El sentido del camino

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―¡Doña Rita, soy Ginés, el maestro constructor! ¡Abra por favor, necesito su ayuda!

Al cabo de unos segundos la puerta se abrió.

―Don Ginés, ¿qué ocurre? ―preguntó esta.

―Es Ana, mi esposa. Ginés dio buena cuenta de los detalles que sabía por las explicaciones que había obtenido de David, para ponerla al tanto de la situación. ―Discúlpenme un instante ―respondió con aplomo―. Al cabo de un par de minutos, regresó con una capa de lana sobre los hombros para protegerse del frío. Cerró la puerta y con una leve sonrisa hacia padre e hijo, dijo―: Vayamos a ver a su esposa. ―Al mismo tiempo que acariciaba la cara del muchacho con afecto para intentar tranquilizarlo.

Sentado en el umbral de la puerta, Víctor los vio llegar, se abalanzó sobre ellos y los abrazó―: ¡Padre, que falta me hacía! ―dijo mientras sus ojos se cubrían de lágrimas.

―¡Tranquilo hijo, todo saldrá bien!, ¿dónde se encentra madre? ―preguntó al tiempo que revoloteaba su pelo.

―Sigue acostada desde que marchó mi hermano.

―¿Ha seguido quejándose todo este tiempo? ―preguntó doña Rita, tomando la palabra por primera vez.

―Sí, aunque intenta disimular para que yo esté bien, por instantes contiene incluso la respiración y luego suelta el aire con el rostro compungido.

―Bien hecho, muchacho ―contestó ella―, pasemos pues.

Cuando entraron en casa, doña Rita esperó en el comedor para ofrecerles un momento de intimidad.

Al ver a su esposo junto a sus dos hijos, Ana esbozó una sonrisa de alivio y se reclinó apoyándose en la almohada, al tiempo que el primero se acercó a ella y besando su mejilla le dijo en un susurro: «Ana, esposa mía, ya estoy aquí, todo va a solucionarse». Doña Rita esperaba paciente, sabía que para un enfermo la tranquilidad emocional era casi más importante que la propia medicina. Era una de las primeras cosas que aprendió de su tío y siempre lo tenía presente.

―¡Pase, por favor!

Ana miró hacia la puerta en el momento que entraba en la habitación:

―¡Doña Rita! ―dijo esta con gesto dulce.

―Ana, hija, ¿cómo se encuentra?, cuénteme ―le inquirió a la vez que se sentaba junto a ella.

Comenzó a contarle los síntomas de la noche anterior, cómo había empezado todo y de cómo se agravó con las punzadas que la despertaron esa misma tarde. Tras escuchar el relato con mucha atención, se giró dirigiéndose a los chicos:

―Muchachos, he de desvestir a vuestra madre, por favor, esperad fuera.

―Lo que usted ordene ―contestó David, a la vez que agarraba a su hermano por el cuello y salían cerrando la puerta.

Le subió el camisón hasta el cuello, dejando a la vista desde unos pechos flácidos y castigados por anteriores lactancias hasta el vello púbico que cubría su vagina. Comenzó a palparle el vientre con delicadeza, con cada movimiento de sus manos y cada vez que tocaba, preguntaba a Ana que sensaciones sentía o si le dolía. Lo primero que tuvo claro es que el bebé seguía con vida, ya que, al poco de iniciar la exploración notó como este se movía. En principio no notó nada extraño, hasta que llegó el momento del reconocimiento vaginal; ahí dio con el problema y con la posible causa de los terribles dolores que estaba padeciendo.

Tras decirle que se bajara el camisón, doña Rita comenzó a explicarle el que, para ella, con casi total seguridad, era su diagnóstico.

―Ana, en un embarazo, a partir del séptimo mes de gestación, que es en el que tú te encuentras, el feto va girando en el interior del útero hasta encajar el cráneo en la pelvis hasta el momento del alumbramiento. Pues bien, en ocasiones, cuando se han tenido más hijos, como es tu caso, el bebé puede volver a cambiar de posición antes de nacer. En este caso, no me equivoco si te digo que el bebé ha cambiado, y viene de nalgas.

