El arte de argumentar: sentido, forma, diálogo y persuasión

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No sólo importa la argumentación, sino sobre qué se argumenta y quién argumenta, no sólo es de interés la forma si no el contenido, no sólo es relevante lo universal sino la diversidad respetable. Resulta indispensable además comprender y acotar la argumentación dentro de las relaciones de poder, que se traducen en relaciones de sentido, como afirmaba Pêcheux. De cualquier manera, escribo y estudio porque creo que es posible pensar con seriedad en la argumentación desde una perspectiva que se ubique en la totalidad de lo concreto, como sugería Karel Kosik, para construir una teoría que haga suyo el viejo lema humanista de Publio Terencio tan querido por Marx, figura hoy vilipendiada pero cada día más necesaria cuando nos hundimos sin freno en los pantanos de la globalización neoliberal: «nada humano me es ajeno» (humani nihil a me alienum puto) lema cuyo fundamento critican filósofos emergentes como Slöterdijk, pero que no por ello deja de expresar la vocación necesaria de apertura, de encuentro con el otro, de entender la forma de cada argumento que encierra su propio contenido de pensamiento, de dialogar para conocernos y acordar en forma convencida al menos el desacuerdo con los demás argumentadores, de alcanzar la complejidad de la razón expresada en sus variadas mate-rialidades de la lógica, la retórica, el poder, la ideología, la sociedad, la cultura y la historia. Expresa la convicción de persuadirnos mediante lo verosímil y razonable (no sólo lo racional) que nos mueve a adherirnos a lo que creemos, intuimos, vemos, escuchamos y nos emociona para tratar de entendernos y entender el sentido que el otro construye. El sentido es dirección, razón, sensación y significación en un mundo que, más que nunca, se reproduce a escala global y donde la única manera de sobrevivir es mantener al grupo, que es hoy toda la humanidad en su multiculturalismo y diversidad.

La argumentación

El estudio de la argumentación constituye un campo complejo, sin embargo, en la vida cotidiana todos somos argumentadores y podemos comprender la argumentación. Por ello, en esta sección inaugural partiremos de ese saber compartido y luego, para facilitar nuestro entendimiento de las polémicas y teorías del campo nos adentraremos en los siguientes elementos de base:

• Las diferentes definiciones que existen de la argumentación, así como los juegos que se juegan y las reglas que se siguen a partir de ellas; este acercamiento nos permitirá comprender de qué se habla cuando se dice «teoría de la argumentación» o «el arte de argumentar»

• Las funciones de la argumentación; esta discusión nos facilitará entender las finalidades y la función que cumple la argumentación como forma de la comunicación humana

• La concepción del argumentar como una macro-operación fundamental del discurso que se deslinda de la demostración, la descripción y la narración; este enfoque nos permitirá ubicar la argumentación dentro de los tipos discursivos más generales de acuerdo con el funcionamiento de un texto y con el cómo comprenderlo a partir de la centralidad de persuadir o de convencer para conducir al otro hacia deter-minadas acciones, reforzamientos o cambios de creencia

• Y el núcleo de problematicidad que subyace a toda argumentación y a toda teoría sobre la misma, entendido a partir de la lengua castellana

En suma, trataremos de comprender la argumentación en función de los diversos enfoques teóricos, de las distintas finalidades comunicativas que persigue, de su tipología y sus funcionamientos particulares, así como de las miradas que nos desvían en su peculiar estudio al partir, en forma necesaria, de los pre-juicios de nuestra «lenguacultura».

Todos somos argumentadores

Cuando digo «argumentación», sé que la mayoría tiene una representación de lo que esto significa. Tal vez hagamos referencia a la discusión, a las razones en favor y en contra de algo, a la defensa y al ataque de una opinión en disputa. Sabemos ordenar y aclarar nuestras ideas. Podemos defender lo que pensamos y justificar con mayor o menor sabiduría lo que sostenemos. Modificamos nuestras razones y nuestro lenguaje en función del tema, de la situación y del auditorio al que nos dirigimos en cada ocasión. Procuramos entender las razones de los demás y seguir ciertas reglas en nuestras discusiones. Es decir, tenemos competencias lógicas, dialécticas, retóricas, lingüísticas, hermenéuticas y discursivas que se ponen en juego en la argumentación ordinaria.

