La sirena negra

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II


Mi hermana Camila tiene, acerca de mí, proyectos matrimoniales. Creo que es el caso general de todas las hermanas, a menos que sea el contrario «un odio corso a cualquier ser femenino que su hermano distinga».

Propala mi hermana que ha sido muy feliz en su matrimonio; y no lo dudo, entre otras razones, porque la unión duró cinco o seis años y mi cuñado estuvo dos de ellos en Cuba arreglando negocios pendientes. Si Camila fuese franca, confesaría que es ahora cuando lo pasa bien; pero ¿y la pose de viuda inconsolable? ¿Quién se la quita? Una vez, anualmente, inconsolable la proclama la cuarta plana de La Correspondencia, en la esquela más cara y espaciosa de las que allí se publican. Aquel día, la viuda encarga misas en diversas parroquias. Por la tarde, una docena de amigos y parientes vienen a hacer el duelo a Camila; un duelo en que no se alude al finado, en que se murmura sin mostaza y se planean combinaciones de abonos para la temporada de primavera. Ya el año pasado, que acudió más gente, se sirvió té con galletas (auténticas de Londres) y un revistero de sociedad anunció el five. Ese día no falta ella nunca; y, generalmente, la veo cada semana dos o tres veces, en el Real o en mi casa, donde almuerza bastantes domingos.

He subrayado ella únicamente por no singularizarme; por conformarme a los usos establecidos en tales materias. Si miro hacia mi corazón o adonde se cobijen los efectos, allí no la llamo ella, sino buenamente Trini.

¿Su retrato? Ni bonita, ni fea. Hay menos beldades por ahí adelante de lo que las novelas y las planas a todo color de los semanarios harían suponer. Tiene un defecto, la cara redonda; un atractivo peculiar, la boca húmeda de juventud y dentada a maravilla. Es hija de un magistrado que fue íntimo de mi padre, que casó con una heredera opulenta de Aragón y hubo de sus legítimas nupcias una hembra y dos varones. Si al fin me uno a Trini, deberé a la gran Segadora verme libre de suegra y suegro. Los padres de Trini son honrados; les han hecho las honras, por cierto, a todo lujo. Trini manda en sí y en su caudal y es modelo de «señoritas formales». Unas cuantas dueñas cotorronas, tertulianas de Camila, no se sacian de repetirlo y protegen instintivamente la candidatura. A pesar de mi espíritu crítico y minucioso, conozco que Trini será una gran ama, no solo de llaves, sino de sala y gabinete. Es fina, lista, limpia, primorosa.

Yo me acerco, me dejo caer, le hago unos asomos de corte; pero ni me derrito ni acabo de decidirme a meter el pie en el agua. ¿Es que quiero a otra? El lenguaje es una tela teñida de los colores primarios, chillones y sin degradación. ¿Existe, acaso, la escala de los matices verbales, justos, imperceptibles, que correspondan al matizado riquísimo del sentir? ¿Cómo denominar lo que no he definido?

La casualidad me ha puesto en relación con una criatura miserable y desquiciada a quien encontré en la antesala de un médico varias veces. Para dar idea del tipo de esta mujer, sería preciso evocar las histéricas de Goya, de palidez fosforescente, de pelo enfoscado en erizón, de pupilas como lagos de asfalto, donde duerme la tempestad romántica. El modesto manto de granadina, negro marco de la enflaquecida faz, adquiere garbo de mantilla maja al rodear el crespo tejaroz que deja en sombra la frente. De la mano de la mujer se cuelga un niño como de cuatro a cinco años; un niño hechicero, travieso y cariñoso, por medio del cual entré en trato con la madre. El primer día en que los vi, su turno de consulta precedió al mío y antes de dar pormenores de mi gastralgia, me enteré de si era grave el padecimiento de la clienta.

—No me ha consultado para sí —contestó el doctor—. Se trataba del chiquillo.

—Pero ¡si ella parece enfermísima!

—Y lo está. Solo que pertenece al número de las enfermas que no quieren hablar de su mal al suponer que, si no le llaman por su nombre, el mal no acude. No he visto mujer más impresionable. Me gustaría que se consultase porque debe de ser un caso.

