El país de origen

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Sólo vuelvo a prestar atención a la conversación cuando oigo a Guraev formular una crítica sutil contra Héverlé:

—En muchos sentidos, es mucho más francés de lo que cree; hay algo extraño en él: siempre necesita demostrar lo que vale… o, mejor dicho, de sentir lo que vale.

Me entran ganas de decirle que puede ahorrarse estas sutilezas: él siente la necesidad de observar críticamente a Héverlé para superar dentro de sí mismo la gran influencia que Héverlé debió de ejercer sobre él. Con una impaciencia casi zalamera me atribuyó ya en nuestro segundo encuentro una erudición mucho mayor que la de Héverlé; tuve que insistir en que seguramente no poseo la mitad de la inteligencia de Héverlé, pero sin duda ni una sexta parte de su cultura. Me sonrió sacudiendo la cabeza por mi humildad. ¿En qué se basa su necesidad de convertirme en el contrapeso de Héverlé? Quizás aquí esté la explicación de su predilección por el contraste entre rusos y franceses: una decepción, la sensación de que Héverlé, por su parte, no da suficiente de sí, que es avaro con sus confesiones. No se siente próximo a él porque terminó por comprender que ellos dos nunca se apoyarán mutuamente en una comunión de debilidad humana. Piensa que conmigo tendrá más suerte; por desgracia, puede que esté en lo cierto.

—Es fácil criticar a Héverlé —le digo—, pero todas las críticas que he oído lanzar en su contra no han hecho más que aumentar mi estima por él. Te molesta no poder hablar en confianza con él y por ello tienes la sensación de que defrauda tu amistad. Las confesiones de Héverlé tienen lugar en un terreno impersonal, una especie de altiplano donde todo es impulsado por los vientos de la filosofía y de la historia cultural. Sin embargo, en este sentido se mantiene fiel a sí mismo, porque es una de las pocas personas que a simple vista pueden parecer actores, pero que en el fondo siempre están concentradas en la creación de su propio personaje. Para nosotros no existe ningún Héverlé en chanclas, porque él mismo le niega cualquier existencia. Cuando alguien lo critica, siempre siento curiosidad por lo que él mismo tiene que ofrecer como… personaje.

Volvemos a estar en la calle. Con su tono más serio, Guraev me dice:

—Compréndeme, no lo critico. Para mí sigue siendo el más valioso de todos mis amigos. Pero algo anda mal si te percatas de que querrías contar-le muchas cosas, pero que, a medida que pasa el tiempo, te resulta cada vez más difícil. Si es mi amigo, ¿por qué no estoy a gusto con él como lo estoy contigo? La amistad es algo muy hermoso, ¡pero recelo de una persona que sólo está dispuesta a sacrificarlo todo por su concepción de la amistad! Prefiero que él se sienta mi amigo a pesar de todas las concepciones; de lo contrario pensaré que quizá se topó conmigo por casualidad justo en el momento en que necesitaba un amigo que encajara en su concepción…

—Si quieres escarbar tanto, esa “casualidad” tampoco explica nada.

Pero él prosigue apresurado. Observa que he dicho algo de un personaje; no, uno no debería ser nunca un personaje a los ojos de un amigo. Aunque las confesiones verdaderas sigan siendo imposibles, salvo quizás en caso de borrachera. Sólo cuando uno se emborracha como un ruso, entonces… entonces quizá pueda hacer confesiones sin que le estorbe su personaje. Me propone entrar en el bar de Poccardi y pide que nos sirvan unos vinos dulces —passito vecchio—. Al menos sé que con ellos no perderé la cabeza como en una borrachera rusa. Me habla de su hijita, luego me pregunta acerca de Guy: que qué edad tiene —siete años—; que si no tengo sentimientos de padre por él —no sé exactamente qué significa eso—; que dónde está ahora —está con su madre en Bruselas—; que qué aspecto tiene —está más bien rellenito, es un niño fornido con un rostro a la vez cómico y sensible, y sorprendentemente rubio para ser hijo mío.