El lenguaje común nos aporta palabras cotidianas que remiten al mundo argumental: «argumento», «base», «razón», «porqué»; «tesis», «pretensión», «punto de vista». Cada uno es comunicador e intérprete de argumentos; sabe emplear con mayor o menor coherencia los elementos de la lengua que conllevan secuencias, orientaciones y escalas argumentativas propias de cada idioma (Ducrot y Anscombre). En este sentido, sabemos utilizar con lógica nexos que articulan razones como «pero», «para» o «sin embargo», o introductores de conclusión como «por tanto», «en conclusión» o «en suma»; y persuadimos a partir de contraponer juicios de acuerdo con escalas de valor («pésimo-malo-bueno-excelente»), de modalidades de existencia («necesario-posible-ocasional-imposible») o de emoción («amor-sentimiento-apatía»), etcétera.

Por el solo hecho de hablar racionalmente construimos esquematizaciones logicoides de aquello de lo que hablamos. Determinamos las entidades o acciones en cuanto a sus propiedades a partir de todo lo que decimos de ellas y de cómo nos acercamos o distanciamos de las mismas (Grize y Vignaux).

Todo ser humano sano, en tanto hablante de una lengua y partícipe de una cultura, sigue una lógica «natural» multidimensional (que no es equivalente uno a uno y por completo a la lógica silogística ideal ni a ninguna de las numerosas lógicas matemáticas o discursivas hoy existentes, aunque pueda conectarse en mayor o menor medida con ellas en un caso dado y en un cierto respecto). Lo hace en tanto defiende, mejor o peor, lo que quiere, lo que cree verdadero y lo que quiere hacer creer o hacer querer a los otros. Estamos seguros de ello a partir de un mínimo lógico discursivo.

Tenemos además de una competencia lingüístico cultural y lógico natural, una serie de competencias enciclopédicas, cognoscitivas e ideológicas entreveradas, propias de nuestra época, cultura, región, clase, género e ideología que nos hacen participar de ciertos argumentos repetidos en el tiempo respecto a una cuestión (argumentarios) y nos «individuan» como pertenecientes a determinado grupo de opinión, a determinada formación discursiva (religiosa, pedagógica, política, científica, etcétera).

Así pues, todos hacemos uso de argumentos y los interpretamos. Lo hacemos a partir de una ubicación constante de los argumentos en su contexto conforme a nuestra competencia pragmática. En el proceso de uso e identificación de la argumentación, acudimos a signos y, sobre todo, a la lengua y cultura que compartimos.

Aceptamos o rechazamos una opinión a partir de un mínimo substrato lógico racional y tratamos, a veces mucho, a veces demasiado poco, de comprender lo que otros defienden (competencia hermenéutica). En este sentido es factible afirmar que los individuos mentalmente sanos podemos, comúnmente, comprender los argumentos desarrollados en un texto, en una discusión o en una conversación. Al parecer —aunque se debate el punto— es más fácil hacerlo a partir de ejemplos y, con algo más de complicación tal vez, entendemos las conclusiones extraídas a través de la comparación o analogía de un hecho con otro;1 por último, las inferencias deductivas (que van de lo general a lo particular) privilegiadas en muchas teorías, y por supuesto en la lógica y la ciencia, resultan ser las que nos resultan más difíciles de seguir en la comunicación cotidiana. Utilizamos en cambio con mayor facilidad la «abducción», esa forma de razonamiento intermedia entre la deducción y la inducción, que nos permite obtener nuevos conocimientos a partir de la intuición emocional e icónica que nos facilita la representación de ciertas propiedades del objeto ante la mente (como cuando alguien dice «hace calor» y nosotros llegamos a la conclusión de que nos pide, en forma indirecta, «abrir la ventana»).

A partir de las competencias previamente descritas, tenemos capacidad para reconstruir las opiniones de los otros, lo que se niega o se afirma acerca de algo. Asignamos un contenido a lo dicho. Construimos preguntas a las cuales suponemos que responden las proposiciones hechas por los demás.2 En este sentido, con frecuencia reconstruimos implícitos de las argumentaciones del otro y establecemos polémicas en torno a ellos. Así, en la interacción, sabemos precisar qué preocupa al otro y hacemos hipótesis sobre lo que piensa.

A partir de nuestras múltiples competencias y de nuestro conocimiento del mundo, contamos con una competencia argumentativa para producir argumentos. Seguimos al respecto reglas de formación identificables para ordenar nuestros puntos de vista y las justificaciones de los mismos.3

Las más de las veces justificamos, explicamos aquello que es objeto de nuestro rechazo. Eso está inscrito en nuestras competencias lógico-dialécticas (que comprenden la puesta en forma y contenido de los argumentos, así como el seguir determinadas reglas de interacción) para discutir con los demás, atacar y defender puntos de vista con cierta coherencia.

