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Sari: Narrativa #19
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¿Por qué querría que los fotografiaran?

Y Ryūnosuke se negaba a estar de luto.

Una polilla de color verde claro se le posó sobre el hombro. Entraba por la ventana el aroma del heno recién segado, se oía el callado arrullo de los robles en el crepúsculo. A la luz de una amarilla luna de otoño, Ryūnosuke alzó la vista y miró el reloj, los tres relojes.

Ryūnosuke no sabía qué hora era.

—Parte de mí desearía que borrasen del mapa ese lugar.

—¿De verdad lo pasó tan mal, Sensei? —preguntó Ryūnosuke.

Natsume Sōseki cerró los ojos, cerró los ojos durante un buen rato, y cuando los abrió, cuando al fin los abrió, los tenía enrojecidos y húmedos. —A menudo me pregunto si no morí allí, y todo esto… —hizo un gesto con la mano por encima del escritorio y en dirección a las estanterías, las puertas de cristal, el jardín— …si todo esto no será más que el sueño de un muerto…

Guardó silencio con los ojos de nuevo cerrados y después añadió: —Sé muy bien lo que se dice de mí, de mi estancia en Londres; que me encerré en mi habitación, que gritaba en la oscuridad, que sufrí una crisis nerviosa, que perdí la razón y enloquecí.

Calló de nuevo, abrió los ojos de nuevo, suspiró y dijo: —Poco importa ya ahora que me queda tan poco tiempo…

—¡No! —protestaron Ryūnosuke y Kume.

Sōseki alzó el brazo, sonrió, sacudió la cabeza y les pidió su silencio: —Y su atención, si así lo desean y tienen tiempo. Dado que ya no importa gran cosa, les contaré lo que sucedió. No para importunarles con mis avatares, sino más bien para arrojar algo de luz sobre aquel lugar, sobre aquellas gentes, sobre su mundo y nuestro mundo. Una especie de luz, al menos…

*

Era el primer mes del primer año de su nuevo siglo y el cuarto de mi nueva vida en su país y ya iba por mi tercer alojamiento, una casa de huéspedes en una zona llamada Camberwell, un mísero arrabal en la ribera sur del Támesis.

Ya he escrito alguna vez de la situación en la que me hallaba: lo escaso de la beca que me habían concedido, las economías a las que me veía obligado, la miseria de las habitaciones que alquilé, privado de amistades y compañía, hambriento de conversación y estímulo —hizo una pausa, sonrió—. O quizá fuera simplemente el clima, quizá simplemente la comida; el caso es que odiaba Inglaterra y tan solo deseaba regresar lo antes posible a Japón…

Fuera por lo que fuera, fue el peor invierno de mi vida, —dijo y guardó silencio de nuevo y de nuevo sonrió—. Peor incluso que este.

Por entonces, como hoy en día, tenía problemas para conciliar el sueño y era consciente de que el insomnio exacerbaba mi mal humor. Más que nada, estaba harto de mí mismo. Así que una tarde de aquel enero de 1901, después de otro interminable día de lectura en mi lúgubre habitación, decidí a regañadientes aventurarme al exterior con la esperanza de que un largo paseo me ayudaría a conciliar el sueño. Mi reticencia, no obstante, era doble: apenas conocía la ciudad, apenas sabía distinguir una dirección de otra, y además, un espeso manto de niebla cubría las calles y los edificios. Sabía, eso sí, que la Torre de Londres se encontraba en algún lugar al norte de mis habitaciones, del otro lado del río. Así, salí de mi habitación aquella tarde con dicho monumento por destino.

Por supuesto, primero debía escapar de las garras de mis carceleras, la casera y su hermana menor. Por muy silenciosamente que bajara las escaleras, la puerta del tenebroso comedor estaba siempre abierta y el sonido de sus rezos llenaba el pasillo: «Oremos y pidamos al Señor que Su gracia colme nuestras almas cada día, avive nuestros sentidos, nos conceda la vista y el oído, el gusto y el tacto del mundo por venir…».

Esa tarde puse en práctica mi mejor imitación de un silencioso gato bajando de puntillas las escaleras, zarpa a zarpa por el pasillo, zarpa a zarpa hacia la puerta principal, pero fue todo en vano, todo en vano.