Es posible que sea él quien tiene demasiados sentimientos de padre, confiesa Guraev; es posible que no se haya divorciado de su mujer sólo porque es la madre de su hija. Y, sin embargo, todo es sencillo, ahora ama a su novia como hace diez años amaba a su mujer. Hace diez años, su mujercita era la razón de su existir. ¿Por qué? Porque entonces ella era la única que se preocupaba por él.

Su mujer es rusa, su novia es sueca, pero, a excepción de los ojos que son de color verde profundo, su aspecto es meridional: la piel morena, los labios carnosos, el pelo negro y rizado.

—¿Y dices que ahora quieres a Harriet exactamente como querías antes a Shura?

Esta vez se escabulle con una observación general, pero tan radical, que por un momento me sobresalto: no se puede querer más de diez años a una mujer, sea quien sea. Por ese motivo, dentro de diez años también habrá dejado de querer a Harriet y, por ese mismo motivo, dentro de diez años yo me daré cuenta de que no siento lo mismo por Jane. Guraev se dispone a contarme con todo detalle lo que sin duda experimenté con mi “primera mujer”; tengo que interrumpirle con firmeza y aun así me mira con desconfianza (y puede que sospeche que me estoy afrancesando) cuando le digo que nunca consideré a Suzanne como mi “primera mujer”, que ella siempre fue para mí la mujer que yo no elegí. Me replica cosas como: “¡Y no obstante nunca se sabe!”, y entonces evito hacerle confidencias y me pregunto cuántas veces a lo largo de esta conversación nos hemos acercado y rehuido el uno al otro, y por qué a pesar de ello las personas como nosotros entablan una y otra vez un diálogo.

—Héverlé lleva más de diez años con su mujer —me dice— y puede que digas que hacen buena pareja o que son felices. Creo (¡y no pretendo criticarlo!) que Héverlé ha sido en este sentido el menos valiente de nosotros tres, o el menos sincero consigo mismo.

—Te lo repito otra vez, Guraev, no me incluyas, porque no se puede comparar.

Me lanza de nuevo una mirada profunda e inicia una conversación en la que intercambiamos generalidades hasta que nuestras bocas se retiran tímidamente detrás del vaso que nos han vuelto a llenar: heroísmo, mística, cinismo, individualismo y de nuevo su falta de interés por la política. Lo que más me divierte es la mística, porque quizás Guraev pueda aportar una nueva explicación. De repente, me dice:

—¡Tú y yo necesitamos la mística! —y luego—: Como ruso, sé lo que debo pensar de la mística, todos los rusos se vuelven idiotas cuando empiezan a hablar de este tema.

Poco antes de mi último tren, Guraev quiso que le contara sobre mi vida en las Indias, imponiéndome la clara condición de que introdujera a mi padre como un personaje de Conrad.

—Tu padre no podía ser un burgués normal, ¡pues de lo contrario no habría ido hasta allá!

—Pues nació allá, y ten por seguro que no era más que un burgués; yo soy un auténtico señorito,2 un hijo de burgués.

Al pie de la escalera de la estación de Montparnasse le estrecho la mano.

—Pero los burgueses como mi padre son valientes, sobre todo cuando se trata de defender sus posesiones. Y el dinero que he perdido ahora se amasó robando de acuerdo con la tradición de los grandes gobernadores, eso no puedo desmentirlo.

Yo ya subía por la escalera y él se despedía con la mano y la cabeza echada hacia atrás, cuando de repente echó a correr detrás de mí y, al llegar al escalón inferior, me agarró de la manga:

—Con lo que debes andarte con cuidado durante las confesiones, Ducroo, es con los sollozos.xiii No debes sollozar demasiado a la hora de hacer una confesión, ni siquiera si estás borracho. ¡Hasta pronto! —exclamó mientras volvía a bajar por la escalera.

Y en el tren, cuando estuve solo, volví a oír la tenaz musiquilla que cada vez reconozco mejor, que nunca queda del todo tapada por las palabras, que no se deja silenciar aceptándola o desmintiéndola, ese coro de sentimientos de impotencia que invaden todos los ámbitos de mi existencia desde que se hundió el suelo sobre el que nunca me había preocupado de verdad.

