La razón perversa

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Esta racionalidad perversa provoca que las actitudes de los individuos en el ámbito de sus relaciones sociales sean de tal manera que consideren al otro el enemigo a batir. Si la razón es una facultad humana nada más irracional que no reconocer en el otro esa misma razón, lo que equivale a no considerarle un ser humano. No es de extrañar, empero, puesto que el mayor temor de los portadores de la racionalidad perversa es que los individuos se reconozcan a sí mismos como una única especie humana, que se unan y puedan llegar a descubrir las oscuras razones que dirigen su comportamiento. Desde situaciones tan nimias como viajar en Metro y acceder a un asiento hasta las relaciones laborales y familiares el otro es considerado como un extraño que viene a usurpar el puesto que nos corresponde –el que racionalmente pensamos que nos han asignado fuerzas tan irracionales como Dios o el destino-. Cuando dos individuos se cruzan en la calle no se lanzan miradas de reconocimiento mutuo –lo que sería normal-, ni siquiera de indiferencia: se lanzan miradas de amenaza. Y el caso es que lo racional sería el apoyo y la solidaridad entre todos los ciudadanos porque sólo con la liberación de la humanidad es posible lograr la liberación individual. Ahora bien, si los seres humanos somos precisamente eso, humanos, y como humanos, racionales, es preciso indagar de dónde proceden esas actitudes irracionales. Y a poco que se escarbe en la superficie de la realidad, de esa realidad creada por intereses perversos, veremos que los promotores de estas actitudes son los mismos que están detrás de la construcción de la realidad: los medios de comunicación y los políticos profesionales que son los que fomentan esta situación. No hay más que pararse a ver un noticiario deportivo o uno de esos programas de crónica social –que ahora se llaman “rosas”-: lo que prima, lo que se premia y lo que se considera adecuado es la rivalidad –volviendo al ejemplo con el que abríamos este capítulo basta con recordar el temible y amenazador lema de “a por ellos”-.





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El caso es que todas las actitudes irracionales tienen en su base una racionalidad clara: impedir que los individuos se emancipen definitivamente. La realidad –y no en un sentido precisamente metafórico- es un centro comercial. Un centro comercial cumple con todos los requisitos de lo que hoy se considera real: consumo y comida rápida, ocio y entretenimiento, espacios cerrados donde el contacto con el otro se reduce a la mínima expresión. Paisajes de cartón piedra y la ilusión de vivir en un mundo maravilloso y acogedor. No es de extrañar que para una gran mayoría de la población su única realidad sea un centro comercial.



Esto, que en un principio podría parecer evidente, supone la máxima alienación del ser humano, la máxima irracionalidad. Como nos recuerda Adorno (Adorno, Th. W., 2006) el individuo sólo alcanza su verdadera libertad y emancipación dentro de la sociedad, algo muy difícil de conseguir si ésta ha quedado reducida a un cetro comercial. Y es que es la sociedad la que pone los medios para la emancipación del individuo. El afán de emancipación individual a lo único que conduce es a la eliminación de la libertad. Es esa emancipación individual que se da en todos aquellos espacios destinados a que uno “se sienta libre”. Si no se ponen los cimientos para que la sociedad proporcione libertad al ser humano, si no se ataca la represión social y se busca la emancipación de forma individual –y por lo tanto burguesa- el sujeto no podrá ser libre. Es decir, concluimos con Adorno, que la libertad humana tiene que ver con una dialéctica individuo-sociedad, según la cual sólo una sociedad libre hará individuos libres y viceversa. Es por ello que la irracionalidad debe darse a nivel de la sociedad: sólo así se consigue eliminar el elemento liberador que contiene.