—¡Mr. Natsume!

Allí estaban las dos sentadas, corpulenta la una, delgada la otra, ambas de negro, agujas y labor a un lado, las Biblias abiertas, en postura de oración junto a una taza de té y una tostada (¡tostadas y más tostadas, tostadas a todas horas!), las orejas de policía siempre alerta, las cabezas de detective vueltas hacia mí.

—¡Mr. Natsume!

Por más que tuviera la mano en el pomo de la puerta principal, era ya demasiado tarde. La casera apareció como una flecha, me agarró de la manga del abrigo y una vez más me vi aprisionado por su mano misionera.

—¿Va usted a salir, Mr. Natsume?

—En efecto, Mrs. Nott.

—¿Por qué motivo, si me permite la pregunta? Resulta de lo más desaconsejable, dado que el tiempo es hoy por completo inclemente.

—Soy consciente del tiempo que hace, Mrs. Nott. Sin embargo, tengo una cita urgente —mentí—. De modo que, si me disculpa…

—Está usted disculpado —respondió—. Y ya que rezamos por la salud de la Reina, lo haremos también por la suya y por usted, Mr. Natsume. Dios quiera que no se cruce usted con la muerte ahí fuera.

Era cierto, la vida de su reina parecía extinguirse y yo a menudo me preguntaba si no arrastraría a la isla consigo cuando la metieran en la fosa—

—Se lo agradezco mucho, Mrs. Nott —respondí. Abrí la puerta, bajé los escalones y oí cómo el cerrojo giraba detrás de mí.

En el exterior de la casa no se veía nada. La niebla estaba teñida de amarillo, de verde podrido, de verde y ocre fangoso, no se movía, no corría, estaba allí, siempre allí, era un mundo amortiguado y sordo. Sí, aquel mundo que me daba la bienvenida se reducía apenas a cuatro helados, silenciosos, metros cuadrados, era aún más pequeño que la habitación que acababa de dejar atrás. A pesar de todo, sabía que para poner rumbo norte debía echar a andar hacia la izquierda. Así que comencé a caminar, a tientas, de cuatro en cuatro metros, cuatro metros más de visibilidad al tiempo que los anteriores cuatro desaparecían en las nieblas del pasado. Tenía la sensación de ir a la deriva por el tiempo, por el espacio. Llegué a un cruce y me detuve. La cabeza decapitada de un caballo cortó el aire gris ante mis ojos, los pasajeros del autobús del que tiraba presumiblemente perdidos en la niebla. En un día mejor, un día más claro, quizá habría sucumbido a la tentación de subir a bordo, pues aquel era el único medio de transporte que mi osadía y mi cartera me permitían usar. Los carruajes estaban más allá de mis posibilidades, y en cuanto a los trenes, los detestaba, ya fueran eléctricos o de vapor, subterráneos o de superficie. Particularmente los subterráneos: el aire fétido, los barquinazos de los vagones, de cueva en cueva, el hombre reducido a la vida de los topos. Me había lanzado a la deriva a aquel mar de vaciedad con el propósito de caminar, y caminaría. Crucé las calles una por una. De cuatro en cuatro metros, de cuatro en cuatro metros…

La única medida temporal en aquel vacío amortiguado eran las campanadas del Big Ben, conté seis al llegar al río en el Puente de Londres. Crucé aquel Estigia entre una horda de sombras que percibía pero no veía a no ser que súbitamente un hombro rozase o chocase contra el mío.

Firme en la otra orilla, me detuve ante el Monumento al Gran Incendio, obra de Christopher Wren, donde sentí un escalofrío al tiempo que dos versos de Pope acudían a mis labios: «Donde la columna de Londres a los cielos apunta como un enorme matón que alza la cabeza y miente». También yo alcé los ojos para contemplar la urna de oro que remata la acanalada columna. Por supuesto, el adorno dorado no se veía pero aun así arrojó una sombra sobre mi alma. Viré rápidamente a la derecha. De pronto, un objeto blanco pasó aleteando ante mis ojos. Creí ver los restos de una gaviota que se tragaba la oscuridad.

