Los niños de los árboles

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Capítulo 8

Andaba a toda prisa sin mirar atrás en su jadeante camino a casa. Un sudor gélido le acompañaba. Porfiaba por acelerar los pasos, pero el miedo le paralizaba, como una red invisible que le empujaba y le impedía avanzar. No había nadie, solo los mismos edificios y árboles de siempre, y a ese escenario familiar se aferraba en su lucha por disipar temores. Pero hasta las pétreas fachadas de las viviendas que flanqueaban su marcha parecían haberse confabulado contra él. Sentía que las paredes temblaban a su paso, como si hubieran adquirido de repente la cualidad de la premonición, le advirtieran de su inminente fatalidad y le dieran la espalda. Aquel silencio le espantaba, apenas un tenue ulular del viento, casi imperceptible. Al menos su corazón, que ya bombeaba al límite de su potencia, le recordaba que estaba vivo. Y la oscuridad se echaba encima, tragándose su propia sombra. ¿Cómo podía habérselo permitido? Todo cuadraba: eran las condiciones en las que el hombre del saco salía a cazar criaturas. ¡Cuántas veces se lo habían dicho! Un niño, sin testigos y en la noche. La distancia hasta su hogar menguaba. ¿Y si echaba a correr? Echó. ¡En unos instantes ya estaría a salvo! Doblando una esquina más, ya tendría a la vista su portal, cuyas dos altas, macizas y grisáceas hojas de madera carcomida aún estarían abiertas. El sereno aún no las habría cerrado con sus enormes llaves de hierro oxidado; aún faltaba mucho para su ronda. Dejó atrás la esquina. Más que correr, ¡volaba! Nada le detenía. Hasta una ligera brisa le impulsaba. Solo dos o tres zancadas más... Ya entraba por la puerta exterior de su bloque; ya alzaba la mirada para ver los escalones que conducían a casa. Recuperaba el aliento. Iba a gritar: «¡Abriiiiid!» —alargando al máximo la segunda sílaba, como siempre solía hacer, al anunciar a su madre la llegada—. Pero no terminó de pronunciarlo. Su voz se ahogó mientras una enorme mano obstruía su boca y su nariz, cortándole la respiración. De repente dejó de ver. Un manto áspero cubrió sus ojos y después todo su cuerpo. Notó un violento vuelco desde los pies que le dejó colgando con la cabeza hacia abajo, chocando a intervalos regulares con la zona lumbar de su raptor. Julián sabía que era el fin. Era presa del hombre del saco. Estaba atrapado. No tenía escapatoria. ¿A quién pedir auxilio? Iba a morir. Había oído miles de veces, en boca de los mayores, que aquel ser siempre perseguía la sangre y la grasa del abdomen de sus capturas y, a punto de entrar en trance, se llevó las manos al vientre en un vano intento de protegerse anticipadamente del sacamantecas. Debían ya estar en su guarida porque tiraban del saco para sacarle. La luz empezaba a filtrarse por algún resquicio de la gruesa tela; sabía que iba a enfrentarse a ese decrépito y repugnante rostro; el último que iba a ver. Respiró hondo y profirió un alarido descomunal que expulsó toda su angustia contenida.

—¿Pero por qué chillas así? Te estás tocando la tripa. ¿Te duele otra vez? —gritó su madre tras liberarle de la sábana que le envolvía como a una momia.

—Porque he tenido una pesadilla, mamá —dijo Julián, poniendo ojitos lastimeros, aún cegados ante la súbita claridad.

—Ahora en el colegio la olvidarás, hijo —le consoló besando tiernamente su frente—. Mira, te traigo el desayuno a la cama, te he comprado un tortel. ¡Tu bollo favorito!

