La quimera

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I

Alborada


Los últimos tules desgarrados de la niebla habían sido barridos por el sol: era de cristal la mañana. Algo de brisa: el hálito inquieto de la ría al través del follaje ya escaso de la arboleda. En los linderos, en la hierba tachonada de flores menudas, resaltaba aún la malla refulgente del rocío. El seno arealense, inmenso, color de turquesa a tales horas, ondeaba imperceptiblemente, estremecido al retozo del aire. La playa se extendía lisa, rubia, polvillada de partículas brilladoras, cuadriculada a techos por la telaraña sombría de las redes puestas a secar, y festoneada al borde por maraña ligera de algas. A la parte de tierra la limitaba el parapeto granítico del muelle, conteniendo el apretado caserío, encaperuzado de cinabrio.

Un muchacho de piernas desnudas, andrajoso, recio, llevaba del ronzal a un caballejo del país, peludo y flaco, a fin de bañarlo cuando el agua está bien fría y tiene virtud. Volvió la cabeza sorprendido, al oír que le hablaba alguien y ver que un señorito bajaba corriendo desde el repecho de la carretera de Brigos hasta los peñascales, término del playal.

—¡Rapaz! ¡Ey! La panadería de Sendo, ¿adónde cae?

—Venga conmigo, se la enseñaré —contestó en dialecto el muchacho, tirando del ronzal del jaco y volteando hacia al caserío en dirección a la plaza—. Por callejas enlodadas, donde cloqueaban las gallinas, guio al forastero hasta la panadería, situada frente a la iglesia parroquial. La puerta del humilde establecimiento estaba abierta. El forastero echó mano al bolsillo y dio una peseta a su guía, que se quedó atónito de gozo, apretando la moneda en el puño, temeroso quizá de que le pidiesen la vuelta. Al ver que el forastero entraba en la panadería sin acordarse más de él, besó la peseta arrebatadamente, la escondió en el seno y partió disparado.

La tienda del panadero, estrecha, comunicaba con la cocina y el horno; este, con un salido a la corraliza. En la tienda no encontró el forastero a nadie. Un olor vivo y sano a cocedura, a pan nuevo, le alborotó violentamente el apetito. Una mujer todavía joven, sofocada y arremangada de brazos, se le presentó, saludándole con un «felices días nos dé Dios».

—Muy felices, señora… ¿Está Rosendo?

—¿Que le quería?

—Soy su primo Silvio, el que ha venido de Buenos Aires —contestó el forastero—. Quería… nada; verle.

—¡Ay, Jesús! Siéntese… Haga el favor de aguardar un instantito.

Y, exagerado por la emoción el acento cantarín y mimoso de la tierra, gritó, metiéndose adentro:

—Sendo… ¡ay, Sendo! ¡Ven aquí, hom…!

Apareció el panadero, sudoroso, empolvado de harina —y no dijera nadie, al pronto, sino que era el propio Silvio, o un hermano gemelo. La misma finura de tipo; ambos de ojos azul grisiento, de menudo bigote dorado, de tez blanca, de cara oval, de pelo alborotado, sedoso, rubio ceniza. Mirándolos más despacio, se advertía que, bajo iguales máscaras de carne, la cara verdadera, espiritual, era no solo diferente: opuestísima. Sendo, al reconocer a Silvio, se había parado, receloso de lo desconocido; Silvio avanzaba con los brazos abiertos.

—Y luego… ¿Tú por aquí?… —murmuró el panadero con retraimiento y precaución.

Silvio comprendió. Su sensibilidad sufrió un arañazo leve. ¡Pobre primo! ¡Temía que viniesen a explotarle! Se apresuró a situarse en terreno despejado.

—Sí, hombre… Vengo de Brigos, de casa de Moleque. Voy a Alborada…

—Vamos, ¿a las torres? —asintió Sendo, tranquilizándose, con entonación respetuosa. ¡Buena señal! Cuando Silvio iba a las torres…

—Y como no quiero llegar allí sin haber almorzado, me daréis una taza de caldo, ¿eh? y un poco de bolla fresca. Vengo a pie: estoy cansado. Toma —añadió precipitadamente—, esto lo compré en América para tu chiquilla mayor. ¿Dónde anda?

