Bitácora de viaje

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Nos tomamos fotografías en varios monumentos. Delante de estatuas parecidas a ángeles o demonios, esculturas donde se representaba a extrañas criaturas escapadas de una imaginación surrealista. Diosas semidesnudas, las Goller Skulpturen de la Orangerie dejaban entrever su figura humana en sus más bellas dimensiones. La fastuosidad de lo creado por el hombre haciendo fila para ser observado con detenimiento, en medio de un paisaje casi idílico donde los cisnes se bañan en lagos artificiales, donde hay cabida para el reposo en el silencio, escuchando el sonido del viento, en la contemplación de uno mismo, de su interior. Accedemos a ese sitio inexplorado cuando lo creado y maravilloso se vuelca a nuestros pies; y tan solo con un movimiento de manos podemos acariciar, donde podemos entibiar la piel de los labios con nuestro aliento.

Dentro del parque había un museo de astronomía y física. En la segunda guerra mundial, Kassel fue destruida casi en su totalidad. Y la mayoría de las máquinas expuestas fueron fabricadas en la región.

Acosados por el hambre, regresamos al centro de la ciudad a conseguir una buena ración de comida en un restaurante africano. Pedimos un menú con nombre exótico. Pero cuál sería mi decepción al ver la carne del cordero desmenuzada en hilachas largas. En Colombia comúnmente la llamamos carne desmechada. La ensalada, muy escasa; pero el pan, auténtico, exótico: una tortilla redonda, delgada, colocada en forma de rollo; su textura parecida a la capa de uno de los libros del mondongo de la vaca, pero agradable al gusto. La carne, muy bien condimentada, me hizo perdonar la porción mezquina de ensalada. Reparo tanto en la generosidad y el sabor de los vegetales como en las demás porciones distribuidas en el plato. El buen sabor de la carne y la desventaja idiomática aplacaron mi descontento hacia la bella dependiente del lugar, una chica morena de rostro angular y ojos grandes de color del café tostado. La queja la daría a posteriori. Si el menú estipula «con ensalada de vegetales», no se limita a tres ingredientes bases. Ignoro el significado de ensaladas en África, pero intuyo que aquí y en la Patagonia se comprende de manera amplia el significado de este alimento tan popular cuyo costo es relativamente bajo, además de embellecer en gran medida el plato a degustar.

En Alemania existe, en el comercio, una gran variedad de vinagretas listas, pulpas de frutas ácidas, y se puede agregar además unas góticas de aceite de oliva a los vegetales frescos o cocidos. Pero claro que volveré a ese lugar ambientado de manera tan especial, con grutas y vegetación de fondo, donde imaginamos a animales salvajes tras el enrejado.

Luego volvimos a las afueras de la ciudad donde nos esperaba el ascenso hacia una elevada colina, en donde fuera erigido el monumento más representativo de la ciudad, llamado Hércules. Es una monumental escultura apoyada sobre una pirámide.

Había oscurecido y hacía un frío endiablado, parecía que el Bergpark Wilhelmshöhe (que traduce «parque en la montaña») estuviera congelado en el tiempo, con nieve perpetua. Nos resbalábamos por las escalinatas heladas, ascendiendo casi que en cuatro patas la empinada pendiente, para desde allí contemplar la ciudad encendida. Al llegar nos encontramos un telescopio. Alzamos nuestra mirada hacia el Hércules, a varios metros de altura, y lo vimos con detenimiento, esculcando cada parte de su cuerpo desnudo y escrutando sus rasgos firmes. Hacia él convergían los diferentes sentidos cardinales.