Su madre le puso la gran rosca de hojaldre con miel y virutas de coco en la mano, después asió la cucharilla del interior de un vaso humeante de café con leche y comenzó a agitarla sonoramente, tratando de disolver el azúcar. A Julián se le hizo la boca agua ante el crujiente pastel que tenía delante y por un momento olvidó que el hombre del saco había vuelto a amargarle la noche domando sus sueños y empapando en sudor su despertar.

Julián seguía al grupo, camino del colegio, mientras observaba la frenética actividad matinal de la Colonia Moscardó, con el Mercado de Usera ya en plena ebullición. Arrugó la cara en un gesto de aversión al cruzarse con un hombre que cargaba al hombro, sin envoltorios y a la vista de todos, una res despellejada, de la que aún caían sobre la acera hilos de sangre, como si recién acabara de ser sacrificada en el matadero. Le sobrecogieron los ojos del cadáver, que aún parecían muy vivos, evidenciando cierto pudor hacia quienes le contemplaban de esa guisa en medio del gentío e inquietud por desconocer hacia dónde le conducían. El mozo descargó la ternera pintando un gran charco rojo sobre el frío y blanco mostrador de mármol de la carnicería de Jesús: un hombre alto, rollizo y de cuello extremadamente hinchado por el ataque del bocio, que en esos momentos golpeaba con las manos en alto los filos de dos enormes cuchillos de anchas hojas, como preparándose para el descuartizamiento.

Vio al carbonero y a sus dos oscuras manos al volante detener su motocarro azul. En su cajón trasero al descubierto portaba amplios sacos ennegrecidos por el oficio, repletos de astillas y de carbón. Se disponía al reparto de suministro para los viejos hornos que aún reinaban en las cocinas de buena parte de los hogares de la colonia.

Saludaron sus amigos al Catones, nombre con el que hacía tiempo habían bautizado al hombre parlanchín, de tez verdusca y ojos risueños, que recogía cartones junto a las basuras para venderlos al peso, después de apilarlos, atarlos y transportarlos con gran destreza.

—¡Catones, Catones…! —siempre le voceaban con la misma entonación, como terminando en puntos suspensivos.

Y el Catones como una flecha resolvía la cancioncilla:

—Arráscame los cojones verás cómo se me ponen. —Y ya sin musicalidad proseguía con insinuaciones sexuales a madres y hermanas que parcialmente escapaban al entendimiento de la chiquillería, pero que instintivamente les hacía retroceder de vergüenza.

Pasó un carro de chatarra en las manos de un gitano, no mucho mayor que ellos, que fustigaba a una mula tuerta, a la que llamaba Marimorena, estimulando su trotar cansino. Y el lechero del triciclo con sus tintineantes botellas de vidrio transparente, que atendía a los pedidos de al menos la mitad de las casas del barrio.

Estruendosos y reconocidos chillidos desviaron al grupo de su ruta al Colegio Amanecer. Querían ver de cerca los pollos pintados de múltiples y vistosos colores de un vendedor ambulante. Los exponía hacinados en cajas de cartón sobre el suelo junto a la puerta principal del mercado, que engullía un tráfico cada vez más incesante de mujeres con bolsas textiles, aún vacías, en ambas manos. Contemplaban absortos el eléctrico movimiento de los polluelos abriéndose paso en tan estrecho receptáculo, estrujándose sus redondas cabecitas de ojos negros y moviendo el pico sin parar, en un angustioso e interminable piar.

—A duro los dos polluelos, señoras. A duro, solo un durito los dos pollitos. Mira, Mari qué bonito el rojo y el verde, los tengo azules, naranjas y amarillos. Llévenselos a sus hijos, a duro, a duro, que se acaban los polluelos de colores, a durito... —cantaba el género vivo mientras cada vez más niños, con las carteras aún asidas u olvidadas sobre la acera, manoseaban sin cesar sus pollos—. Apartad, apartad, que me tapáis la mercancía. Venga ya a la escuela y decid en casa que mañana vuelvo a la plaza. Ya sabéis, por un durito dos pollitos de colores a elegir.