―¿Qué quiere decir eso, doña Rita? ―preguntó Ana incrédula y con gesto de temor.

―No quiero engañarle, cuando un bebé viene de una manera que no es la normal, el parto se complica para ambos ―doña Rita continuó hablando con rostro serio―. No son muchos los casos de los que yo tenga conocimiento, pero sí recuerdo uno del que mi difunto tío me habló. Era el segundo hijo de una moza de La Mancha a la que le sucedió lo mismo que a ti.

Ginés rodeó a su esposa entre sus brazos y sentado junto a ella, preguntó:

―¿Qué sucedió doña Rita?

Esta, con los ojos entornados, dijo:

―Según contó mi tío, la trasladaron a la Villa de Madrid. En aquella ciudad, vive un reputado cirujano barbero, don Alberto se llama. En situaciones como esta, el parto no puede ser de manera natural, y se realiza mediante una técnica que llaman cesárea, que consiste en realizar una incisión en la tripa y el útero y extraer por ahí al bebé. Voy a serle sincera, las probabilidades de mortalidad tanto para la madre como para el feto son bastante altas pero, si no la llevamos a cabo sería aún más peligroso.

Doña Rita sabía que había sido dura en su declaración, pero era conveniente que supieran la situación en la que se encontraban para tomar una decisión, conocedores del riesgo que entrañaba cualquiera de las dos.

Una sensación de angustia se apoderó de ambos, abrazados e indefensos en la cama. El silencio invadió la estancia, se miraban, no sabían qué decir, mil temores, dudas y preguntas se agolpaban en sus mentes. Una nueva punzada cortó la respiración a Ana, doña Rita tomó la iniciativa.

―Ha sido un día duro, sería bueno que descansaran, estoy segura que mañana con la mente fresca, podrán pensar y decidir con más claridad. Si no les causa molestia, quisiera quedarme a pasar la noche, estaría más tranquila. De todos modos, los dolores no tardarán en remitir, ya que, el bebé parece estar encajado.

―Me parece una buena idea, ya es noche cerrada y hace frío ―dijo Ginés―. Usted puede dormir aquí con mi esposa, yo lo haré con los chicos en el jergón.

Dicho esto, dio un beso en la frente a su esposa y con una mirada enternecedora le dijo―: Descansa, debes de estar agotada. Todo va a salir bien.

Cerró la puerta desvencijada que separaba la habitación de la estancia principal y salió, a sabiendas que la noche sería larga.

Unos débiles rayos de sol que se colaban por la ventana lo despertaron. No debía de haber dormido mucho. Cuando se acostó junto a los niños, la cabeza le daba vueltas y le costó conciliar el sueño, ellos tampoco dormían.

«¡Ana!», pensó.

De un salto se levantó del jergón y se acercó a la puerta, estaba cerrada, con los nudillos dio varios golpes.

―¿¡Ana!, ¡doña Rita!?

―Adelante, pase ―contestó esta última.

Al abrir, su esposa terminaba de colocarse bien el camisón, mientras que doña Rita comenzó a explicarle―: Ha pasado buena noche, los dolores cada vez son más esporádicos.

Al acabar de vestirse, Ana se sentó en la cama y le pidió a su esposo que hiciese lo propio, debían tomar de manera consensuada lo que creyeran mejor:

―Pienso que debemos de ir a la Villa de Madrid ―comenzó diciendo―. Partiendo, poniéndome en manos de don Alberto, y con la ayuda de Dios, tenemos la posibilidad de que todo salga bien, si no lo hacemos, aquí todo será más difícil.

La entereza con la que habló su esposa, dejó sorprendido a Ginés. Doña Rita callaba, sabedora que la decisión competía exclusivamente a ellos. Las palabras de Ana, despejaron cualquier tipo de duda que pudiera tener; tras unos segundos de reflexión dijo:

―Pienso de igual manera. Doña Rita, ¿Cuándo cree usted que deberíamos partir?