1 Cita de Mopsus (Amyntas): Ahí, más inútil y más voluptuosa es la vida, y menos difícil la muerte.

2 En español en el original. [N. de la T.]

II. Todos los caminos…xiv

Me quedé escribiendo hasta las dos de la madrugada, una hora en que la criatura consciente que hay en mí está a su vez suficientemente extenuada como para dejarse arrastrar por las ganas de dormir del animal. Ahora todavía puedo permitírmelo: uncirlo para realizar un trabajo consciente en lugar de dejarme dominar por su desorganizada resistencia, en lugar de ser testigo pasivo de sus miedos y protestas semiconscientes, su afán de organizar en la oscuridad, un afán del que al clarear el día no queda más que un regusto de fatiga estéril. (Más tarde, cuando las circunstancias me habrán obligado a aceptar un empleo basado en “salir de casa a las ocho de la mañana”, escribir de noche se convertirá también en un lujo excepcional.) Después de escribir mi conversación con Guraev me quedé dormido casi sin perder la verticalidad mientras veía todo tipo de imágenes, hasta que, por la mañana, me desperté después de haber tenido el siguiente sueño:

Me había llevado a un joven ruso a casa de Guraev; éste nos había recibido en su taller. Más tarde regresé solo al taller (Guraev estaba allí con Harriet) y le pregunté qué impresión le había causado el joven ruso. Guraev estaba sentado en un sillón con cara de preocupación y se mostró muy crítico. Fue entonces cuando me di cuenta de que el joven ruso no era ni más ni menos que él mismo en una etapa anterior de su vida. Fue un fenómeno revelador, puesto que seguro que Guraev no habría reaccionado de otra manera si realmente hubiese podido presentárselo a sí mismo. Sin embargo, de repente dijo: “Oh, también tiene muchas cualidades, incluso he de admitir que tenía miedo de que impresionara demasiado a Shura. Pregúntale a Harriet”. Y Harriet, con su lánguida voz y hablando en francés con acento sueco, justo igual al que tenía en realidad, me dijo: “Sí, nos dijimos uno a otro que la dulce Shura volvería a sufrir las consecuencias”. Así que la habían dejado salir y sólo entonces me di cuenta de que, incluso la primera vez, Harriet era la única que estaba en el taller.

 

Tengo que contarle este sueño a Guraev; quizá su fantasía sepa valorar en su justa medida el significado más profundo de mi sueño. (Seguro que fingirá que puede descifrarlo.) En cualquier caso, ésta es una excepción llamativa entre mis sueños; en ellos casi siempre suelen tener lugar encuentros con personas conocidas o desconocidas, son encuentros extraños y carentes de sentido, pero a veces son indeciblemente melancólicos. Como la imagen de una javanesa que de repente viera a su hijo muerto jugando en el jardín: “¿Cómo has llegado hasta aquí?…” Lo que confiere a este tipo de sueños un carácter melancólico tan pleno es que la melancolía que se siente al recordarlos ya está presente en el encuentro en sí; que, al mismo tiempo que tiene lugar el encuentro, ya pertenece irremediablemente al pasado, con un sabor de primera y última vez, con lo esencial del encuentro porque se desarrolla en un dominio en el que no queda rastro de los subproductos de la realidad.

Una melancolía que hiere y cura a la vez. Sin lágrimas, sin siquiera la necesidad de derramar lágrimas. Como si todo se ordenara y explicara por sí solo, comparable al efecto que puede tener a veces la música.

¿A qué se debió la última observación experta de Guraev sobre los sollozos?xv Todavía recuerdo lo que proclamaba Wijdenes sobre esta misma cuestión; y no sólo él, también mi padre odiaba los “sollozos” a los que tanto recurrían los poetas en los versos (incluso creía que ése era el principal motivo de su rechazo a la poesía). Wijdenes, que había leído mucho más que mi padre, expresaba de la siguiente manera su aversión por los sollozos que uno encuentra en los libros alemanes:

—Te topas con una pandilla de matones que superan todo tipo de pruebas sin pestañear y que luego llegan a casa, se acuestan junto a una mujer y se pasan toda la noche hechos un mar de lágrimas. Ni siquiera se puede decir que esté mal, y a veces incluso surte efecto, pero, no obstante, sigue siendo totalmente censurable.