Con las manos como paletas, llenas de pintura aún fresca de la piel de las aves, Julián, su cuadrilla y todos los chicos que acudieron al reclamo de tan llamativo vendedor, retomaron el camino de su diaria obligación, improvisando una guerra de colores; manchándose la cara unos a otros con sus pringosas palmas y yemas.

Al doblar la última esquina que ocultaba a sus ojos los muros del Colegio Amanecer, mientras un misil digital hacía blanco en su pómulo, Julián reconoció a Manuel, su rubio compañero de apellido. Vivía tan pegado al umbral del colegio que estaba convencido de que en 60 segundos era capaz de saltar de la cama y darle los buenos días a Pilar y a Coral, vestirse, tragarse la leche de un trago y zamparse el Bony o el Tigretón, atender cualquier apretón, lavarse la cara y las manos, coger la cartera y situarse en la fila de quinto dispuesto a la formación antes de expirar el minuto. Pero Manuel no se había propuesto ese día batir su propio récord entre el colchón y el patio de salutación a la bandera. Abandonó la trayectoria recta y lógica hacia la entrada al Amanecer y se dirigió a su derecha, deteniéndose en la esquina de la calle que flanqueaba uno de los muros del colegio, frente a la puerta oscura de la vivienda del conserje: una casucha de una sola planta, levantada con mal gusto como un apéndice deforme en los bajos de la fachada donde moría su edificio anexo.

Julián esquivó el impacto de unos dedos rojos y azules sobre su frente con un ágil giro de cuello, pero no las anónimas zarpas que a su espalda restregaban a su antojo sus orejas. Cuando sus ojos buscaron de nuevo a Manuel donde hacía unos instantes le habían situado, solo pudieron detenerse en la puerta del conserje que solitaria parecía haber adquirido, de repente, un aspecto más sombrío.

Salía entonces de su edificio la madre del compañero que había perdido de vista. Iba Pilar cubierta con un llamativo vestido de flores que vislumbraba las impecables curvas trazadas en su figura de mujer, a modo de una segunda y peripuesta piel. Una vieja, desde la ventana asomó su cabeza entre los visillos dibujando en su rostro visajes de repulsión mientras seguía vigilante los voluptuosos pasos de Pilar. Articulando los labios, pero en silencio, dedicó a sus espaldas algunas calumnias escupiéndose después en una mano y limpiándose los restos de babas de la boca en el traslúcido cortinaje tras el cual desapareció. Pilar se dio la vuelta un momento para lanzar un tierno beso en la distancia a su hija Coral que, aún somnolienta, intentó devolvérselo imitando su gestualidad, antes de cruzarse en el camino de Julián.

 

—Peque, dile a mi hermano que se tome el cuartillo del recreo. No había leche en casa —le dijo suavemente doblando ligeramente las rodillas para equilibrar sus alturas, en expresión casi maternal, mostrando a las claras el abismo biológico y generacional que había entre ellos, aunque apenas un año se llevaban.

—Me ocuparé de que se lo beba, Coral —balbuceó lastimosamente Julián, con la lengua pesada y reseca; perplejo por la inesperada contemplación, a través de un pliegue de la desabotonada camisa de la hermana de su compañero, del pirueteo autónomo de un pequeño pecho desnudo, casi blanco y sonrosado en su cúspide, que a intervalos rozaba aquel tejido azulado como acariciando el cielo.

—¿Estás lelo o qué? ¡Dile a Manuel que se beba la leche! ¡Y lávate esa cara!

