Filosofía de la cultura y transmodernidad: ensayos

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Centro y periferia cultural El problema de la liberación

Desde finales de la década del 60, y como fruto del surgimiento de las ciencias sociales críticas latinoamericanas (en especial la «teoría de la dependencia»)18, y por la lectura de Totalidad e infinito de Emmanuel Levinas, y quizá inicial y principalmente por los movimientos populares y estudiantiles de 1968 (en el mundo pero fundamentalmente en América Latina), se produjo en el campo de la filosofía y por ello en la filosofía de la cultura, una ruptura histórica. Lo que había sido el mundo metropolitano y el mundo colonial, ahora (desde la terminología todavía desarrollista de Raúl Presbisch en la Comisión Económica para América Latina, Cepal) se categoriza como «centro» y «periferia». A esto habrá que agregar todo un horizonte categorial que procede de la economía crítica que exigía la incorporación de las clases sociales como actores intersubjetivos a integrarse en una definición de cultura. Se trataba, no de una mera cuestión terminológica sino conceptual, que permitía escindir el concepto «substancialista» de cultura y comenzar a descubrir sus fracturas internas (dentro de cada cultura) y entre ellas (no sólo como «diálogo» o «choque» intercultural, sino más estrictamente como dominación y explotación de una sobre otras). La asimetría de los actores había que tenerla en cuenta en todos los niveles. La etapa «culturalista» había concluido. En 1983 me expresaba así, en un parágrafo sobre «Más allá del culturalismo»:

Las situaciones cambiantes de la hegemonía, dentro de los bloques históricos bien definidos, y en relación a formaciones ideológicas de las diversas clases y fracciones, era imposible de descubrir para la visión estructuralista del culturalismo […] Faltaba también al culturalismo las categorías de sociedad política (en último término el estado) y sociedad civil […]19

La filosofía latinoamericana como filosofía de la liberación descubría su condicionamiento cultural (se pensaba desde una cultura determinada), pero además articulada (explícita o implícitamente) desde los intereses de clases, grupos, sexos, razas, etcétera, determinadas. La location había sido descubierta y era el primer tema filosófico a ser tratado. El «diálogo» intercultural había perdido su ingenuidad y se sabía sobredeterminado por toda la edad colonial. De hecho en 1974 iniciamos un «diálogo» intercontinental «sur-sur», entre pensadores del África, Asia y América Latina, cuyo primer encuentro se efectuó en Dar-es-Salam (Tanzania) en 197620. Estos encuentros nos dieron un nuevo panorama directo de las grandes culturas de la humanidad21.

La nueva visión sobre la cultura se dejó ver en el último encuentro llevado a cabo en la Universidad de El Salvador de Buenos Aires, ya en pleno desarrollo de la filosofía de la liberación, bajo el título «Cultura imperial, cultura ilustrada y liberación de la cultura popular»22. Era un ataque frontal a la posición de Domingo F. Sarmiento, un eminente pedagogo argentino autor de la obra Facundo: civilización o barbarie. La civilización era la cultura norteamericana, la barbarie la de los caudillos federales que luchaban por las autonomías regionales contra el puerto de Buenos Aires (correa de transmisión de la dominación inglesa). Se trataba del comienzo de la desmitificación de los «héroes» nacionales que habían concebido el modelo neocolonial de país que mostraba ya su agotamiento23. Una cultura «imperial» (la del «centro»), que se había originado con la invasión de América en 1492, se enfrentaba a las culturas «periféricas» en América Latina, África, Asia y Europa oriental. No era un «diálogo» simétrico, era de dominación, de explotación, de aniquilamiento. Además, en las culturas «periféricas» había elites educadas por los imperios, que como escribía Jean-Paul Sartre en la introducción a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, repetían como eco lo aprendido en París o Londres. Elites ilustradas neocoloniales, fieles a los imperios de turno que se distanciaban de su propio «pueblo», y que lo utilizaban como rehén de su política dependiente. Había entonces asimetrías de dominación en el plano mundial: a) una cultura (la «civilización» de Ricoeur), la occidental, metropolitana, eurocéntrica dominaba y pretendía aniquilar todas las culturas periféricas; y b) las culturas poscoloniales (América Latina desde el comienzo del siglo XIX y Asia y África con posteriori-dad a la llamada Segunda Guerra Mundial) escindidas inter-namente entre 1) grupos articulados a los imperios de turno, elites «ilustradas» cuyo dominio significaba dar la espalda a la ancestral cultura regional, y 2) la mayoría popular afincada en sus tradiciones, y defendiendo (frecuentemente de mane-ra fundamentalista) lo propio contra lo impuesto desde una cultura técnica, económicamente capitalista.

