Arcadia

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Sari: Narrativa #22
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No obstante, Arcady nunca se muestra tan elocuente como cuando habla de animales, aunque me costaría tomar como ejemplo un solo sermón, dado que ha pronunciado decenas sobre el tema, además, no me apetece dejar el mío, mi tema, es decir, Fiorentina. Pero bueno, ¿qué más puedo decir sobre esa esfinge italiana a la que Daniel llama Metallica, un apodo que tiene la ventaja de su transparencia y refleja a la perfección la armadura inoxidable que oculta tras su aspecto plácido, su tez de cera y su arrullo piamontés? Fiorentina tiene una hija y una nieta; no así marido ni yerno. Como si en el valle del Maira las mujeres se reprodujeran entre sí. Hija y nieta aparecen por aquí de vez en cuando y mantienen dilatados conciliábulos en italiano. ¿De dónde vienen y dónde viven, al margen de sus apariciones fantasmales en Liberty House? Misterio, otro misterio en una vida hecha de secretos bien guardados y sujeta al deber de sigilo en todo momento. Fiorentina no entregaría la llave de su alma fortificada ni muerta.

Ocupa el cuarto contiguo al mío, en el ala más apartada de la casa, pero puedo contar con los dedos de una mano el número de veces que he vislumbrado en diez años su colcha de felpilla aterciopelada, su ropero de madera oscura y la foto del papa Benedicto xvi —o bien aún no ha pasado al papa Francisco o bien le sigue reprochando algo tan oscuro como el resto de su vida psíquica. Vamos, que, junto al crucifijo y el ramo de boj, el único que sonríe de oreja a oreja y levanta una mano pontifical es Benedicto. A Fiorentina, en cambio, jamás se la ve sonreír, y no digamos reír. Bueno, estoy exagerando y me dejo llevar por mi gusto por las palabras, porque tiene sus momentos de alegría, aunque haya que estar presente para sorprenderlos. Sobrevienen de manera inesperada y por motivos incomprensibles, si bien con el tiempo he podido observar determinadas constantes. Por ejemplo, se desternilla de risa con los animales, sobre todo cuando se trata de crías atolondradas, porque ser carnívoro no está reñido con ser sensible a las monerías de un gatito o un ternero patoso.

Desafortunadamente para ella, nuestro amor por los animales es de otra índole y nos prohíbe degustarlos. Fiorentina lo sabe y se abstiene de manifestar su desaprobación, pero yo la percibo incluso en su manera de batir los huevos, trocear un apio o remover la sémola de maíz, gestos que domina a la perfección, pero que no le permiten demostrar plenamente sus talentos. A falta de algo mejor, nos sirve flanes de borraja, tianes de berenjenas, minestrones, pestos de rúcula o fricasés de rebozuelos, aunque no sin desgana. Si su apego por Liberty House no le impidiese vivir en otro lugar, sin duda hace mucho que habría ofrecido sus servicios a gente más sensata. Por desgracia, los socios de Liberty House tienen el antiespecismo muy arraigado, y la reintroducción de la carne en nuestra mesa le valdría el destierro de por vida, que es como decir su muerte, habida cuenta de su edad y de su desconocimiento del mundo actual. A no ser que su mentalidad de acero le permita sobrevivir en un entorno hostil. Quién sabe si, de hecho, no ha sobrevivido ya a lo peor. Entre su miserable valle natal y la locura militante de las hermanas del Sagrado Corazón, no creo que tuviera una infancia fácil. La edad adulta debió de suponer un alivio para ella, y entiendo que el destino de las gallinas y los cerdos, con los que es probable que compartiera la vida cotidiana, una casucha de tablones sueltos y el caldo de castañas, le merezca tan poca consideración. Los demás habitantes de la casa no son tan duros de corazón, y el sufrimiento animal les resulta insoportable. Yo estaría más bien del lado de Fiorentina, que considera que el destino de una liebre es acabar encebollada. He aprendido a hacer como si los animales fueran mis hermanos, pero en realidad no lo pienso.