La segunda vez, el doctor —mirándome con escama algo guasona, sorprendido de mi interés por aquella esmirriada— amplió las noticias. Se llama Rita Quiñones y vive estrechamente con una criadita en un piso bajo de la calle de San Lorenzo. No es casada. No es tampoco una mujer galante… Parece andaluza. ¿Sus antecedentes? Ignorados.

Al encontrarla de nuevo, conseguí hacer migas adulando al niño, acariciándole y regalándole bombones. Obtuve permiso para visitarla a pretexto de llevar un juguete y lo aproveché en seguida. Sin manto, con pañoleta de linón y encaje raída a fuerza de lavados, y dejando asomar por debajo de la falda de lana negra un pie combado, pequeño, era más marcada aún la semejanza con algunos de los inquietadores modelos del Sordo. Me empeñé en que hablase de sí misma y, en cierto límite, lo conseguí fácilmente: estaba en uno de esos días en que a los neuróticos se les sale parte del alma por la boca. Según creí alcanzar, mi visita, mi solicitud, la alborozaban; parecíanle caso de enamoramiento y ella era mujer: sobre todo, mujer. No cometió, sin embargo, provocación ni grosería alguna de esas que suelen gastar las decaídas: al contrario, me pareció notar que miraba con instintiva repulsión las demasías, las materialidades. Su amor al niño era una mezcla de fiebre y ternura: le nombraba con compasión dolorosa, con palabras como las que se pronuncian a la cabecera del enfermo desahuciado o al apiadarse del reo que va a salir para el suplicio. Cuando le di el caballito de cartón, causa de transportes de júbilo, la madre murmuró:

—Que se distraiga, que goce… Siquiera mientras pueda gozar, alma mía…

Su voz es deliciosa, cristalina, menuda; su fraseo, púdico y decente en medio de la vehemencia de su expresión y del violento afán con que repite que es «mala», «muy mala». He aquí lo curioso y lo atrayente de esta mujer: no miente, es de las histéricas verídicas, que son las menos; calla, sí, algo, sin duda lo más grave de su historia. Es versátil. Lo que ayer sintió de un modo, lo siente mañana del opuesto; y del propio modo se trata a sí misma de maldita y de condenada, con la expresión más tétrica en los abismos de asfalto de sus grandes ojos, que se disculpa, se conmueve de lástima de sí propia. Me ha contado que nació en Cádiz; que su familia era antigua y de las buenas, venida a menos; que después de apuros y miserias, estuvieron en Manila varios años.

—¿Empleado alguien? ¿Su padre?

Al nombre de su padre, los ojos hondos y calenturientos se velan como de una nube de humo… Sin duda, el papá se mostró inhumano para ella; y continúa:

—Sí, empleado fue… ¡Qué tierra aquella! Calor pegajoso... Y está uno tan flojo, tan débil… Falta el ánimo, todo le da a uno igual. A eso llaman aplatanarse. Luego nos volvimos a España. En Madrid nació Rafaelín, pobrecito mío.

No me resuelvo a insistir. La veo tan descolorida, tan desencajada, que aplazo. He percibido que aquí está la clave…

Mes y medio hace que dura nuestra relación (¿se puede llamar relación a esto?) y ninguna tarde encuentro igual a Rita. Tan pronto canta y ríe infantilmente como yace tendida en un sofá forrado de damasco muy raído, languideciendo, casi sin aliento, en la angustia de la disnea. Un día me enseña el pañuelo estrellado de sangre; otro, me pide violetas y dátiles y bruños secos y se atraca como los chiquillos. Ya habla del amor con murmurio estático, ya lo diseca con buen sentido de abuelita septuagenaria o lo condena con crispaciones de repugnancia espiritualista. Y no hay ficción, no hay cálculo: lo que fluctúa en sus ojazos es el oleaje de su alma inquieta, torturada no sé por qué. Solo dos sentimientos invariables encuentro en ella. El primero, la idolatría de su hijo. El segundo, un pavor, un sobresalto casi continuo, el miedo a la nada, a la disolución de su organismo.

