Cómo hacer cosas con arte

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DISGRESIÓN: EL HACER DEL DECIR (JOHN L. AUSTIN)

Cuando John L. Ausin introdujo la expresión “performativo” a mediados de la década de 1950, se refería al carácter activo del discurso. La proposición subyacente en su argumentación es que, en ciertas condiciones, el lenguaje crea la realidad que describa, así que sí que se hace algo con las palabras. En la década de 1990, Judith Butler otorgó un horizonte social y político a las teorías lingüísticas de Austin al enfatizar los poderes constitutivos y restrictivos de las convenciones: ambos son requisitos necesarios para otorgar al individuo el poder performativo de crear una realidad.

La aplicación más amplia de lo performativo en Butler fue adoptada posteriormente por los estudios culturales, en el sentido de que también es posible examinar la performatividad de las artes visuales específicamente como praxis social. Pero, en mi opinión, esta ampliación de la teoría de Austin también produjo la pérdida de un aspecto esencial del concepto: el filósofo no solo describe cómo actuamos con palabras, sino que también desarrolla un modo de hablar de su propia presentación en el que su decir y hacer con palabras se conectan mutuamente de manera performativa.

Publicadas póstumamente en 1962 en Cómo hacer cosas con palabras, las conferencias de Austin, funcionan como un manual de instrucciones, en el que establecen la existencia de un nivel performativo del discurso al demostrar cómo se produce significado al “hacer” cuando se habla. Esta visión de Austin también la sugirieron Shoshana Felman y Sybille Krämer (cada una de forma independiente, y con énfasis distintos), y en ambas me baso50. Su interpretación del texto de Austin varía de la habitual en la medida en que entienden Cómo hacer cosas con palabras no solo como proposición, sino también como escenificación; no solo como texto que habla acerca de hacer cosas con palabras, sino que también hace algo a través del discurso. Según Krämer, “comprender a Austin no solo implica escuchar lo que dice, sino también fijarse en lo que hace al decirlo”51. Pero ¿qué hace Austin? Empieza sus conferencias con la aspiración de formular una definición teórica de lo performativo, basada en la distinción entre un uso performativo-generativo y otro aseverativo-constatativo del lenguaje. Pero no tarda en percatarse de que esta distinción es insostenible, porque no existe un criterio unívoco según el cual lo performativo y lo constatativo pueden diferenciarse claramente. Entonces es cuando Austin decide “volver a lo fundamental”52, y examina una serie de criterios y reglas a través de los cuales no deja de despertar nuevas expectativas de sistematización teórica. Pero, a medida que las reglas que acaba de concebir se vuelven cada vez más complejas, el lector empieza, no solo a dudar de su validez, sino también a preguntarse si a Austin le interesa realmente establecer una clara definición teórica de lo performativo. El autor concibe múltiples situaciones en que el poder performativo del acto del habla no llega a realizarse: casa a burros, bautiza a pingüinos, nombra cónsules a caballos. Al final, cada intento absurdo y en ocasiones misterioso de establecer el significado del término performativo demuestra que la regla no puede aplicarse. Para la mayoría de los lectores académicos, las conferencias de Austin suponen un intento fundamental pero fallido de definir una teoría de lo performativo, que hay que mejorar53. Pero, al leerse junto a Felman y Krämer, Cómo hacer cosas con palabras se parece más a una performance del fracaso al no lograr establecer el significado de lo performativo, lo que conlleva que, precisamente porque lo performativo no puede determinarse de manera convencional, se hace necesario un modus operandi distinto para abordar el concepto y dilucidar su significado.