Sí, el mundo gris se había vuelto negro por los cuatro costados, más negro que el esmalte. A pesar de todo, continué adentrándome por el fondo de aquella sima. El abrigo húmedo y pesado, el cuerpo entero empapado de turba líquida. El aire teñido de negro me irritaba los ojos, la nariz, la boca. Me asfixiaba. Sentía como si me atragantara con gachas de tapioca. Me di cuenta de que no era capaz de continuar. Y justo en aquel momento, una luz amarilla del tamaño de un guisante titiló en la tiniebla e, ignorando los escollos, obligué a mi cuerpo a poner rumbo hacia aquel faro…

Era un pub, las lámparas de gas ardían. Latón y cristal, risas y cánticos. ¡Una auténtica pantomima! Exhalé un suspiro de alivio. Salí de la niebla, penetré en el establecimiento. Y la risa cesó. Y la música enmudeció. Y el camarero dijo: «Aquí no se sirve a amarillos».

Lo más estúpido de todo es que me sorprendí. ¡Qué idiota! Era cierto que no llevaba en Londres mucho tiempo y que hasta el momento apenas si me habían insultado. Pero, en un par de ocasiones, había percibido que era objeto de ciertos comentarios y especulaciones, una mujer que afirmaba mi pertenencia a «los chinos menos pobres» al cruzarse conmigo por la calle; una pareja en un parque que discutía si yo sería «un chinito o un japo». No me engañaba. Sabía que gran parte de la gente ni reparaba en mi presencia, ni me veían, sus mentes ocupadas en ganar dinero, sin tiempo para entretenerse en burlas a un diminuto perro amarillo como yo. Pero aquella noche, bajo las brillantes luces de aquel pub me había expuesto, desnudo y a plena vista. A la mirada inglesa, al odio inglés: «¿Eres sordo o idiota? Lárgate de aquí, chino asqueroso», ladró el camarero.

Me di la vuelta para marcharme, empujé la puerta y, mientras me giraba, mientras me iba, retornaron las risas, recomenzaron las canciones, más altas y con más bríos que antes, el manchurrón amarillo había desaparecido, todo volvía a ser como era, como era antes.

 

De vuelta a la opresiva tiniebla, sobre el resquebrajado pavimento, nunca me había sentido tan solo, tan lejos de mi hogar. Oh, cómo deseé que de alguna manera, de alguna forma un viento me levantara del suelo y me transportara sin peligro y suavemente hasta Japón. Pero incluso en el Taller del Mundo, usando la expresión de Disraeli, los sen-nin son imposibles de encontrar, por mucho que uno lo desee. De modo que eché a andar de nuevo, descuidadamente, deseando una muerte temprana bajo los cascos de un caballo desbocado. Y, sin embargo, solo se oían suelas de zapatos que salían del silencio, en la oscuridad, a la derecha, se acercaban y desaparecían de nuevo, en la oscuridad, en el silencio, a la izquierda de pronto, se acercaban por detrás, más cerca, más cerca aún—

Una mano sobre mi hombro, una voz a mi lado: —Disculpe.

Me sobresalté, me detuve, me giré y vi a un hombre alto, todo el mundo era muy alto, lo sé, más alto aún a causa del sombrero, vestido de negro riguroso, ceñudo y con la cara larga, más viejo y experimentado que yo, supuse, en medio de la calle, en el límite entre niebla y oscuridad, pero de ojos amables, de labios amables. —También yo soy extranjero en estas tierras, aunque he vivido en ellas muchos años. Sin embargo, no nací inglés, por lo que sé bien lo cruel que desafortunadamente puede llegar a ser este lugar y conozco el desprecio y el odio de sus habitantes. Ojalá este mundo fuera de otra manera, pero aquí estamos…

—Sí, aquí estamos —respondí yo.

El hombre sonrió, el hombre dijo: —En ese caso, ¿permitiría usted a un extranjero mostrarle algo de hospitalidad a otro?

Aquellas eran las palabras más amables que alguien me dirigía desde que había puesto el pie en suelo inglés. Sonreí y dije: —Sería muy amable de su parte, gracias.