—¡Morir! —repite cogiéndome la mano con la suya, húmeda y ardorosa— ¿Verdad que no me moriré? ¿Verdad que no es nada esto que tengo? No, no me repita usted lo que sepa por el médico; si yo no he querido consultarle. Al fin, no le curan a uno. Prefiero no saber… —Y cierra los pozos de sus ojos y un estremecimiento sobrenatural corre por todo su cuerpo y se comunica al mío.

—¡La he visto, la he visto pasar! —grita una tarde saltando del sofá con las pupilas dilatadas—. Es una sombra grande, muy alta, que llega al techo. ¡Ha salido por la puerta de mi alcoba y ahora acaba de desvanecerse en la del pasillo! Pero ¿usted no la ve? ¿No la ve?

—¿A quién, Rita, a quién? —respondió chancero.

—A la Seca, a la… ¡Jesús!

Y se cubre el rostro y su temblor, como un aura del otro mundo, le eriza el fosco pelo goyesco.

No sabiendo cómo distraerla de la aprensión y los terrores, le he propuesto ir al teatro algunas tardes. Ha aceptado palmoteando de alegría. Compro un proscenio segundo, localidad vergonzante, y la llevo en coche; nos bajamos un poco antes de llegar a la puerta del teatro y ella entra sola; yo me reúno momentos después, disimulo que me impongo para que no me importunen con chismes y habladurías. Rita lleva sus acostumbrados trajes de lanilla negra, muy pobres y, como nota de lujo, un boa blanco de pluma que yo le he regalado. La agitación y emoción de su contento trazan en sus pómulos una pincelada de carmín demasiado violenta, sin el suave desvanecido de las rosas clásicas. Sus manos consumidas bailan dentro de los guantes, también ofrecidos por mí, manejando el abanico con garbo típico de maja gaditana. Yo aparezco poco después y me quedo agazapado en el fondo del palco. Empieza la representación. Rita se pone de codos en el antepecho, saca fuera el busto y bebe, absorbe el drama; o mejor dicho, el drama la absorbe a ella, la arrebata momentáneamente a la realidad, la desprende de sí propia; como la de los extáticos, su alma sale de su cuerpo minado por la enfermedad, codiciado y reclamado por la tierra, y se mete en el cuerpo vibrante de la actriz; sus labios, en un balbuceo, repiten los párrafos más conmovedores, las frases más efectivas; y mientras, el agua que duerme en el fondo de sus pupilas tenebrosas salta un momento a la superficie, en chispas de diamantes se vuelve hacia mí y repite:

 

—¡Qué hermoso! ¿Verdad? ¡Qué hermoso! ¡Me enternezco! ¿Qué, a usted no le gusta?

Sonrío y contesto que sí me gusta mucho. No tengo pujos críticos cuando estoy con Rita. Todo es admirable; el almizcle de París que desempaquetaron la víspera, el bacalao de Noruega de Ibsen, la ferranchinería romántica, las moralejas garbanceras, sensibleras, genuinamente nacionales, el efectismo de chafarrinón… No me importan estilos, géneros, corrientes, ni moldes; en pos de la neurótica, aprendo a viajar por fuera de mi juicio. Alguna vez que se me ha ocurrido censurar al autor, sonreír de una inverosimilitud, Rita me ha atajado murmurando:

—¡En la vida pasan cosas… vaya, más gordas que todo eso!

He sacado en limpio que Rita vive de una pensioncilla que le pasa su abuela materna; que su madre murió hace bastantes años; que de su padre no se sabe a punto fijo el paradero —se le sospecha en Manila otra vez— y que la abuela, señora pudiente de Sanlúcar, aunque manda a su nieta limosna, no ha querido volver a verla; sin duda la maldice. Mi información ha sido fragmentaria: hoy arranco un pedacillo de verdad, mañana otro; y queda, detrás de los hechos escuetos que voy ensartando como pájaros muertos por varilla de cazador, un infinito de historia, un secreto que presiento y que me irrita, como la fragancia de vino encerrado, inaccesible al bebedor de oficio.