―Opino que a la mayor brevedad, quería decirles además, si no ven inconveniente alguno, que estaría gustosa de acompañarles. El viaje será largo y duro y creo que podría serles de utilidad si surge cualquier tipo de complicación.

El rostro de Ana se iluminó, aquella mujer que la había tratado con tanto mimo y cariño, se había convertido en su protectora, sentía que con ella, nada malo podía ocurrir.

―Doña Rita, ¿haría eso por nosotros? ―preguntó Ana, a la vez que se acercaba a ella.

Esbozando una sonrisa, contestó:

―Hija, nada hay que me retenga en Ézaro. ―Fundiéndose ambas en un tierno abrazo.

CAPÍTULO III

La Villa de Madrid

Le costó conciliar el sueño, a la desazón por lo acontecido con su esposa, se sumaba la pesadumbre de no finalizar las obras; fray Joaquín siempre le había dispensado un trato excelente, y en su fuero interno, aún a sabiendas que era imperiosamente necesario partir, se sentía en deuda con él.

Aquella misma mañana le había contado la situación al fraile y este, lejos de ofenderse le había animado a partir:

―Hijo, ve con Dios, estoy seguro que todo saldrá bien. Yo, rezaré por tu esposa para que así sea ―le había dicho justo en el momento que le entregaba unas monedas, que Ginés se negó a aceptar.

Las obras seguirían su curso, había dejado a cargo a César, su ayudante de confianza, todo iría según lo previsto, aunque él era un hombre de bien, y eso no lo consolaba.

Tras la conversación matinal, habían convenido marchar máximo en tres o cuatro días. No había tiempo que perder, les esperaba un largo trayecto y sentían la inevitable necesidad de llegar lo antes posible.

Conversaron para decidir cómo organizarse y que debían de llevar, doña Rita puso a disposición el carro, tirado por dos burros, que utilizaba su tío don Francisco cuando visitaba a enfermos de pueblos o aldeas cercanas a Ézaro. Ella, haría acopio de las medicinas y enseres que considerara oportunos pudieran serles de utilidad. Ana, con la ayuda de los chicos, se encargaría de los alimentos, abasteciéndose de los menos perecederos para contar con provisiones aunque, durante el camino, irían dando cuenta de aquello que fueran necesitando.

 

La tarde del tercer día, todo estaba listo. Cenaron y se acostaron pronto, con las primeras luces del alba, emprenderían la marcha….

El viaje fue haciéndose duro a medida que avanzaban los días. Pasaron por una serie de vicisitudes que provocaron que todo fuera más difícil.

El frío se convirtió en su primer enemigo. Con el amanecer de cada mañana, continuaban la marcha.

―Durante el día nos encontraremos con gentes por los caminos y pueblos que atravesemos. Cualquier contratiempo será más fácil de solventar que de noche ―había dicho Ginés al partir.

Las bajas temperaturas de esas primeras horas eran insufribles. Víctor padeció la dureza de estas, con unas fiebres altas que lo tuvieron enfermo durante varios días.

Rita no era capaz de bajarle la temperatura. Estaba débil, no comía e incluso le costaba ingerir ni tan siquiera agua.

―Debes beber, hijo ―le apremiaba doña Rita con dulzura―, si no puedes llegar a deshidratarte y eso sería muy peligroso.

Al cabo del cuarto día, la fiebre comenzó a remitir y su cuerpo fue adoptando poco a poco su estado natural.

Ana cada vez estaba más pesada. Las jornadas eran más y más agotadoras. Muchas eran las horas que peregrinaban al día. Las piernas se le habían hinchado y sufría fuertes dolores. Durante el camino, apartó de su mente los pensamientos y la zozobra que la invadieron en el momento que doña Rita le puso al tanto de su estado.