El hombre extendió la mano. —Dejemos de ser desconocidos. Me llamo Nemo. En latín, ya sabe.

—Significa nadie —dije yo.

—Perdóneme —y lo hice, claro que lo hice. Aquel país parecía lleno a rebosar de profesores y profesoras de escuela aficionados, siempre dispuestos a dar por supuesta la ignorancia de los hombrecitos amarillos. Sin embargo, aparte de la breve y desafortunada visita a Cambridge a mi llegada y el encuentro semanal con el profesor Craig, mi primera impresión fue que tenía delante a un poco frecuente Hombre Cultivado. Sonreí de nuevo. Le estreché la mano y dije: —Encantado de conocerle, caballero. Me llamo Natsume.

Nemo respondió con una leve inclinación. —Encantado, Natsume-san. Es un placer. ¿Me permite preguntarle qué le trae desde la tierra de los cerezos en flor a estas oscuras, satánicas islas, parafraseando a Blake?

Respondí que el Ministerio de Educación me había enviado con el objeto de estudiar e investigar la literatura inglesa. Sin embargo, como no me sentía muy inclinado a discutir mi situación, le pregunté si conocía Japón.

—Desgraciadamente, solo por libros y cuadros —contestó—. Las palabras de los hermanos Goncourt me abrieron los ojos y los grabados de Hiroshige y Kunisada me fascinaron. Eso sí, es usted el primer hijo del Japón al que tengo la oportunidad y el honor de conocer.

Se confirmaba así mi impresión de que se trataba de un Hombre Cultivado, y aunque odio que me interroguen, pues me repugna esta era de detectives en la que vivimos, no fui capaz de resistir la curiosidad y dije: —Perdone mi impertinencia pero, ¿a qué se dedica usted?

—Soy pintor. Pero no decorador —fue su respuesta.

—¿De qué escuela?

—Ajá. Efectivamente, ¿de qué escuela? Veamos, si Monsieur Baudelaire nombró a Guys el Pintor de la Vida Moderna, yo me nombro a mí mismo el Pintor de la Muerte Moderna.

—¿De la Muerte Moderna ha dicho?

Soltó una carcajada. —Se preguntará, y con buenos motivos, qué quiero decir con eso. Bien. Le ruego que no se sienta obligado a ello, pero dado que prefiero mostrar a explicar, le invito a visitar mi humilde taller. Un buen boceto es mejor que un largo discurso, como dijo en una ocasión cierto pequeño cabo.

Estaba cautivado, era irresistible. —Será un honor y un placer, gracias. Como dijo Turguénev, el dibujo revela de un vistazo lo que descrito en diez páginas de prosa.

—Espléndido —dijo Nemo—. El lugar no es gran cosa, pero, a pesar de sus muchas faltas, mi casera sabe preparar una apropiada aunque sencilla cena, si dispone usted del tiempo y el deseo de acompañarme.

Asentí. —Se lo agradezco, será un placer.

—Vivo al norte de aquí, pero aún es temprano y si tomamos el metro llegaremos en un periquete.

Como ya he dicho, el metro me desagradaba especialmente, de modo que sentí en mi interior las primeras punzadas de arrepentimiento. Pero ya era tarde para declinar la invitación que acaba de aceptar. Así que con un asentimiento y la mejor sonrisa que pude esbozar, nos pusimos en camino.

El trayecto consistió en una rápida caminata hasta la estación, ¿era St. Mary? No me acuerdo; el habitual descenso en una jaula y la travesía de las cavernas en dos trenes antes del esperado ascenso. En los vagones ninguno de los dos dijo una palabra, menos por costumbre que por ansiedad, en mi caso: era consciente de que no tendría ni idea de cómo regresar a mis aposentos si no me concentraba en la ruta con los cinco sentidos.

De vuelta a la calle, la ciudad y la noche eran aún niebla y penumbras, tan solo la esporádica gota de luz mortecina aquí y allá, y al parecer aún quedaban unas cuantas calles para llegar, calles invisibles que apestaban a repollo y a orines. Mi arrepentimiento estaba ya en su apogeo y no pude evitar preguntarle a mi anfitrión dónde demonios nos encontrábamos.