No sé a cuándo se remonta la conversión de Arcady y Victor al vegetarianismo. Cuando mi familia llegó al falansterio, ya no se comía carne ni pescado, y se estaba debatiendo sobre el consumo de huevos y productos lácteos, pero tal y como he tenido ocasión de contar, Fiorentina triunfó sobre el integrismo vegano y las fantasías ortoréxicas de los socios.

En Liberty House vivimos en armonía con toda clase de animales: perros y gatos, por supuesto, pero también un montón de aves de corral e incluso un modesto rebaño de vacas y cabras que ordeñamos por turnos procurando esquivar las apáticas coces y las pedorreras nauseabundas. Entiendo que no tengamos derecho a matarlas por el simple placer de consumir el codillo o la aguja, pero de ahí a otorgarles la misma consideración que a los humanos hay un paso que no estoy dispuesta a dar, y frecuentar nuestro corral degenerado no hace más que afianzarme en mi convicción de que soy superior. Aparte de poner huevos y desgañitarse, las gallinas y las pintadas no tienen ninguna habilidad destacable ni son especialmente simpáticas. Los perros al menos son amistosos, y entiendo que uno no se coma a sus amigos, pero un pollo sí, ¿no? Dios sabe que quiero a Arcady, pero cuando se sube a la tarima para defender la causa animal se me nubla la vista, los oídos me zumban y me evado con el pensamiento, desciendo corriendo mis repechos, trepo a los árboles, me revuelco por la hierba punteada de cólquicos y aguardo a que cese la regurgitación de sandeces claudelianas. Así es, Arcady, que lee poco pero se las da de letraherido, ha hecho de Victor Hugo, Marguerite Porète y Paul Claudel sus autores predilectos, y los plagia a diestro y siniestro para apuntalar sus nebulosos sermones en lugar de valerse exclusivamente de sus recursos intelectuales, que al fin y al cabo son considerables; como si su gran inteligencia tuviera un punto ciego, un ángulo muerto inaccesible a su razón pero propicio a los delirios animalistas y a la promulgación de prohibiciones alimentarias tan absurdas como mortificantes.

Animo a cuantos se alzan en contra del cebado de las ocas a pasar media hora en su compañía. Es probable que al cabo de un par de picotazos no tengan tantos escrúpulos en saborear su fuagrás. Eso sin mencionar que la oca es un animal horripilante, con los ojos ribeteados de amarillo, las patas cubiertas de escamas y ese pescuezo que estira como si tratara de batir el récord hasta ahora ostentado por el cisne o el avestruz, que son igual de feos y ruines. Por si fuera poco, nuestro corral cuenta con una pareja de pavos reales. Lo de la hembra, que tiene un plumaje apagado y no se hace la interesante, todavía pasa, pero el macho resulta insoportable con sus espantosos chillidos, los movimientos del buche y el furibundo despliegue de la rabadilla de gala. Como cabía esperar, Victor lo ha convertido en su tótem: aparece en la marca de agua de sus tarjetas de visita e incluso en su sello, una joya que él luce como si se tratara de una herencia ancestral, cuando en realidad tuvo que mandar a fundir unos pendientes descabalados y su pulserita de nacimiento para que se lo fabricaran. Pero ¿no es propio del pavo, animal inútil por excelencia si prescindimos de su función ornamental, engalanarse y pavonearse?