Austin, que enseñó en la Universidad de Oxford, pertenecía a la tradición continental de la filosofía analítica, un sistema de pensamiento caracterizado por buscar el significado en los conceptos en sí, y no en su eficacia. En Cómo hacer cosas con las palabras en principio se adscribe a esta misma tradición, como demuestra que utilice demasiados ejemplos, pero Austin acaba provocando el derrumbe de su lógica interna. El filósofo muestra que en el decir siempre hay un hacer, y que este hacer siempre comporta significado. Y, finalmente, también acaba demostrando cómo puede configurarse esta interacción. Austin elabora un concepto que elude su propia determinabilidad, pero que, a través de la praxis, a través del uso, se concreta, y al aplicarlo aporta la definición más coherente de su propia idea. Debido a la sutileza con la que conecta varios puntos de vista y maneras de pensar, el filólogo wittgensteniano Georg Henrik van Wright apodó a Austin el “doctor subtil” de la filosofía de postguerra en Oxford, recordando a un colega del s.XIII de esa misma universidad al que habían adjudicado ese mismo epíteto. Wright ve un talento similar en Austin, y lo describe como “el experto incomparable en detectar los matices conceptuales del uso lingüístico, superior en este arte incluso a Wittgenstein”54.

Siguiendo esta perspectiva, que Austin no consiga establecer una definición teórica de lo performativo no es un fracaso metodológico, sino un fracaso que sigue un método. En Cómo hacer cosas con palabras, Austin recurre a aspectos de un modelo estético de tensión no solo retórico sino también dramático, que se representa entre los niveles de decir y mostrar, mensaje y actuación, donde las palabras llegan a actuar y significar a través de él. Dentro de este marco conceptual, no debe considerarse principalmente a Austin como el teórico de una clasificación básica pero deficiente de lo performativo, sino más bien como un pensado que introduce una nueva relación entre acto y referente.

En la separación entre palabra y hecho, entre el signo y lo que significa, hay una base de pensamiento ilustrado que subyace a toda praxis cultural. “Este es el centro nervioso de la idea de ‘representación’: no la epifanía, es decir, el carácter presente, sino más bien la sustitución; es decir: es la previsión, lo que los signos han de satisfacer por nosotros”, escribe Krämer55. Esta clase de relación con el mundo, que se encuentra arraigada en la semiótica de la representación, se ve replicada por Austin en su concepto de lo performativo, un enfoque que sustituye la distinción ontológica entre signo y ser, entre palabra y hecho, con el entrelazamiento y la mediación de esos niveles. En Cómo hacer cosas con palabras, Austin muestra que la acción puede llevarse a cabo con palabras y también cómo se organiza y se da sentido a esa acción. Austin muestra, actúa y enmarca un nivel performativo del habla, al tiempo que ofrece un modelo para las consecuencias de trasladar la producción de sentido a este nivel performativo: la percepción del significado de un enunciado o texto no solo, o no solo de manera principal, en lo que dice, representa o muestra, sino sobre todo en lo que hace, es decir, en los efectos reales que comporta.

Me parece que el desafío metodológico que comporta este desplazamiento del énfasis del decir al hacer puede resultar productivo para entender las obras de arte. ¿Cuál es la relación entre el significado de la obra de arte y su efecto? ¿Cómo trabajan los artistas contemporáneos con distintos modos de producción de significado? Cada obra de arte funciona poniendo de manifiesto un instante de experiencia estética que puede resultar duradero, pero es repetible, con lo que permite que la obra de arte exista en el tiempo histórico. A nivel temático, Box de Coleman establece una alegoría de esta existencia temporal de la obra de arte como experiencia y retrato del tiempo. Pero, a nivel performativo, muestra cómo la obra de arte en sí puede generar estos niveles diversos de temporalidad y hacerlos tangibles, en una obra de arte que genera un instante que es tanto el ahora como histórico. Las obras de Coleman tematizan las prácticas de la memoria cultural, conscientes de participar de una praxis que también modifican y conforman. Coleman establece relaciones entre el retrato y la creación de la historia; expresa, dentro de la obra de arte, la interpretación discontinua de la historia, y también interviene de manera formativa o transformadora en la transmisión, igualmente discontinua, de su obra al registro histórico. Entender que este enfoque es significativo, y que es un elemento de su mensaje artístico -es decir, percibir el decir en el hacer- exige el desplazamiento metódico del énfasis que Austin promovió con su concepto de lo performativo y puso en práctica con Cómo hacer cosas con palabras.

