La vida es una nube azul

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A lo menos una o dos veces en la semana nos despertábamos al amanecer –wvn– con la letanía de mis abuelos que, solos o acompañados por mis padres y/o por alguno de mis tíos y tías, realizaban la llellipun rogativa en el sitio destinado para ello en el lado oriente del huerto. Es en el momento en que se asoman los primeros rayos del Sol, ligaf pvrapan Antv. ¡Oo, Kushe - Fvcha Genechen; Kushe- Fvcha Genmapun! Anciana-Anciano Sostenedor de la Gente; Anciana-Anciano Sostenedor de la Tierra, decían vueltos hacia el levante. La reiterada interjección que siempre me conmovía: Oooo...!

En los días de primavera y verano la familia se afanaba en el proceso de ordeñar las vacas, cuyos terneros y terneras habían sido encerrados en un pequeño corral contiguo al galpón. La primera fase era el acarreo del agua desde el witrunko estero, a unos cien metros de la casa o desde la wvfko vertiente que está algo más distante; todo dependía del caudal. Esta era una tarea en la que nos gustaba colaborar

En medio del a veces estridente mugido de los vacas se procedía a manear a las más lecheras primero; la Pilmaikeñ Golondrina era una de las predilectas de nuestra madre. Todos conocíamos sus respectivos caracteres y en consecuencia era el cuidado –la tensión o la tranquilidad– con la que se procedía. Seguidamente se lavaban sus ubres y se iban sacando uno a uno los terneritos y terneritas desde el corral. Hermosas escenas de cariño entre madres e hijas / hijos que llegaban impetuosos a mamar; y mientras sacábamos la primera leche, el calostro, las vacas lamían alegres a sus alegres crías. También abrazábamos a los terneros más tranquilos mientras hacían uso del derecho a mamar otro poco para por fin ser apartados y concluir la tarea de la ordeña. Todavía escucho con claridad el sonido de los chorros iniciales de la leche golpeando el fondo de las jarras. Con frecuencia, algunos de esos chorros nos los lanzábamos directamente a nuestras bocas en regocijado adelanto del desayuno

Una parte de la leche se destinaba al consumo del día y una mayor cantidad se iba depositando en una meñkuwe o en un fondo enlozado, donde se agregaba el suero y se dejaba reposar en la sombra para obtener la cuajada con la que preparaban el queso. Nuestra tía María era la encargada de cultivar el suero en un metawe cántaro, utilizando para ello una «pajarilla», como le llamaban al librillo ahumado de un vacuno. Con la nata de la leche se hacía mantequilla. Para unos la tarea finalizaba con el arreo de los animales hasta el estero; para otros concluía con el lavado de todos los utensilios: baldes, jarras, trapos, cordeles, maneas. Mas cuando la cuajada estaba lista, seguía la fresca y sabrosa faena de preparar el quesillo, que comíamos a puñados. Y finalmente, envuelto en un paño blanco y puesto en una adovera, la admirable aparición del queso fresco soltando el suero hasta llegar a ser el queso que, ya maduro, consumíamos –sobre todo en el invierno– derretido y dorado sobre el pan o las papas

Este quehacer en torno a la ordeña era sólo un corto período en el año. Lo habitual era que después de la llellipun de nuestros abuelos y el acarreo del agua, la familia se reuniera a compartir el desayuno. ¿Soñaste? ¿Qué soñaste? Y se iluminaba el sol de la conversación. Nuestro laku abuelo paterno –a quien los niños llamábamos «Malle, tío» porque de ese modo lo nombraba un nutrido número de parientes que llegaba de visita a nuestra casa– nos ofrecía sus papas doradas y, a veces, camotes o trozos de zapallos recién sacados del rescoldo del fogón y a los que nosotros agregábamos miel, de esa que él mismo había cosechado. Nuestra abuela Papay (mamita) nos ofrecía mvltrvn catutos, panes de trigo cocido en olla de greda. Los granos los trituraban en la kuzi piedra de moler y con las manos le daban la forma tradicional de extremos aguzados. Nuestra mamá nos daba la leche, a la que de cuando en cuando agregaba chocolate en polvo que compraba a los vendedores que venían de Cunco; y panqueques o pan con algún dulce que ella misma fabricaba con membrillos, frutillas, moras, murtillas, ruibarbo, mosquetas (que ha sido siempre mi preferido). Nuestra tía María era quien preparaba los huevos cocidos, fritos o revueltos; huevos azules de las kollonkas las gallinas nativas: mapuche. Los hombres de la casa, que al atardecer del día anterior habían amontonado los leños en el inatuwe costado de la ruka, se preparaban para después ocuparse de los animales o de los sembrados