Ansiaba arribar y ponerse en manos de don Alberto. Lo habían conseguido….

Quedaron asombrados. La magnitud de la ciudad los dejó atónitos. Eran gente de pueblo, acostumbrados a vivir en una pequeña comunidad, donde cada cara o lugar les resultaba familiar, no daban crédito a tanto gentío.

Se encontraban en la Puerta del Sol, uno de los lugares de encuentro más importantes de la Villa, aquí se situaba uno de sus mentideros más famosos: las gradas de San Felipe. Lugar de congregación de los habitantes de la ciudad donde se intercambiaban todo tipo de rumores y noticias.

Detrás de esas gradas, estaba sito el convento de San Felipe el Real, el cual poseía unos fuertes muros que servían para aislar la vida interior del bullicio que cada día tenía lugar fuera.

Según las señas con las que contaban, don Alberto vivía allí. No les costó dar con él, era un emplazamiento de sobra conocido por todo el mundo.

Había llegado el momento que tanto esperaban. Sin decir una sola palabra, todos notaban que el nerviosismo se adueñaba de ellos. En alguna ocasión durante el viaje, a Ana le habían asaltado las dudas:

―¿Y si no damos con don Alberto? Quizás viva en otro lugar, quizás….

Doña Rita, mujer positiva por naturaleza, no dejaba que aquellos pensamientos perturbaran más, si cabe, el estado de ánimo de Ana.

―Hija, tranquila. Todo saldrá como esperamos. Dios está con nosotros, va a protegernos y se encargará de que todo termine bien.

Ginés tomó la iniciativa, se adelantó y dio tres fuertes golpes a la puerta ayudándose del picaporte que la adornaba.

Nadie abría. El tiempo parecía haberse detenido, un gemido de dolor de Ana rompió un silencio casi sepulcral.

Cuando Ginés se disponía a llamar por segunda vez, la puerta se abrió.

Un joven fraile de mediana edad, apareció tras ella y, tras escrutarlos detenidamente, en tono afable les preguntó:

―Buena gente, ¿qué les trae a esta humilde congregación de siervos de nuestro Señor?

En esta ocasión, doña Rita tomó la palabra:

―¡Buen día, padre! Hemos realizado un largo viaje desde las tierras del norte, en busca de don Alberto. La hermana Ana se encuentra encinta y tengo la certeza que el bebé viene de nalgas, con el peligro que esto atañe tanto para él como para la madre. Mi difunto tío, don Francisco Manchón, era el médico del pueblo de donde venimos, y en una ocasión me contó que don Alberto había practicado la cesárea a una muchacha de La Mancha que se encontraba en situación similar. Según las señas que me proporcionó, don Alberto vivía aquí en este convento, junto a su congregación. Le pido que si así es tenga en cuenta nuestra situación y nos ayude a contactar con él.

El fraile escuchó con mucha atención todo lo que doña Rita le había contado, observó a los niños, ambos abrazados a su padre. Levantó la vista y vio a Ana, que seguía en el carro, pero se había incorporado al verlo aparecer tras la puerta.

―Don Alberto se encuentra aquí ―dijo esbozando una sonrisa―. Pasen por favor, yo iré en su busca.

El monasterio contaba con un amplio patio, en medio de este, una fuente con la escultura de dos ángeles alados, bañados por cuatro finos chorros de agua, lo adornaba. Un conjunto de arcos ofrecía sombra y era aprovechado por los frailes para pasear, leer o simplemente charlar en su tiempo libre. En la parte superior, se encontraban las habitaciones, donde de manera individual hacían vida cada uno de ellos.

Fray Emilio –así se llamaba el fraile que los recibió– dio orden a un par de clérigos de que salieran a por el carro y le dieran entrada por la puerta trasera del monasterio, ya que, la principal, situada en las gradas de San Felipe, contaba con escaleras y era esta otra la que utilizaban cuando habían de descargar mercancías o alimentos en grandes cantidades.