Descendimos en carro. Dominic deseaba llevarnos a otros lugares, pero nuestro deseo era permanecer dentro del vehículo cobijados por el calor de la calefacción. En otra estación del año, más acorde con nuestro clima, seguramente habríamos andado mucho más, en busca de apreciar lo que quedaba por ver, pero estábamos al borde, al límite, y el cuerpo se negaba a obedecer órdenes. Antes de emprender el viaje de regreso, visitamos una tienda africana donde ellos solían adquirir productos como plátanos, ñame, maíz, o pulpa seca de coco, inusuales en lugares como los supermercados locales. Salimos del sitio con una gran bolsa, felices de incorporar a nuestro desayuno los tubérculos acostumbrados y de poder agregar al menú alemán parte de la dieta colombiana.

Viajar de una ciudad a otra era lo más fascinante de todo, sobre todo porque se cuenta con un medio de transporte que lo facilita, con la disposición que se mantiene despierta en medio de las preocupaciones domésticas y laborales, y con los medios económicos para aquellos desprovistos de alma de mochileros. Faltaba una semana para la Navidad y la excitación se encontraba en su tope máximo. Comeríamos carne de jabalí en Nochebuena. En el hospital donde desempeñaba sus funciones de médico mi hija, trabajaba una enfermera cuyo marido cazaba jabalíes, los cuales estaban depredando el bosque. Esta acción, de cazar, era permitida por los guardabosques cuando se excedía la población de jabalíes. Y como no había probado la carne del animal en cuestión, estuve en completo acuerdo.

A pocos días, del veinticuatro de diciembre, Lara debía de concretar dos turnos.

Volvimos a viajar guiados por nuestro experto conductor, respetuoso de las normas del tránsito no sé si por mesura o por obligación, quien, con su GPS, podía llevarnos al fin del mundo si se lo pedía mi hija.

«¿Cómo son los ciudadanos de Kassel?», me preguntaba. En gran medida meticulosos y austeros, forrados hasta los dientes de negro. Los colores hermosos de la primavera y el verano se diluían con el ingreso del invierno, que dejaba a los ciudadanos envueltos en la oscuridad del negro perenne. Por las aceras nadie mira a nadie; me hubiera atrevido sin recelo a afirmar que llevan gríngolas de caballos a los costados, impuestas por ellos mismos. Pero, por otro lado, puedo ser más creativa e intentar exponer otros argumentos más acordes con la formación alemana. Son seres apropiados del conocimiento, saberes y disciplinas, maximizados a tal grado que les es engorroso aceptar la intromisión de otras culturas, temen que pueda ser alterado el orden. Hablando en términos de porcentajes, el tiempo es valioso para entretenerse en nimiedades durante los fríos días que discurren sin novedades dolorosas, como bien ocurre en mi país, donde cada día sucede algún tipo de violencia; como un asesinato, una mujer golpeada o martirizada por su propio marido, muertes en medio de una simple protesta. Esto nos ha llevado de alguna manera a temernos los unos a los otros. Insulso puede resultarles a los alemanes mirarse a sí mismos en los espejos en las vidrieras, porque cuando hay poder adquisitivo y los medios intelectuales para alcanzarlo, de alguna manera se diluye el deseo de la ostentación. Cuando en la casa de un niño nunca falta el alimento, puede mermar el deseo de comer; y lo contrario: en aquellas en donde escasea el sustento, se encuentran siempre hambrientos y deseosos de la abundancia. Así es como opera la mente humana.

La elocuencia tampoco es marcada en los alemanes, porque se aprecia el valor del silencio; del que se sabe que habla mejor de uno mismo, con más eficacia que las palabras. Es entonces, en los intervalos de silencio, cuando se puede escuchar la música que emana del interior; cuando se apaga el ruido de nuestro cerebro. Nadie te sonríe si eres desconocido. No solo vi esa conducta en las personas propiamente alemanas, sino también en los extranjeros residentes.

Un chico promedio alemán, antes de entrar a la secundaria, puede haber leído todos los cuentos de los hermanos Grimm, por lo menos así sucedía, o los volúmenes completos de Harry Potter. Se diferencian notablemente de los adultos promedio en nuestro país, quienes pueden haber leído un libro y medio al año; lo arrojan las estadísticas. El hábito no se alcanza porque tengamos una gran biblioteca en nuestras casas. Cursé la primaria y la secundaria carente de este recurso material. Había dos únicas existencias en casa, propiedad de mi padre ya fallecido; constituyeron casi por completo todo el arsenal literario de mi infancia. Los recuerdo tan bien y aún los conservo: Aura o las violetas y Flor de fango, de José María Vargas Vila.