Capítulo 9

Con una pelota amarilla en una mano y otra más liviana y celeste en la otra, incautadas ambas en el recreo, don Pedro explicaba el movimiento de la Tierra —la bola azul— alrededor del Sol —la bola más grande—. Decía que el Planeta estaba en órbita de la Estrella, y no al revés, porque esta era 300000 veces más pesada que la Tierra, que era atraída por su gravedad. Con los brazos extendidos en cruz y sus manos soportando la carga de una pila de libros, Julián padecía dolorosos calambres en sus frágiles muñecas. Dispuesto en línea junto a sus cinco compañeros de rostros pintarrajeados, por la batalla dirimida tras el encuentro con los pollos, penaba el público castigo en un lateral del aula, luchando denodadamente por no ceder al enorme peso que los volúmenes ejercían sobre sus temblorosas manos. Quería evitar la brusca interrupción del magisterio de don Pedro —a modo de irrefutable prueba práctica de la gravedad terrícola— dejando caer los ejemplares de su tormento que a buen seguro impactarían con estruendo sobre el suelo.

Tras comprobar que Manuel, cuyo rastro había perdido en la puerta del conserje, ocupaba despreocupadamente su posición al fondo del aula, dejó volar su mente por el espacio sideral, con la esperanza de ser arrastrado por la fuerza de un astro en forma de montaña puntiaguda, menuda, casi blanca y sonrosada en la cúspide, como el reciente avistamiento detectado bajo la camisa de Coral, alrededor del cual deseaba orbitar eternamente.

Eclipsando al Sol y la Tierra en una caja de cartón del mismo verde pálido tristón de las paredes, que reposaba sobre el anaquel de una aislada estantería metalizada al fondo de la estancia escolar, don Pedro se frotó las manos para sacudirse el polvo de la tiza recién gastada en el trazado sobre la pizarra del elíptico movimiento gravitatorio de los planetas.

—Bien, doy por terminada la clase con antelación, permaneced en silencio hasta escuchar el timbre del recreo. Agüero, vigile el aula y escriba en el encerado el nombre de los agitadores durante mi ausencia. Ustedes seis, los carasucias, vuelvan a dejar los libros en la estantería y síganme. Se las verán con el director.

A Julián le aterraba entrar al despacho de don Alberto. Era la primera vez en cinco años que era conducido por un profesor, cual prisionero en su camino a la celda de las torturas, hacia su departamento, una sala acristalada en el corazón del edificio principal desde la cual se dominaban buena parte de las murallas perimetrales del Colegio Nacional, a modo de torre de vigilancia. Cada lunes, desde su puesto en la formación, intentaba evitar la decrépita figura de don Alberto presidiendo el homenaje a la bandera y si, de vez en vez, se cruzaba con él por los pasillos, nunca acumulaba el suficiente valor para mantener erguida la cabeza. Parecía mentira que ese anciano compitiera en lo más alto del ranking de sus mayores miedos con el sacamantecas, el hombre del saco, que sin haberlo visto jamás, salvo en las peores pesadillas, tanta inquietud y congoja le causaba. Le amedrentaba del director su pelo enmarañado y canoso coronando un rostro huesudo, de profundas cavidades orbitales, pómulos salientes y afilada mandíbula; y su transparente tez que exhibía, como en un escaparate repulsivo de la vida interna del cuerpo, arterias azuladas que empujaban la piel de su cara hacia afuera, como queriendo huir de ella.

Pero sobre todo le daba miedo su inmenso poder, reflejado en las reverencias continuas hacia su persona de toda la plantilla del centro y su voz: pausada, melosa, casi inaudible e invitando al diálogo y, de repente, desbocada y colérica hasta el límite de su potencia tonal en un monólogo de supremacía del que solo cabía esperar la réplica de la reverencia y la sumisión. El pavor se adueñaba de su cuerpo con solo acercarse a aquella puerta de doble hoja de madera parda de la dependencia de don Alberto, que le parecían las tapas de un enorme féretro a cuyo interior estaba a punto de caer.

—Buenos días, señor director. Estos son los seis alumnos en cuestión de mi clase de quinto. ¡Ya puede verlos, como auténticas mujerzuelas se han presentado en el aula! No he permitido que se lavaran sus embadurnados rostros para que usted pudiera comprobar por sus propios ojos el calibre de la indecencia cometida. Es, a todas luces, inmoral tal comportamiento, un oprobio para nuestra respetable escuela. A su buen juicio confío el correctivo pertinente —dijo don Pedro, que tras una señal de respeto cerró la puerta y se marchó.