El problema es dónde y con qué frecuencia puede permitirse un hombre sollozar en un libro. Y en qué libro. Rousseau, el hombre que inauguró un determinado tipo de literatura, era extraordinariamente generoso con sus lágrimas. Sin embargo, sigue resultando menos grave ser impúdico en lo erótico que en lo sentimental; el gallo ha de mantener siempre cierta dignidad.

Debería recordar que yo mismo sollocé en varias ocasiones y confesarlo sin pudor. A riesgo de que todos mis conocidos (¡mis lectores deliciosamente interesados!) pensaran de inmediato: “Tienes pinta de eso” o “No me esperaba en absoluto eso de ti”, dependiendo de los sentimientos que me profe-saran. La primera vez sucedió sin motivo alguno, como en un sueño, de forma totalmente inesperada. Estaba tumbado en la cama a la hora habitual, dándole la espalda a la mujer que yo no había elegido. Era en uno de los pisos de clase media en los que vivimos juntos, en la calle Lesbroussart, encima de una camisería. Por las noches nos sentábamos juntos, sin que hubiera necesidad alguna de hacerlo. Pero yo era friolento, aquel invierno fue húmedo y nunca logré acostumbrarme a que anocheciera tan pronto. Solíamos irnos temprano a la cama; puede que fuera entonces cuando empecé a padecer mi precoz insomnio. Aquella noche, mientras le daba la espalda a mi mujer y leía, como de costumbre, sentí que me invadía una sensación de sopor sin que me alcanzara el sueño. Había una lámpara encendida, pero no sobre nosotros, sino en la habitación contigua, que iluminaba plenamente mi lado de la cama. Cerré el libro y no le pedí a mi mujer que apagara la luz, puesto que sabía que, en cuanto se hiciera la oscuridad, yo empezaría a pensar con total nitidez en miles de cosas sin sentido. (Ya entonces me pasaba eso; uno evoluciona tam-bién por las circunstancias sólo en la dirección de su propia naturaleza.)

Con los ojos cerrados intenté disfrutar de mi sopor. Y entonces, ahora lo recuerdo como si fuera ayer —aunque por supuesto podría equivocarme—, tuve tan claro, tan presente físicamente, el decorado de nuestra villa en Cicurug, en la que no he vuelto a poner los pies desde que tenía cinco años: el pequeño porche delantero en forma de glorieta desde el cual se podía ver el cielo casi tapado por completo por una montaña azul de forma clásica y perfectamente triangular, el monte Salak. A sus pies se extendían los campos de arroz a través de los cuales pasaba el tren que se dirigía a Batavia; a veces bebíamos té en nuestro jardín de bancales que descendía hasta los arrozales. Al principio de una pequeña alameda que llevaba a la glorieta había dos pequeñas estatuas deformadas, negras y virolentas llamadas artjahs. En aquel momento lo recordaba todo como si lo viera; incluso cuando abrí los ojos, en la cama. Es más, mi cuerpo se había encogido hasta adoptar el tamaño del de un niño; sabía que tenía treinta años, que Suzanne estaba tumbada detrás de mí y que vivía en un mísero apartamento encima de una camisería de Bruselas, pero yo sentía que tenía cuatro o cinco años, que estaba tumbado en el sofá de cuero en el pequeño porche en forma de glorieta en Cicurug, justo como entonces, mientras miraba el monte Salak. Notaba el cojín cilíndrico de cuero marrón, arrugado, debajo de mi cabeza, percibía su dureza en mi nuca y los botones planos en el cuero debajo de mis manos. Y a través de los arrozales por los que pasaba el tren, había visto poco antes a mi madre, gorda como estaba en aquella época, con su vestido gris con las mangas abullonadas que estaban en boga en aquel entonces, saludándome asomada a la portezuela, mientras yo le devolvía el saludo desde el jardín, junto a la niñera bizca a la que despidieron “porque estaba tan bizca que rompía todos los platos”. Fue una de las primeras veces, puede que incluso fuera la primera vez, en que mi madre me dejaba solo y me había prometido que me traería algo de Batavia cuando regresara. Yo sabía todo esto porque lo recordé a menudo más tarde, como que también me habían regalado un libro de estampas; sin embargo, en aquel momento supe de inmediato cómo se llamaba el libro: Lucero salvaje, lo recordaba como si lo tuviera delante, con su cubierta de cartón brillante, con un caballo marrón que galopaba en la esquina inferior derecha y, encima, una guirnalda de letras ensortijadas rojas o marrones. Seguro que contuve la respiración para que mi mujer no notara nada y para retener el mayor tiempo posible esa metamorfosis. A la vez que seguía siendo el “yo de antes”, sentí que volvería a perderlo enseguida; estaba irremediablemente perdido y, sin darme cuenta, me puse a sollozar de forma incontrolable. La metamorfosis fue desapareciendo lentamente; mientras me observaba, veía mi cuerpo estremecerse en aquella cama debido a los sollozos. Suzanne, detrás de mí, no mostró más preocupación de la necesaria; ella misma lloraba siempre con suma facilidad, quizá se sorprendiera de que yo no lo hubiese hecho mucho antes.