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En el contexto en que se mueve esta obra puede resultar esclarecedor recordar el planteamiento de la falacia estructuralista. Según ésta si un determinado grupo social, o bien la sociedad en su conjunto, realiza una determinada acción, y esa acción lleva consigo la consecución de un efecto cualquiera, es ese efecto el que explica la acción realizada. La falacia estructuralista, así, es una falacia porque racionaliza acciones o causas a partir de sus efectos. Acciones que en un principio pueden ser irracionales, porque no estaban dirigidas a producir el efecto por el que se las explica a posteriori. Estaríamos hablando de grupos sociales que desconocen el efecto de las acciones que realizan y aún así las realizan, aunque no pretendan sus consecuencias. Esta falacia, en cambio, no se da cuando determinadas acciones aparentemente irracionales dan lugar a un efecto que podemos fundadamente presumir que era el que se buscaba al realizar la acción. En esto precisamente consiste la racionalidad perversa. Veremos, por ejemplo, como las actuaciones aparentemente irracionales de las autoridades educativas no lo son tanto cuando se analizan sus efectos –la práctica idiotización de amplias capas de la sociedad- desde los intereses del poder. Pero quizás el prototipo de lo que significa la racionalidad perversa nos lo ofrezca Naomi Klein (Klein, N., 2010). Como nos señala esta autora una crisis o una catástrofe cualquiera provoca un schock en la población que paraliza sus posibilidades de respuesta y permite que no ofrezca resistencia a reformas económicas que van en contra de sus intereses. Esto supone que decisiones aparentemente irracionales que se toman desde estamentos de poder y que no hacen más que agravar las consecuencias de dichas catástrofes, sean éstas naturales o artificiales, en realidad tienen como objetivo crear las crisis, poner las condiciones que provocan el schock en la masa social. Subyace en esta toma de decisiones aparentemente irracional una racionalidad oculta.





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Para terminar esta introducción me gustaría dejar sentada mi opinión respecto a un tema muy de moda últimamente en determinados ambientes intelectuales: la idea de que la irracionalidad actual tiene su origen en el desprecio de la razón por parte del pensamiento filosófico de la posmodernidad en general y, en particular, de una tradición que puede remostarse hasta el escepticismo de Hume. Pienso que, por el contrario, este pensamiento irracional denominado post-moderno es más bien una consecuencia –o, por mejor decir, un cómplice- de los intereses económicos y políticos que propician esa irracionalidad desde una postura perfectamente racional. Si la racionalidad consiste en un análisis del coste-beneficio, entonces la irracionalidad social, en términos de beneficio para el poder, es perfectamente racional.



De hecho, la crítica a la irracionalidad desde la perspectiva señalada anteriormente también contiene un elemento irracional, cuya base es considerar que existe una realidad objetiva y aprehensible que tenga un valor social más allá de nuestras ideas o interpretaciones sobre ella. De esta forma esta realidad se intenta imponer a todas las demás –precisamente por eso se la considera objetiva- cuando no es más que una interpretación entre muchas. Pienso que después de pasar por la Filosofía de Kant ya no debería caber lugar a dudas de que la realidad en sí misma es inaprehensible.



El mecanismo de estas críticas que fomentan la irracionalidad haciéndola pasar por racionalidad es el siguiente. En primer lugar equiparan una supuesta objetividad científica con el sentido común para, posteriormente, aplicar esta objetividad científica disfrazada de sentido común a la realidad social

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. De esta forma caen en dos falacias. En primer lugar consideran que existe algo así como una objetividad científica, un problema que es objeto de debate continuo en el ámbito de la Filosofía de la Ciencia. En segundo lugar suponen que esa objetividad científica equivale al sentido común, lo que significa reducir éste –que es común- a la mentalidad científica. Y en tercer lugar, puesto que se ha realizado esta equiparación ilegítima, consideran que la realidad social forma parte de la objetividad científica. En el fondo el objetivo de estas críticas no es otro que desacreditar a la Filosofía y con ella a su instrumento y consecuencia: la racionalidad, en nombre, paradójicamente, de esa misma racionalidad. En suma, aquello que se ha caracterizado como racionalidad perversa.





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Me voy a permitir, por último, plantear un caso de racionalidad perversa que no afecta al desarrollo de la sociedad pero que quizás, por cotidiano, resulta especialmente llamativo. Si de algo podemos estar seguros en esta vida es de que nos vamos a morir. El único consuelo o la única esperanza que nos queda es no saber cuándo: consuelo y esperanza, elementos, pues, irracionales. Cuando un médico comunica a un paciente que su enfermedad no tiene cura y que tan sólo le queda un tiempo corto de vida –unos meses, unos días o unas horas-, además de no sanarle le está quitando su única esperanza. Pero –y aquí está el elemento de racionalidad perversa- si no se lo dijera le estaría mintiendo. Sin embargo, si a un paciente sano le dice que va a morir, aunque no pueda determinar cuándo, no le estaría mintiendo. Se da así una situación paradójica que se resuelve en la idea del consuelo ante la muerte. Una idea irracional, pero que puede ser utilizada racionalmente.