Aura o las violetas. Fragmento del prefacio de la primera edición:

¡Cómo tiemblan los recuerdos en las páginas dolientes de este libro! Tristes rondas de las hojas muertas impulsadas por el viento de la tarde… Hay calor de cenizas en las hojas… cenizas escapadas a un columbario fatal…

Fue el primer libro que escribí en mi vida; poema de adolescencia; escrito por una embriaguez de lágrimas por un niño solitario, tembloroso aún del primer encuentro con la vida, que desgarró su corazón.

Fragmento de Lo irreparable, otra historia anexada al mismo libro en nuevas ediciones. Lleva por título «Aura o las violetas»:

La legendaria maldición no es cierta:

Dios no ha podido establecer la desigualdad entre los hombres.

Dios que es la Virtud, no manda el crimen.

Dios que es padre de los hombres, no quiere que sus hijos sean siervos de sus hijos.

Dios que es Paz, no quiere la guerra entre los hermanos.

Dios que es el padre del Derecho, no ha ordenado jamás el atentado…

Dios no ha establecido distinción de razas ni colores entre los hombres.

Dios no ha hecho ciervos ni señores.

Dios no ha coronado reyes.

Dios que es el padre de la libertad no ha sancionado jamás la esclavitud.

Todos los hombres son libres e iguales ante Dios; y hubo como un dulce estremecimiento en la conciencia humana.

Y un rumor apacible, se repitió de pueblo en pueblo: todos los hombres son iguales.

Más la sombra seguía;

La voz inspirada de Cristo, predicando la igualdad, y se necesitó diecinueve siglos para implantarla.

 

Y, hombres que creían en la redención de la humanidad, por el sacrificio de un Dios, no creyeron en la redención de las razas esclavas, y siguieron oprimiéndolas.

Los libros suelen zanjar surcos en el alma, donde puede crecer la hierba o brotar la semilla.

Flor de fango, con una portada negra donde sobresale una pareja de amantes rozándose los labios. Ese libro lleva en mi propiedad alrededor de treinta y seis años, pero su existencia en el seno materno la adivino entre cinco y diez años antes de terminar en mis manos. Es el libro más viejo que poseo. He intentado donarlo dos veces, pero las circunstancias lo han impedido. Ahora estoy convencida de que hará parte de mi biblioteca mientras viva.

CAPÍTULO TRES

HAMBURGO

A bordo de la caravana familiar llegué a Hamburgo.

Recuerdo aquella ciudad que llamó poderosamente mi atención al verla en un video. Se veía imponente, más que ninguna otra que registrasen mis ojos. Y se lo manifesté a mi hija. Pero ella respondió lo siguiente:

Madre, Hamburgo se encuentra entre las ciudades nórdicas, no creo que pueda llevarte allá, pues las temperaturas, cuando nos encontremos en suelo alemán podrían descender bajo cero grados.

No volví a mencionar el tema, ni en Colombia y menos en Alemania, donde experimenté el frío en su faceta más inusitada.

Ella sabía muy bien de lo que hablaba: estando en la isla de Sylt, al norte de Alemania, me escribió lo siguiente:

Hola, te saludo desde la isla de Sylt, al norte de Alemania, un lugar soleado pero templado, tres grados bajo cero; donde los bañistas se colocan la chaqueta al salir del agua. Hay un cielo copado de gaviotas que graznan y gritan a toda hora del día. Ahora estoy sentada en una especie de silla de mar en el jardín de una casa que arrendamos por cinco días a manera de hotel. Son las cinco de la mañana, hace mucho frío y Dominic todavía duerme; yo hablo contigo deseando que estuvieras aquí.