Cuanto más frecuento el mundo animal, más incomprensible me parece que Arcady haya renunciado a ejercer su supremacía sobre criaturas inferiores y a sacarles el mayor partido posible. Lo digo con toda la serenidad del mundo, pues me gustan los animales y nunca soy tan feliz como cuando me cruzo con un erizo o sorprendo a un cachorro de zorro o a un águila ratonera de ojos ariscos. Y, por supuesto, siento pasión por nuestra manada de perros y gatos lisiados. Porque, no contenta con acoger a inadaptados sociales, Liberty House es también un refugio para animales, dado que Arcady y Victor se pasan la vida salvando conejos de laboratorio, ovejas condenadas al matadero o gozques abandonados en la cuneta. Como es obvio, alimentamos a nuestros perros y gatos con pienso vegetariano, aunque estos últimos se aseguran la ración de proteínas animales diezmando a los ratones de campo de nuestra finca, a los que diseccionan previa y largamente en vida. Una vez más, basta haber vivido algún tiempo con un gato para saber que es el vivisector más cruel e indiferente que existe, pues la crueldad es lo que más abunda en el reino animal, donde incluyo al hombre, claro está, pero no solo.

Antes de lloriquear por la injusticia que se comete con nuestros amigos los animales, propongo a todos un periodo de observación en el mundo de la jungla, sabiendo que la jungla empieza ante nuestras puertas. En cualquier jardín suburbano o paseo ajardinado encontramos toda una población de pequeños torturadores de pelo y pluma. Y no me refiero a los insectos, aunque merecerían un capítulo entero en la historia universal de la crueldad. Cualquier jardín es antes que nada un jardín de los suplicios, perpetrados en el secreto del mantillo o en medio del murmullo anodino de unas frondas. Y los crustáceos no se quedan atrás. Si creéis que son inofensivos y que solo sirven para acabar en vuestros platos con un poco de mayonesa, es porque aún no habéis oído hablar del Cymothoa exigua, que va devorando la lengua del pargo hasta reemplazarla, aferrándose al muñón con sus patas, provistas de garras. ¿Y qué decir de la Sacculina, otro crustáceo, famoso por ejercer su sadismo contra el cangrejo de mar, cuyos órganos genitales oprime, entre otras sevicias de la misma índole? Cuando los antiespecistas afirman que lo peor ocurre en el mar, no saben cuánta razón tienen, aunque solo piensen en los daños causados por la pesca con traína e ignoren por completo lo que los animales marinos se infligen entre sí. Por eso me trae sin cuidado que Arcady diserte sobre el asombroso cerebro del pulpo o la solidaridad entre monos: sé lo que me digo y, a diferencia de los miembros de mi familia ampliada, seguiré comiendo hamburguesas con queso a sus espaldas y volveré todos los días al nido con el aspecto franco y la mirada lánguida de una vegetariana convencida. Porque soy una serpiente, que no es poco en nuestro jardín del Edén. Qué le vamos a hacer. Asumo mis crímenes, mis perjurios y su ocultación, si esa es la condición para disfrutar de una existencia relativamente sosegada en lo que los míos se empeñan en considerar el jardín de las delicias, incapaces de leer las páginas de asesinatos y sangre que en él se escriben a diario.

 

8. Tengo quince años y no quiero morir

Cuando llegué aquí compartía los miedos irracionales de mis padres, pero con el tiempo los míos han prevalecido por encima de los suyos. Voy a cumplir quince años, ya no pueden atemorizarme con historias de ftalatos o radiación electromagnética: nada más lejos de mi intención que cuestionar su carácter nocivo, pero, a decir verdad, me preocupa más el daño que los hombres se infligen unos a otros que los disruptores endocrinos y las sustancias cancerígenas. Si de algo hay que morir, prefiero una enfermedad prolongada a una bala de kaláshnikov: con una enfermedad prolongada tendré tiempo para ver venir, tiempo de hacerme a la idea, tiempo de escoger a los amigos de los que me rodearé y el lugar preciso donde aguardaré la muerte. En el corazón de mi reino, conozco una hondonada, no, ni siquiera una hondonada, solo un leve hundimiento del terreno tapizado de suave hierba y ceñido de un bosquecillo de avellanos que será perfecto para tal ocasión. Eso si no muero antes, abatida por una ráfaga de arma automática o debido a la explosión de una bomba de nitroglicerina. Y aunque en mi caso la probabilidad de tener una muerte violenta es extremadamente baja, no puedo evitar pensar en ello en cuanto dejo atrás la tapia de Liberty House, que no resultaría en absoluto disuasoria en caso de invasión, pero tiene el mérito de materializar lo que nos separa de quienes no han elegido la senda de la sabiduría en siete etapas.