En una única hilera horizontal, con sus seis cabezas agachadas y manos sometidas unidas por la espalda, la confluencia de sus latidos percutía el silencio como en un preludio turbador a la espera del veredicto de don Alberto, que apoyando ligeramente sus nalgas sobre el escritorio los miraba indiferente sin emitir palabra alguna, como a sabiendas de que así ahondaba en su desasosiego, haciéndoles cumplir ya el castigo sin tan siquiera haberse dictado aún la sentencia.

Aquella estampa tridimensional parecía detenerse en el tiempo cuando el director asió el vértice del pañuelo blanco que asomaba del bolsillo pectoral de su chaqueta. Se lo llevó por un instante a los labios, como acariciándolos, y enseguida a la nariz, arrugándolo al límite en un profundo y ruidoso vaciado de sus fosas nasales. Cuando acabó, desplegó la tela cuadrada sujetando con las manos sus puntas superiores sin perturbarle lo más mínimo mostrar sus mucosas huellas. Julián sentía repelús ante aquella escena y, mientras observaba cómo don Alberto doblaba en cuadraditos el moquero con la pausa y pleitesía de quien pliega una bandera, rodó por su mente la certeza de una repugnante tortura: que la pintura de los pollos incrustada en sus caras les fuera limpiada estampando y haciendo frotar fuertemente en sus rostros el pegajoso pañuelo del director.

—Bien, bien, bien, señores: ¿qué ecuánime castigo he de imponer a su vergonzosa acción, presentarse de esta guisa ante la institución que represento cuya misión es cultivar hombres de provecho? ¿En qué manos pondremos el destino de España cuando ya no estemos, en la de alumnos que acuden de buena mañana al colegio como lastimosos bufones o fulanas en carnaval?

—Verá, señor —se atrevió a pronunciar Julián con un hilo de voz haciendo después una pausa para infundirse valor—. Es que de camino a la escuela nos encontramos a un vendedor de pollos...

—¡Silencio! Usted solo habla cuando yo se lo ordene. ¿Lo ha entendido? —le interrumpió con brusquedad el director, al tiempo que iba estirando hacia arriba una de las patillas de Julián, que luchaba por mitigar el insoportable dolor, como agudos puntazos de agujas cerca de su sien, ganando altura en puntillas con los pies, como una bailarina—. Déjese de excusas. Hasta el más necio reo proclama inocencia con falaces pretextos y evasivas.

De repente uno de los compañeros interrumpió la reprimenda del director con manifiestos gemidos.

—Y usted, deje de llorar como una nenaza o empeorará las cosas. ¿Le presto mi pañuelo?

—Muchas gracias, señor director, pero creo que no será necesario —respondió el estudiante de ipso facto ante tal sugerencia, enjugándose las lágrimas con las manos.

Con los ventanales del despacho de don Alberto abiertos de par en par, Julián advirtió que la hora del recreo se aproximaba al escuchar el familiar tintineo de los cuartillos de leche chocando entre sí en el interior de la jaula metálica. Aquellas botellitas de vidrio de un cuarto de litro, cerradas con una brillante y delgada tapa de hoja de aluminio, que los niños transformaban para colgarse en sus lúdicas competiciones medallas de plata, se fabricaban expresamente para repartir en los colegios en aras de contribuir, con aquel suplemento diario de calcio, al crecimiento sano y fuerte de los huesos de las nuevas generaciones de españoles. La distribución en el patio a los alumnos estaba encomendada, entre otras variadas y amplísimas funciones, al conserje, don Esteban, el hombre para todo. Era de complexión fuerte, manos enormes y dedos como morcillas, cara rolliza y rosada y mirada perdida. Tan reservado que no pocos aún creían que era mudo. Pues la mayoría de las veces se valía de la afirmación o negación gestual del movimiento de la cabeza para comunicarse con sus interlocutores. Siempre andaba sudoroso y envuelto en el ordinario mono azul de trabajo que se cerraba en cremallera desde las partes pudientes y que él dejaba abierto a la altura de los pectorales aun en el más crudo invierno. De repente, Julián recordó el encargo de Coral:

—Peque, dile a mi hermano que se tome el cuartillo del recreo. No había leche en casa.