Pero estaba ahí. No en la isla de Sylt, sino en Hamburgo. Una vez más hacía posible mi deseo a pesar de sus primeros pronósticos. Era una mujer preciosa, de un temple y una determinación que se habían acentuado trabajando en ese país europeo; yo no salía de mi asombro.

La estadía en la ciudad salía bastante costosa, y además necesitaba regresar al hogar el domingo entrada la noche y presentarse al sitio de trabajo el lunes. Había que tener en cuenta que Hamburgo se encontraba a cuatro horas de camino.

Cuando entré a la hermosa estancia, en la habitación se me cuajaron los ojos, pero sin llegar a derramar lágrimas, pues alguien me observaba atentamente sin parpadear: era mi compañero de aventuras, girando sobre la silla del escritorio y enviándome un mensaje subliminal: «Nos encontramos en esta importante ciudad alemana ¿y a ti se te ocurre llorar?».

Un adolescente no podía entender los sentimientos de culpa de una madre. Los jóvenes están siempre presentes en el hoy y en el aquí, toman lo ofrecido sin preguntar nada, sin remordimientos por aquel a quien tuvieron que dejar atrás, quien también pudiera estar descolgando su morral para luego internarse en la noche, compartir las sensaciones que deja en la piel el abrigo de un restaurante o bar donde converge gente de todas las edades y de diferentes culturas, para embriagarse de vida, de distancias, de humanidad y todo el contenido en una sola copa de vino.

¡Bendita juventud que se encuentra estrenando la vida!

Y yo contaba con el apoyo de aquel joven un tanto arrogante, quien me abrazaba con fuerza y apretaba mis manos enguantadas para trasmitirme su calor cuando se percataba de que me faltaban las fuerzas para seguir andando, pues caminábamos tantas horas seguidas, y comprendía mis menguadas fuerzas, desacostumbradas a esfuerzos físicos en un clima tan poco magnánimo.

Las ciudades suelen esconder secretos en su fuero interno, tan lúgubres que inspira temor ahondar en ellos. Pero no deseaba ahondar en lo profundo del alma de la sociedad alemana, en donde los buenos, libres de pasiones enfermizas, aprendieron a convivir moviéndose en medio de esos espacios borrados y luego reconstruidos; donde ya se atenúan las cicatrices del pasado. Quería vivir, experimentar a la Alemania del presente impulsada por la fuerza creadora e intelectual de las nuevas generaciones, cuyos abuelos pudieron resurgir de las cenizas y se resistieron a reescribir la misma historia y de cuyo espíritu de perseverancia surgieron ciudades como aquella.

Hamburgo es una ciudad preciosa con más de mil puentes, dinámica en su comercio. El frío tan patente que se siente en la noche no impedía la actividad ni el movimiento humano hacia y desde su centro, al cual poco a poco llegaban los turistas y lugareños a horas nocturnas.

Posee variedad de lugares sobresalientes, y sus edificaciones son monumentales, con maravillosos canales atravesados por los iguales e innumerables puentes. Perdura en cada uno de ellos la belleza de cada época en que fueron construidos. Se puede caminar a lo largo del bulevar del río Elba, porque la calzada que lo acompaña de lado a lado dentro del casco urbano se encuentra diseñada para el disfrute; e imagino, también, para incentivar largas caminatas. Algo que hicimos, por supuesto.

Corre cerca del río Elba una brisa gélida que seca el rostro y se cala hasta los huesos; mis manos se engarrotaron con el frío; pero a pesar de todo ello no podía dejar de admirar la singular arquitectura de los lugares visitados. Es la primera percepción de la ciudad al caminarla por la noche cerca del río, a veces cegada por las luces de los barcos aparcados a lo largo del muelle.