Lo que nos separa me lo tengo que tragar todos los días de la semana. Basta con subirme al autobús escolar que recoge a los alumnos a lo largo del río cuyo nombre no revelaré. Por más que me siente delante y pegue la frente a la ventanilla, en menos de media hora acumulo burradas y lindezas suficientes para toda una vida. En realidad, no soy el blanco, ni yo ni nadie. Los otros chavales se las intercambian casi por inercia, y todo lo demás no difiere mucho: los rictus, los gargajos, los plumíferos con capucha de pelo sintético, las mochilas con la misma etiqueta rojinegra, la misma fealdad para todos —solo yo tengo la mía. Pasemos por alto el hecho de que todas las mañanas soy víctima de la vileza y la grosería de mis congéneres: me resignaría si solo tuviera que soportar mis años de colegio, sobre todo porque están a punto de llegar a su fin. No, lo que me preocupa es que no percibo más bondad en los adultos que en los niños. Y no hablemos ya de los adolescentes, para quienes la maldad se ha convertido en algo natural. Fuera de mi pequeña hermandad secreta, a la gente no le apetece ser buena ni contempla la posibilidad de engrandecerse, de elevarse, de iluminarse. Les viene muy bien su crasa ignorancia. Y si tuvieran la ocasión de dispararme, lo harían. No hace falta ningún motivo: la locura basta. En el mundo exterior el lema es: todos contra uno y cada cual a lo suyo. No, ni siquiera eso; todo el mundo procede primero a su propia matanza íntima, porque hay que estar muerto antes de entrar en guerra.

Al final, mi educación no me habrá preparado para comprender ni soportar la violencia, y menos aún infligirla. No basta con observar la manera en que los gatos matan a los ratones ni coger el autobús escolar para ser experta en barbarie, y el problema de todos los que me rodean, empezando por mis padres, es que su bondad los ha vuelto débiles. En caso de ataque, no serían capaces de reaccionar de forma eficaz. Por fortuna, la casa es de difícil acceso: como una única carretera conduce hasta ella, podremos divisar al enemigo acercándose a lo lejos; nos dará tiempo a atrincherarnos a falta de tomar las armas. Después, que pase lo que tenga que pasar: en la despensa hay provisiones suficientes para resistir un asedio de varios meses, y ya se sabe que la paciencia no es la principal virtud de los terroristas.

El terror no me impide aventurarme hasta la ciudad más cercana, cuyo nombre tampoco daré. Baste decir que se trata de una pequeña localidad transfronteriza que cuenta con suficientes calles, tiendas, bares y concurridas terrazas para que una chica de quince años pueda perderse en ella y disfrutar perdiéndose, dejándose rozar por transeúntes que podrían llegar a ser sus amigos. Por lo visto no he perdido del todo la esperanza en la naturaleza humana, pues creo en el milagro que me permitirá distinguir un rostro de entre todos los demás, un claro de luz en la muchedumbre opaca, un amigo desconocido cuyo recuerdo me llevaré a mi castillo colgante. Es lo que tiene criarse con esas historias de amor desmedido, oyendo hablar la lengua ardiente del deseo; al final, solo piensas en ello. Por eso, a pesar del miedo cerval que le tengo a las agresiones y los atentados, sigo buscando mi alma gemela entre las luces de la ciudad, aun a riesgo de tener que regresar a toda pastilla para refugiarme en mi habitación bajo el tejado; aun a riesgo de tener que correr a agazaparme en mi hondonada secreta o en la horcadura de un nogal; aun a riesgo de tener que reunirme con mi padre en su invernadero perfumado por las freesias, allí donde nada puede ocurrirme. Solo que yo quiero que me ocurra algo, así que no sé si debo desearme el cariño de los míos, los paneles de cristal empañados por el hálito de las flores, el arrullo italiano de Fiorentina en su cocina, el contoneo grotesco pero inofensivo de Victor, los chorretones de resina vitrificada en el tronco de mis pinos, el aroma embriagador del verano, el claro de cielo azul entre las nubes metalizadas por la tormenta, los rebaños invisibles pero tintineantes, el empeño de un gato en seguirme por mis senderos secretos, mi zona, que debo defender contra todo y todos, empezando por mis propios deseos de perderme. Porque soy consciente de que, con las inevitables convulsiones de mi juventud, amenazo Liberty House desde dentro.