La filosofía de la liberación, como filosofía crítica de la cultura, debía generar una nueva elite cuya «ilustración» se articulara a los intereses del bloque social de los oprimidos (que para A. Gramsci era el popolo). Por ello se hablaba de una «liberación de la cultura popular»: «Una es la revolución patriótica de la liberación nacional, otra la revolución social de la liberación de las clases oprimidas, y la tercera es la revolución cultural. Esta última se encuentra en el nivel pedagógico, el de la juventud y el de la cultura»24. Esa cultura periférica oprimida por la cultura imperial debe ser el punto de partida del diálogo intercultural. Escribía en 1973:

La cultura de la pobreza cultural, lejos de ser una cultura menor, es el centro más incontaminado e irradiativo de la resistencia del oprimido contra el opresor […] Para crear algo nuevo ha de tenerse una palabra nueva que irrumpe a partir de la exterioridad. Esta exterioridad es el propio pueblo que, aunque oprimido por el sistema, es lo más extraño a él25.

El «proyecto de liberación cultural» parte de la cultura popular26, todavía pensada en la filosofía de la liberación en el contexto latinoamericano. Se había superado el desarrollismo culturalista que opinaba que de una cultura tradicional se podría pasar a una cultura secular y pluralista. Pero igualmente había todavía que radicalizar el análisis equívoco de «lo popular» (lo mejor), ya que en su seno existía igualmente el núcleo que albergará al populismo y al fundamentalismo (lo peor). Será necesario dar un paso más.

La cultura popular: no es simple populismo

En un artículo de 1984, «Cultura latinoamericana y filosofía de la liberación (Cultura popular revolucionaria: más allá del populismo y del dogmatismo)»27, debí una vez más aclarar la diferencia entre a) el «pueblo» y «lo popular» y b) el «populismo» (tomando este último diversos rostros: desde el «populismo tatcherista» en el Reino Unido —sugerido por Ernesto Laclau y estudiado en Birmingham por Richard Hall—, hasta la figura actual del «fundamentalismo» en el mundo musulmán; «fundamentalismo» que se hace presente igualmente, por ejemplo, en el cristianismo sectario estadunidense de George W. Bush).

En ese artículo dividí la materia en cuatro parágrafos. En el primero28, reconstruyendo posiciones desde la década del 60 mostraba la importancia de superar los límites reductivistas (de los revolucionarios ahistóricos, de las historias liberales, hispánico-conservadoras o meramente indigenistas), reconstruyendo la historia cultural latinoamericana dentro del marco de la historia mundial (desde Asia, nuestro componente amerindio; la protohistoria asiático-afro-europea hasta la cristiandad hispana; la cristiandad colonial hasta la «cultura latinoamericana dependiente», poscolonial o neo-colonial). El todo remataba en el proyecto de «una cultura popular poscapitalista»29: «Cuando estábamos en la montaña —escribía Tomás Borge sobre los campesinos— y los oíamos hablar con su corazón puro, limpio, con un lenguaje simple y poético, percibíamos cuánto talento habíamos perdido [las elites neocoloniales] a lo largo de los siglos»30. Esto exigía un nuevo punto de partida para la descripción de la cultura como tal —tema del segundo parágrafo31.

Desde una relectura cuidadosa y arqueológica de Marx (desde sus obras juveniles de 1835 a 1882)32, toda cultura es un modo o un sistema de «tipos de trabajo». No en vano la «agri-cultura» era estrictamente el «trabajo de la tierra» —ya que «cultura» viene etimológicamente en latín de «cultus» en su sentido de consagración simbólica—33. La poiética material (fruto físico del trabajo) y mítica (creación simbólica) son pro -ducción cultural (un poner fuera, objetivamente, lo subjetivo, o mejor intersubjetivo, comunitario). De esta manera lo económico (sin caer en el economicismo) era rescatado.

En un tercer apartado34 analizaba los diversos momentos ahora fracturados de la experiencia cultural —en una visión posculturalista o postspengleriana—. La «cultura burguesa» (a) se estudiaba ante la «cultura proletaria» (b) (en abstracto); la «cultura de los países del centro» se analizaba ante «la cultura de los países periféricos» (en el orden mundial del «sistema-mundo»); la «cultura multinacional o imperialismo cultural» (c) se la describía en relación con la «cultura de masas o cultura alienada» (d) (globalizada); la «cultura nacional o del populismo cultural» (e) se la articulaba con la «cultura de la elite ilustrada» (f) y se contraponía a la «cultura popular»35 o la «resistencia como creación cultural» (g).