Con una risa avergonzada y una sonrisa de disculpa, Nemo dijo: —Lo que quiere decir es que a dónde demonios le llevo, ¿verdad? Bueno, en realidad la niebla juega a nuestro favor, pues nos hallamos muy lejos de los barrios elegantes y los círculos artísticos de Chelsea, perdidos en la tierra de nadie entre Cumberland Market y Regent Street. Un lugar insalubre, se lo garantizo, pero no falto de encanto, peculiaridades e infinitas posibilidades…

—¿Infinitas posibilidades? —pregunté.

Nemo me agarró de la manga del abrigo, me clavó la mirada y detuvo nuestro paso bruscamente. —¡Los sujetos, Mr. Natsume! Puede que no se muestren esta noche, pero este lugar rebosa de sujetos.

Asentí y dije: —Comprendo.

—Lo hará —dijo Nemo—. Puede que aún no, pero espero que muy pronto. Ya casi hemos llegado, ya casi estamos en mi casa…

Doblamos una esquina, dimos unas últimas zancadas y bajamos por un callejón adoquinado hasta un edificio estrecho y alto que se levantaba al fondo. Nemo subió los tres escalones de piedra, ignoró el aldabón con cara de diablo, abrió la puerta, la sostuvo que para que yo pasara y dijo: —Bienvenido.

Entré a un largo pasillo en penumbra. Era húmedo y frío y olía a fruta dulce y podrida. Nemo cerró la puerta, soltó una carcajada y dijo: —Le diré que cuando vi este lugar por primera vez pensé, esta es la casa dónde seré asesinado…

Nemo encendió la lámpara. En la pared colgaba un pesado espejo y había unas flores secas en el estropeado aparador. —La verdad es que he acabado por cogerle cariño a este sitio. Sobre todo por el alquiler. Es más bien frío, sin embargo, lo sé. Mis disculpas. Por favor, déjese el abrigo puesto hasta que lleguemos a mis aposentos… —dijo.

De pronto se oyó una voz: —¿Mr. Sweeney?

Al fondo del pasillo apareció una tenue luz. Una solterona vestida de negro emergió del amarillento hueco de la escalera y se acercó a nosotros. —¿Es usted, Mr. Sweeney?

Nemo suspiró y dijo: —Ya le he dicho que no soy Mr. Sweeney. Sweeney ya no vive aquí. Ahora solo quedo yo, Mrs. Bunting.

—Pero yo lo he oído, lo he oído caminar de espaldas por las escaleras.

—Se fue, se fue hace mucho tiempo y no volverá.

—¿Que se fue? ¿Que se fue, dice? Entonces, ¿cómo cobro yo el alquiler? ¿Cómo me las arreglaré? Tenía sus defectos, bien lo sé, tenía sus cosas. Pero era un buen muchacho, sí señor. Puntual como un reloj. Siempre a tiempo.

La anciana estaba ahora frente a nosotros. Vestida de negro, el pelo negro, los ojos hundidos y la nariz respingona, los pómulos marcados y la barbilla afilada, me miró de arriba abajo y dijo: —¿Y a quién tenemos aquí? ¿No habrá venido a arreglar las cañerías, verdad?

Nemo suspiró de nuevo, se disculpó y le dijo a la anciana: —Este es Mr. Natsume. Ha venido de Japón en misión oficial. Está aquí para estudiar e investigar asuntos literarios. Ahora, si fuera tan amable…

La anciana me estrechó la mano con fuerza, me miró a la cara y dijo: —Pues debo confesar que es usted un japo de lo más apuesto, vaya que sí. Yo tampoco soy de aquí, ¿sabe? Mi madre era francesa.

—Mrs. Bunting, por favor —la interrumpió Nemo—. Se hace tarde y aún no hemos comido. ¿Le importaría subirnos algo de cena, por favor?

—Se hará lo que se pueda con lo que hay… —respondió.