Nuestras y nuestros mayores siempre cuidaban que el agua contenida en las meñkuwe estuviera a la sombra y con su correspondiente cubierta, ya fuera en el exterior o interior de la casa; sobre todo, y esto sigue siendo muy importante, se preocupaban de que ello se cumpliera estrictamente con el agua que permanecía en la noche, pues decían y nos siguen diciendo que los espíritus negativos pueden apropiarse de ella (como lo he referido) y generarnos pensamientos proclives a su energía. Por eso el primer quehacer de la mañana era traer agua de la vertiente

Temprano había comenzado el chillido de los cerdos, siempre hambrientos; el graznido de los gansos y de los patos; el cacareo de las gallinas. Nuestro abuelo sacaba las ovejas del corral y ensillaba su caballo con su montura viajera –de uso diario– o con su montura tallada, que solía mantener bien protegida para las ocasiones especiales. Nuestros padres –profesores en la escuela de la comunidad– y nuestro hermano y hermanas mayores ya habían partido a clases

Dependiendo de la época, con mi hermano Carlitos nos íbamos a la quinta, y entre los durazneros, perales, membrillares y manzanos jugábamos con nuestros perros hasta cansarnos. Llegaba así el momento de subirnos al manzano, próximo a nuestra Casa Azul, que habíamos convertido en una especie de guarida donde manteníamos algunos juguetes de madera, nuestros tambores de lata y lolkiñ / ñolkiñ (instrumento de viento que nosotros mismos fabricábamos con un trozo –un metro, más menos– de rama de saúco1 que ahuecábamos con un fierrecillo caliente). Desde esa perfumada cima podíamos ver el movimiento de nuestra gente y oír claramente si alguien nos llamaba

A finales del invierno solíamos navegar sobre las aguas que inundaban las orillas de un bosquecito de canelos y temu; un borde lleno de junquillos, sobre una superficie de un intenso verdor amarillento. Nuestra embarcación era una antigua batea de lavar ropa que había sido desechada por sus grietas y que nosotros habíamos sellado acuñando trapos viejos en ellas. Nos impulsábamos con una paleta de madera, mas la verdad es que la mayor parte del tiempo nuestros perros eran los viajeros –no siempre voluntarios– a los que paseábamos a lo largo y ancho de la pequeña laguna

1 Saúco: su nombre procede del griego «Sambuké», que significa flauta

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Hablo de ese tiempo en que las forestales con sus plantaciones de eucaliptos y pinos en las cercanías de nuestra comunidad, y en las comunidades aledañas, no existían aún. Asomaba el año sesenta. Las estaciones eran todavía más nítidas que hoy. Las tormentas eléctricas se sucedían con frecuencia; especialmente en el verano eran un verdadero espectáculo que en su dualidad nos regalaba la naturaleza: relámpagos que iluminaban grandes espacios de cielo y arboleda; truenos que hacían temblar las casas y los corazones; rayos cuyo serpentear era como un látigo en la quietud del aire tibio o en la agitación de la ventolera desatada. Era la vida en su expresión nativa. La vida