Tengo quince años y no quiero morir, de acuerdo, al menos no bajo una ráfaga de metralleta ni bajo los escombros de un aeropuerto destrozado por una bomba. Pero tampoco quiero estar total y perpetuamente a salvo o, por decirlo de otra manera: tengo quince años y quiero morir, pero no sin antes ser amada, no sin que un pulgar se haya posado en mi pómulo. Sí, lo sé, esa manera de formularlo es muy extraña y hace falta haberlo visto para comprender, haber visto cómo Arcady le acaricia la cara a Victor con un pulgar inquisitivo y cariñoso para comprender que sí, es cierto, el amor todo lo vence, y que puedo decirlo alto y claro porque he sido testigo de esa victoria, de ese rescate in extremis de cuanto iba a zozobrar, perderse, sumirse en el abismo. Pero toca que me salven a mí y que se cumplan determinadas promesas:

—La semana que viene cumplo quince. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste?

—Qué va.

—Que cuando los cumpliera te acostarías conmigo.

—¿Dije eso?

—Sí.

—¿Ya te ha venido la regla?

—¿Te obsesiona lo de la regla o qué? No, todavía no, ¿qué pasa?

—Eres muy maja, Farah Facette, pero preferiría acostarme con una mujer de verdad.

—¡Pero si dijiste que solo había que esperar a que tuviera la mayoría de edad sexual!

—Está claro que es mejor, pero bueno, si aún tienes cuerpo de niña, eso de la mayoría de edad sexual no significa gran cosa.

—Pero tengo pechos, ¡mira!

A decir verdad, no le faltan las ocasiones de verme en pelota picada como para que tenga que enseñarle nada: las duchas son colectivas y nuestro reglamento interno estipula la práctica en común de la desnudez. Pero, entre quienes van desnudos haga el tiempo que haga, como mi abuela LGBT, y quienes, al igual que Fiorentina, llevan medias en lo más álgido del verano, en nuestra comunidad están presentes todo tipo de prácticas. Yo misma me paseo en pantalón corto o en bragas en cuanto el tiempo lo permite, olvidando ocultar mi pecho menudo. Al contrario, me gusta exponerlo al sol a fin de que los pálidos senos y los pezones violáceos pierdan sus horrendos colores invernales.

—¡Y también me han salido pelos!

Arcady lanza una mirada escéptica al elástico de mi pantalón de pijama, pero se abstiene de comprobarlo. No debería. Mi vello es lo más exuberante que tengo.

—Quince años y todavía no tienes la regla, quizá no sea mala idea llevarte al médico. Que conste que yo no sé mucho de la pubertad de las niñas… ¿A las niñas de tu clase ya les ha venido?