BOX Y EL ARTE MINIMALISTA HISTORICIDAD Y EXPERIENCIA

Coleman alude al rasgo iconográfico distintivo del arte minimalista con el título Box y, al mismo tiempo, también adopta lo que Rosalind Krauss denomina la primacía de la “perspectiva física vivida” en la escultura minimalista, concretamente que se dirija hacia el cuerpo del espectador56. El arte minimalista modificó de manera fundamental la relación entre el objeto y su espectador, entre el arte y su ubicación, al trasladar completamente el significado del objeto a la experiencia que se realiza con y a través del objeto. Tanto el nivel de la representación como el de la narración se sitúan tras el impacto del objeto en una situación dada: se trata de un impacto que hace que el espectador vuelva a depender de sí mismo, en el espacio y en la situación. Aunque cuesta precisar esta experiencia, en ella no solo destaca el papel constitutivo del espectador, sino también las condiciones espaciales y atmosféricas.

Para Krauss, esta inclinación fenomenológica hacia la experiencia, que elabora sobre todo respecto a las esculturas de Robert Morris, no solo supuso un nuevo enfoque sobre la fisicalidad del cuerpo, sino que incluso podría considerarse una especie de gesto compensatorio y hasta utópico57. Alienado en la vida cotidiana de sus experiencias, el sujeto-espectador volvía a alinearse con ellas a través de la experiencia del arte. “Esto”, escribió Krauss, “se debe a que el sujeto minimalista vuelve, en su desplazamiento mismo, a su cuerpo, vuelve a arraigarse en una especie de subsuelo de la experiencia más rico y denso que la capa finisíma de una visualidad autónoma que había sido el objetivo de la pintura óptica”58. Con el transcurso del tiempo, Krauss revisa su postura original, y reconoce que la promesa del arte minimalista no solo no se cumplió, sino que en cierta medida incluso se convirtió en su opuesto. Volviendo la vista atrás, Krauss ya no consideró que el arte minimalista fuera el semillero de una forma más rica de arte experiencia, sino, más bien, que allanó el terreno para su propio agotamiento. Porque el objeto del arte minimalista no solo se concentra en el cuerpo del espectador, sino también en la situación que lo rodea, es decir, en el contexto expositivo, esta depauperación de la experiencia artística también afecta al museo. Porque lo que acaba desprovisto de contenido es, según Krauss, la dimensión histórica de la experiencia del arte, o, de manera más concreta, una dimensión que remite a lo histórico. Krauss se conciencia de esto en el instante en que, a finales de la década de 1980 en Estados Unidos, la función social del museo cambió radicalmente. Una nueva ley tributaria permitió que se vendieran objetos de las colecciones, lo que afectó al estatus de la colección museística, así como los nuevos conceptos especiales, diseños y formas de presentación. Krauss cita a Thomas Krens, entonces director del Guggenheim de Nueva York, que fue protagonista clave en este cambio, y que atribuyó estos cambios al arte minimalista: “Es el minimalismo el que ha modificado cómo […] contemplamos el arte: lo que le exigimos; nuestra necesidad de experimentarlo junto con su interacción con el espacio en el que se da; nuestra necesidad de un crescendo serial y acumulativo en que se intensificara esta experiencia; nuestra necesidad de tener más, y a mayor escala”59. Krens entendió que la arquitectura convencional del museo no podía proporcionar la clase de experiencia exigida por estos objetos minimalistas. Estas esculturas le instaron a optar por nuevos paradigmas de diseño, a preparar y prever nuevos conceptos espaciales que siguieron el ejemplo de almacenes y fábricas y formatos de presentación pensados para espectáculos monográficos integrales. “Comparadas con la escala de los objetos minimalistas, las pinturas y esculturas más antiguas resultan increíblemente diminutas e intrascendentes, como postales, y las galerías parecen desordenadas, abarrotadas, culturalmente irrelevantes, como tiendas de curiosidades”, observó Krauss60.