Los árboles sobre los que caía algún rayo solían arder varios días, pues casi siempre dicha descarga eléctrica actuaba combustionando sus raíces… Un mediodía de fuerte tormenta corrí hacia el estero en ayuda de mis tías María y Jacinta que habían ido a buscar agua fresca. Cuando iba recién en el primer tramo de la bajada de la colina el bosque fue iluminado por un relámpago que seguido por el estruendo de un trueno sobre las nubes más pareció una explosión, luego un chasquido –al que sucedió un leve silencio– sobre la copa de un enorme roble. Desde su follaje se asomó el rayo dibujando su perfecto zigzag a lo largo del tronco hasta desaparecer entre el pastizal que rodeaba a este formidable árbol. Herido de muerte, el roble titubeó un instante. Como un hombre altísimo y fornido que intenta dar un último paso comenzó a quejarse, a crujir, hasta caer desplomado –remeciendo el suelo– partido irremediablemente en dos. Al comenzar a abrirse, como gruesos hilos de sangre, brotó su savia desde su pulpa rosada. Me pareció que ese fluido era la vertiente sobre la que navegaban mesas, sillas, casas, escritorios, catres, cunas, ataúdes…

También los meulen –remolinos del espíritu del viento– eran más numerosos e intensos. En otoño me impresionaban verdaderamente los pequeños o enormes conos de hojas mustias, girando, recorriendo la colina y los caminos en torno al lugar que habitamos. Para nosotros se trataba de espíritus traviesos, pero los adultos consideraban que algunos eran espíritus negativos, razón por la que había que tratarlos con cuidado, no dejarse envolver por sus mantos polvorientos, por sus vestidos de ensueños funestos

Las noches de más oscura oscuridad, desde el entorno de nuestra ruka o desde el ventanal del segundo piso de nuestra Casa Azul, solíamos atisbar la aparición de la Anchimallen / Antv Malen la Niña del Sol, que es una luz como llama de fuego (semejante a un fuego fatuo); una niña que salta, que juega, que va y viene recorriendo un área bien definida a orillas de un bosquecillo en el bajo de nuestra colina. Se dejaba ver sobre todo en noches de verano, pero también en noches de invierno sin lluvia, para después de un rato adentrarse en la arboleda (¿sabrá que los niños la seguimos aguardando?)

 

No sé a qué hora de la noche pasábamos desde la ruka a la Casa Azul a dormir; aunque desde mediados de la primavera, y sobre todo en el transcurso del verano, era frecuente que mis abuelos y nosotros o toda la familia se quedara disfrutando de la calidez del fogón, sobre los mullidos / cardados cueros de ovejas. Arrullados nosotros por el murmullo de la conversación

Nuestros padres nos habían contado que mi abuelo y mi abuela tuvieron una ruka a orillas del estero al que a veces íbamos a buscar el agua. Nosotros no la conocimos. La única evidencia visible de ella es el álamo que aún amarillea junto a un bosque de walles y canelos. Digo la única huella porque de tanto escuchar el relato acerca de esa antigua ruka y de la costumbre en nuestra cultura de que cuando se abandona una casa se dejan también allí todos los utensilios que pertenecieron a ella: platos, ollas, jarros, cucharas, cántaros…, nos despertó la curiosidad de constatarlo en el lado observable de la realidad. Ir de lo imaginado a lo visible

Tiempo de pensarlo y repensarlo Carlitos y yo acordamos pedir permiso a la tierra del lugar, y anhelantes nos dimos a la tarea de hacer pequeñas excavaciones y en el terreno blando enterrar aguzados coligües en repetidos intentos de tocar los objetos que estarían allí. Fue así como

–casi sin sorprendernos, por la casi certeza de lo anunciado– encontramos algunos de ellos: pequeños cántaros, platos de greda y de madera, y cucharas. Cuando se las llevamos a nuestros padres nos lo hicieron devolver todo de inmediato a su lugar, junto con la justa reprimenda que nos recordó el respeto a nuestras costumbres (la ternura también a veces duele). Creo que ese hallazgo, que nos dejó –en definitiva– muy impresionados, fue una revelación de lo visible e invisible, lo concreto y lo imaginado que habita en la Palabra

Es verdad. Una casa, una bandera, un amor, un hijo / hija, una nota musical, un movimiento, un objeto, un número…, existe primero en la Palabra que aprehendemos de la naturaleza, de su finito e infinito. La Palabra que aprendemos en el arte del Nvtram / de la Nvtramkan, del Conversar / de la Conversación; arte que se evidencia en la capacidad de Escuchar, que es lo más difícil de aprender, sigue diciendo nuestra gente. La Palabra Poética que no es artilugio y, por lo mismo, no es verso necesariamente sino –ni más ni menos– la permanente búsqueda de lo mejor que habita en la dualidad que somos. Por eso, nos dicen: ¿de qué sirve nombrar la Palabra Poética si no es para convertirla en una manera de vivir?