Las niñas de mi clase hace bastante que dejaron de serlo. Todas son tetudas y tienen reglas regulares como relojes desde quinto**. Soy la única cuyo cuerpo sigue vacilando. Acordamos que Arcady me acompañará a un ginecólogo dentro de poco, pero eso no resuelve mi problema, que es nada menos que encontrar el amor. Bueno, no exactamente, porque lo tengo delante, con un chándal tricolor que afearía a cualquiera menos a él, él, que profesa una absoluta indiferencia por el aspecto físico en general y por los códigos indumentarios en particular. Arcady, amor mío… Todo sería más fácil si aceptaras rendir homenaje a mi incipiente feminidad en lugar de proponerme sustitutos:

—¿Por qué no lo haces con Nello? Es mono.

Nello, es decir, Daniel, no está mal, pero no hace ningún esfuerzo por ser atractivo y siempre tiene cara de estar sufriendo un martirio. Antes de intentar nada con él tendría que quitarle esa expresión doliente.

—O con Salo. ¿Por qué no con Salo?

Salomon es nuestro maniacodepresivo, así que no sé cómo tomarme la sugerencia de Arcady. ¿Quiero un hombre de ideas fijas? Porque así es Salo: tiene sus obsesiones y puede pegarse horas enteras hablando de ellas, indiferente a las muestras de exasperación o a las tentativas de huida de su interlocutor. De hecho, apenas parece consciente de la existencia del otro. Me diréis que eso le sucede a mucha gente en su sano juicio, pero eso no quita para que desee que, para variar, mi primer amante me preste un mínimo de atención. La vida en comunidad y el amor colectivo están muy bien, pero me gustaría disfrutar de un poco de exclusividad. En Liberty House, sin embargo, el amor es difuso e indiferenciado: cada uno tiene su parte y entre todos lo tienen entero, lo cual me viene mejor en teoría que en la práctica. Desde que llegué aquí, comparto todo con todos: las duchas, las comidas, las faenas domésticas, las noches junto al fuego o los saludos al sol. Mis propios padres han dejado de pertenecerme y a veces los sorprendo mirándome con perplejidad, como si se hubieran olvidado por completo de mi existencia, absorbidos como están por la suya. En cuanto a la patria potestad, la han delegado en Arcady, al igual que se han liberado de todo lo demás, de todas sus responsabilidades y preocupaciones de adultos. Cuando me tropiezo con ellos al doblar por un pasillo o en las veredas del huerto, responden de buen grado a mis caricias de cachorrito anhelante, pero siempre con un atisbo de asombro, como si se preguntaran qué les hace merecedores de tales demostraciones de afecto.

Así que es comprensible que me apetezca inspirar sentimientos más apasionados y más marcados que el afecto tibio que me dispensan los miembros de mi hermandad, incluidos mis padres y mi tutor. Probaría de buena gana las páginas de citas, pero en la biblioteca del colegio nos han cortado el acceso, como si se descartase que un adolescente quisiera buscar el amor. No, si Arcady persiste en rechazarme, mi única posibilidad para encontrar una pareja a la altura de mis aspiraciones es seguir recorriendo las calles de la ciudad, esas calles que parpadean bajo la lluvia como si quisieran alentarme: paciencia, el amor vendrá.

9. Vendrá el amor y tendrá tus ojos

Como hay compromisos más fáciles de cumplir que otros, Arcady me lleva al ginecólogo según lo prometido. Pero está muy equivocado si cree que eso lo dispensa de desvirgarme. La ginecóloga es la señora Tourteau***, y aunque sospecho que ese apellido guarda alguna relación con su especialidad, estoy demasiado estresada para tratar de averiguarlo. No sé qué esperar, pero me da miedo que examinen mis órganos genitales y que me palpen las glándulas mamarias hipotrofiadas. No obstante, mi miedo resulta injustificado, porque la señora Tourteau es encantadora y no muestra ningún asombro al verme aparecer con mi director de conciencia. Ahora bien, este se presenta como mi padre, cuya tarjeta sanitaria agita en las narices de la doctora.

 

—Bueno, ¿qué te trae por aquí, Farah?

—Pues no me ha venido la regla.

—Vaya, ¿desde cuándo?

—¿Desde cuándo qué?