Era un dije de oro bajo, con rubíes falsos y perlitas. La panadera exhaló un suspiro de admiración y placer.

—Están ella y los hermanos en el arenal a se divertir, los pobriños. Mientras se cuece hay que espantarlos de aquí, que no dejan trabajar a uno. Solo tengo al de pecho; descansa como un santo en la cuna. ¿Lo traigo?

—No —replicó Silvio—. Antes de irme los veré.

—A ver luego el caldo, mujer —ordenó Sendo imperiosamente.

Salió la frescachona a trastear por la cocina, y sentáronse los dos primos en la tienda, en sillas de paja desventradas y sucias. Hablaron. Cada tres minutos les interrumpía un parroquiano, pidiendo un mollete de a libra o una rosca de trenza. Levantábase el panadero a despachar y cobrar, y era lento en retraer el coloquio adonde lo cortaban; no obstante, con habilidad y sorna aldeana, al fin lo retraía. ¿Qué tal le había ido a Silvio allá en esas tierras donde tanto dinero se gana? ¿Traería, de seguro, un capitalito?

—No… —y Silvio reía—. ¡Aquí os figuráis que allá llueven billetes de Banco! Allá también hay ricos y pobres… Yo no emigré por hacer fortuna.

Viendo la sombra de preocupación que nublaba el gesto del primo, añadió prontamente, con algo de nerviosidad:

—Al principio… ¡pch! me fue muy mal. Ahora ya ganaba para vivir. No pido limosna. ¿Dices que al segundo hijo le pusisteis mi nombre? Ahí tienes para comprarle dulces…

Tendió un billete de última fila, de a veinticinco. El panadero, radiante, después de varios «no te molestes» lo recogió. Así como así, él iba a dar de almorzar a Silvio, ¡a obsequiar también! En una vuelta, se acercó a la cocina, y por lo bajo:

—María Pepa, mujer, si hubiese sardinas del pilo… Es loco por ellas. Traerás un neto de vino tinto de lo mejor, ¿eh, mujer?

Serían las once cuando María Pepa dispuso la pitanza en la mesa de la cocina. Al ver sobre el mantel gordo y rugoso la fuente de barro llena de sardinas asadas, plateadas y negruzcas, Silvio sintió que se le henchía de saliva la boca. Su estómago flojo, estropeado por privaciones y miserias en la primera edad, tenía súbitos antojos de golosina, como los niños y los enfermos, y le encaprichaban especialmente los platos ordinarios, los sencillos condumios regionales. Se arrojó a las sardinas; ayudadas por la torta caliente, sabíanle a pura gloria. El vinillo del país, acidulado, hacía un maridaje delicioso con la carne blanca, salada a granel, de los peces. María Pepa, lisonjeada, se reía de ver al primo devorar.

—Coma, coma, que le preste, ya que le gusta… ¡Mire qué afición le llevan, Jesús!

—Dile a tu mujer que me hable de tú, y que se siente a almorzar con nosotros —suplicó Silvio.

—Tiene cortedá —Rio Sendo—. Como es la primera vez que te ve, hombre… Ya almorzará ella luego, ende acabando de servirnos…

—Pero yo no me conformo. Es un favor que te pido. Que se siente. Anda, María Pepa; cuéntame de tus chiquillos. ¿Los crías tú?

—¿Y luego? ¿Quién me los ha criar? —exclamó la frescachona.

—Uno por año, ¿eh? ¿Como la tierra?

Cuasimente, sí señor; uno cada año… no siendo el año que estuvo mi esposo muy malísimo de calenturas.

—¿Y trabajas siempre, aunque sea embarazada o criando? —preguntó Silvio escanciando un vaso lleno a María Pepa.

—¡Ay! ¡Qué remedio! Señorito… Los pobres…

—¿Señorito? Me llamo Silvio. Me has dado unas sardinas, María Pepa, que no las trocaría yo por ningún guiso de cocinero francés. Sendo, tu mujer vale mucho. Me parece que sois felices y que os lleváis como ángeles; ¿no es cierto?