Evidentemente esta tipología cultural, y sus criterios categoriales, suponían una larga «lucha epistemológica», crítica, propia de las ciencias sociales nuevas de América Latina y de la filosofía de la liberación. Estas distinciones las había logrado ya mucho antes, pero ahora se perfilaban definitivamente. En 1977, en el tomo III de Para una ética de la liberación latinoamericana, escribí:

 

La cultura imperial36 (pretendidamente universal) no es lo mismo que la cultura nacional (que no es idéntica a la popular), que la cultura ilustrada de la elite neocolonial (que no siempre es burguesa, pero sí oligárquica), que la cultura de masas (que es alienante y unidimensional tanto en el centro como en la periferia), ni que la cultura popular.

[…] La cultura imperial, ilustrada y de masas (en la que debe incluirse la cultura proletaria como negatividad) son los momentos internos imperantes a la totalidad dominante. La cultura nacional, sin embargo, es todavía equívoca aunque tiene importancia [...] La cultura popular es la noción clave para una liberación [cultural]37.

En los 80, con la presencia activa del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua y muchas otras experiencias en toda América Latina, la cultura creadora era concebida como la «cultura popular revolucionaria»38:

La cultura popular latinoamericana —escribí en el citado artículo de 1984— sólo se esclarece, decanta, se autentifica en el proceso de liberación (de liberación económica del capitalismo, liberación política de la opresión) instaurando un nuevo tipo democrático, siendo así liberación cultural, dando un paso creativo en la línea de la tradición histórico-cultural del pueblo oprimido y ahora protagonista de la revolución39.

En esa época se hablaba del «sujeto histórico» de la cultura revolucionaria: el «pueblo», como «bloque social de los oprimidos», cuando cobra «conciencia subjetiva» de su función histórico-revolucionaria40.

La cultura popular no era populista. «Populista» indicaba la inclusión en la «cultura nacional» de la cultura burguesa u oligárquica de su elite y la cultura del proletariado, del campesino, de todos los habitantes del suelo organizado bajo un estado (que en Francia se denominó el «bonapartismo»). Lo popular, en cambio, era todo un sector social de una nación en cuanto explotado u oprimido, pero que guardaba igualmente cierta «exterioridad» —como veremos más adelante—. Oprimidos en el sistema estatal, alterativos y libres en aquellos momentos culturales simplemente despreciados por el dominador, como el folklor41, la música, la comida, la vestimenta, las fiestas, la memoria de sus héroes, las gestas emancipatorias, las organizaciones sociales y políticas, etcétera.

Como puede verse, la visión sustancialista monolítica de una cultura latinoamericana había sido dejada atrás, y las fisuras internas culturales crecían gracias a la misma revolución cultural.

Modernidad, globalización del occidentalismo, multiculturalismo liberal y el imperio militar de la «guerra preventiva»

Lentamente, aunque la cuestión había sido vislumbrada intuitivamente desde finales de la década de los 50, se pasa de a) una obsesión por «situar» América Latina en la historia mundial —lo que exigió reconstruir totalmente la visión de dicha historia mundial—, a b) poner en cuestión la visión standard (de la generación hegeliana) de la misma historia universal que nos había «excluido», ya que al ser «eurocéntrica» construía una interpretación distorsionada42, no sólo de las culturas no-europeas, sino que, y esta conclusión era imprevisible en los 50 y no había sido esperada a priori, igualmente interpretaba inadecuadamente a la misma cultura occidental. El «orientalismo» (defecto de la interpretación europea de todas las culturas al oriente de Europa, que Edward Said muestra en su famosa obra de 1978, Orientalismo) era un defecto articulado y simultáneo al «occidentalismo» (interpretación errada de la misma cultura europea). Las hipótesis que nos habían permitido negar la inexistencia de la cultura latinoamericana nos llevaban ahora al descubrimiento de una nueva visión crítica de las culturas periféricas, e inclusive de Europa misma. Esta tarea iba siendo emprendida casi simultáneamente en todos los ámbitos de las culturas poscoloniales periféricas (Asia, África y América Latina), aunque por desgracia en menor medida en Europa y Estados Unidos.