En principio, el argumentador común y corriente puede decir si una defensa o un ataque cumplen con los requisitos de un buen argumento en un caso dado;4 es decir, somos evaluadores normativos de argumentos en la confrontación cotidiana de los discursos. Tenemos opiniones, las defendemos y atacamos las de los otros a partir de determinados criterios («es falso», «no parece posible», «suena muy bien», «yo he sabido que no es así», «tengo una experiencia diferente», «no me parece suficiente», «ese no es el punto», etcétera) sin que, en apariencia, nadie nos tenga que enseñar el arte de argumentar y contra-argumentar. Aunque en realidad lo que sucede es que vivimos insertos en prácticas sociales argumentativas.

 

A las competencias lógico-dialéctica y lingüístico-discursiva, pragmática y hermenéutica se une nuestra competencia retórica que nos permite seguir diversas estrategias de persuasión del otro, acordes no sólo a la lógica sino a la lengua, a la cultura, al poder, a la ideología, a la emoción, a la creencia y al deseo. Llegado el caso, tratamos de persuadir a los otros por todos los medios de lo que nos parece justo, deseable, posible, probable, verosímil o verdadero. Lo hacemos dando un lugar al sentido traslaticio, por lo que Landeher define así la competencia retórica, pero que nosotros preferimos llamar competencia connotativa para atribuir a las palabras un sentido no literal (ya que lo connotativo no agota lo retórico):

no sólo tenemos una conciencia muy neta de los sentidos figurados consagrados y lexicalizados de los vocablos y expresiones, sino que disponemos todos también de lo que podríamos llamar una «competencia retórica», una competencia que nos permite producir espontáneamente enunciados metafóricos [...] Todos tenemos el don de la ironía, de la paradoja o de la tautología.5

Por último, argumentamos con base en la razón activa pero en ocasiones no llegamos a tanto, nos quedamos en el nivel de la intuición (en tanto razón sedimentada) o de la creencia. A la vez, indisociablemente, nos emocionamos, nos apasionamos con lo que creemos, o incluso damos al sentimiento valor de razón («Siento que me va a traicionar, lo vi en sus ojos; ¿te fijaste cómo le brillaban?») conforme a nuestras c ompetencias cultural-emocionales y de creencia.

Definir la argumentación

A partir del complejo mundo de competencias antes descritas, cada teoría formula una idea o definición de la argumentación.6 Así, para la lógica tradicional la argumentación es una estructura formal, de examen demostrativo de las pruebas, en donde se transfiere, en forma necesaria, la aceptabilidad de las premisas sabidas a la conclusión por conocer: «Todos los frijoles de ese saco son bayos, los frijoles que tienes en la mano salieron de ese saco, los frijoles que tienes en la mano son bayos». Existe en este caso un control del lenguaje, de las combinaciones de elementos, de las transformaciones, de los axiomas y se elimina la ambigüedad; aunque algunos requisitos (ambigüedad, control y combinación del lenguaje) se matizan en la medida que se avanza hacia las lógicas modernas de más de dos valores y hacia las lógicas dialécticas. El aporte de la lógica es que permite, a partir de reglas claras e invariables, deducir en forma necesaria una conclusión a partir de sus premisas.

Para la lógica natural, una lógica de los contenidos, no hay que estudiar sólo los esquemas argumentativos tradicionales sino también los elementos lingüístico-discursivos que determinan los objetos del discurso. Tales objetos pueden ser nominales, como «democracia», «aristocracia» o «clonación», o de acción como «asesinar, «atacar». Desde este enfoque, argumentación es la teoría general de las operaciones lógico discursivas propias para engendrar una determinada esquematización7 del objeto en cuestión. Como de primera intención esta definición no es muy accesible, ilustrémosla con un ejemplo. Supongamos que en un texto se habla del «gobierno» y respecto de él se dice lo siguiente: «gobierno = actual, de derecha, como el del siglo XIX, vendepatrias, dictadura, de los ricos, de los criollos, de ellos». Es decir, lo que decimos del gobierno es una forma de determinar, de «esquematizar» la clase objeto «gobierno» y es por ello, en sí mismo, una argumentación natural que permite defender un cierto punto de vista y llevar al otro hacia cierta opinión o acción.