 

Cuando, en 1989, Krauss visitó la Panza Collection en París y vio una exposición de obras de artistas como Robert Morris, Dan Flavin y Carl Andre, se dio cuenta de que el arte minimalista realmente presagiaba una “revisión radical” del museo. Krauss escribió que la presencia impactante de estos objetos convierte a la sala en sí en objeto de la experiencia. De este modo, el museo se convierte, para los espectadores, en un objeto o entidad abstracta “de la que la colección se ha retirado”61. Esta experiencia, explica Krauss, es muy intensa y efectiva, pero al final resulta fundamentalmente vacía, porque solo está determinada en términos estéticos, y no históricos. La experiencia que suscita el arte minimalista se dirige a un individuo que se constituye en el acto perceptivo y por lo tanto solo temporalmente, de un instante al siguiente. Esta experiencia estética genera, en su contingencia radical y en su dependencia de las condiciones del espacio y su situación respectiva, una experiencia subjetiva particular, que sin embargo no puede (ni pretende) anclar al individuo en las coordenadas de la historia. Esta experiencia del yo, ni se sostiene, ni puede sostenerse históricamente. Krauss argumenta que, con el arte minimalista, el museo se convierte en el espacio de una nueva dimensión espacial/estética de la experiencia, pero ya no es un espacio en el que la historia, o, mejor dicho, el arraigo del individuo en la historia, puede experimentarse:

El museo enciclopédico se esfuerza por contar una historia, por disponer ante el visitante una versión particular de la historia del arte. El museo sincrónico -si es que podemos llamarlo así- renunciaría a la historia en nombre de una especie de intensidad de la experiencia, de un cambio estético que ahora no es tanto temporal (histórico) como radicalmente espacial […]62.

Precisamente porque estos objetos generan una experiencia que sigue siendo contingente, y que no remite a un sujeto fundamentalmente estable, esta experiencia no puede generar un contexto cultural como el que tradicionalmente representaba el museo. En vez de “reconciliar” al individuo con sus experiencias, según Krauss el arte minimalista acaba sirviendo para poner de relieve al “sujeto postmoderno, completamente fragmentado, de la cultura de masas contemporánea”63, que ya no experimenta dentro de una trayectoria histórica. En otras palabras, el arte minimalista fomentó un individuo que se subyuga al espectáculo.

No en términos factuales (como ocurre con los happenings o eventos de Fluxus), sino en relación con su concepción subyacente, lo cierto es que el arte minimalista no encaja dentro del modelo tradicional de historia utilizado en los museos. Aunque hoy en día puede entenderse que las obras de arte minimalistas pertenecen a una época concreta y pueden representarse como tales, en principio, cuando se concibieron, excluían una referencia específica a la historia. El arte minimalista se sitúa más allá de la determinación histórica del arte, con lo que hasta cierto punto también se niega a encajar en un museo como mise en scène de una secuencia de artefactos determinados históricamente. En cierto sentido, el arte minimalista priva a esta narrativa histórica de contenido, porque desplaza el significado de las obras de arte a un efecto básicamente general e indeterminado. Si las esculturas de Tony Smith remiten a megalitos, a templos egipcios y a Herodoto, estas referencias no resultan reconocibles como influencias históricas, sino que recurren a algo arcaico que cuesta precisar, en vez de a una época histórica concreta64. Con sus formas geométricas y rasgos de objeto puro, las obras de arte minimalistas son abstractas, y parecen situarse fuera de las convenciones de representación propias de la historia del arte. Igualmente, la experiencia de contemplarlas sigue siendo abstracta. Esto queda claro, por ejemplo, en la anécdota que a menudo se cita sobre Smith, sobre su experiencia nocturna en torno a la Turnpike de Nueva Jersey, antes de que la terminaran. Smith condujo por la carretera vacía y comentó que esta experiencia le resultó casi estética, al tiempo que destruyó el orden estético habitual. “No hay manera de explicarla, tienes que experimentarla”, la resumió, y entendió que una reformulación de la estética también provocaría un cambio fundamental en la concepción del arte65, que transgrediría la experiencia estética de manera universal. Fue precisamente esta universalidad lo que acabó provocando que la experiencia de estas obras resultara indeterminada y general.