—¡Ay! Eso sí, alabado Dios —respondió Sendo por su mujer, la cual, avergonzada se sofocó más—. Riñas no hay aquí. ¡Siquiera tiempo a reñir tenemos! Como nunca falta qué hacer… Pero, y entonces tú —porfió suavemente, con la insidiosa blandura del país—, ¿no traes de allá para vivir descuidado? Si yo me fuese allá a amasar pan, algo traería; puesto ya un hombre a pasar el charco, ¡caraina!

—Ya te dije que no iba en busca de cuartos —replicó Silvio, engolfado en una escudilla de caldo de berzas y patatas con espeso de harina de maíz—. ¡Vaya un caldito! ¡Qué antojo tenía de él, así como lo hace María Pepa!

Sendo miraba a su primo, no atreviéndose a preguntarle por qué se embarca un hombre cuando no va en busca de cuartos.

—Algún día —sonrió Silvio, a quien la beatitud del estómago alegraba el pensamiento— puede ser que tenga cuartos de sobra, aunque no los busque. Entonces os pido a mi ahijado, ¿eh?, y me lo dais, y lo educo y hago de él una persona.

—¿Y tus hijos? Te casarás —objetó Sendo prudentemente.

—No me casaré. Solo me casaría con una como María Pepa, lo mismito. Una que sepa hacer estos caldos —añadió.

—¡No se burle! —arrulló cantando María Pepa. Oyose el llanto de una criatura; corrió la madre al dormitorio, y un segundo después se desabrochaba el justillo y acercaba al mamón a un seno gordo, tenso, de venas azuladas. Silvio, ahíto, dilatado de bienestar, contemplaba el cuadro: la mujer, morena, sana y dorada como el pan, lactando a un chicazo que pegaba manotadas a la teta y se volvía curioso, con la boca untada de leche.

—¿Quién sabe si esta es la felicidad? —pensaba—. Al menos, es la ley de naturaleza.

Así que su crío se puso que no le cabía gota más, la madre, engreída por la expresión de simpatía de los ojos de Silvio, le llegó el pequeño a la cara mendigando la alabanza y el beso. El pequeño olía a descuido y a lo que huelen los nidos de paloma. Silvio, perturbado en su digestión y en su refinamiento, se hizo atrás. Instantáneamente se le desvaneció la ilusión idílica, ese sueño que es el reverso de la megalomanía; soñar con ser menos, recordando la aspiración, espejismo de luchadores fatigados.

 

—¿Sabrá aquí algún chiquillo el camino de Alborada, para que me guíe? —articuló con sequedad impaciente.

—El nuestro, el mayor, puede ir —ofreció Sendo.

—No, no; prefiero otro. No va a volverse solo el niño.

—Deja pasar la fuerza del sol, hombre. A tal hora, en Alborada estarán almorzando.

A una revuelta de la carretera empezó a emerger, de la ramazón tupida del castañal, el alminar de las torres de Alborada. Poco a poco, la mole del edificio entero: parecía ascender, todo blanco, de piedra granítica; al mismo tiempo olores finos, azucarosos, de flores cultivadas, avisaron a los sentidos de Silvio. Llamó a la campana de la verja y esperó, bañándose en un ambiente saturado de esencia de magnolia. Tardaron bastante en abrirle: los perros, a distancia, presos, ladraban tenazmente.

Cuando entregó, para solicitar una entrevista con «la señora», la carta de presentación del doctor Moragas, notó despechado un encogimiento que le enfriaba las manos y le enronquecía la voz. Con lúcida fidelidad recordaba que en Marineda, antes de pensar en emigrar a la Argentina, todavía adolescente, entre colegiales, había dibujado una caricatura insultante de aquella mujer, en quien deseaba ahora encontrar eficaz auxilio. Angustiado, volvió a ver el mugriento pupitre del colegio, los trazos de lápiz sobre el papel; oyó las risas… ¿Dónde pararía la caricatura? ¿Tendría noticia de ella la célebre compositora? ¿Si le recibiría con desdén o con repulsa severísima?