Y deseó que don Alberto, que en ese momento iniciaba la ejecución de la condena, cinco reglazos sobre las puntas unidas de los dedos de cada mano, llegara hasta él que era el último en el orden del martirio y les dejará en libertad. Pues por nada en el mundo quería defraudar a Coral, más si cabe tras descubrir el íntimo tesoro que escondía bajo la blusa, que tan automáticamente irradió el gozoso cosquilleo que recorrió su tripa. Tenía que asegurarse de que su hermano se bebiera la leche.

A la espera de su inminente penitencia escudriñó entre un bosque de caras y bocas que succionaban los cuartillos por el pequeño agujero que solían perforar con un boli o un palito en el tapón plateado: así se alargaba la deliciosa ingesta, especialmente cuando ya apretaba el calor. El hallazgo de Manuel, alejado de la demanda de leche, como dudando en si trepar o no el tronco de una acacia para alcanzar un brote bajo de pan y quesillo, fue rudamente interrumpido.

—Usted en qué demonios está pensando, deje de mirar por la ventana y exponga sus dedos o le doblaré el castigo.

Y mientras sentía los latigazos del impacto de la madera en las coronillas de sus yemas y el calor de la sangre corriendo en su interior en auxilio de los dedos recién traumatizados, sus ojos, ya llorosos por el dolor del castigo, buscaron de nuevo a Manuel y le encontraron junto al conserje que en ese momento le ofrecía un cuartillo de leche.

—¡Sí, cógelo, tómatelo Manuel, venga! —hablaba para sí Julián, con tal intensidad mental que estaba seguro de que de esa manera le empujaba en la distancia a cumplir su promesa—. ¿Cómo que no quieres? ¡Pero si no has tomado en casa…!

Julián profirió sus últimas palabras en involuntaria viva voz, ante la estupefacción del director y del resto de víctimas allí presentes, al comprobar que Manuel rechazaba la invitación láctea del conserje, que se despedía tiernamente removiendo con sus dedazos la rubia melena del hermano de la chica a la que acababa de decepcionar.

Cabizbajos y en absoluto silencio el grupo de escarmentados aguardaba el permiso para abandonar el despacho del director. Con la quemazón latiendo aún en las manos, Julián observó cómo se iniciaba en el patio la formación de vuelta al aula. Los dos profesores encargados de la custodia del recreo, armados con sus varas, se hallaban en esta ocasión algo alejados del quinto b y eso representaba un peligro inminente para Manuel y el Bombilla, los que siempre solían cobrar en las filas. Recibían porque eran diferentes. Manuel hacía tiempo que era Manoli para la mayoría por su carita de niña y melena rubia y rizada. Su mal era ser demasiado guapo. Del Bombilla pocos recordaban su verdadero nombre, sufría una alopecia infantil severa que dibujaba en su cabeza sin orden ni concierto decenas de desiguales isletas carentes de pelo. Su pecado, que resultaba demasiado extraño, feo. Todos los días, a la mínima oportunidad, la Manoli y el Bombilla recibían golpes en la nuca a mano de no pocos compañeros, que aprovechaban el barullo en la formación para ensañarse con ellos evitando la vigilancia de los maestros. Si las collejas eran más sonoras, más carcajadas provocaban en la columna de alumnos, lo que animaba a atizar con más contundencia. Alguno hasta se permitía el lujo de pegar a distancia.