¿Cuánto tiempo hace de eso? Bastaría que hiciera un pequeño cálculo para saberlo, pero precisamente por eso no lo hago. ¿Cuánto más atrás queda el territorio que quiero alcanzar, el país de origen, el País de Antaño? ¿Debería ensartar mis recuerdos de esa época, convertirlos en memorias ahora, antes de cumplir 35 años, aunque sea casi indecente respecto a la tradición que dicta que las memorias han de escribirse entre los 60 y los 70? ¿Debería aprovechar que mi memoria aún está fresca, ahora, para poner por escrito sólo aquel periodo? Ahora ya está lo suficientemente lejos de mí; eso sí, se encuentra en un mundo propio que he dejado atrás por completo. ¿Qué lazos han permanecido intactos, aparte del vínculo de los recuerdos profundos y vagos? Una noche de luna en Grouhy era a veces el mensaje más inmediato que me enviaba el País de Antaño: “Esta luna te ha sido enviada especialmente a ti, el viaje no le ha sentado bien, está más apagada y, aunque siga siendo igual de redonda, brilla con menos fuerza e intensidad; pero reconócela, pues la intención sigue siendo la misma”.

Ni siquiera me llegaban cartas procedentes de allá, y si llegaba alguna, era disfrazada, estropeada por el estilo epistolar tradicional europeo. Alguien que había regresado hacía poco me escribía: “No vuelvas, las Indias ya no son lo que eran, te decepcionarían”, y cosas por el estilo. Sólo tengo mis recuerdos, y nada más; los recuerdos de una época en que percibía esa determinada belleza sin fijarme en ella, sin intentar nunca limitarme a ella, siempre distraído por el horizonte de esa Europa que yo creía mi verdadera patria. ¿Y qué debería hacer ahora, rebuscar en mi interior lo que sin duda me han dado las Indias, siendo fiel a los momentos en los que emerge el recuerdo? ¿O desfigurar mis recuerdos para convertirlos en una novela, el artículo preferido del público?

Sé contar unas historias muy bonitas de las Indias; consigo que el país cobre vida para mis amigos europeos, sobre todo los que comprenden holandés; así que los hay que me aconsejan que lo escriba todo tal como lo cuento. Pero no es tan sencillo; no puedo reproducir en el papel mi acento de indiano,3 y aunque hay recursos para lograrlo, son demasiado mediocres para aplicarlos, aunque fuera con éxito. Por otro lado, hay que andarse con cuidado de no caer en el nauseabundo exotismo europeo, el falso romanticismo que se logra con unos cuantos nombres extranjeros biensonantes, algunas pieles morenas y ojos aterciopelados, y con la docilidad del alma oriental que siempre surte efecto en algunas personas. Nunca he añorado tanto las Indias como en Grouhy.