Fueron conducidos por el fraile a una habitación donde dieron acomodo a Ana en un pequeño banco de madera, mientras el resto, sentados en el suelo y con la espalda apoyada en la pared, buscaron un descanso más que necesario.

―No tardaré ―dijo fray Emilio desapareciendo tras cerrar cuidadosamente la puerta.

Era mediodía, y siempre que sus obligaciones se lo permitían, como reconocido amante del descanso, aprovechaba para echar una cabezada. Fray Emilio conocía sobremanera sus costumbres, por consiguiente, al llegar a su estancia, abrió unos centímetros la puerta y lo llamó:

―Don Alberto, ¿duerme? ―preguntó con un hilo de voz.

La voz ronca, pero siempre agradable del cirujano lo sorprendió.

―Me disponía a ello, Emilio, ¿algo importante que no pueda esperar? ―preguntó en tono irónico.

―Me temo que sí, don Alberto ―contestó abriendo la puerta y situándose junto al hombre.

Lo puso al tanto de la situación, y mientras se dirigían a la habitación donde esperaban los visitantes, fue ofreciéndole más detalles del estado de Ana, quién era doña Rita, de los muchachos y el hombre que las acompañaba… Cuando entraron en ella, todos al unísono giraron la cabeza en dirección a ellos. Aquellas gentes humildes, desaliñadas y casi exhaustas tuvieron la sensación de tener delante al mismísimo Dios. Este hombre era su única esperanza, y esperaban recibir de él la ayuda que precisaban.

El rostro de don Alberto transmitía confianza, y una vez comenzó a hablarles, cualquier tipo de duda en torno a su predisposición para con ellos, desapareció.

―¿Usted debe ser Ana? ―preguntó en tono jocoso, con cara de obviedad.

―Sí ―contestó esta sonriendo.

Tras hacerse una composición de quien era cada cual, prosiguió hablando:

―Imagino que estarán agotados, el viaje ha debido de ser tremendamente duro. En primer lugar ―indicó al fraile―, ha de encontrarles acomodo para que puedan asearse y descansar. Deben de reponer fuerzas, sobre todo usted ―dijo en esta ocasión dirigiéndose a Ana.

―A la hora de la cena, me reuniré con ustedes. Tendremos tiempo de profundizar en todos y cada uno de los detalles.

Se acercó a doña Rita, y le apoyó una mano en el hombro:

―Siento mucho el fallecimiento de su tío, no tenía noticia alguna.

Dicho esto, al tiempo que la mujer asentía aceptando sus condolencias, dio media vuelta y se marchó.

Fray Emilio los condujo a un ala del monasterio donde varias eran las estancias desocupadas, y que en ocasiones eran utilizadas por hermanos de otras congregaciones de paso por la Villa.

Ginés y Ana ocuparían un cuarto, los chicos el contiguo y doña Rita, estaría sola justo en el de enfrente de éstos. Mandó que les hicieran subir leche, pan y fruta, indicándoles donde quedaban las letrinas para hacer sus necesidades y el lugar de aseo.

―Descansen. A la hora de la cena, vendré a buscarles.

Tras asearse y cambiarse las ropas, todos juntos en el cuarto de Ginés y Ana, dieron buena cuenta de la comida suministrada. Parecían más relajados y el estado de ánimo era muy positivo.

Después cada cual se marchó a su lecho. Cuantiosas habían sido las noches pasadas al raso, en el viejo carro, tapados y acurrucados unos junto a otros para protegerse del frío.

Los dos hermanos unieron sus camas, mucho era el tiempo que llevaban durmiendo juntos, y allí, lejos de su hogar, necesitaban sentirse más cerca uno del otro.

―Hermano, todo saldrá bien con madre, ¿verdad? ―preguntó Víctor con los ojos cerrados.

David, tremendamente protector con él, contestó sin dudar―: ¡Claro que sí, pequeño! Pronto seremos tres…

Dicho esto, ambos se abrazaron y se dejaron llevar por un cansancio patente que no tardó en sumirlos en un profundo sueño.