En efecto, a partir de la problemática «posmoderna» sobre la naturaleza de la modernidad —que en último término es todavía una visión «europea» de la modernidad—, advertí que lo que había llamado «posmoderno»43, era algo distinto de lo que aludían los posmodernos de los 80 (al menos daban otra definición del fenómeno de la modernidad tal como yo lo había entendido desde los trabajos efectuados para situar a América Latina en confrontación con una cultura moderna vista desde la periferia colonial). Por ello, me vi en la necesidad de reconstruir desde una perspectiva «exterior», es decir: mundial (no provinciana como eran las europeas), el concepto de «modernidad», que tenía (y sigue teniendo) en Europa y Estados Unidos una clara connotación eurocéntrica, notoria desde Lyotard o Vattimo, hasta Habermas y de otra manera más sutil en el mismo Wallerstein —es lo que he denominado un «segundo eurocentrismo».

El estudio de esta cadena argumentativa me permitió vislumbrar un horizonte problemático y categorial que relanzó nuevamente el tema de la cultura, ahora como crítica de la «multiculturalidad liberal» (a la manera de un John Rawls, por ejemplo en The Law of People), y también como crítica del optimismo superficial de una pretendida «facilidad» con la que se expone la posibilidad de la comunicación o del diálogo multicultural, suponiendo ingenuamente (o cínicamente) una simetría —inexistente en realidad— entre los argumentantes.

Ahora no se trata ya de «localizar» a América Latina. Ahora se trata de «situar» a todas las culturas que inevitablemente se enfrentan hoy en todos los niveles de la vida cotidiana, de la comunicación, la educación, la investigación, las políticas de expansión o de resistencia cultural y hasta militar. Los sistemas culturales, acuñados durante milenios, pueden despedazarse en decenios o desarrollarse por el enfrentamiento con otras culturas. Ninguna cultura tiene asegurada de antemano la sobrevivencia. Todo esto se ha incrementado hoy, siendo un momento crucial en la historia de las culturas del planeta.

En mi visión del curso de «Hipótesis para el estudio de Latinoamérica en la historia universal», y en los prime-ros trabajos de esa época, tendía a mostrar el desarrollo de cada cultura como un todo autónomo o independiente. Había «zonas de contactos» (como el Mediterráneo oriental, el océano Pacífico y las estepas euroasiáticas desde el Gobi hasta el Mar Caspio), pero explícitamente dejaba hasta la expansión portuguesa por el Atlántico sur y hacia el océano Índico, o hasta el «descubrimiento de América» por España, el comienzo del despliegue del «sistema-mundo», y la conexión por primera vez de las grandes «ecumenes» culturales independientes (desde Amerindia, China, el Indostán, el mundo islámico, la cultura bizantina y la latino-germánica). La modificación radical de esta hipótesis, por la propuesta de A. Gunder Frank del «sistema de los cinco mil años» —que se me impuso de inmediato porque era exactamente mi propia cronología—, cambió el panorama. Si debe reconocerse que hubo contactos firmes por las indicadas estepas y desiertos del norte de Asia oriental (la llamada «ruta de la seda»), fue la región de la antigua Persia, helenizada primero (en torno a Seleukon, no lejos de las ruinas de Babilonia) y después islamizada (Samarkanda o Bagdad), la «placa giratoria» del mundo asiático-afro-mediterráneo. La Europa latino-germana fue siempre periférica (aunque en el sur tenía un peso propio por la presencia del antiguo imperio romano), pero nunca fue «centro» de esa inmensa masa continental. El mundo musulmán (desde Mindanao en Filipinas, Malaka, Delhi, el «corazón del mundo» musulmán, hasta el Magreb con Fez en Marruecos o la Andalucía de la Córdoba averroísta) era una cultura mercantilista mucho más desarrollada (científica, teórica, económica, culturalmente) que la Europa latino-germana después de la hecatombe de las invasiones germanas44, y las mismas invasiones islámicas desde el siglo VII d.C. Contra Max Weber debe aceptarse una gran diferencia civilizatoria entre la futura cultura europea (todavía subdesarrollada) con respecto a la cultura islámica hasta el siglo XIII (las invasiones turcas siberianas troncharán la gran cultura árabe).