La aprensión de Silvio creció al dejarle solo el criado en una sala baja, amueblada de caoba y cretona, cubiertas las paredes de retratos viejos, bituminosos. En un ángulo aparecía el piano, resguardado de la humedad por una manta de seda rameada y entretelada. Los objetos ejercían sobre Silvio sugestión profunda; la sencilla sala, el instrumento confidente de la inspiración artística, le impresionaron. Prestó oído: creía escuchar pasos, taconeo, roce de faldas, y repitió en sus adentros: «Este es un momento muy solemne… Tal vez decide mi porvenir… Entran». Entraba, sí, un singularísimo perrillo, ladrando aguda y hostilmente; su extrañeza atrajo a Silvio, le distrajo. El chucho parecía uno de esos asiáticos monstruos de bronce que guardan las puertas de los santuarios japoneses. La idea de tomar un apunte se apoderó de Silvio; y ya buscaba su lápiz y su diminuto álbum, cuando, al volverse, vio a una dama que le saludaba y le ofrecía asiento.

La reconoció. Apenas cambiada por los años transcurridos, era la baronesa de Dumbría, madre de la compositora.

—Tal vez sea difícil, al menos en algún tiempo, que pueda usted retratar a mi hija —declaró, leída la carta que servía de presentación a Silvio—. Minia anda siempre escasísima de tiempo, y… además… La verdad: tantos retratos la han hecho, y tan medianos todos… que siente aversión hacia los retratos. En fin, vamos a ver… La diré… Aguarde usted aquí.

Se alejó la baronesa. Silvio, entre tanto, descorazonado, apuntó en dos de sus actitudes extrañas al asiático monstruo. Al cuarto de hora, otra vez pasos, y la baronesa expansiva, triunfante.

—Minia dice que aquí dispone de algunos ratos libres, y que si usted tiene tanto empeño y cree que eso le puede ser útil, por su parte, con mucho gusto. Pero es aquí, fíjese usted bien: en Madrid, Minia no tiene un instante… ¿A ver ese dibujo? ¿Es Taikun?

—¿Es japonés, señora? —preguntó a su vez Silvio, algo animado ya, respirando mejor.

—Japonés… e inglés. Vino preñada su madre a bordo; parió en Gibraltar… ¡Qué gracioso el dibujito! Y ¡qué aprisa!

El efímero elogio dilató más el pecho de Silvio; se colorearon un poco sus mejillas mates, rasuradas de una barba leve.

—En ese caso, señora baronesa, ¿qué día y a qué hora he de volver para la primera sesión? No molestaré mucho; a falta de otro mérito, tengo la mano ligera…

—¿Volver? Se quedará usted aquí… ¿Había usted de estar haciendo viajes a Marineda o a Brigos? ¡No faltaba más! Voy a disponer que le preparen habitación. Las torres son bastante grandes… ¿Ha traído usted papel y lápices? Caballete lo tenemos aquí.

—Proyectaba traerlo todo mañana de Brigos. Es mejor que me vaya y vuelva con los trastos; ¿no le parece a usted?

—Nada de eso. ¿Tiene usted el hormiguillo? Un propio a Brigos al instante. La distancia es una bicoca. ¿No ha venido usted a pie?

—Pondré dos letras entonces, señora, ya que tan buenas son ustedes, a la hija de mi tutor, Lucía Moleque, a fin de que entregue mi caja, mi blusa, los rollos de papel…

—Eso es. Que le envíen lo preciso. Venga usted por aquí a mi escritorio… ¿Ha almorzado usted? ¿Quiere refrescar? ¿Cerveza?

El corto día de otoño expiraba cuando el propio regresó de Brigos. Hasta las primeras horas de la tarde del siguiente, no se empezó el retrato al pastel. Silvio, no obstante, no había perdido la noche anterior. A la luz artificial, sobre la maciza mesa de caoba de la sala había bocetado ligeramente, a la pluma, la cabeza vigorosa, de incorrectas facciones, de Minia Dumbría. Libre ya de aprensiones pueriles, jugó con la figura de la compositora, de la cual se estaba apoderando en una caricatura humorística y respetuosa, de extraordinaria semejanza. Diseñó también otra vez a Taikun, y a las once, cuando se retiró a su cuarto, notó que se encontraba en Alborada como si hubiese pasado allí la vida entera.

Los preparativos, la colocación del modelo, se discutieron a la mesa, a la hora de almorzar. Era preciso graduar la luz por medio de cortinajes; y al plantearse la cuestión del traje, Minia contestó que no tenía en Alborada ningún cuerpo escotado.