Un joven fraile fue en su busca para acompañarlos al comedor. Habían conseguido dormir toda la tarde, pero ansiaban reunirse con el cirujano y esto pudo más que el propio cansancio. Desde hacía un largo rato, todos esperaban en el dormitorio de los padres.

Parco en palabras, el joven clérigo les indicó que lo siguieran―: Si están listos, síganme, les esperan. ―Dicho lo cual, en silencio, iniciaron la marcha.

El comedor estaba situado en la planta baja. Cuatro largas mesas de madera de roble colocadas de forma paralela unas respecto de las otras, con largos bancos de madera para tomar asiento, era todo el mobiliario del habitáculo. Don Alberto, junto a fray Emilio, esperaban en la más alejada de la puerta. Habían esperado a que la congregación se retirara para poder departir en la intimidad. Cuando llegaron a la altura de los dos hombres, ambos se levantaron, les dieron las buenas noches y les pidieron que tomaran asiento.

―¿Qué tal han descansado? ―preguntó el monje.

―La verdad, muy bien. Largo y duro ha sido el viaje, y necesitábamos reponer fuerzas ―contestó Ginés. Don Alberto tomó la palabra. Sentada a su derecha, se encontraba Ana. Dirigiéndose a ella comenzó a hablar, fue directo, pero tierno a la vez.

―Y bien, ¿cuándo notó, y cómo fueron los primeros síntomas?

A raíz de esta pregunta, la velada transcurrió de manera distendida. Ana le contó como comenzaron los dolores, doña Rita le puso al tanto del reconocimiento al que la sometió, de la profesión de Ginés, del porqué salieron en su busca, como había transcurrido el viaje… Don Alberto no perdía detalle y en el momento que consideraba oportuno, hacía un inciso y pedía que le volvieran a explicar aquello que no había entendido. Tras departir de todos y cada uno de los temas y situaciones pertinentes, el cirujano expuso los pasos previstos a poner en marcha:

―Mañana a primera hora, la reconoceré. Según las fechas que hemos manejado, debe estar casi salida de cuentas y no creo conveniente alargar más el alumbramiento. Si todo está correcto, nos prepararemos para dentro de un par de días. Doña Rita, usted me ayudará. ―La enfermera asintió sin ningún atisbo de duda. Prosiguió―: He hablado con los hermanos de la congregación y no tienen inconveniente alguno de que se alojen aquí el tiempo necesario hasta que Ana se recupere.

―Don Alberto, sabemos por doña Rita, que una cesárea es peligrosa, y que, en muchos casos, tiene fatales consecuencias para la madre, el bebé e incluso los dos… ―acertó a decir Ana con los ojos anegados en lágrimas, pero mostrando serenidad.

La había llevado a cabo en dos ocasiones. En la primera, fallecieron la madre y el niño, en la posterior, solo pudo sobrevivir el bebé, pero era algo que no estaba dispuesto a desvelar, si no, los temores de la mujer y de su familia, no harían más que ir en aumento.

―Ha de estar tranquila; cierto es que una cesárea entraña peligro, pero en los casos que las llevé a cabo, gracias a Dios no hube de lamentar pérdida alguna. No entiendo en esta ocasión, que vaya a ser distinto ―dijo con seguridad.

Tras lo cual, se dirigió a Ginés:

―Debido a su profesión, podría echarnos una mano en torno a unos arreglos que andamos detrás de realizar.

 

―¡Por supuesto, don Alberto!, cuente conmigo y con mis hijos para lo que gusten mandar. Es un gran gesto el que han tenido para con nosotros. Ruego les transmitan nuestro más sincero agradecimiento.

Tras dar cuenta de la cena y departir sobre el viaje, la vida en la Villa y alguna que otra cosa trivial, se retiraron.

―Ana, acuéstese y se sube el camisón, por favor.