Me mira con una expresión de paciencia hastiada:

—La regla, ¿cuánto hace que no te viene? Tienes miedo de haberte quedado embarazada, ¿es eso?

—Lo dudo mucho, soy virgen…

No puedo evitar mirar a Arcady con el rabillo del ojo para ver qué efecto le produce esa proclamación, pero conserva su expresión paternal y satisfecha mientras la señora Tourteau nos suelta una parrafada sobre la irregularidad del ciclo menstrual de las adolescentes.

—No hay nada de que preocuparse, sobre todo si nunca has tenido relaciones sexuales.

A su vez, mira de reojo a Arcady. Debe de preguntarse en qué medida puedo decir la verdad con mi padre delante. Este se apresura a aclarar el malentendido al tiempo que me pone una mano protectora en la clavícula:

—A Farah todavía no le ha bajado la regla. Nunca. Por eso hemos venido a verla. Se supone que con quince años…

La señora Tourteau nos tranquiliza con entusiasmo:

—En Francia, la edad media de la primera regla es de doce años y medio. Pero hay chicas a las que les viene a los ocho y otras a los dieciséis, ¡es así!

—Sí, pero las chicas de mi clase…

—Chsss, chsss, de todos modos te voy a examinar, pero soy categórica al respecto: no tiene nada de anormal que con quince años todavía no te haya bajado la regla. Desvístete. ¿Quieres que le pida a tu padre que salga?

Quedarme a solas con la señora Tourteau está descartado. Parece buena gente, pero nunca se sabe, o, mejor dicho, ya se sabe: en cualquier caso, sé por experiencia que tengo el don de suscitar lo peor en los demás, pulsiones sádicas y delirios. Papá se queda.

Con los pies en unos estribos, soporto sin rechistar que la señora Tourteau me introduzca un objeto metálico en la vagina y hurgue en ella sin miramientos aunque con ímpetu decreciente. La exploración se me hace interminable, pero la señora Tourteau acaba retirando su instrumento de tortura y desechando los guantes de látex empolvado. Arcady carraspea con diplomacia:

—¿Es indicado utilizar el espéculo con una virgen?

Ella le devuelve una mirada ofendida:

—Caballero, aún no se ha encontrado nada mejor para examinar la vagina y el cuello del útero. Sin contar con que permite llevar a cabo infinidad de extracciones. No obstante, en el caso de su hija…

Se interrumpe, dejándole imaginar por qué el caso de su hija resulta muchísimo más peliagudo que cualquiera de los que suelen pasar por su consulta:

—Voy a hacerle una ecografía. ¿Sabe qué es?

Observo que ahora la conversación transcurre entre Arcady y la señora Tourteau, como si yo no yaciera en decúbito supino en medio de la estancia, desnuda como vine al mundo. No me preguntéis por qué, pero Arcady parece saber mucho de diagnóstico por imágenes, de manera que la ginecóloga y él acaban hablando de ondas, ultrasonidos y efecto piezoeléctrico mientras ella me pasa la sonda por el abdomen embadurnado de gel y unas imágenes pulsátiles de color azulado nos dirigen una señal enigmática. Casi me espero que aparezca un feto en 3D en el monitor, pero eso no sucede, por supuesto. El tiempo pasa. La señora Tourteau multiplica las capturas de pantalla y las medidas, llenando las imágenes de líneas de puntos tan misteriosas como todo lo demás, esos embudos de luz en los que flotan masas oscuras de contornos mal definidos.

—Bueno…

Esto es de todo menos «bueno», pero me seco el abdomen y me visto a toda prisa, por si me caigo de espaldas al oír el diagnóstico. Aunque podría perfectamente quedarme en cueros, dado que la ginecóloga no me dedica ni una mirada: cuando no consulta las imágenes, juguetea con el Montblanc o dirige a Arcady comienzos de frases confusos:

—Es muy extraño, porque de costumbre… Bueno, no digo que… Pero aun así era de esperar… Bueno, habría que ver si… Lo que vamos a hacer es…

Incluso los comienzos de frase tienen un final, por lo que se queda sin precauciones oratorias y me apunta con el bolígrafo:

—Al parecer, Farah no tiene útero. Ni vagina, en realidad.