—Lo improvisaremos —añadió—. De cualquier manera.

Sencillamente recogido el pelo, rodeados los hombros de una nube de tul blanco sujeta con cintas anchas color de mar, posó resignada la compositora. Suponía que el retrato iba a salir desastroso.

Silvio disponía febrilmente sus lápices de pastelista ante el pliego de papel grisáceo fijo en el tablero con doradas chinches. La prolongada blusa de dril le daba semejanza con un obrero. Guiñó las pupilas, frunció el ceño, contrajo la frente, registrando en el modelo con avidez líneas y colores, y valiéndose de las yemas de los dedos mucho más que de los lápices, principió sin delinear, aplicando ligeras manchas. Dijérase que era la nebulosa de una cabeza y un busto lo que nacía, vago y fino sobre el muerto fondo cenizoso.

Minia no fijaba la vista, ni aun por curiosidad, en el trabajo del pintor. Sus ojos de miope descansaban en el familiar paisaje que encuadraba la ventana. La cañada suave, el bosque de castaños, la espesura de pinos, las tierras de labor segadas, todo tostado y realzado con oros rojos por la mano artística del otoño, y a lo lejos el trozo de ría como fragmento de rota luna de espejo, entraban una vez más por su retina en el alma, y la adormecían con sorbos de beleño calmante. El oleaje de notas musicales que en ella se agitaba, aplacábase ante la naturaleza. Y eran los únicos instantes en que Minia reposaba algo; no percibía la música como tensión y esfuerzo de facultades, sino que la sentía como un río fresco, como baño de dulzura, y repetía mentalmente versos de Fray Luis.

«El aire se serena…

¡Oh desmayo dichoso!

¡Oh muerte que das vida! ¡Oh dulce olvido!»

Llegó a prescindir enteramente de que la retrataran, porque la idea del retrato más bien era desagradable; de un modo mecánico, conservaba, sin embargo, la pose. La voz de Silvio la restituyó a la tierra.

—¡Qué expresión tan bonita, señora! ¿Quiere usted mirar un momento?

Ya la nebulosa iba concretándose. Surgían la cabeza, los hombros blancos. Sonrió la compositora…

—Veo que me hace usted favor. Lo apruebo. Siempre hay que proceder así cuando se retratan mujeres.

Como si le hubiesen pinchado en el punto sensible, saltó Silvio en un impulso de los que no sabía reprimir, desatándose a hablar, emocionado, nervioso.

—¡Pues si ese es mi delito, señora! ¡Mi delito! Usted de seguro comprende… Yo hermoseo a cuantas pinto: a usted, proporcionalmente, no la favorezco casi. Se me figura que así la respeto más. ¡La doy a usted toda su edad, su corpulencia, y su misma expresión, la misma! Suavizo un poco las líneas.

—¡Falta hace! —interrumpió Minia festivamente—. No sé qué alfarero me amasaría la cara; escultor no pudo ser.

—¡Bah! ¡Las líneas! —continuó Silvio—. Corregir líneas, corregir tonos del cutis, hacer de lo ajado lo suavemente pálido y de las remolachas rosas… eso, cualquiera sabe. Más difícil es infundir un alma en caras que no la tienen. El intríngulis es meter esa belleza del ensueño y del pensamiento en fisonomías de modelos que están rabiando porque el vestido sienta mal o porque el corsé aprieta. ¿Verdad que los retratos siempre parece que nos cuentan algo, algo muy melancólico y digno o muy amoroso? En cien casos, es que el retratista presta al modelo el espíritu de que carece.

—Según —respondió Minia, interesada por la teoría—. Hay pintores muy realistas, por ejemplo, don Vicente López, y un flamenco antiguo, Franz Hals, que retratan la naturaleza animal y la expresión vulgar… ¡Y hacen prodigios, vaya!

Silvio, pensativo, se limpiaba los dedos con el pañuelo. Sus labios palpitaron al nombre de los dos pintores.

—¡También lo haría yo! Es decir, ¡qué disparate de vanidad! ¡No se ría usted de mí…; también yo probaría a hacerlo! Eso es lo bueno, lo bueno: la verdad, sin trampas ni artificios. ¡Dichosos los que no necesitan falsificar nada! A veces, señora…

—Mis amigos me llaman Minia —advirtió ella benignamente, apiadada por lo que ya iba adivinando.