 

—Dale a la Manoli por mí, que no llego.

Solo en las alineaciones la Manoli y el Bombilla podían recibir no menos de una docena de collejas en un día, sesenta a la semana, varios centenares en un mes. Rara vez conseguían detener los golpes con sus brazos, los encajaban sin mostrar ni siquiera el más leve ademán de devolverlos. Con sus cabezas gachas y aún dolientes, y el ánimo y sus miradas por los suelos, enfilaban con el resto del grupo el camino a clase para escuchar quizá esa mañana, en boca de don Rafael, que el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma del cuadrado de los catetos.

Solo Gómez seguía retenido por el director. En presencia de todos y con diabólica sonrisa, don Alberto le había ordenado que permaneciera en sus dependencias, pues le tenía reservado un premio muy especial. Al resto les permitió marchar no sin antes recordarles que en su institución la reincidencia se sancionaba de un modo ejemplar. Que midieran su conducta e impidieran a toda costa que tuviera que volver a ver de nuevo sus caras.

El grupo liberado atravesaba en fila ordenada el pasillo en dirección al aula, hasta que al doblar una esquina rompieron filas maldiciendo a su verdugo con toda clase de improperios.

—¡Qué asco! ¡Olía fatal su pañuelo! ¡Ugghhhhh! —exclamó uno de ellos.

—Pobre Gómez, le va a plantar el pañuelo de mocos en la cara para sacarle la pintura —intervino Julián antes de abrir la puerta y pedir permiso para entrar en clase.

Con acompasados golpecitos con la regla sobre la palma de una mano, el director empezó a hablar girando alrededor del alumno, que permanecía en posición de firme y en silencio en el despacho.

—Como habrá visto, señor Gómez, usted es el único que se ha librado de los golpes de mi Generala —dijo con exaltada emoción don Alberto, mientras levantaba como una espada la vara de madera maciza empleada en sus medidas correctivas, que por su fiel dedicación debía haberse merecido tan alto rango en el escalafón—. ¿Dígame qué más puedo hacer por usted? Sabe que su padre y yo somos paisanos, que nacimos en la misma fértil tierra de Villaconejos, donde crecen los melones más dulces de España. Su padre no quiere que nos salga usted un pepino amargo y ha depositado en mí toda su confianza para labrarle un buen porvenir. Me ha dado carta blanca en disciplina para pulir su educación. Por ello debe ser un ejemplo de responsabilidad ante sus compañeros. Y como quiero que no lo olvide jamás…

En un arrebato de ira, don Alberto estampó con ímpetu su mano extendida sobre la cara del alumno, que aguantó el escarmiento en silencio hasta notar que la sangre le emanaba a chorros por la nariz. El director inclinó hacia atrás la frente de Gómez con la misma mano que le había golpeado y le condujo hacia su aseo personal para procurarle auxilio. En el camino con la mano libre asió de un bolsillo el moquero usado y presionó fuertemente el tabique nasal del estudiante herido tratando de detener la hemorragia.

—Tranquilícese. Ahora voy a limpiarle toda esa sangre, que se ha puesto usted como un Cristo.

De vuelta al colegio, después de comer, Javier Gómez vino acompañado de su padre. Uno marchó a clase, el otro fue a saludar al de su pueblo a su despacho. Entró sin llamar y sin dar las buenas tardes. Fue de inmediato al director y con un brazo lo levantó a pulso cogiéndole de la pechera. Que darle un buen palo con la regla, valía; que si el zagal merecía un guantazo, pues también; pero que qué era eso de dejar a su vástago en cueros y lavarle. Que eso era cosa de maricones y que ya ni le bañaba su propia madre porque el muchacho se ponía rojo como un tomate. Y que tuviera cuidado de no volver a ponerle una mano encima a su zagal si no quería que le rajara las tripas como a un melón para cebar con ellas a sus gorrinos de Villaconejos.