Pero de día, y sin sentirse sobrecogida por la brisa nocturna, es otra historia. Recorrerla dentro de un moderno autobús de piso…, no encuentro punto de comparación. Tan propicia a ser observada, invita a ejercitarse recorriendo sus senderos con naturaleza viva y verde, a pesar de las bajas temperaturas, serpenteando los canales de la ciudad.

El Elba ocupa el primer puesto en importancia debido a su gran tráfico comercial, y por constituir la aorta de Hamburgo, quien en sí misma conforma un estado federado de Alemania. Por medio de la audioguía conocimos sus estrategias comerciales: existe dentro de la ciudad un importante centro civil de la industria aeroespacial, también cuenta con sobresalientes astilleros y masivos medios de comunicación.

Por todo lo enumerado, Hamburgo se ha posicionado cuarta en la escala de importancia de las ciudades sobresalientes de la cosa política y administrativa alemana.

Del transporte terrestre pasamos de inmediato al transporte acuático con el fin de contemplar el paisaje de fábula a lo largo del río.

Todo semejaba un cuento de hadas, flotaba sobre el agua el espíritu de Harmonía embelleciendo el paisaje con su vara mágica; las casas parecían colocadas allí sin alterar el orden natural. En nuestro recorrido por el río Elba nos fuimos acercando a los viejos edificios en cuyas instalaciones funciona el mercado de abastecimiento, donde se comercializa el pescado. En la orilla opuesta, medio internada en el agua, se encontraba ubicada la moderna edificación del famoso musical El rey león. Los boletos de entrada debían comprarse con varios meses de anticipación, pues se trataba de la puesta en escena de los artistas más destacados de Hamburgo y otras partes de Europa. La embriaguez del paisaje se acentuaba, se hacía cada vez más voluptuoso al descender lentamente por mi garganta, envolviéndome en oleadas de calor tras cada sorbo de vino caliente.

La conversación versaba sobre todo lo ocurrido en los días anteriores, sobre los viajes, acerca de la invitación hecha por el abuelo, postergada por sus ocupaciones recreativas hasta cuando las circunstancias le posibilitaron ejecutar la promesa de llevarnos a cenar.

Traje a colación lo que sucedió en el restaurante típico alemán llamado La Corona, y la manera tan casual como pude despejar los interrogantes que tenía al entrar al lugar. Fue un encuentro tan extraño e inédito, en circunstancias particulares, donde invitados e invitador nos expresamos en un lenguaje diferente. Debimos entendernos con señas y medias palabras. Degustamos un exquisito gulasch aconsejado por el abuelo; yo entendía que se trataba de un plato originario de Hungría. Dominic intervino para aclarar:

—Ese platillo fue adoptado por la costumbre alimenticia alemana hace ya mucho tiempo, por lo cual se duda sobre su verdadera procedencia.

Tenía razón. Pude observar que se encontraba incluido dentro del menú de un restaurante típicamente alemán.

Un barco de desproporcionadas dimensiones interrumpió la conversación al pasar junto a nosotros rumbo al mar del Norte. El agua me salpicó al entrar por debajo de la rendija de la ventanilla en el mismo instante que repartían otra tanda de vino caliente, y con el vaso de vino espumoso pude apaciguar el embrujo del paisaje dimensionado en mi mente. La barcaza seguía desplazándose lentamente, con un leve estremecimiento, cerca del astillero donde se atracaban los barcos. Recordé también al hombre de las gaviotas; había leído sobre el cuidador del hábitat de los pájaros, un islote situado en medio del río en ese territorio. Pero fue un pensamiento fugaz.