—Mil gracias… Decía que a veces leo en los periódicos que echan el guante a un monedero falso, y me asombro de que no prendan a los infelices que sofisticamos lo más sagrado, el arte. ¡Envidiable suerte la de usted! Contra la corriente de los convencionalismos; desdeñando ataques y groserías, escribió usted sus famosas Sinfonías campestres, empapándose en el sentimiento aldeano: en la realidad. Así han llegado a todas partes, por la verdad que contienen. En Buenos Aires las oí tocar, las vi aplaudidas. Como la necesito a usted, no digo más: creería que soy un adulador…

Los ojos de Minia, pequeños, durmientes, se llenaron un momento de infinito.

—¿Allí las oyó usted?

—Todas. Y me conmovían mucho. Usted y yo hemos nacido en el mismo pueblo, en Marineda. Mientras no salí de él… experimentaba hacia usted hostilidad. No sé por qué; sería porque hablaban de usted continuamente y yo era un niño, y a esa edad no sobra la benevolencia. ¡Al contrario! Después, cuando me vi tan lejos… la nombraban a usted, o a cualquier persona o cosa de la tierra… y me entraba alegría.

—¿Quiere descansar un momento? Me va usted a contar eso; su vocación, sus viajes.

—No, señora —negó él en seco—. Perdone… Primero he de poner el retrato a cierta altura.

—Como guste; usted es quien ha de dispensar —respondió Minia en tono de cortés indiferencia.

—¡No adopte expresión enojada! La de antes, la de antes —suplicó Silvio, contrito, apurado como si le acaeciese la mayor desventura.

—De eso sí que no respondo… ¿Quién se acuerda de lo que producía esa expresión? Intentaré pensar en lo mismo que pensaba…

Volvió a descansar la mirada en el paisaje; quiso perderse, confundirse, diluir su personalidad en las lejanías color amatista de los montes que formando anfiteatro lo cercaban. No pudo: el conocido murmurio de notas, la efervescencia musical, era invencible. Hubiese deseado estar sentada ante el piano, traduciendo todo lo que —con la vaguedad del boceto al pastel en que se afaenaba Silvio— hervía dentro de su cerebro fácilmente excitable. Como la ola tras la ola, y aún del modo continuo y presuroso que cae el surtidor en el tazón, los elementos de un poema sinfónico apuntaban y se desvanecían.

—¡La expresión de antes! —pensaba para sí—. Si este es artista, si posee sensibilidad, no ignorará que no nos bañamos dos veces en la misma agua, ni se reproduce el mismo minuto de nuestra vida.

Silvio, entre tanto, voluntariosamente, trabajaba; tenía, en efecto, la mano ligera, la afluencia del toque, la justeza rápida de la entonación; el parecido con el modelo se establecía desde el primer instante, y de sus yemas febriles, ágiles, embadurnadas, salían al papel matices deliciosos, medias tintas de una armonía suave, comparable a la de los celajes cuando amanece, claridad ligeramente velada de niebla perlina. Su colorido encarnaba, pero encarnaba por un estilo inmaterial. Aquel pastel, que reproducía una cabeza de mujer, ni joven ni hermosa, un rostro enérgico, lleno de imperfecciones, era, sin embargo, elegante a la moderna, exquisitamente elegante, por la manera de estar puesto, y tenía lo blando y fino del natural idealizado.

 

Una serie de exclamaciones admirativas de la baronesa de Dumbría, que acababa de entrar, hizo levantarse a Minia. Se situó ante el caballete. El pastelista interrumpió su tarea: esperaba ansioso. La compositora, echándose atrás, dijo solamente:

—Bien, bien. No tema usted que le diga «¡qué bonito!». Los planos de la cara son esos: la simplicidad del conjunto me agrada.

Y volvió a posar, arreglándose las gasas medio descompuestas.