Mi tesis con Rita es persuadirla indirectamente de que morir no hace mal; de que el instante decisivo no lleva aparejado ningún tormento. Observando que cuando ha dormido bastantes horas está contenta, la predico la identidad del sueño con la muerte, sin más diferencia que el instante del despertar y algunas sensaciones que preceden al punto de dormirse.

—Sí, sí; pero… ¡ese despertar! —gime aterrada la española—. ¡Cuando las personas son como yo, tan malas, tan malas!

Le ofrezco el trivial consuelo de la frecuencia, de la insignificancia de la culpa. ¿Quién no es culpable? ¿Está el mundo lleno de santos o de pecadores?

—No todos los pecadores son iguales. Hay pecados de pecados… —Y la afirmación de la infeliz se completa con un relámpago de su mirada, velado inmediatamente por una niebla de incurable amargura. En estos momentos, yo la acaricio para calmarla, sin rastro de maliciosa intención; ella se desvía —porque es la española, que no concibe que un contacto de hombre y mujer puede nunca ser inocente—. Un día, sin embargo, me somete el caso de conciencia. Yo la estoy hartando de finezas, de regalos para ella y Rafaelín. ¿La creo obligada a complacerme? ¿Mi objeto es acaso…?

—No es ese mi objeto, Rita. No piense usted disparates. Soy un amigo.

Me toma una mano y me la estrecha con devoción. Sonrío y saco del bolsillo una cajita de cartón rosa llena de tabletas de chocolate, de las caras. Rita adora el chocolate; me arrebata la caja y con transporte de criatura indisciplinada, antojadiza, hinca el diente a la golosina helvética dándome las gracias con un mirar risueño aclarado de alegría.

Mientras ella mordisquea, yo la considero y quisiera abrir su cabeza, destaparla, registrarla, para conocer el arcano que oculta y por el cual me tiene sujeto con fidelidad de amante que espera y teme y respeta y calla; el arcano, único atractivo de este espíritu que, de noche, vaga perdido entre las tinieblas del miedo y del mal.

III


Amoscada anda mi hermana con lo de Rita: no sé quién se lo habrá soploneado. Es verosímil que me haya espiado en el teatro a pesar de las precauciones que tomo. Y se me figura que Trini y ella, en sus intimidades, han conferenciado acerca del asunto con esos campaneos de cabeza y esos enarcamientos de cejas que son la mímica de esta clase de conciliábulos entre mujeres sensatas.

Al fin no pudo vencerse Camila y cierta mañana irrumpió en mi gabinete-despacho, una hora antes de la de almorzar, el momento que dedico a leer cosas serias porque tengo la cabeza despejada y el estómago libre. Hubo preámbulos, diplomacia y, por último, estallido. Yo tenía una querida y, además, un hijo de semejante mujerzuela. Y mi tácito compromiso con Trini y el mal lugar en que las dejaba, y la honra, y, y, y…

Mientras Camila se explaya, la considero atentamente sin enojo y sin reto, como se mira correr en estío una fuente parlera. Camila se parece de un modo sorprendente a mi madre: las mismas facciones clásicas de matrona romana, la misma mirada imperiosa, el mismo cuerpo arrogante donde la seda hace pliegues solemnes, como estudiados, y juegos de luz, al estilo de los ropajes suntuosos que pintaba Madrazo con tanto acierto. Un cariño meramente instintivo o impulsivo era lo que por mi madre sentía yo, y realmente, según el espíritu, solo soy hijo de mi padre, rezagado romántico, soñador y que, conforme a la moda de su tiempo, fue algo poeta (ahora, por moda también, somos algo intelectuales). Hacia Camila experimento el mismo apego natural que hacia mi madre; pero con un toque de desdén, de convicción de mi superioridad. Ella entiende lo contrario; me tiene en menos; se cree más cuerda, más práctica, más razonable cien veces que yo y me protege y vela por mí (que es modo de desdeñar). Ejerce sobre mí un ascendiente material del cual reniego y que se funda en mezquinos servicios y auxilios prestados a veces como cuidados durante enfermedades, advertencias relativas a cuestiones de interés; nada en suma.