Cuando se publicó el ensayo de Krauss Texte zur Kunst en 199266, iba prologado por un fotograma de la absurda comedia romántica hollywoodense L. A. Story, en la que el pasatiempo favorito del protagonista, interpretado por Steve Martin, era recorrer los museos en patines, algo que hace dos veces en el transcurso del filme. Primero recorre las colecciones históricas del Los Angeles County Museum of Art, y luego la sección de arte moderno del Los Angeles Museum of Contemporary Art. Eufórico, disfruta el subidón estético a través de la historia del arte, pasando por delante de las obras de arte individuales como si fueran una película. No podría haber mejor descripción de la antítesis del museo como lugar de la memoria colectiva, histórica y cultural, que fue como describió Jürgen Habermas el modelo de institución burguesa pensada para que los visitantes experimentaran la formación del individuo burgués como proceso arraigado en la historia: en la película, el museo deviene el lugar para la experiencia hedonista donde el sujeto no está constituido, sino que se pierde al contemplar su herencia cultural.

Este debate sobre la relación entre historia y experiencia permite precisar la importancia de Box de Coleman: ¿Cómo aborda esta obra el dilema entre el arte centrado en la experiencia, y el marco estructural de las artes visuales que requieren duración y continuidad? ¿Hasta qué punto refleja la relación entre producción artística y cultura del espectáculo?

En el arte minimalista, es el ser humano el que se experimenta a sí mismo como cuerpo indeterminado fuera del poder, la sexualidad y la historia. En cambio, Coleman otorga un contorno histórico-materialista a la experiencia. En el caso del arte minimalista, su intención era oponerse a la crítica de arte de su época produciendo una forma de arte que rechazara cualquier apropiación subjetiva y lingüística. En Box, Coleman introduce una dimensión de la experiencia que no excluye el significado, el lenguaje, la crítica y la historia, sino que da forma concreta a estas categorías como fundamento necesario para toda experiencia. El sujeto se presenta en un contexto socio-geopolítico, al tiempo que se interviene en su afecto y fisicalidad incontrolados, que generan respuestas inconscientes. Así, el cuerpo se concibe como material, como portador semiótico de significado, y, simultáneamente, como ser psico-psicológico67. De esta manera, Coleman sitúa al individuo y la experiencia del individuo en un contexto histórico específico, pero no lo hace con el deseo de recrear una tradición coherente, sino que su obra funciona como una dialéctica (benjaminiana) entre la presentación fragmentaria de una figura histórica y la experiencia presente. Es como si la intención fuera constituir a un individuo y una idea de la historia en proceso de desaparición, que procede de una representación y al mismo tiempo existe en la frontera liminal de lo que puede representarse o experimentarse. Este proceso deviene alegórico precisamente a través del tema del combate de boxeo. Joyce Carol Oates escribió que “cada combate de boxeo es una historia, un drama único y altamente condensado sin palabras”. La autora sugiere que “los boxeadores están ahí para generar una experiencia absoluta, una presentación pública de los límites más externos de sus seres”68.

Benjamin Buchloh denomina las obras de Coleman “arqueología del espectáculo”69. En este sentido, escribe que “no es para nada irrelevante que Coleman convierte al terreno clásico de la cultura del espectáculo en objeto de su obra: la pelea pública entre dos rivales (atléticos) ha fascinado repetidamente a los artistas durante el s.XX, no solo como forma primordial de espectáculo, sino también como metáfora fundamental de las relaciones sociales”70. El concepto de lo arqueológico que introduce Buchloh puede precisarse más a través del pensamiento de Michel Foucault71. El enfoque de Coleman es “arqueológico” precisamente porque no implica una concepción lineal de la historia, sino que, de manera radicalmente discontinua, forja vínculos entre la experiencia subjetiva y sucesos históricos específicos, al tiempo que se relaciona con fenómenos culturales de la historia de la modernidad.