Ya no estaban en la sala baja de la torre, de anticuado mobiliario, de paredes cubiertas por bituminosas pinturas. Era en la terraza, bajo la bóveda de ramaje de las enormes acacias, de las cuales, no con violencia de remolino, sino con una calma fantástica, nevaban sin cesar miles de hojitas diminutas, amarillo cromo. Bajo la alfombra de la menuda hojarasca que moría envuelta en regio manto áureo, desaparecía el enarenado del suelo completamente. Los sillones de mimbre que ocupaban Minia y Silvio se adosaban a la baranda de hierro enramada de viña virgen, sombríamente purpúrea; Taikun, echado en la postura de las liebres, insólita en los canes, atrás las dos patas saliendo de enormes bombachos de pelambre fosca y fulva, levantaba de tiempo en tiempo su cabeza de alimaña de pesadilla, y mosqueaba el plumero de su cola.

—Tiene usted que perdonarme —decía Silvio— aquella negativa exabrupto. No quería adelantar nada mientras usted no se convenciese de que no soy enteramente un desgraciado sin pizca de disposición. ¿Qué podrían interesar a usted las ambiciones y las ansias de esos míseros que no poseen elementos para llevarlas a la realidad? Y usted me creyó uno de ellos.

—Así es —respondió Minia lealmente, dejando sobre la mesa de piedra el libro.

—Lo comprendí. Yo soy muy listo; nada se me escapa. ¡Ay, lo que pensará de mi presunción! Pero no importa, es cierto. Ejercito una especie de adivinación de los pensamientos y las intenciones. Conozco a los demás acaso mejor que me conozco, y de una palabra o un gesto deduzco… ¡Asusta lo que deduzco! Usted quería darme despachaderas, y si no es por la baronesa…

—No extrañe usted mi recelo. Siempre un retrato.

—Sí; entendido… En fin, gracias a Dios, no está usted quejosa del suyo.

—Al contrario. Contentísima.

—Me atreveré entonces… Echaré mi memorial… Deseo que ese retrato se lo lleve usted a Madrid y lo vean sus relaciones; quizás alguien me encargue alguno, y modestamente pueda sostenerme allí, estudiando. No tengo otra esperanza en el momento presente.

Minia reflexionó antes de contestar:

—Mi madre conoció a su padre de usted, y conoce a su tutor. Por ella supe que temprano fue huérfano. ¿No le quedaron medios de fortuna?

—Pocos… Hoy casi nada. No me importa. Mi problema no es de dinero. Es decir, necesito el preciso para vivir y trabajar; no busco la riqueza por la riqueza. Aunque tengo mil caprichos refinados, me falta la casilla de la codicia. Se reiría usted si supiese cómo administro. ¿Bohemio? No; no es la nota bohemia. Es que no encuentro ningún goce en el dinero guardado. ¡Guardar! ¡Qué estupidez! Para cuatro días que se vive… Lo que me reste de la escasa hacienda de mis padres, que será una miseria y rentará unas perras, lo liquidaré a escape.

—¿Le atrajo a usted el arte desde niño? ¡Porque es usted bien joven…!

—Veintitrés… —pronunció Silvio.

Minia le consideró. Era todavía más juvenil que de veintitrés; la cara oval y algo consumida, entre el marco del pelo sedoso, desordenado con encanto y salpicado en aquel punto de hojitas de acacia. El perfil sorprendía por cierta semejanza con el de Van Dyck… Se lo habían dicho, y él se recreaba alzando las guías del bigote para vandikearse más.

—A los dos años pedía por favor que me permitiesen ver dibujar. A los catorce marché solo y sin amparo a Buenos Aires, porque mi tutor había resuelto que yo siguiese la carrera militar; decía que pintar es oficio de holgazanes. En Buenos Aires… ¡qué lucha! ¿Se lo cuento a usted todo? Sí, sí; con usted, desde el primer momento, he deseado la confesión. Se me agotaron los recursos. Tuve hambre. Trabajé de peón de albañil, sirviendo cal y yeso para ganar una tajada de tasajo. Desde entonces tengo el estómago endeble; el día que digiero bien estoy de excelente humor. Lo malo no es haberse estropeado el estómago… Es que vi la vida tan en crudo, en feo y en duro, que se me despellejó el corazón y crio callo. ¿Se da usted cuenta?… Después embadurné frisos, escocias… decoré… tonterías: pabellones, tocadores, galantes… Últimamente ya me las arreglaba mejor, gracias a los retratos y a alguna tablita. ¡Volver a Europa! ¡Dibujar mucho! ¡Oler lo que se guisa en tres o cuatro talleres de París y de Londres!