Para la llamada (con cierta impropiedad) lógica informal, que busca acercarse al discurso ordinario y pone en el centro el diálogo racional, la argumentación es en sus formulaciones más abiertas la práctica social de presentar y criticar argumentos.8 En sus formulaciones más cerradas, «la argumentación es un proceso dialéctico que involucra la presentación de una posición que a su vez involucra el ofrecimiento de responder las cuestiones relevantes para la aceptación de la proposición».9 Para Govier, una «argumentación es [...] una pieza de discurso oral o escrito en el cual alguien trata de convencer a los otros (o a sí mismo) de la verdad de una pretensión (claim) citando las razones en su soporte».10 O sea que estos enfoques permiten comprender las argumentaciones desde una perspectiva lógica más novedosa, menos formal, más próxima a lo cotidiano y que busca favorecer —a través del diálogo— la convicción racional en la expresión de las opiniones y la toma de decisiones.

Para la pragma-dialéctica, teoría dominante de la argumentación, ésta es «un acto de lenguaje complejo ligado a otro acto que expresa un punto de vista defendido de cara a la obtención de su aceptación por parte del auditor».11 Es decir, al hablar se actúa para prometer, confesar, jurar y en un segundo nivel se integran estos actos para argumentar algo. Esta teoría busca entender el argumentar crítico a través del diálogo racional partiendo de su contexto, de las fases de una discusión, de la comprensión del habla como acción y de la determinación de normas racionales que guíen el intercambio argumentativo.

Cercana a la postura pragma-dialéctica, pero ligándola al discurso, está la definición de Jacobs y Jackson según la cual «las argumentaciones son eventos discursivos relevantes de desacuerdo (disagreement relevant speech acts)».12

Para la antigua retórica, la argumentación es parte de la disposición de todo discurso jurídico. Dos de las cinco subpartes de este discurso (exordio, narración, confirmación, confutación y peroración) están dedicadas en especial al argumentar: la confirmación o prueba que retoma cada idea de la previa narración de los hechos o datos en juego en un discurso, para explicarla y, precisamente, confirmarla; y la confutación, donde se aportan o recrean las pruebas a favor y en contra de cada punto de vista en una discusión, tratando de combatir los argumentos que podrían ser o han sido avanzados por el adversario. En este enfoque, argumentar es el núcleo del discurso para la persuasión del otro.

Para la nueva retórica, ya en la segunda mitad del siglo XX, la argumentación tiene por objeto «el estudio de las técnicas discursivas que permiten provocar o aumentar la adhesión de las personas a las tesis presentadas para su convencimiento»;13 supone la existencia de un contacto intelectual, un mínimo núcleo compartido que hace posible dialogar.14 Estas técnicas retóricas comprenden formas logicoides (v.gr. «Si el chimpancé es racional, también el hombre, ya que lo que tiene lo más tiene lo menos»), formas que fundan la estructura de lo real (ejemplos, modelos, analogías y metáforas: v.gr. «La paz se consigue si le das al pueblo pan y circo») y formas que se fundan en la estructura de lo real (v.gr. el nexo causal: «si la niña tiene marcas en el rostro es porque sus padres la golpearon, ya que las heridas no se hacen solas»).

Para la teoría de la argumentación en la lengua (ADL), la argumentación es definida en forma mínima como un encadenamiento, una sucesión en el orden de las frases del tipo «argumento + conclusión»;15 es decir, argumentar es articular en la secuencia del discurso una o más razones dadas con un punto de vista fundado en elementos lingüísticos: «el gobierno se ha abierto a la inversión extranjera, pero a costa de dañar la planta productiva nacional»; la introducción del pero articula el discurso de manera tal que permite reconocer una razón antecedente («el gobierno se ha abierto a la inversión extranjera») a la vez que la niega y favorece la conclusión vinculada a la razón consecuente («a costa de dañar la planta productiva nacional»): podemos inferir, por la secuencia, que para el locutor no ha sido adecuado abrirse de esa forma a la inversión extranjera, no ha sido adecuado dañar la planta productiva nacional.