Llueve. Llueve copiosamente en estos días en que se aproxima el solsticio de invierno y con él nuestro We Tripantv Año Nuevo, mientras las Pléyades navegan regresando o –más probablemente– han recalado en su lugar de luz en el firmamento... Me emociona el sonido de la lluvia sobre el techo de la casa, su brillo sobre las hojas de los árboles, sobre los pastos y los caminos. Aunque los inviernos se van tornando cada vez más secos; el año pasado casi no llovió y hubo poquísima nieve en el sector en que está nuestra comunidad. Aumentan las plantaciones de eucaliptos y pinos que están secando las napas y, en consecuencia, las fuentes sobre las superficies aledañas a ellas. Plantaciones que han venido disminuyendo el caudal de los esteros, amenazando y dañando a nuestros bosques porque cortan el ciclo de la lluvia. La Forestal Mininco –junto a las forestales Arauco, Constitución y Valdivia, y otras que han devastado los suelos desde Santiago al sur– avanza también ahora por la superficie de la comuna de Cunco

La música de las palabras, gesto y sonido que nos regala nuestra Mapu Ñuke Madre Tierra –dice nuestra gente. En las palabras respira el canto del agua, del viento, de los pájaros, de los insectos, de los animales; el colorido y la danza de las flores, de los pastos, de los hongos, de los arbustos, de los árboles; sus aromas, sus formas, sus texturas que comparten –en el silencio y en la contemplación– las piedras y las personas, están diciendo nuestras Ancianas y nuestros Ancianos

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La Casa Azul en que nací está situada en una colina, rodeada de hualles, un sauce, nogales, castaños, un aromo primaveral en invierno, un sol con dulzor a miel de ulmos, chilcos rodeados a su vez de picaflores que no sabíamos si eran realidad o visión: ¡tan efímeros! En invierno sentimos caer los robles partidos por los rayos. En los atardeceres salimos bajo la lluvia o los arreboles a buscar las ovejas (a veces tuvimos que llorar la muerte de algunas de ellas navegando sobre las aguas)

Con el consentimiento de mis abuelos, nos contó mi padre, pidió ayuda a los vecinos de la comunidad y pidió permiso al bosque para cortar algunos de sus robles apellinados que después llevaron en carretas troceras al aserradero de Cunco. Mi viejo querido, entonces un joven de veintitantos años, hijo del Lonko de Kechurewe, Juan Chihuailaf y de Rosinda Reumay, había acordado casarse con la que sería nuestra ñuke madre, Laura Nahuelpán, hija de Toribio Nahuelpán –Lonko de Liumalla (zona de Villarrica)– y de Pascuala Nahuelpán. El mafvn casamiento se celebró en la comunidad de Liumalla

Mis padres se conocieron en Temuco, en los años treinta, participando en la lucha organizacional de los estudiantes mapuche que tras varios encuentros y discusiones habían logrado conformar el Centro de Estudiantes Mapuche «Newentuaiñ» (Hagamos Fuerza Unidos), en el que mi padre fue elegido presidente y mi madre secretaria. Ambos, como todos los jóvenes y las jóvenes mapuche de esa época, habían salido al exilio de la ciudad siendo excepcionalmente bilingües algunos, como en el caso de mi madre (una de las esposas de mi cheche abuelo materno era española), o sin saber nada de castellano, como en el caso de mi padre, con todo el inimaginable sufrimiento que tuvieron que soportar –a pocos kilómetros de sus comunidades– en un otro país, clasista y excluyente (para no decir racista), como fue y sigue siendo este país aún llamado Chile