—¿Y quién le ha amaestrado en el pastel?

—¡Bah! Nadie. ¡El pastel! ¡Gran cosa! Dedos, dedos y mucha triquiñuela y mucha picardihuela en el pulpejo; eso sí… Mejor que nadie conozco yo que todo cuanto hago no vale un pepino. Agradable, agradable, bonito, bonito… ¡Bonito! ¡Peste! Ansío subyugar, herir, escandalizar, dar horror, marcar zarpazo de león, aunque solo sea una vez.

Minia meditaba, una meditación palpitante.

—¿De modo que vocación, no profesión?

—¡Vocación… o delirio!, una cosa que parece enfermedad. Me posee, me obsesiona.

—¿Y… finalidad? —interrogaba precavidamente, con tactación médica.

—¿Finalidad? Ninguna. ¡Por hacerlo! —afirmó Silvio, cuyos ojos color de humo claro relucieron con reflejos de acero desnudo—. Creo que ni por la gloria, es decir, lo que así se llama. ¡Por la dicha de hacerlo! Hágalo yo, y venga luego lo que venga. Todo lo demás… ¡pch! ¡Ser alguien! ¡Ser fuerte, ser fuerte!

Y las lindas facciones se crispaban y el rubio ceño se fruncía de un modo violento, casi torvo. La compositora guardaba silencio, el silencio de las cuerdas del arpa que aún retiemblan sin sonar.

—Malo, malo —dijo por último—. El caso está bien caracterizado. Todos los síntomas. Espero, en interés de usted, que rebaje la calentura.

—¡La padezco desde que nací, acaso! Si no es para eso, no tengo interés en existir. No crea usted: a ratos… se me quita la fe. Ayer mañana, por ejemplo, al venir de Brigos, me detuve en Areal. Tengo allí un pariente, hijo de una hermana de mi madre, panadero… Yo venía desfallecido: me dio caldo, pifón y sardinas, y vi a su mujer y su patulea de criaturas. Se quejan de la suerte, de escasez, pero están sanos y son dichosos a su manera. Envidié esa manera.

—Tenía usted razón en envidiarla —afirmó lentamente Minia—. Solo que es un sentimiento inútil. La envidia no nos aproxima una pulgada a lo envidiado.

—Ni yo me aproximaría. Son fantasías, mandolinatas pastoriles. Cada cual ha de vivir su destino; el suyo, nunca el ajeno —declaró Silvio—. No soy viejo, pero ya estoy en las horas irrevocables. De aquí salgo a volar; de aquí… a Europa. Cuando subí por esa calle tan larga de magnolias, y pasé debajo de estas acacias que llueven gotas de oro, y me hicieron esperar en la sala, frente al piano, presentí (soy muy supersticioso y fío en los avisos) que me encontraba en ocasión decisiva y que este rincón del mundo guarda para mí la clave de lo venidero…

—¡Pobre criatura! —murmuró Minia sin mirarle.

—¡Le doy a usted lástima! Vamos, entiendo. Es que no cree usted que poseo condiciones de triunfador.

—Ni lo creo ni dejo de creerlo… Ignoro. Con lo que usted es capaz de hacer, sospecho que tiene asegurado el cocido, un cocido sano, suculento, quizás una comida sólida… ¡y eso es mucho, amigo! ¡Triunfar! ¡Dar ese zarpazo que usted sueña! El arte está espigado. La genialidad, la inspiración, si las viese usted en forma de improvisación, se equivocaría… Es el error de nuestros artistas: quieren sorprender a la ninfa dormida, ser faunos nervudos. Y lo que deben ser es caballeros andantes, cumpliendo mil hazañas oscuras, mil pruebas, antes de desencantar a la infanta. ¡Si al menos hubiese infanta! Se dan casos de encontrar en vez de infanta una bruja. ¿Y sabe usted lo más curioso? Al artista caballero andante, después de tantas heroicidades y de pelear con siete endriagos, lo mejor que le puede suceder no es acertar con la infanta, sino acertar consigo mismo, y autodesencantarse.