Para Christian Plantin, que une la argumentación en la lengua con elementos retóricos y dialécticos, con la situación y la emoción, la argumentación es una operación que se apoya sobre un enunciado asegurado (aceptado) —el argumento— para llegar a un enunciado menos asegurado (menos aceptable) —la conclusión—. Y argumentar es dirigir a un interlocutor un argumento, es decir, una buena razón para hacerle admitir una conclusión e incitarlo a adoptar los comportamientos adecuados. Además concibe la posibilidad de la argumentación en el monólogo como todo discurso que se puede analizar en tér-minos del esquema de Toulmin en contraposición al diálogo argumentativo que es todo discurso producido en un contexto de debate orientado por un problema. El esquema básico de Toulmin comprende los hechos o datos de partida en un argumento («las rejas en las calles permiten protegerse de los delincuentes para circular con libertad de tránsito»), la tesis defendida («debemos colocar rejas en nuestra calle») y la regla aceptada por la comunidad («la libertad de tránsito es un derecho constitucional») que permite pasar de lo dado a lo concluido, de lo aceptado a lo no aceptado. También propone Plantin definir la argumentación como «el conjunto de técnicas (conscientes o inconscientes) de legitimación de las creencias y de los comportamientos. La argumentación intenta influir, transformar o reforzar las creencias o los comportamientos (conscientes o inconscientes) de la persona o personas que constituyen su objetivo».16

Para Charles Willard desde una perspectiva de la epistemología social, de la interacción cognoscitivista (de la forma en que conocemos) y constructivista (el modo en que las representaciones «construyen» simbólicamente el mundo) la argumentación es una forma de interacción en la cual dos o más personas mantienen lo que construyen como posiciones incompatibles. Es decir, define la argumentación en el ámbito de la interacción, la sociología (a partir de la reformulación de la idea de «campos» de Toulmin), el constructivismo y el enfoque de la incompatibilidad (como en Perelman). En esta perspectiva, el campo de estudio de la argumentación se amplía en forma considerable hacia todo aquello considerado argumentativo por los agentes y hacia lo no verbal, ya que Willard incluye los argumentos «no discursivos».

Gilbert, quien se formara con influencia de Willard, amplía el campo de la teoría hacia el conflicto, ya que las argumentaciones pueden estar entre las más moderadas de las conversaciones corteses, y pueden estar entre los más violentos y letales de los intercambios.17

Por último, una definición muy completa, aunque sesgada hacia la vertiente lógico-dialéctica y normativa, fue postulada con base en cierto consenso (ya que los autores del texto afirman ser todos responsables de su contenido) por muchos de los más conocidos especialistas de la argumentación en el recuento de Fundamentos de la teoría de la argumentación: «La argumentación es un actividad verbal y social orientada al incremento (o decrecimiento) de la aceptabilidad de un punto de vista controversial para el oyente o lector, que proyecta una constelación de proposiciones que buscan justificar (o refutar) el punto de vista ante un juez racional».18

Secuencia, forma, práctica social, razón, verdad, operación, técnica, acto de lenguaje, forma de interacción. ¿Qué es lo que sucede? ¿Por qué pasa esto siempre que queremos definir la cultura, el lenguaje, etcétera? Lo que acontece es que estamos ante un juego del lenguaje (Wittgenstein) que corresponde a diferentes prácticas culturales que siguen diversas reglas. Estamos ante prácticas sociales teóricas (Althusser) de diversos sectores, las cuales corresponden a diferentes ámbitos, intereses y focalizaciones. Estamos ante refracciones ideológicas y polémicas de los conceptos (Volsohinov) conforme a la ubicación práctica, teórica, socioideológica y hasta a la tradición nacional de los distintos investigadores.

 

En cada caso se habla de usos lógicos, dialécticos, lingüísticos o retóricos de la argumentación. Y dependiendo del juego que se juega, de la ideología que profesamos, de la práctica teórica en que nos insertamos, aparecerán distintas definiciones y posibilidades de crítica de las demás definiciones, pensadas desde nuestro juego de lenguaje, que en el caso del presente trabajo es el juego discursivo semiótico. Así que comentaremos algunos bemoles de las definiciones dadas si se piensan en función de la semiótica que se abre hacia lo no verbal y del análisis del discurso, que ubica los argumentos en sus condiciones sociales de producción, circulación y recepción.

No pretendo con las observaciones subsiguientes desautorizar ningún enfoque, sino contrastar cada teoría con mi propia práctica cultural, mi propia práctica teórica, mi interés y mi ideología. A la vez, al considerar todas las definiciones, quiero mostrar al lector que la realidad argumentativa, como toda realidad, es compleja, por lo cual mirarla desde un solo punto de vista nos priva de la posibilidad de comprender de mejor manera la riqueza y multideterminación de lo concreto.19