Al desembarcar, mi hija lucía radiante; los destellos del agua habían permeado el aura que la envolvía y sus blancas mejillas se notaban ligeramente sonrosadas; llevaba enredada en el cuello, debajo del largo abrigo, una bufanda roja, y sobre su cabello largo y rizado portaba un gorrito tejido en forma de boina. Usaba guantes en los días más fríos y ese día los llevaba puestos. Calzaba botas oscuras de tacón, más altos de lo acostumbrado, le cubrían hasta por encima de las rodillas. Caminaba abrazada a su marido, con mucho garbo. Cada tanto miraba hacia atrás, así inspeccionaba nuestra cercanía. Siempre atenta y dispuesta a llevarnos hacia los mejores lugares y sitios destacados de la ciudad, sin escatimar en gastos. Me sentía segura al lado de la Doc y su acompañante. Alcanzar tal grado de seguridad no había sido fácil. Sus mensajes lo expresaban a veces de manera contundente:

Estoy sintiendo un poco de peso masculino. He sentido últimamente que en mi condición de mujer tengo que hacer más esfuerzo para ser escuchada por mis compañeros hombres. Así que me toca estudiar más duro, para callarles la boca a los machistas enmascarados.

Un año después de haber llegado a Alemania, ya se encontraba calificada y desempeñaba su profesión luego de aprender el idioma. El nueve de septiembre de 2017; día de su cumpleaños, fue programado el examen de homologación del título, el cual lo superó con estupendas calificaciones, y fue felicitada por el cuerpo médicos encargado de evaluarla. Pocos meses después le entregaron el permiso de permanencia indefinida (unbefristete Niederlassung). Entonces y solo entonces consideré la posibilidad de viajar hacia Alemania. Ella era muy disciplinada en la consecución de sus metas. Con su debido contrapeso, quien además de ser su compañero representaba una ayuda fundamental en su progreso personal. En lo profesional también se encontraba en vías de alcanzar sus objetivos académicos, un posgrado.

Hace ya de eso algunos años escribí, al regresar a Cartagena, un libro centrado en los tópicos negativos y destructivos de la sociedad donde había nacido y permanecido hasta que partí junto a mi esposo. Porque al regresar a mi tierra natal, tras largos años de vivir en otra ciudad, hallé una ciudad diferente a la de mis años mozos; se encontraba llena de defectos y mucho más marginal. Pero luego pude comprender que sus carencias han sido eternas porque no ha contado con mecanismos válidos, ni buena disposición gubernamental para explotar el recurso más inagotable del ser humano: el cerebro. A las clases sociales más precarias, alejadas de las murallas de piedras, el mismo impulso de retroalimentación las mantiene circulando dentro del mismo formato.

Pero aún seguía en Hamburgo, unas veces ahí atrapando los instantes y otras veces envuelta en la niebla de mis reflexiones.

Y, en contraste, ¿cómo pudo esta ciudad transformarse de aquella manera? Su antigüedad la posibilitaba para alcanzar aquel tremendo grado de desarrollo, pero ¿dónde estaba la fuerza motriz capaz de mover la palanca para catapultarla lejos del momento aciago, después de la última guerra padecida?

Lejos, en el tiempo de los imperios caídos y sepultados por una fuerza avasalladora, y sumando la letalidad de dos pavorosos incendios descritos en sus referencias históricas, los cuales también la habían hecho declinar…, pero la razón había reencarnado para formar héroes diferentes. ¡En el presente contaban con cinco empresas en el sector creativo por cada mil habitantes!

 

Eso era algo desproporcionado para asimilar en tan solo un día, debía encontrarme en Hamburgo para reflexionar sobre su alta capacidad imaginativa y creadora. Su riqueza no se hallaba en el subsuelo, o en el lecho de los ríos, como el oro y otros minerales. La verdadera capacidad de esta ciudad se hallaba en la cabeza de sus ciudadanos, en la magnitud de sus creaciones, en la fuerza de sus pasiones, en la contundencia de los hechos demostrados.

Entonces mi hija se rezagó para caminar a mi lado, enlazándose a mi brazo, e interrogó:

—¿Por qué andas ida, mamita, que te pasa, no estás contenta?

—¡Claro que lo estoy! —afirmé, imprimiéndole a mi respuesta el mayor énfasis posible—. ¡Cómo podría no estarlo!