Nemo sacó su mano de entre las mías, me hizo pasar delante de ella, recorrimos el pasillo y subimos dos tramos de escaleras hasta un rellano con tres puertas. Abrió la de la izquierda, echó un vistazo al interior y dijo: —Bueno, al menos la vieja ha mantenido el fuego encendido. Usted primero, Mr. Natsume…

Desde luego, la visión de los abundantes rescoldos me hizo sentir en casa, y la misma habitación fue una agradable sorpresa, con su alfombra roja y sus cortinajes de seda blanca. Delante del fuego había dos cómodas sillas, algunas mesas por aquí y por allá y una mecedora junto a la ventana. Nemo me ayudó con mi abrigo y me ofreció asiento. Se enfundó un elegante batín de color bermellón ricamente bordado y se sentó conmigo frente a la chimenea. Juntó las manos, miró al fuego durante un rato y después se giró hacia mí con una sonrisa y dijo: —Bien, pues aquí estamos.

—Sí, aquí estamos —dije yo sin saber por qué, por qué me había invitado, por qué había yo aceptado, por qué había venido, no ya a aquella habitación, o a aquella casa, sino a aquella ciudad, a aquel país, dejando a mi hija y a mi esposa en el otro extremo del mundo, a mi esposa embarazada, a mi esposa que no contestaba mis cartas, si es que las recibía, si es que las leía, si es que aún vivían, si no habían perecido abrasadas en un incendio o aplastadas en un terremoto o ahogadas en una inundación, atropelladas por un tren, asesinadas por un malhechor o consumidas por una enfermedad, una carta con crespón negro en el interior de un sobre con crespón negro surcando los mares y yo allí sentado en aquella casa, en aquella habitación, frente a aquella chimenea, sin saber por qué, por qué estaba allí, por qué había aceptado la invitación de aquel tipo, por qué me había invitado, por qué, por qué—

De pronto, Nemo dio una palmada, se adelantó sobre la silla y dijo: —Le ruego que acepte mis disculpas. Mi mente tiende a divagar y debe usted estar pensando que soy un anfitrión terrible. En cuanto nos hayamos calentado y tomado algo de cenar le enseñaré mi taller, si es que aún le interesa visitarlo y no se le ha hecho demasiado tarde. Está en el ático, en la planta superior y me temo que hará frío. Pero bueno, dónde se habrá metido esa mujer…

Se puso en pie, pero en ese mismo momento se oyeron unos pasos por la escalera y unos suaves golpecitos en la puerta.

La anciana entró con una bandeja en las manos. Había dos platos con sándwiches de fiambre de ternera, cómo no, un buen trozo de queso, algunas rebanadas de manzana, una frasca de vino tinto y dos copas. Se inclinó para depositarla sobre la mesa que había entre nuestras sillas. De pronto se paró bruscamente y se quedó muy quieta. Inclinada sobre la bandeja, con las asas en las manos, encorvado el cuello, la oreja hacia la puerta, susurró: —¿Han oído eso?

De hecho, yo creía haber oído una especie de ruido que venía de abajo. Pero Nemo dijo: —Otra vez con sus imaginaciones, Mrs. Bunting.

La anciana susurró algo que no entendí, soltó las asas de la bandeja y se puso derecha de nuevo, pero entonces se sobresaltó, se sobresaltó y miró de nuevo hacia la puerta: —¡Otra vez! ¿Lo oyen?

—¡Por favor, Mrs. Bunting! No es más que el viento bajo la puerta.

Ella miró a Nemo y resopló: —¿El viento dice? Y una mierda. ¿El viento gira la cerradura de una puerta? ¿El viento camina de espaldas por las escaleras? ¿Tira una maleta? ¿abre los grifos? ¿Manchas mis toallas, las mancha de rojo? Me deshace las camas, babea en mis almohadas… Arma escándalo en sueños, grita mientras duerme… Conque el viento, ¿no? ¿El viento, dice? No diga más sandeces.

 

En ese mismo instante, con una entrada de lo más teatral, sonó de hecho un ruido, un leve repiqueteo, no sabría decir si provenía de la casa o de la calle, y los tres giramos la cabeza hacia la puerta.