En occidente, la «modernidad», que se inicia con la invasión de América por parte de los españoles, cultura here-dera de los musulmanes del Mediterráneo (por Andalucía) y del renacimiento italiano (por la presencia catalana en el sur de Italia)45, es la «apertura» geopolítica de Europa al Atlántico; es el despliegue y control del «sistema-mundo» en sentido estricto (por los océanos y no ya por las lentas y peligrosas caravanas continentales), y la «invención» del sistema colonial, que durante 300 años irá inclinando lentamente la balanza económico-política en favor de la antigua Europa aislada y periférica. Todo lo cual es simultáneo al origen y desarrollo del capitalismo (mercantil en su inicio, de mera acumulación originaria de dinero). Es decir: modernidad, colonialismo, sistema-mundo y capitalismo son aspectos de una misma realidad simultánea y mutuamente constituyente.

Si esto es así, España es entonces la primera nación moderna. Esta hipótesis se opone a todas las interpretaciones de la modernidad, del centro de Europa y Estados Unidos, y aun es contraria a la opinión de la inmensa mayoría de los intelectuales españoles hoy en día. Sin embargo, se nos impone cada vez con mayor fuerza, a medida que vamos encontrando nuevos argumentos. En efecto, la primera modernidad, la ibérica (de 1492 a 1630 aproximadamente), tiene matices musulmanes por Andalucía (la región que había sido la más culta del Mediterráneo46 en el siglo XII), se inspira en el renacimiento humanista italiano implantado firmemente por la «reforma» del cardenal Cisneros, por la reforma universitaria de los dominicos salmanticenses (cuya segunda escolástica es ya «moderna» y no meramente medieval), y en especial poco después, por la cultura barroca jesuítica, que en la figura filosófica de Francisco Suárez inaugura en sentido estricto el pensamiento metafísico moderno47. El Quijote es la primera obra literaria moderna de su tipo en Europa, cuyos personajes tienen cada pie en un mundo distinto: en el sur islámico y en el norte cristiano, en la cultura más avanzada de su época y en la inicial modernidad europea48. La primera gramática de una lengua romance fue la caste-llana, editada por Nebrija en 1492. En 1521 es aplastada por Carlos V la primera revolución burguesa en Castilla (los comuneros luchan por la defensa de sus fueros urbanos). La primera moneda mundial es la moneda de plata de México y Perú, que pasaba por Sevilla y se acumulaba finalmente en China. Es una modernidad mercantil, burguesa, humanista, que comienza la expansión europea.

La segunda modernidad se desarrolla en las Provincias Unidas de los Países Bajos, provincia española hasta comienzo del siglo XVII49, un nuevo desarrollo de la modernidad, ahora propiamente burguesa (1630-1688). La tercera modernidad, inglesa y posteriormente francesa, despliega el modelo anterior (filosóficamente iniciado por Descartes o Spinoza, desplegándose con mayor coherencia práctica en el individualismo posesivo de Hobbes, Locke o Hume).

Con la revolución industrial y la ilustración, la modernidad alcanzaba su plenitud, y al mismo tiempo se afianzaba el colonialismo expandiéndose Europa del norte por Asia, primero, y posteriormente por África.

La modernidad habría tenido cinco siglos, lo mismo que el «sistema-mundo», y era coextensivo al dominio europeo sobre el planeta, del cual había sido el «centro» desde 1492. América Latina, por su parte, fue un momento constitutivo de la modernidad. El sistema colonial no pudo ser feudal —cuestión central para las ciencias sociales en general, demostrada por Sergio Bagú en 1949—, sino periférico de un mundo capitalista moderno, y por lo tanto él mismo moderno.

En este contexto se efectuó una crítica a la posición ingenua que definía el diálogo entre las culturas como una posibilidad simétrica multicultural, idealizada en parte, y donde la comunicación pareciera ser posible para seres racionales. La «Ética del discurso» adoptaba esta posición optimista. Richard Rorty, y con diferencias A. McIntyre, mostraba la completa inconmensurabilidad de una comunicación imposible o su extrema dificultad. De todas maneras se prescindía de situar a las culturas (sin nombrarlas en concreto ni estudiar su historia y sus contenidos estructurales) en una situación asimétrica que se originaba por sus respectivas posiciones en el sistema colonial mismo. La cultura europea, con su «occidentalismo» obvio, situaba a las otras culturas como más primitivas, premodernas, tradicionales, subdesarrolladas.

 

En el momento de elaborar una teoría del «diálogo entre culturas» pareciera que todas las culturas tienen simétricas condiciones. O por medio de una «antropología» ad hoc se efectúa la tarea de la observación descomprometida (o en el mejor de los casos «comprometida») de las culturas primitivas. En este caso existen las culturas superiores (del «antropólogo cultural» universitario) y «las otras» (las primitivas). Entre ambos extremos están las culturas desarrolladas simétricas y «las otras» (a las que ni siquiera se puede situar asimétricamente por el abismo cultural infranqueable). Es el caso de Durkheim o de Habermas. Ante la posición observacional de la antropología no puede haber diálogo cultural con China, la India, el mundo islámico, etcétera, que no son culturas ilustradas ni primitivas. Están en la «tierra de nadie».