En el capítulo siguiente se expondrán una serie de fundamentos teóricos alrededor de los cuales se edifican los conceptos de racionalidad e irracionalidad. A continuación se analizarán: la reaparición, cuando no la pervivencia, de elementos míticos, y por tanto irracionales, en la sociedad contemporánea (capítulo 2); los elementos de racionalidad perversa en los medios de comunicación, como instrumento de su exportación a la masa social (Capítulo 3) y su presencia en la política y la economía (Capítulo 4) y en la educación (Capítulo 5).

 



1. .- En esta obra se cita por extenso el término poder. Aunque por economía intelectual este término aparezca siempre como hipostatizado e “in abstracto” hay que tener en cuenta que el poder nunca es abstracto. No es “utópico”, en el sentido de no ocupar ningún lugar, sino que constituye un espacio social muy concreto ocupado por individuos de carne y hueso.



2. En todo caso lo que nos diría el sentido común sería justamente lo contrario. Que no existe una realidad objetiva, sino que más bien cada uno capta la realidad de una manera distinta. Quizás el ejemplo más claro sea algo que a todos alguna vez se nos ha ocurrido: si todos captamos los colores de la misma manera. La respuesta que nos da el sentido común es que, en el mejor de los casos, no podemos saberlo, porque no podemos entrar en las terminaciones nerviosas que aprehenden las longitudes de onda de los demás. Lo que nos dice el sentido común es, entonces, que la realidad es subjetiva.






FUNDAMENTOS TEÓRICOS

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Se podría elucubrar con la idea de que estamos asistiendo a una involución del género humano. Si nuestro desarrollo evolutivo se caracteriza por el progreso del cerebro y la inteligencia, entonces quizás nos encontremos cerca de nuestro ocaso como especie. Si la inteligencia se define como la capacidad de resolver los problemas que plantea el medio en vistas a una mejor adaptación es de suponer que la simplificación de ese medio necesariamente ha de acarrear una disminución de aquella. Si el medio plantea menos problemas no existe una necesidad adaptativa tan apremiante para sobrevivir en él. Y siendo la inteligencia la consecuencia de esta necesidad adaptativa inexorablemente ésta ha de decrecer. Y, por último, parece evidente que, al menos para algunos, la sociedad tecníficada supone una simplificación del medio. Al menos, para algunos. La sociedad tecnificada supone, en realidad, una complejidad creciente en los instrumentos que rodean nuestra vida cotidiana y, de la misma manera, una complejidad creciente en las relaciones sociales que estos instrumentos propician. Pero, a la vez, el hecho de que estos mismos instrumentos nos faciliten la vida lleva a una gran mayoría de la población –bien por ignorancia, bien por los intereses de los que crean o propician esos medios- a conformarse con consumirlos, sin preocuparse de cómo funcionan y, por tanto, esquivando su complejidad. Estos instrumentos se convierten, para ellos, en instrumentos cuasi-mágicos: están a su alrededor, pero desconocen los mecanismos por medio de los cuales intervienen en su vida. Es eso que tan magníficamente da a entender Isaac Asimov en su

Fun

dación

.



La tecnología, sin embargo, surge como un intento de solución a los problemas que el medio plantea al ser humano. La consecuencia es que esa disminución de la inteligencia no se produce a nivel global, sino tan sólo en un número determinado de individuos. Se crea así una brecha entre aquellos que desarrollan la técnica –o la cultura- que simplifica el medio, o aquéllos que se enfrentan a ella problematizándola, y aquéllos otros que simplemente la consumen. Esto tradicionalmente ha supuesto la aparición de castas privilegiadas tanto sacerdotales como intelectuales. Actualmente, en términos evolutivos –ya se trate de evolución genética o memética

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-, puede dar lugar a la aparición de dos especies de Homo que convivan en un mismo medio, suponiendo que no se hayan formado ya. De esas dos especies conviviendo en un mismo medio una, la que controla la tecnología y por lo tanto está mejor adaptada, acabará subyugando a la otra.



Cuando el primer

Homo erectus

 descubrió la forma de hacer fuego y el resto del grupo se aprovechó de él, sin preguntarse de dónde había salido, se empezaron a dar las variaciones que conducen a esta marcha atrás evolutiva, y es que aquél que sabía cómo hacer fuego no sólo dominaba a éste sino al resto del clan que, lo supiera o no, dependía de él para obtenerlo. Esto dio a nuestro hipotético descubridor del fuego no sólo una ventaja evolutiva sobre el resto de los

erectus

 sino, y sobre todo, le proporcionó poder sobre ellos.