Las noches de luna en Grouhy, con la luz que se colaba entre los abetos (tan poco corrientes en las Indias) e iluminaba el césped; el arriate marrón con forma de ridícula estrella que mi madre diseñó en medio del césped, una mancha oscura cuando los arbustos que crecían dentro no estaban en flor; la verja, y detrás de ella, a veces los ladridos de un perro —casi como en las Indias, pero no lo suficientemente tenaces ni exasperantes—; al final todo eso no hacía más que despertar el recuerdo. De noche, cuando cruzábamos la alta verja, enfilábamos el camino de piedra hacia el cementerio y las Indias dejaban sitio a la romántica Europa: el grupo de tres robles junto al cementerio, dos de los cuales quedaron mutilados más tarde por un rayo, el muro alto y largo junto a la destartalada granja de Grégoire que habíamos bautizado como granja de fantasmas o Cumbres borrascosas, el seto un poco más allá, con agujeros por los que mirábamos para ver si había algo que ver, a veces sombras de caballos en el prado, unos toscos caballos europeos, la luna resplandeciente que se ocultaba detrás del seto… Allí ya no quedaba nada de las Indias, era Europa, no quedaba nada de las “místicas” noches orientales, sino sólo el romanticismo occidental, Musset, Byron: “So we’ll go no more a-roving — so late into the night…”4

La ilusión se reforzaba dentro de casa, cuando se miraba por la ventana, mientras la luz exterior iluminaba el césped y los árboles perdían su carácter propio. La sensación era más intensa desde la ventana del dormitorio de mi madre, cuando la estancia estaba a oscuras. Pero mientras escribo esto, me percato de que es erróneo evocar esa habitación, engañarme con un recuerdo que procede de un pasado falso. Cualquier ternura que me inspire Grouhy, cualquier dulzura que emane de esa atmósfera, por muy justificada que parezca, es para mí una mentira; la verdad a secas es que era un ruedo, un recinto pequeño donde tenían lugar interminables enfrentamientos entre los “caracteres incompatibles” que vivían allí, el rencor siempre reprimido, pero siempre dispuesto a aflorar, el fuego de la pelea que podía avivarse en cualquier momento, la casa de locos antes de que se convirtiera en hospital.

Y un buen día hui de todo aquello. Fue una huida largamente anunciada. Después, la felicidad tras una larga y complicada espera, y todos los temores de sólo pensar que pudiera hacerse realidad. Luego, tres semanas. A veces se consigue olvidar durante ese tiempo todo lo demás casi por completo. Luego, justo igual que sucedió las veces anteriores, llegó un telegrama.

 

Era casi como si hubiese ahuyentado todos los monstruos, o al menos como si hubiesen retrocedido manteniendo un respetuoso semicírculo ante mi felicidad. Todo estaba a la espera —incluida la propia felicidad, como sucede siempre con la felicidad—, empezaba a pensar que los monstruos querían responder a mi olvido olvidándome a mí. Sin embargo, yo sabía que uno de ellos —la enfermedad de mi madre— no tardaría en manifestarse. ¿Hasta qué punto se había contenido el monstruo, cómo había renegado de sí mismo para adaptarse durante tanto tiempo al silencio general? Cuando nos alcanzó su grito, nos apresuramos a trajinar con maletas por la habitación, igual que hicimos las veces anteriores. Era como si también allí Jane no tuviera otra cosa que hacer que compartir mi destino.

¿He examinado lo suficiente esas palabras: “felicidad” y, dentro de poco, “pobreza”? Dime, burgués, ¿qué es la felicidad? ¿Y cómo te atreves a hablar de pobreza si no has tenido que dormir en las escaleras del metro o hecho un ovillo delante de la puerta de una casa que se mantiene cerrada, y esperando, sobre todo, que siga cerrada? ¿Dónde está el estómago vacío, el duro suelo, los parásitos que acompañan esa pobreza? ¿O cuándo puedes asegurarnos que llegarás a eso?… Durante aquellas tres semanas nuestra felicidad dependió —sobre todo para Jane— de las inclemencias del tiempo. Había días lluviosos que hacían imposibles los paseos y que nos obligaban a buscar cobijo bajo los arcos. Aun así recuerdo la terraza en Cassarate; los pedacitos de cielo azul sobre mi cabeza mientras estaba echado en una tumbona, mirando fijamente el cielo por entre los racimos de glicinia, con un cuaderno abierto sobre las rodillas porque llevaba días anunciando que me pondría a “trabajar”, y las frases que escribía indolente, convencido de que adoptarían la forma de la felicidad.xvi Acabábamos de decidir que nos dedicaríamos más en serio a pasear, cuando el telegrama dio al traste con todo.