De todo cuanto me decía Camila, me hizo eco en el alma únicamente aquel concepto de considerarme padre de Rafaelín. Al estarlo oyendo, sentía ansias de que fuese verdad. Yo no deseaba un hijo en el sentido estricto de la frase; pero se me ocurrió que sería delicioso tener ese hijo; ese, no otro.

Las gracias y perfecciones del niño se me representaron todas en aquel punto, con tal viveza que mi corazón se iba hacia él y le besaba paternalmente.

Veía yo, mientras Camila me acusaba del dulce hurto no cometido, la cara oval, morena, igual a la de Rita, pero con el barniz regio de la salud; los ojos santos, puros, sin mancha; el reír gorjeante, la travesura celeste del chiquillo, la sal de su media lengua y de sus antojos, la monería de los bofetones tiranos que me pegaba y de los brazos que me abría al decirle su madre: «¿Ves? Ya te ha traído don Gaspar otro juguete…». Un calor íntimo se me esparcía por el alma al recordar todo esto y un propósito, una resolución de ser el padre de Rafaelín por mi voluntad, no por azar de la carne, surgía en mí al mismo tiempo que mi hermana me reprendía severamente suponiendo la paternidad. Era la defensa del instinto de perpetuarse, instinto que ya creía punto menos que abolido en mí; era… ¡ah, no me cabía duda!, ¡era la vida, la vida, la vida, la maga, que me llamaba otra vez y al llamarme me ofrecía una copa de amor! La pobre Rita estaba sentenciada; pero ¿el niño? Por él podría yo, ¿quién sabe?, interesarme en algo sencillo, bueno, natural…

Con ímpetu, derramando efusión, cogí las manos de Camila y exclamé:

—¡Pues bien; no lo discuto! Sí que es mío ese chico. Ya verás; un sol, una monada. Vas a chochear con él.

Mi hermana retrocedió. No sabría describir cómo se le inmutó la cara; sus clásicas facciones adquirieron el ceño y la contracción adusta de las antiguas Melpómenes. «¡Indignada es hasta fea Camila!», decidí para mis adentros.

—Supongo que bromeas; pero la broma, hijo, es de pésimo gusto.

—No bromeo.

—Vamos, piensas casarte con la mamá de la criatura.

—No se me ocurre —respondí con sinceridad—, entre otras cosas, porque no creo que le queden dos meses de estar en este mundo. Me coges en un momento de espontaneidad, Camila; desarruga ese entrecejo que te sienta muy mal; ¡si te vieses! El chico es más mío, ¿lo oyes?, que si lo hubiese engendrado materialmente. Lo material es muy despreciable en todo; pero en eso del amor y de la paternidad es en lo que más ruin e insignificante se me figura. ¿No crees tú lo mismo? Si tienes alguna elevación en el sentir…

—Pero… el chico —interrumpió ella vacilando—, ¿es tuyo o no es tuyo? ¿En qué quedamos, Gaspar? Descíframe el enigma.

—¡Pch! El enigma no te importa —respondí, pensando para mi sayo: «¡Alma, ciérrate!»—. Los resultados, querida hermana, van a ser exactamente los mismos que si el chico fuera mío, como entiendes tú que son nuestras las cosas. Y los resultados son lo único que aquí se pleitea.

—¿Pleitear? Te engañas —articuló Camila con aviesa esquivez—. No pleiteo. Allá tú; allá te las compongas. Desde que vivimos reunidos, ¿en qué asunto tuyo me he mezclado?

Yo podría contestarle que en todos absolutamente, porque desde el color de mi colcha hasta la colocación de mis fondos, mi hermana interviene siempre en cuanto me incumbe, indirectamente, pero con la tenacidad de un insecto preso en un vaso y que busca salida. Sospecho que hasta abre mis cartas y las curiosea. Sin embargo, opté por encogerme de hombros y convenir. Porque en mis verdaderos asuntos —los de mi espíritu—, Camila no puede mezclarse, no conociéndolos.