Ñi chaw mi padre –que había vuelto a Quechurehue convertido en profesor normalista, para trabajar en la escuela de la comunidad y quedarse a vivir con sus padres– había decidido construir una gran casa de madera, de piso y medio, contigua a la ruka de mis abuelos, la que unos cuantos años después se transformaría en una casa azul. Nuestra Casa Azul. No hubo rukatun trabajo comunitario en la construcción de una ruka, porque la técnica para erigir estas «modernas» edificaciones aún pocas personas mapuche la habían aprendido. Para esa hermosa tarea –nos dijo– contrató a un maestro chileno y a dos peñi (hermano mapuche) aprendices de maestros; y tuvo la ayuda de cuatro jóvenes de nuestra comunidad que deseaban conocer y aprender este oficio. Los gruesos y largos postes de la base (cada piso de la casa tiene ochenta metros cuadrados) fueron hechos a filo de hacha…, solía decir mi padre aún admirado de la destreza de los hombres que dieron forma a esos durmientes

Aparte de su amplitud, la casa era sencilla y austera, y se conserva casi igual en la actualidad. Tenía un gran comedor y tres dormitorios: el de mis abuelos, el de mis padres (que después cedieron a mi hermano Arauco, instalándose ellos en una pieza ubicada en el lado norte del segundo piso) y el que ocupaba nuestra tía María, hija de una de las esposas de mi abuelo. Por el lado sur había un corredor semicerrado –o semiabierto– en el que guardaban las monturas y aperos de las cabalgaduras, entre otras cosas. En el segundo piso había tres dormitorios y una sala de estar que nosotros llamábamos kintunentunwe mirador, porque tenía una ventana grande que llegaba hasta el piso, dividida en pequeños cuadrados con sus respectivos pequeños vidrios. Una vitrina maravillosa para ver la llegada o retirada del viento sobre la arboleda, y de la neblina, de la lluvia o del sol; o los días de tormenta eléctrica y las noches con luna y estrellas. Tenía también una ventana de similares características, aunque más pequeña, mirando hacia el sur; y estantes con libros y diarios amontonados en el piso. Era la sala que comunicaba con la escalera

En el lado sur poniente estaba el cuarto que ocupábamos con mi hermano Carlitos. Tenía una ventana que daba hacia la quinta (que está en un declive de nuestra colina) desde la que solíamos ver las primeras flores del guindo, de los cerezos, manzanos y membrillares más cercanos a la casa, teniendo como fondo el verdor de la pampa con sus bosquecillos y en el horizonte el cerro Rukapillan la Casa del Espíritu Superior, que es un volcán apagado –dicen. A veces se escuchan sus ruidos subterráneos y sus truenos que retumban en el trumao de nuestra colina que está en su cordón volcánico

La altura de las paredes era bastante reducida y mi catre de madera se ubicaba en el lado más bajo del cielorraso, así los días de lluvia –que eran frecuentes también en verano– me dormía con su música en mis oídos (dulce y cósmico auricular). Desde la medianía del otoño, y casi todo el invierno, el agua era como una cascada sobre el techo de zinc, como un río que resonaba a su vez sobre el techo del corredor del primer piso… Qué maravillosa sensación de cobijo y ensoñación. Un recuerdo que me emociona profundamente, porque en la medida que crecí y fui conociendo otras realidades me di cuenta de que no en todas partes era como aquí

No obstante, lo que recuerdo aún con más intensidad son los preparativos para las nevazones de cada año. Era como un sueño o como una visión. Dos señales que nos anunciaban la nieve: el cielo demasiado blanquecino cuando el día estaba nublado, o cuando las laderas de los cerros de Huerere tenían extensas muestras de nieve. Entonces comenzábamos a avizorar que lo más probable sería que también nevara sobre nuestros campos ese mismo día o por la noche (que era siempre el momento que esperábamos). Si cuando pasábamos desde la ruka a la Casa Azul estaba cayendo agua nieve, dejábamos a la vista los calcetines de lana que nos tejía nuestra mamá; las chalinas y gorros; nuestras mantas de lana y las botas. Y nos dormíamos... vigilantes