Pero ella seguía esculcándome con las rayas oblicuas de sus ojos medio orientales. Sabía perfectamente cuando mis pensamientos eran lúgubres e inciertos. Me conocía tanto como Hugo, nada podía engañarlos, mi cuerpo les revela todo: pueden mis labios estar distendidos en una sonrisa, puede que mis ojos espabilen tratando de ocultar el trasfondo de mi alma, puedo señalar otro objetivo y enfatizar lo dicho con mis palabras; pero nada de lo dicho o hecho les oculta el peso de mis pensamientos. Entonces dijo:

—Si tienes hambre o estás cansada, podemos entrar a un museo, o ir a comer ahora mismo si lo prefieres.

¿Museos? Eran, en verdad, lo más admirable y terrorífico en medio de estas magníficas ciudades. Salía de ellos muerta del cansancio dada la multiplicidad de objetos de distintas épocas existentes en su interior, bien cuidados y tremendamente ilustrativos.

¡Y los castillos!

Llegué a odiarlos. Grandes y portentosos, tanto que a veces no bastaba toda una mañana para recorrer una sola ala; derecha o izquierda. Decorados con toda la parafernalia que existía y el dinero podía comprar o darse el lujo de inventar, con mesas con decoraciones en alto relieve, esculpidas por el más febril y sobresaliente artesano de la época. Miles de cuadros colgaban de sus paredes enseñoreando a los reyes, a sus esposas, a los hijos de los monarcas de turno y a miembros importantes de la corte. Destacaba el lujo y la pompa bien acabada por la pluma o el pincel, exacerbado el sentido agudo del artista al modelar la materia y expresar sus ideales de belleza en tonos sutiles, con tiempo e imaginación para trasmitirlo al lienzo, a las paredes, a la madera, al mármol o al oro. Resaltaba en cada rincón de los espacios la riqueza del detalle, la armonía de colores y texturas, pero desbordados a tal punto que abrumaban. Un día dijo mi hijo, cansado y extenuado de recorrer pasillos que llevaban a estancias en donde no cesaba de fluir el color dorado:

—Estos reyes estaban obsesionados con el oro.

¡Qué manera tan pomposa de demostrar la riqueza! En una sola hectárea de tierra había más lujo que en toda Latinoamérica; pues claro, era el hogar de los acumuladores del botín, de la monarquía imperante allí y en toda Europa.

Recorriendo uno de esos castillos, me sorprendió ver pasar mi imagen frente a un espejo como si estuviera en otra dimensión, y me devolví para atraparla; me miraba desde el otro lado, en el mismo lugar donde lo hiciera un monarca venerándose así mismo. ¿Qué diría aquel dios terreno, omnipresente y omnipotente, si pudiera verme atrapada en su invisible imagen? Seguramente lo odiaría tanto o más de lo que yo estaba odiando su palacio. Quizás optaría por arrojarme con la servidumbre.

Y entonces le pregunté a mi propia imagen:

—¿Quién eres y qué haces aquí? Date cuenta, no solo un maldito monarca podría arrojarte de sus dominios, lo podría intentar cualquier ser común y corriente en desacuerdo con la diversidad.

Entonces quise salir corriendo, alejarme con prontitud del lugar. Pero opté por quedarme y retar a mi propia imagen, la obligué a levantar la frente, la miré a los ojos con serenidad y le sonreí. Le dije «Sigamos». Habían pagado para que yo pudiera, en ese preciso instante de la historia, ¡encontrarme allí!

El boleto de entrada no fue un tributo del pueblo a un rey; era el dinero ganado con sudor de un ciudadano, que se iba a revertir hacia el mismo pueblo; pues aquel castillo inhabitado, donde se pudieron fraguar cosas horrendas, que condujo de manera indirecta a Alemania por los destinos inciertos de épocas pasadas, constituía un viejo inmueble ahora patrimonio de la ciudad.