—Eso sí que lo hemos oído todos, Mrs. Bunting —dijo Nemo. Usted gana, usted se lleva el gato el agua. Pero, antes de que importunemos al policía o al cura del vecindario, quizá no le molestaría ver qué sucede en su cocina. Me temo, por experiencia, que puede que los muchos ratones estén de fiesta en la despensa. Mientras tanto, Mr. Natsume y yo daremos cuenta de esta deliciosa cena…

De pronto la anciana apartó los ojos desorbitados de la puerta y me miró. —Usted no es de aquí, así que ándese con ojo. A la gente de por aquí no les gustan los extraños. Nunca les han gustado y nunca les gustarán. Hay quien pregunta, ¿qué les sucedió a los romanos? Yo le diré lo qué les sucedió a los romanos: que los ingleses se colaron en sus villas con sus cuchillos de carnicero y los mataron a todos. Los asesinaron mientras dormían, eso es lo que hicieron. A todos. No dejaron ni a uno solo de aquellos malditos. Les rebanaron el pescuezo de oreja a oreja y los echaron al río, sí señor. Oh, ya nunca dejaron de sonreír.

Nemo cogió a la anciana de los hombros y la condujo a la puerta: —Basta ya, Mrs. Bunting. Debería darle vergüenza asustar de esa forma a este pobre hombre, a nuestro huésped…

—¡No lo estoy asustando! Le estoy avisando —protestó.

Nemo la sacó al rellano y le cerró la puerta en la cara. Se giró hacia mí con un suspiro y dijo: —Acepte mis más sinceras disculpas, Mr. Natsume. ¿Qué pensará usted?

Lo tranquilicé y le dije que no creía que las viejas supersticiosas fueran patrimonio exclusivo del archipiélago británico.

Nemo sonrió y dijo: —De modo que no es usted persona supersticiosa, ¿verdad, Mr. Natsume? ¿No cree en fantasmas, por ejemplo? Se dice que Japón es un país repleto de espíritus y demonios. Pero claro, hoy en día lee uno tantas bobadas que es imposible distinguir la verdad.

Yo también sonreí y dije: —Bueno, en realidad parece que nuestros fantasmas se han quedado sin empleo desde la Restauración del Emperador. Naturalmente, no puedo hablar en nombre de las Mrs. Buntings de Japón, de las que por cierto no andamos cortos.

Nemo soltó una carcajada y sirvió dos copas de vino de la frasca. —Bebamos a la salud de las Mrs. Buntings de Japón y de Inglaterra. Que nunca desaparezcan, pues mucho me temo que sin ellas el mundo sería un lugar muy aburrido. Y a nuestra propia salud, por supuesto…

—Y también a su salud y amabilidad —apostillé. Levantamos las copas y después comimos y bebimos. El pan estaba rancio y la carne dura, el queso era de piedra y la fruta insípida, aunque el vino era bueno y la conversación fluida. Hablamos de libros y letras, música y arte, política e historia, de su país y el mío, y de los viajes de ambos, así que cuando sonaron las diez lamenté que la velada llegara a su fin.

—El tiempo vuela cuando se está en buena compañía —dijo Nemo—. Sin embargo, se hace tarde y debe usted estar deseando cruzar el río. En cualquier caso, no tema, le acompañaré hasta dejarle sano y salvo en su casa…

Dije que no era necesario, pero Nemo no quiso escucharme. Nos pusimos los abrigos, cogimos los sombreros, y cuando salimos al rellano, dije yo: —¿Y su taller?

La charla y el vino nos habían hecho olvidar el objeto, el motivo de mi invitación, de mi visita. Sin embargo, allí en el rellano sentí la reticencia de mi anfitrión, así que dije rápidamente que si en aquel momento era ya imposible podíamos dejarlo para otra ocasión.

Nemo se dio la vuelta con los ojos puestos en la empinada escalera que conducía al oscuro piso superior y dijo: —Lo había olvidado por completo. Cuánto lo siento. Pero, desde luego, si insiste…

—Le pido perdón —dije yo—. No insistiré más. Es mera curiosidad por contemplar su obra. Pero si no es apropiado y estamos escasos de tiempo…

—Lo mejor sería que se pusiera en camino —dijo una voz, la voz de la solterona que nos miraba desde el piso de abajo.

Nemo esbozó una breve y triste sonrisa, puso el pie en el primer escalón y dijo: —Tenemos tiempo y además le agradezco su interés. Solo temo que quede usted decepcionado. Sígame, por favor, y tenga cuidado dónde pisa. Estas escaleras pueden ser mortales.