Ni siquiera fue el último telegrama, sino el penúltimo. El último de verdad llegó aquí. Aquello era Lugano, esto es Meudon; entre ambos se produjo la muerte de mi madre, como un cambio definitivo del tiempo. Y nuestra inminente pobreza. Mientras intento profundizar en un pasado más remoto y experimento el presente, se impone ya la miseria del futuro y debo hacer acopio de valor para enfrentarme a ella con más o menos fatalismo. Este apartamento, en el que pensábamos proseguir nuestra felicidad durante al menos dos años, ya sólo es nuestro en los momentos en que logramos borrar la amenaza de nuestras mentes. En realidad somos demasiado pobres para vivir en un apartamento como éste, lo único que nos mantiene en él es el contrato de alquiler y la esperanza de una venta más o menos normal de la invendible Grouhy. Mi madre debería haberla bautizado como Rumah sial: “La casa de las desgracias”. Grouhy estuvo vincu­lada con el suicidio de mi padre y fue ahí donde se manifestó por primera vez plenamente el odio familiar que amargó los últimos años de vida de mi madre, pero el jardín siempre fue una delicia, ofrecía muchísima “libertad” y, según mi madre, tenía un aire señorialmente colonial… Tres semanas en las que empecé a sentir mi calor corporal como un verano permanente; al principio me decía: “Lo daría todo por diez días como éstos, sólo pido diez días como éstos”, y, por supuesto, la llegada del telegrama me pareció una injusticia. Resulta extraño pensar que todas mis estancias en Lugano se hayan visto interrumpidas por un telegrama sobre la enfermedad de mi madre. Aquella última vez dije: “No volveré a poner los pies en Lugano mientras pueda pasar esto”. Y medio año más tarde ya no cabía esa posibilidad: esto ya no existía.

Poco importa dónde empiece ahora porque también este momento parece arbitrario en mi vida, porque nunca he podido escribir un diario íntimo con regularidad, porque hoy o ayer o mañana, o en cualquier otro momento, con la percepción artificial de un principio, llega la percepción real de que ya no se puede recuperar nada. Escribir principalmente para olvidar el fu-turo, mientras el contrato de alquiler nos permita seguir aquí y mientras todavía no se hayan tomado otras decisiones, mientras tengamos que jugar esta partida de ajedrez por las cosas materiales, aunque apenas conozcamos los movimientos de las piezas, pueden servirnos el recuerdo o la poesía; la poesía, que siempre es algo ingenua. Mis sentimientos por Jane: poesía, opio e ingenuidad, cuando al igual que la poesía, el amor tiene que basarse en la ingenuidad. Ingenua autosugestión; pero ¿acaso no creer en el amor no resulta igual de ingenuo y dañino para algunas naturalezas?

Jane. En realidad todo tiene que ver con ella; o, mejor dicho, en lo que respecta a mi pasado (desde la época en que yo ya era yo, predestinado a llegar hasta ella como lo hice), todos los caminos del recuerdo conducen a ella, a quien representa el foco real, el único cambio básico de mi vida, la única persona sobre la cual yo querría escribir si eso fuera posible. Aunque sucumbiera en el futuro, querría dejar una cosa: el retrato de Jane. Sin embargo, estas palabras encierran un engaño desvergonzado, vuelven a ser demasiado poéticas y pueden rebatirse en pocas palabras; al fin y al cabo, el retrato de Jane sería siempre algo distinto de ella misma.

3 A lo largo del libro la palabra “indiano” se aplica a lo procedente de las Indias Orientales Holandesas. También en relación con los holandeses nacidos en las Indias. [N. de la T.]

4 Así es, no volveremos a vagar —tan tarde en la noche (Byron). [N. de la T.]