o acatar (con amplias posibilidades de bricolaje individual). Si ningún individuo inventa normativamente su estilo de vida, se encuentra en la posición de tener que decidir qué tipo de conductas quiere imitar (Gomá, 2014) y con qué grado de celo.



Frente a la conminación generalizada de tener que decidir libremente y ser responsabilizados ulteriormente por lo que se presenta indefectiblemente como la mera consecuencia de decisiones pasadas, muchos individuos son invadidos por el deseo de no tener que decidir. O sea, intentan escapar, liberarse, de esta coacción a la libertad como elección. Se expande así un cansancio frente al cúmulo de microdecisiones. Como Giddens (1991) lo entendió muy bien, frente a la presión constante a la decisión que los procesos de responsabilización acentúan, las rutinas aparecen como un importante mecanismo de defensa individual. De ahí también el placer de descargarse del fardo de la elección tanto en dispositivos técnicos como sobre otras personas que decidan en el lugar de uno.



Notemos aquí también la continuidad de esta actitud con el pasado y su diferencia. A pesar de ciertas similitudes, no estamos más ni en el universo de la servidumbre voluntaria ni en el del miedo a la libertad (La Boétie, 1993; Fromm, 2005). Es menos el temor y más el cansancio lo que es subyacente a esta resistencia a las microdecisiones. Se pasa del miedo a la libertad a la simple fatiga de la libertad (de tener que elegir). Un sentimiento agudizado tanto por la aceleración de los ritmos de vida como por los procesos de movilización generalizada de los individuos en todos los ámbitos sociales (Rosa, 2010; Martuccelli, 2017a). No se trata de un tema menor: desde los años 1970, la problemática del cansancio del actor ha estado muy presente tanto en la prensa feminista (a propósito de la carga mental) como en literatura sobre las organizaciones (Alter, 2000). El gobierno de los individuos no se ejerce, así, necesariamente imponiendo creencias o restaurando jerarquías; se ejercita cansando a los actores y controlándolos vía su constante responsabilización.



Esta fatiga de la libertad (la conminación permanente a tener que decidir) alimenta en muchos ámbitos formas aparentes de conformismo funcional. No se trata empero ni de confianza en el jefe, ni de confianza en el sistema experto sino de un mero conformismo por cansancio libidinal: el deseo de no tener que complicarse frente a cada decisión, de no tener que discutir, debatir, reflexionar, luchar, hacer estrategias constantemente, lo que se traduce en la aceptación más o menos resignada de la trama funcional del mundo o de una organización.



La metástasis de la decisión conminativa se revela, así, ambivalente. Si, por un lado, en la medida en que generaliza el recurso a prescripciones sujetas a evaluación individual, ella profundiza a su manera la crisis de la autoridad y las jerarquías, por el otro, frente a la fatiga de la libertad que esto induce alimenta un anhelo renovado de autoridad y de jerarquía (en verdad de conformismo, en el sentido del traspaso de la elección a manos de otro agente).



La situación actual está marcada por una tensión entre estos dos modelos de prescripción normativa. Si la generalización de prescripciones sujetas a evaluación individual tendió a extenderse en las últimas décadas, en los últimos lustros, con importantes diferencias entre países, se asiste a un retorno de las prescripciones normativas obligatorias. En verdad, por el momento, a lo que se asiste