Soy la más indicada para saber que tengo una vagina, además, ella misma ha metido dentro sus narices y su espéculo durante más de diez minutos, así que ¿con quién se está quedando?

—Bueno, solo tiene una cúpula vaginal de tres centímetros. Vamos, que le faltan los dos tercios superiores de la vagina. En mi opinión, estamos ante un caso de MRKH, un síndrome de Rokitansky, si lo prefiere.

Yo no prefiero nada de nada y me importan un bledo las denominaciones: solo quiero que me devuelvan mi útero y los dos tercios de vagina que me faltan. Porque nadie me quitará de la cabeza que antes de entrar en la consulta de la señora Tourteau aún los tenía, o por lo menos daba por sentado que los tenía, que para el caso es lo mismo, considerando el poco uso que una chica de quince años hace tanto de uno como de la otra. Cierto que ya me había metido algún dedo en la cavidad vaginal y la exploración se me había antojado un tanto corta, pero como era profana en la materia, me había ceñido a la estimulación clitoridiana sin darle más vueltas al asunto. La señora Tourteau ha empezado a hablar. Sin duda entusiasmada por la embriaguez del diagnóstico, nos explica con impetuosidad las malformaciones ligadas a mi aplasia uterovaginal:

—¿Lo entiendes?

—Esto…, sí.

—¿Estás segura? ¿Por casualidad no tendrás problemas de espalda o alguna desviación de la columna vertebral? ¿Una escoliosis?

—Tengo una hipercifosis dorsal.

—¡Sí, eso es! ¡Ya está! ¡El cuadro está completo! Los pacientes con MRKH suelen tener problemas de crecimiento óseo. También tendremos que examinarte los riñones, hacerte una resonancia magnética.

—¿Cuándo me vendrá la regla?

—Nunca. Los ovarios parecen en perfecto estado, pero no te vendrá la regla.

Arcady sale del estupor en el que lo ha sumido la noticia de mi enfermedad rara, pues de eso se trata, y que es la primera vez que la señora Tourteau recibe a una paciente con síndrome de Rokitansky en su acogedora consulta, hasta ahora especializada en métodos anticonceptivos, seguimientos de embarazos y terapias hormonales sustitutivas (quizá trate algún cáncer de mama de vez en cuando, y ni siquiera eso).

—¿Podrá tener hijos?

—¿Sin útero ni cuello? Imposible. ¡Podrá darse con un canto en los dientes si consigue tener relaciones sexuales!

—¿Cómo dice?

—A su hija no se la puede penetrar. ¡Con tres centímetros de vagina, ya me dirá usted!

En ese momento de la consulta, parece percatarse por fin de la crueldad de sus palabras y se ruboriza. A continuación, no para hasta deshacerse de nosotros, tras garabatear a toda prisa unas cartas dirigidas a colegas suyos con mayor experiencia en MRKH y multiplicar las fórmulas consoladoras:

—Se vive muy bien sin útero, ¿sabe? Y la regla es un fastidio más que otra cosa. Tengo pacientes que pagarían lo que fuera para dejar de tenerla.

Mientras nos acompaña hasta la puerta cargados de recetas diversas y de misivas para otros colegas, vuelve a poseerla el demonio del diagnóstico y me toma de la mandíbula con una mano inquisidora y la mueve de un lado a otro bajo la luz:

—No, sabe, lo que me sorprende es el hirsutismo. Por lo general las pacientes con MRKH tienen un fenotipo femenino. En apariencia son normales, con pechos y escasa pilosidad: el pubis, las axilas, nada más. Pero parece que a Farah le ha empezado a salir bigote…

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