Optaba por seguir la rutina de caminatas trazada, así sintiera el gorgoteo de mi estómago hambriento o la necesidad de descansar en el primer quicio cercano, porque el grupo, mi grupo de acompañantes, eran jóvenes incansables que nunca se quejaban de hambre, frío, o cansancio. Y yo, la mayorcita, debía de estar a la altura de la generación dominante.

Andar en las ciudades es descubrir y tratar de descifrar su idioma junto a su cosmovisión. Atendía este monólogo de las ciudades alemanas aunque doliera verlas tan bien paradas sobre su centro gravitatorio. Cada aldea urbana del gran país era un dardo impregnado de destellos atravesando mi entendimiento después de padecer de una ceguera cognitiva de nacimiento.

Y volvía a rebobinar el audio escuchado: «Existen cinco empresas en el sector creativo por cada mil habitantes».

El peso de las palabras dolía al incrustarse en el cerebro, como un dardo, hasta el momento último, cuando la pareja decidió ir en busca del restaurante. Significaba, primero que todo, descanso; y luego calorcito, un plato a la alemana, a la francesa, o a la italiana, pero a base de pescado, por supuesto, por encontrarnos en Hamburgo. Disfrutaríamos un rato agradable con bebida burbujeante, llámese cerveza, vino de la casa o de la región en cuestión. Comiera lo que comiera, caería bien en mi estómago hambriento. Comíamos a deshoras, mi hija sabía muy bien lo que hacía: el exceso de alimento podía acarrear problemas, pues andábamos vagabundeando; impedimento real para solventar de manera rápida y conveniente las necesidades físicas. Mucho después lo comprendí así, pero en ese momento mi agudeza estaba obtusa en principios conocidos por el andariego profesional o por el mochilero de oficio. Me olvidé del «sector creativo» y los habitantes eran simples comensales, iguales a nosotros.

En la noche del mismo día comenzó a nevar, y corrimos a guarecernos en un centro comercial mientras Dominic iba en busca del auto. Partimos de la ciudad en medio de una tormenta de nieve que no cesó a lo largo del recorrido; la avenida estaba peligrosamente ocupada por una costra blanca y cristalina, muy resbaladiza, que obligaba a moderar la velocidad y seguir, con rigurosa meticulosidad, las medidas de tránsito emitidas por la radio. Primero sentí pavor, pero luego me acurruqué en mi asiento y dormí un poco, en el momento que quise despertar ya estábamos a medio camino, el vehículo se desplazaba con más prisa. La oscuridad reinante en la autopista era casi total, medio iluminada por las luces de los autos que igualmente iban de manera rápida de una ciudad a otra. La carretera se encontraba libre de buses intermunicipales o tractomulas que hicieran temblar el piso. Mucha menos congestión vehicular a pesar de que apenas se adentraba la noche. Y Dominic seguía con tranquilidad, pero atento, con los ojos fijos en la carretera.

Los días previos a la siguiente jugada de mi benefactora pasaron tranquilos en términos generales; se acercaba paulatinamente el veinticuatro de diciembre. De noche se seguían ultimando los lineamientos antes trazados. Se pulían los detalles al calor de una buena taza de té. También veíamos películas. Me acostaba temprano, a las nueve, porque en invierno la noche cae a las cuatro y media de la tarde. Debido a ese fenómeno, los días se me hacían muy cortos y el tiempo pasaba sin ver casi el sol. Hubo una noche en que mi hijo se acostó a esa misma hora porque al día siguiente andaríamos por una nueva zona urbana, buscando lo bueno y especial. De la calefacción emanaba un calorcito agradable. Antes de dormirme, pensé en el hogar lejano, al otro lado del océano. Añoré a mi marido. ¿Estaría en su turno de trabajo? ¿O en sus días de descanso? Por primera vez en treinta y seis años le había dejado solo en Navidad, convencida de que se las arreglaría muy bien en mi ausencia. De repente me invadió el morbo, el deseo de sentirlo añorar mi presencia. Pero ese estado de la conciencia llamado romanticismo no lo experimentaba mi marido.