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Podemos, sin embargo, dejar a un lado estas elucubraciones. Cuando hablamos de inteligencia humana hay que tener claro que no se trata de que los individuos nazcan con una cantidad de inteligencia determinada –mal que les pese a los nuevos gurús de la pedagogía- sino de que su forma de enfrentarse al medio –asumiéndolo o problematizándolo- desarrolla más o menos aquella. Si queremos hablar en términos evolutivos nos encontraríamos ante un desarrollo memético, no genético. Desarrollo memético que, teniendo en cuenta que el ser humano es más un ser cultural que natural, resultaría por ello mismo determinante. Esto, al menos, mientras todos los individuos pertenezcan a la misma especie biológica y no existe ninguna prueba actualmente para pensar lo contrario. La diferenciación entre las dos especies no es biológica, sino cultural. Es importante resaltar este aspecto de diferenciación cultural para no caer en un determinismo biológico demasiado fácil. No se trata de que existan características biológicas innatas que lleven a un individuo a asumir el medio o a enfrentarse a él y, así, desarrollar más o menos su inteligencia y pertenecer a la especie de los que dominan o a la especie de los dominados. Si el Cociente Intelectual existe de verdad y no es un invento para justificar una estratificación social, tiene una base cultural y no genética. Lo que significa que cualquiera puede alcanzar sus valores máximos siempre y cuando socialmente se le permita acceder a las pautas culturales que lo determinan. Ese Cociente Intelectual, que indica quién está capacitado para mandar y quién debe obedecer, con lo único que tiene que ver es con la capacidad de adaptarse al medio: al medio social, porque no existe otro para el ser humano. De comprender la realidad y resolver los problemas que plantea. Ahora bien, la realidad social es creada por aquellos que la dominan, así pues, desde el espejismo biologista, son ellos los que desarrollan más y mejor la capacidad de adaptarse a ella, lo que resulta lógico pues es invención suya, y por lo tanto, de forma natural, deben ocupar las posiciones privilegiadas.





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Los sociólogos mantienen la ilusión de que evolución cultural humana, culminada en la formación social, no comporta un componente entrópico, sino neguentrópico. No tiende al desorden, sino al orden equilibrado. Lástima que tan sólo sea eso: una ilusión de la sociología positivista. Para comprobarlo basta con observar la entropía creciente que se da en los sistemas sociales físicamente cerrados como los centros escolares o las cárceles, sistemas en los cuales el desorden aumenta hasta provocar periódicamente estallidos de violencia que devuelven el equilibrio al sistema. En este sentido, una sociedad que tiende cada vez más a imponer barreras físicas a sus miembros, ya sean controles exhaustivos en los aeropuertos o peajes en las autopistas, una sociedad –o más bien unos dirigentes- que tienden cada vez con más frecuencia a imposibilitar la libertad de movimientos de los ciudadanos, una sociedad, en suma, que manipula el medio social está, de forma consciente y deliberada, empujando a aquéllos a la toma de decisiones irracionales; está provocando en ellos una conducta irracional. No es de extrañar que para mantener la ilusión de orden tenga que recurrir cada vez más a válvulas de seguridad como el fútbol o la televisión basura, donde esa entropía que se niega se institucionaliza

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Es esta idea de las conductas irracionales de los individuos la que es necesario analizar y desarrollar. Es un hecho incontrovertible que, en una gran mayoría de los casos, el comportamiento de los seres racionales resulta bastante irracional. Si queremos respetar la libertad y la responsabilidad de los individuos –algo necesario, pues si no, no hablaríamos de seres humanos, de ciudadanos en el pleno sentido de la palabra- hay que admitir que son los propios individuos los que eligen comportarse de forma irracional. Es necesario postular esta elección libre, insisto, pues si no caeríamos en el campo del determinismo y todo el edificio sobre el que se construye, no sólo la tesis de este libro, sino toda la sociedad se vendría abajo. Si los ciudadanos no son libres de aceptar o no las normas sociales, si no son libres de adoptar la conducta que en cada momento consideran más adecuada, entonces toda su vida social se reduciría a seguir unos instintos biológicos y más que de una sociedad humana habría que hablar de un conjunto gregario de insectos o de una manada animal. Los individuos, por lo tanto, deciden libremente comportarse de una forma irracional. Ahora bien, esa elección la realizan en cada momento tomando como base unos deseos y unas creencias. Si el comportamiento que desarrollan es irracional es porque esos deseos y esas creencias son también irracionales. Sin embargo son éstos –las creencias y los deseos- los que los individuos no eligen, sino que le son suministrados por el poder de forma racional para poder controlar