Había amanecido, y antes del desayuno, don Alberto mandó avisar a la mujer para que se personara ante él. Esta, acudió acompañada por doña Rita y su esposo a la habitación que el cirujano utilizaba de consulta, para atender a los enfermos del convento.

Tras un reconocimiento exhaustivo, y después de realizarle las preguntas pertinentes para poder recabar información, mientras se lavaba las manos, dijo:

―Mañana llevaremos a cabo la cesárea ―anunció en tono autoritario―. Doña Rita, hoy la necesito conmigo. Usted me ayudará a preparar cuanto necesito.

Se acercó a Ana que ya se había bajado el camisón, y escuchaba atenta junto a Ginés:

―Usted esté tranquila. Le recomiendo que descanse y retome tantas fuerzas como le sea posible, las necesitará.

Don Alberto transmitía a Ana mucha seguridad, sentía que nada malo podría ocurrir estando en sus manos. Dios lo había puesto en su camino y estaba convencida que tanto ella como su bebé, saldrían adelante.

―Aprovecharé para rezar.

Tras decir esto, se acercó al hombre y mientras lo abrazaba, le susurró al oído:

―Es usted un ángel. Gracias por todo… El día transcurrió con normalidad. La vida en el convento era lo bastante apacible para que nada perturbara la tranquilidad que allí reinaba.

Los frailes iban y venían enfrascados en sus labores y menesteres. Era una congregación muy metódica y organizada sobre todo en el orden y la pulcritud. Ana aprovechó la jornada para dar pequeños paseos; de cuando en cuando tomaba asiento en alguno de los bancos situados en el patio exterior, y mientras tomaba el sol, no perdía detalle alguno de todo lo que allí ocurría.

En un par de ocasiones, la puerta trasera por la que recibían a los mercaderes se abrió, dando paso a varios carros cargados de lo que supuso serían encargos en grandes cantidades que eran servidos en el propio convento.

Antes de la comida, se dirigió a la capilla; cuando se disponía a entrar, se topó con fray Emilio, que salía de ella:

―¡Fray Emilio!, disculpe, no lo había visto.

―Disculpe usted, doña Ana ―dijo en tono cariñoso―, andaba distraído, pero ya me marchaba. La dejo, imagino que querrá estar sola.

Los ojos de Ana se cubrieron de lágrimas, y notó que le flaqueaban las piernas, aun así, y con la voz rota, consiguió sacar un hilo de voz de su garganta:

―No se marche, por favor. No quiero estar sola.

El fraile quedó sorprendido por la actitud de la mujer. Débil, asustada y vulnerable. Todo lo que necesitaba en ese instante, era un hombro en el que llorar y a alguien a quien poder contarle los miedos que la atormentaban, los cuales no era capaz de relatar a su esposo y mucho menos a ninguno de sus hijos. Fue una larga conversación, profunda y, ante todo, sincera.

Varias fueron las veces en las que la emoción superaron a la mujer, y en las que se vio obligada, entre sollozos, a detener su relato. Aun así, sacó fuerzas de flaqueza y fue capaz de contar al fraile, sin tapujo alguno, como se sentía y a qué tenía miedo. Persona de profundas creencias religiosas, desde niña siempre soñó con casarse, amar y ser amada, para poder formar una familia.

Era inmensamente feliz, Ginés siempre la había querido y respetado, y era madre de dos niños a los que adoraba con todo su corazón. Aunque no tenían previsto volver a ser padres, se sintieron afortunados porque Dios los había bendecido con el que sería su tercer hijo. Aquella noticia los colmó de felicidad. Ana siempre había soñado con envejecer junto a su esposo, ver como sus hijos seguían sus pasos y sus nietos correteaban por su pequeño huerto. Aunque confiaba plenamente en don Alberto y en la voluntad del Altísimo, no era capaz de borrar de su mente la posibilidad de no superar la cesárea y perderse todos los momentos que faltaban por llegar.