A esas culturas, que no son ni «metropolitanas» ni «primitivas», se las va destruyendo por medio de la propaganda, de la venta de mercancías, productos materiales que son siempre culturales (como bebidas, comidas, vestidos, vehículos, etcétera), aunque por otro lado se pretende salvar dichas culturas valorando aisladamente elementos folklóricos o momentos culturales secundarios. Una trasnacional de la alimentación puede subsumir entre sus menús un plato propio de una cultura culinaria (como el Taco Bell). Esto pasa por «respeto» a las otras culturas.

Este tipo de multiculturalismo altruista queda claramente formulado en el «overlapping consensus» de John Rawls, que exige la aceptación de ciertos principios procedimentales (que son inadvertida y profundamente culturales, occidentales) que deben ser aceptados por todos los miembros de una comunidad política, y permitiendo al mismo tiempo la diversidad valorativa cultural (o religiosa). Políticamente, esto supondría en los que establecen el diálogo aceptar un estado liberal multicultural, no advirtiendo que la estructura misma de ese estado multicultural, tal como se institucionaliza en el presente, es la expresión de la cultura occidental y restringe la posibilidad de sobrevivencia de todas las demás culturas. Subrepticiamente se ha impuesto una estructura cul tural en nombre de elementos puramente formales de la convivencia (que han sido expresión del desarrollo de una cultura determinada). Además, no se tiene clara conciencia de que la estructura económica de fondo es el capitalismo trasnacional, que funda ese tipo de estado liberal, y que ha limado en las culturas «incorporadas», gracias al indicado overlapping consensus (acción de vaciamiento previo de los elementos críticos anticapitalistas de esas culturas), diferencias antioccidentales inaceptables.

Este tipo aséptico de diálogo multicultural (frecuente también entre las religiones universales) se vuelve en ciertos casos una política cultural agresiva, como cuando Huntington, en su obra El choque de civilizaciones, aboga directamente por la defensa de la cultura occidental por medio de instrumentos militares, en especial contra el fundamentalismo islámico, bajo cuyo suelo se olvida de indicar que existen los mayores yacimientos petroleros del planeta (y sin referirse a la presencia de un fundamentalismo cristiano, especialmente en Estados Unidos, de igual signo y estructura). De nuevo no se advierte que «el fundamentalismo del mercado» —como lo denomina George Soros— se basa en el fundamentalismo militar agresivo de las «guerras preventivas», a las que se disfraza de enfrentamientos culturales o de expansión de una cultura política democrática. Se ha pasado así de la pretensión de un diálogo simétrico del multiculturalismo a la supresión simple y llana de todo diálogo y a la imposición por la fuerza de la tecnología militar de la propia cultura occidental —al menos éste es el pretexto, ya que hemos sugerido que se trata meramente del cumplimiento de intereses económicos, del petróleo, como en la inminente guerra de Iraq50.

En su obra Imperio, A. Negri y M. Hardt sostienen cierta visión posmoderna de la estructura globalizada del sistema-mundo. A ella es necesario anteponerle una interpretación que permita comprender más dramáticamente la coyuntura actual de la historia mundial, bajo la hegemonía militar del estado estadunidense (el home-State de las grandes corporaciones trasnacionales, que lentamente, como cuando en la república romana César atravesó el Rubicón), que va transformando a Estados Unidos de una república en un imperio51, dominación posterior al final de la guerra fría (1989), que intenta encaminarse a una gestión monopolar del poder global. ¿A qué queda reducido el diálogo multi-cultural de cierta visión ingenua de las asimetrías entre los dialogantes? ¿Cómo es posible imaginar un diálogo simétrico ante tamaña distancia en la posibilidad de empuñar los instrumentos tecnológicos de un capitalismo fundado en la expansión militar? ¿No estará todo perdido, y la imposición de cierto occidentalismo, cada vez más identificado con el «americanismo» (estadunidense, es evidente), borrará de la faz de la tierra a todas las culturas universales que se han ido desarrollando en los últimos milenios? ¿No será el inglés la única lengua clásica que se impondrá a la humanidad, que agobiada deberá olvidar sus propias tradiciones?