Cuando a Guy Debord, que publicó su obra magna La sociedad del espectáculo en 1967, le preguntaron 21 años después en qué fecha había comenzado la cultura del espectáculo, respondió que ya hacía casi 40 años cuando apareció su libro72. En otras palabras, que podría datarse de finales de la década de 1920, incluso en 1927, el año de la revancha entre Gene Tunney y Jack Dempsey. Este fue el primer combate de boxeo que se emitió en directo por radio y se retransmitió a 79 emisoras de África, América Latina, Europa y Australia. Así, fue uno de los primeros acontecimientos deportivos globales masivos, un vínculo del cuerpo con las abstracciones de retransmisión internacional73. De forma parecida, Joyce Carol Oates describe el boxeo como evento para las masas. “Las fotografías de estos eventos”, escribe, “muestran arenas repletas con rings de boxeo como altares diminutos en el centro, donde los boxeadores tampoco parecen mucho más grandes que figuritas heráldicas. Asistir a un combate de Dempsey no equivalía a haber visto un combate de Dempsey, pero puede que eso no fuera lo importante”74.

 

1927 también fue el año en que Benjamin comenzó a trabajar en su Libro de los pasajes, concentrándose en los orígenes de la cultura de masas del s. XIX, y, aunque trabajó en él hasta 1940, quedó incompleto. Benjamin desarrolló un proceso combinatorio especial comparable al de una base de datos, mediante el cual cotejaba citas, fuentes y comentarios en un sistema abierto. En los Pasajes, Benjamin escribe acerca de la percepción “estandarizada y desnaturalizada” de las masas, y sobre las nuevas formas de organizar la atención generadas por tecnologías que configuran al individuo y el cuerpo de un modo novedoso. Benjamin introduce el cine y la fotografía como nuevos medios que nos permiten entender la experiencia moderna del tiempo acelerado y el espacio fragmentado, una experiencia que ya no podía interpretarse en términos kantianos. Benjamin compara la capacidad de disección de la cámara con nuevas formas sociales de producción. “En una película, la percepción a través de shocks se estableció como principio formal. Lo que determina el ritmo de producción de una cinta transportadora es la base del ritmo de la recepción en el filme”75. El filme ofrece nuevos medios técnicos para captar formas modernas de experiencia y percepción, y también posee una relación particular con el tiempo, la historia y la presencia. Fundamentalmente, el filme parece centrarse en una presencia insistente, tanto la de los objetos que se representan (la persona adquiere un aspecto icónico a través de la filmación) como la presencia perceptiva que parece resistirse al paso del tiempo (una impresión que Box destaca en su estructura interminable y repetitiva). Si el cine es, a la vez, como la historia, en la medida en que representa una ausencia (la ausencia de lo que re-presenta), y no es como la historia, en la medida en que parece borrar el carácter pasado del pasado, puede encarnar muy bien el ahora de la reconocibilidad que Benjamin describe como rasgo emergente en su imagen dialéctica. De esta manera, puede que la temporalidad del filme haya transformado nuestro pensamiento histórico sobre el tiempo y el pasado.

De forma benjaminiana, Coleman emplea las capacidades específicas de disección e impacto del medio fílmico para producir una experiencia estética que aún resulta más disociativa, y al mismo tiempo reflexiona sobre ellas para arrojar una mirada alegórica sobre la interacción de tecnología, medios y experiencia. Box evoca de manera convincente una experiencia directa, donde lo espectacular se simultanea con su dimensión histórica: lo espectacular se genera en el presente, y aun así se le otorga un enfoque histórico; se muestra como representación, se escenifica a través un medio, y se evoca como efecto. Como ocurre en el pensamiento de Benjamin, en la obra de Coleman la experiencia se determina por duplicado. Primero, lo estético se construye como estructura temporal, formando una constelación discontinua, digamos, anacrónica, del presente y el pasado. En segundo lugar, la atención se centra en las transformaciones que surgen, a través de la historia, en la estructura de la experiencia en sí. La experiencia de la obra de arte se refracta en el reflejo de sus orígenes históricos, culturales y mediáticos. De esta manera, Coleman otorga un empuje histórico-materialista específico a la experiencia estética, que se vincula al instante de la percepción y aun así posee fundamentación histórica. O, mejor dicho: la experiencia estética conlleva lo histórico, y lo conduce al presente al vincularlo con testimonios de un suceso concreto cargado de todas las tensiones y contradicciones que lo conforman en su realidad.

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