De hecho, las escaleras parecían más una escala de un barco, impresión acentuada por el pasamanos de soga al que me aferré mientras trepaba detrás de Nemo.

Cuando llegó a lo alto de la escalera, Nemo se detuvo delante del estrecho anaquel que había junto a la puerta. Se buscó la llave en el bolsillo, la introdujo en la cerradura, empujó la puerta y la abrió. —Déjeme encender una lámpara…

Esperé frente al anaquel, en el último escalón, hasta que la suave luz de una bujía bañó mi rostro y Nemo me invitó a pasar. —Cuando guste, Mr. Natsume.

Cuando atravesé el umbral y entré en el ático me quedé sin aliento. Incluso en la penumbra se veía que se trataba de una estancia enorme, mitad establo y mitad iglesia, con un techo bajo inclinado en ambos extremos pero del doble de la altura de un hombre en el centro, en cuyo punto más alto había una tragaluz. El barullo de cien chamarilerías danzaba ante mí a la exigua y temblorosa luz, y sin embargo, ni siquiera el desorden era capaz de disminuir la sensación del tamaño de aquel espacio.

Nemo estaba de pie a cierta distancia con la bujía en la mano. La movió de izquierda a derecha diciendo: —Disculpe el desorden y tenga cuidado por dónde pisa pero, por favor, pase, acérquese, se lo ruego.

Caminé hacia él, o debería decir que más bien me abrí paso. Sobre el entarimado de madera, un alfombrado de basura: libros y periódicos, cajas y latas, botellas vacías y cajones rotos, restos de muebles y tiras de tela, ropa vieja y zapatos desparejados, pinceles en frascos, pinceles en floreros, una escalera por aquí, un caballete por allá, todo cubierto de polvo o manchado de pintura—

El artista estaba ante mí ahora. Se había quitado el abrigo, se había puesto un gorro ladeado sobre un ojo y se había atado un pañuelo rojo al cuello. Colocó la bujía sobre una mesa de comedor barata, señaló hacia un maltrecho sofá de crin de caballo, sonrió y dijo: —Póngase cómodo…

Me senté, sí, aunque incluso entonces no podría haber dicho por qué lo hice, qué me hizo seguir allí, no darme la vuelta y marcharme. Y es que Nemo había cambiado, y me di cuenta, me di perfecta cuenta, de que no solo de ropa; en aquella estancia, en aquel momento, fui consciente de que Nemo había cambiado, de que todo había cambiado, incluso yo, especialmente yo, aquel yo que seguía allí, el yo que dijo, que dijo, que dijo: —¿Y los cuadros? No veo ningún cuadro…

Nemo cogió una lata de galletas, se sentó a mi lado y dijo: —Debo decir que es usted un tipo de lo más persistente, y debería sentirme halagado por su interés. Pero desgraciadamente la luz no nos acompaña y me temo que habrá de conformarse con estos bocetos—

Cogí la lata de galletas de sus manos y me la coloqué sobre el regazo. Le quité la tapa, la dejé a un lado y miré en su interior. Un lápiz roto por la mitad sobre un irregular fajo de papeles. Al sacar el fajo, las mitades del lápiz cayeron al fondo de la caja con un sonido metálico, después de lo cual, uno a uno, boceto a boceto, hoja a hoja observé aquellos papeles, aquellos diecisiete esbozos hasta el último, hasta el final.

Yo había viajado a aquel país con el fin de aprender. La mayor, la más importante urbe del planeta, el centro, la capital del mundo. Con el objeto de beber de sus fuentes de conocimiento, de paladear la sabiduría de sus cosechas para después regresar a Japón cargado con los frutos de mi estudio, para compartirlos, para enseñar lo que había aprendido. Y sin embargo, allí estaba, en aquella ciudad, en aquella casa, en aquel ático, en aquel sofá, hambriento, sediento, medio muerto, y con un saldo claramente desfavorable en la cuenta de mi viaje.

Olete lõpetanud tasuta lõigu lugemise. Kas soovite edasi lugeda?