El fraile la escuchó con atención, sin interrumpirla, impertérrito. Cuando hubo terminado, él también fue sincero y le transmitió lo que en realidad pensaba, no aquello que quizás la mujer necesitaba oír.

Estaba de acuerdo con ella que una cesárea era muy peligrosa, que cabían muchas posibilidades de que no saliera bien y que alguno, o quizás los dos, perdieran la vida. Pero no había otra elección, así que le pidió que mantuviera la fe en Dios y en el cirujano y que no disminuyera un ápice, aquella fuerza que la había llevado hasta allí, superando aquel largo viaje emprendido desde tan lejos.

―Si me permite, voy a darle un último consejo.

―Lo recibiré encantada ―asintió Ana mirándolo fijamente a los ojos.

―Disfrute hoy de su familia tanto como pueda. Aunque estoy seguro que lo saben de sobra, dígales cuanto los quiere, todo lo que le han dado durante estos años y aquello que espera de ellos en el futuro. Que no la vean flaquear ni débil. Haga planes con su esposo y sus tres hijos, eso los colmará de esperanza para afrontar este difícil compromiso, y desviará cualquier pensamiento negativo que pueda azotarles. Y usted tendrá más motivos, si cabe, para seguir luchando.

Se encontraban de pie, las palabras del fraile emanaban de lo más profundo de su alma, e hizo que ambos se levantaran del banco donde se sentaron al entrar, sin apenas darse cuenta.

―Que Dios lo bendiga, Padre. Muchas gracias por todo ―acertó a decir Ana, acariciando su mejilla.

―Las gracias a los desconocidos… ―sonrió este.

Dicho esto, y tras encender un par de cirios, la puerta de aquella vieja capilla se cerró, guardando para siempre el secreto de aquella conversación.

―¿Tiene hambre? ―preguntó sonriendo fray Emilio.

―Ahora que lo dice, sí ―contestó Ana devolviéndole la sonrisa.

De forma instintiva, ambos se abrazaron por los hombros y emprendieron camino dirección al comedor. Desde aquel instante, el vínculo de amistad entre los dos, creció de una manera infinita…

Ana hizo suyo el consejo del fraile. Después de la comida, y hasta la hora de retirarse, tras la cena, no se separó ni un solo instante de su familia.

La mujer era consciente que podrían ser los últimos momentos que quizás viviera junto a ellos, aunque después de salir de la capilla, aquellos pensamientos habían quedado muy lejanos, casi en el olvido.

Recordaron anécdotas de cuando los chicos eran pequeños, de los planes y deseos de futuro que ambos albergaban, e incluso decidieron, el nombre de su hermano.

En los anteriores alumbramientos, no lo habían elegido hasta ver la cara del bebé, en esta ocasión, sería diferente. Tras haber deliberado entre abundantes risas y bromas, tenían veredicto:

―Si es niña se llamará María. Si por el contrario es varón, su nombre será Miguel ―aseveró Víctor tras el cónclave familiar.

Ginés también aprovechó para trasladarles una idea que desde hacía algún tiempo le rondaba en la mente:

―Cuando todo haya terminado y tanto el bebé como vuestra madre se encuentren en condiciones de viajar, he pensado dirigirnos a Mérida. Cuentan que es una ciudad en auge, donde podría encontrar trabajo y seguir ejerciendo mi oficio ―dicho lo cual, preguntó―: ¿Qué os parece la idea?

Los tres asintieron afirmativamente. Siempre apoyaban cualquier decisión del cabeza de familia, ya que, todo lo hacía pensando en ellos…

Poco antes del amanecer, doña Rita fue en su busca. Ana ya la esperaba fuera de su habitación. Su semblante parecía bastante tranquilo. Erguida, con la espalda apoyada en la pared y la mirada perdida en algún pensamiento que la enfermera no tenía intención alguna de perturbar.

La presencia de la mujer la sorprendió, no había notado su llegada hasta que estuvo junto a ella.