—Corriente: dado que no intervendrás en mis negocios, hija mía, prepárate para la transformación que mi vida va a sufrir. Si Trini quiere que nos casemos, el niño tendrá quien le cuide, quien haga veces de madre… ¿Qué opinas tú? ¿Trini sabrá amar como madre a mi Rafaelín?

Camila parpadeó y constriñó los labios, gesto de las personas demasiado cargadas de razón, que no quieren dar suelta a la palabra para que no muerda. De contener la respiración, se puso arremolachada. Al cabo, ajustado ya el antifaz de calma indiferente, exhaló un susurro:

—Qué sé yo… Allá ella y tú… Entérate.

—¿No tienes opinión? —y mi tono era irónico.

—¿Opinión? ¿No he de tenerla? —saltó, disparando con cerbatana las sílabas que me azotaron airadas—. A la primera palabra de semejante delirio, Trini te dirá, y con razón, que ella no está para cuidar chiquillos espurios y no tiene por qué cargar con el que le encajas. Qué santo y bueno tomarse molestias por los hijos propios, pero por los ajenos, memorias. No conoces a Trini, hijo. Pretendientes le sobran que no la impongan condiciones raras y obligaciones fantásticas. ¡Pues digo!

—Si Trini me amase —articulé sosegadamente—, amaría a la criatura, por cariño a mí. ¿No viene hoy a almorzar? La interrogaré. Tú no la prevengas: déjala seguir su impulso.

Una hora después llegó Trini. Me había vestido prestando suma atención a los pormenores de mi traje. Sentía emoción de cadete ante la esperanza no tanto de que Trini me quisiese lo suficiente para acoger en un arranque tierno, de mujer y madre, a Rafaelín, sino de que, ante su arranque, naciese en mí el verdadero amor. Lo que me hace palpitar viene del interior de mi ser: no puede venir de fuera. Si Trini se revela, si vibra… —calculaba yo—, siento que vibraré también; y no será como con Rita, una atracción perversa, seudorromántica: será el amor completo, con su raigambre poderosa que nos adhiere a la tierra; será el hogar, con humareda azul de ilusión —porque el hogar, con solo el humo del puchero, lo que es yo no me siento capaz de resistirlo—. Y, enajenado, consagré tiempo al lazo de mi corbata, a la clavazón en él de la gruesa perla redonda, a atusar el pelo, a frotar con el pulidor las uñas. Iba tan brillador de ojos y tan amador en mi porte que Trini, al estrechar mi mano, se arreboló, olfateando sutilmente como hembra que algo impensado ocurría. Yo (soy muy desconfiado) había estado en acecho y salido a encontrarla en la antecámara, temeroso de los manejos de Camila. Almorzamos, alegres y decidores los novios, mi hermana fruncida, encapotada y pesimista. Según su perro humor, el asado era un carboncillo, las tostadas del té, unas virutas y las quenefas del volován eran de escayola. Trini se reía enseñando sus encías jugosas y vivaces, su fresca lengüecilla inquieta entre la doble fila de gotas de leche cuajadas de la arqueada dentadura. Me daban tentaciones de caricias atrevidas y sentía por Trini escalofrío humano, ansia celestial. Cien años que viva (¡no me faltaba sino vivirlos!), no olvidaré el encantador almuerzo al canto de la chimenea activa y roja, respirando el aroma de las violetas tardías y los claveles blancos tempraneros, que adornaban el centro de plata, en honor a Trini, a ella; entonces sí que se lo llamaba interiormente… Por debajo de los encajes gruesos del mantel cogí su mano, que no se retiró. Aún estábamos eléctricamente asidos cuando Camila se levantó con un pretexto cualquiera y nos dejó solos. Trini, sofocada, hizo un movimiento para seguirla; yo protesté, apretando más la mano de seda y clavándome con deleite en los pulpejos las sortijas del meñique. Ella comprendió que llegaba la hora decisiva de aquel noviazgo hasta entonces tan soso y borroso, y sus ojos, avergonzados, buscaron el dibujo de la alfombra.