De pronto algunas ráfagas de viento golpeaban la casa, desde ellas se abría y comenzaba a crecer el silencio más hondo; a veces alumbraba la luna y su pálida luz nos guiñaba desde la ventana. Dormitábamos hasta que sentíamos el sonido del hielo que se deslizaba sobre las latas del techo. ¡Petu pirey! / ¡Está nevando!, nos decíamos mutuamente con mi hermano Carlitos, y nos sentábamos en el borde de nuestras camas; luego nos acercábamos a la ventana… Y ahí, brillando como hilos de luna, la nieve sonriente, mirándonos desde todas partes. Y los treiles cantando a diestra y siniestra, pájaros guardianes advirtiendo la luz de la nieve y sospechando de las sombras

Encendíamos la vela y comenzábamos a vestirnos. No demoraba el movimiento en las piezas vecinas; todos advertidos: ¡Pireley! / ¡Está nevando! Nuestras hermanas –que ocupaban el dormitorio del centro– casi siempre preferían seguir durmiendo. Nuestra mamá prendía los dos lamparines y un farolito del mirador. Nosotros ya bien arropados bajábamos sigilosamente por la escalera, pues junto a ella –en el primer piso– estaba el cuarto de nuestros abuelos. Transcurrido no sé cuánto tiempo desde nuestros preparativos, a la hora en que cruzábamos hacia la ruka se había acumulado bastante nieve. Esa nieve que caía en remolinos que a ratos parecían cascadas alumbradas por el reflejo de su propia blancura. Animábamos el fogón y pronto las teteras estaban otra vez hirviendo. Preparábamos el mate para tomar unos «amargos» y nuestra mamá nos daba chocolate caliente. A mí me gustaba calentar también unos mvltrvn (como conté, panes tradicionales de trigo molido en piedra, llamados «catutos» en castellano) y unos pocos millokiñ bolitos de arvejas o porotos

Nos poníamos los guantes de lana y nos echábamos en los bolsillos unas piedras que habían sido calentadas en el rescoldo del fogón. Mi mamá me dice que aun así –al finalizar la faena– nos entrábamos a la casa llorando de frío, pero yo creo que debe haber sido más bien una táctica nuestra para obtener una ración extra de chocolate caliente. En el sitio de cada invierno, delante del jardín, dábamos inicio a la tarea de juntar la nieve con una especie de rastrillo que consistía en una tabla de regular tamaño a la que en un extremo se le había hecho un agujero para allí pasar una vara que oficiaba de mango

La nieve que amontonábamos la íbamos golpeando con pequeñas paletas de madera, hasta que nuestro padre se sumaba a la tarea, golpeando entusiastamente con una gran pala. Hacíamos tres rodados, de distintos tamaños: uno para la base, otro para la parte intermedia –la panza– y otro más pequeño para la cabeza. Casi siempre eran dos «monos», un niño y un adulto, que decorábamos con carbón (los ojos), madera (la nariz) y piedras (boca, orejas y ombligo); también una tira de género en la cabeza, a modo de trarilonko cintillo de lana o de plata en el atuendo tradicional, y bufanda. Coronado, no siempre, con un sombrero o chupalla

 

Dependiendo del hielo, de nuevas nevazones y de la lluvia, nuestras esculturas duraban diez a quince días. Para nuestros familiares y vecinos en la comunidad esos «monos» se transformaron en una especie de visión, a la que venían a tocar y a sonreír. Cuando empezaban a derretirse los volvíamos a apretar con las manos hasta que al fin se tornaban transparentes y –como todo en el círculo de la vida– finalmente se hacían parte de la tierra, escurriéndose entre el pasto desde donde los habíamos tomado para darles forma. Y nos dejaban algo de tristeza y mucho de esperanza, pues –con la ayuda de nuestros padres– esperábamos despertar a sus espíritus el invierno siguiente