 

—¿Trini? —suspiré—. ¿Sabe usted que esta mañana le dije a Camila que nuestra boda es inminente?

—¿Camila? —tartamudeó ella agarrándose a lo que podía ayudarla a disimular su confusión—. Dice usted que Camila… ¿Estaría por eso de tan mal talante? —y sonrió a la hipótesis.

—Por eso precisamente, no. Va usted a saber por qué, Trini… —Acerqué mi silla, solté la mano y nos reclinamos, muy próximos en la mesa—. Escuche y pese la respuesta… ¡No venga usted hasta que le llame! —ordené al criado que entraba trayendo leña—. Trini, yo trato a una mujer y esta mujer tiene un niño.

Ella se demudó.

—Ya lo sabía. ¿Para qué me lo dice usted?

—Porque el eje de esta conversación es eso: la mujer, el niño; sobre todo, el niño…, ¿se entera usted, amiga mía?

Trini indicó el gesto de desviarse pálida y turbada.

—¡Por Dios! No así, Trini, no así. Hay que escuchar y, sobre todo, hay que entender. Cuando usted haya entendido, decide. A la mujer la visito diariamente, pero no tengo con ella más relación que visitarla… Como si fuésemos hermanos. ¿No lo cree usted? No tengo para qué mentir. Es una enferma, una tísica. Si eso puede contribuir a su tranquilidad, no la veré más.

—Pero el pequeño… No es… No es… —murmuró la muchacha sin resolverse a concluir, mostrando confusión y acortamiento.

—¿Mío? Según cómo usted comprenda la idea de pertenencia y propiedad. No he besado a su madre nunca. Sin embargo, mío es el niño, porque mío quiero que sea… Fíjese usted. Tampoco usted es mía y por el amor puedo apropiármela. El niño tiene mi sangre espiritual. De manera que es mi hijo.

—Todo eso lo encuentro rarísimo… Perdone usted, Gaspar; me cuesta trabajo entenderlo.

«Malo, malo —discurrí en mi interior—. Corta de entendederas, corta de cara, carirredonda... ¡Malo! ¡Esta no es mi hembra!». Y una melancolía súbita me envolvió en su crespón inglés. No argüí nada; ella porfió:

—No se explica… Trate usted por lo menos de que yo acierte a descifrarlo.

—Creo que no podrá. Esto se descifra mediante un impulso, una corazonada; no haciéndose cargo de pronto, es ya difícil… ¡En fin! —Y resoplé desalentado—: ¿No hay mil cosas inexplicables? Figúrese usted que la pidiesen explicaciones del por qué quiere un hombre a una mujer; del por qué nos es simpática una persona y otra, insufrible. A mí ese niño me ha dado la grata sorpresa de inspirarme un interés que me… me distrae de otros pensamientos… algo… algo peligroso; ¿te enteras, Trini? —Y al brusco tuteo uní la caricia inesperada, un estrujón, un raspón a la mano contra mi bigote. Ella se encendió, su respiración se apresuró y dijo balbuciente:

—No, Gaspar. No me entero. Pero es lo mismo. ¿Qué pretende? ¿Qué desea usted de mí? A ver si hay medio…

—Trini, si nos casamos, el niño se vendrá a casa… Serás su madre. ¿Lo serás?

Un esguince. Los ojos pestañudos, antes terciopelosos como uvas negras, se hincaron en mí fieros, enojados.

—¡Ah! Era eso…

—¿No aceptas?

—No. No sabía… Creí que se trataba de otra cosa; de darle educación, de no abandonarle. Eso, bueno… Pero ¿en casa? ¿Conmigo? ¿Qué se diría? ¿Qué papel haría yo?

Me incorporé. El almuerzo me pesaba como plomo en el estómago y el calor de la chimenea me asfixiaba. Volví las espaldas, sin saludar, sin despedirme, y a paso lento me retiré a mi cuarto. Trini dijo no sé qué; acaso pronunció con ahínco mi nombre. No hice caso alguno. Ya en mi habitación, tomé sombrero, abrigo, guantes y me fui a ver a Rita.

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