Cambio sin ruptura

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Eres de los que cree que la modernización lleva a estos reventones…

Ignacio. Es decir, el estallido social, la revuelta, o como quiera llamársele, estas reacciones contra las desigualdades, los abusos y los privilegios, son aspectos de la modernización. En otras palabras, para decirlo en términos muy sencillos: el acelerado proceso de crecimiento, modernización y desarrollo que ha vivido Chile y otros países –incluida China– en los últimos 30 años, genera tremendas tensiones, contradicciones, desigualdades. Por lo tanto, no hay que ver esto que hemos vivido como una patología. Esto está escrito en los textos de sociología política. Pero, por otra parte, no hay que idealizar tampoco la modernización, que es un proceso muy complejo y muy disruptivo.

No hay ningún consenso en Chile sobre las causas de las revueltas y, de hecho, la falta de un diagnóstico común dificulta el problema. Pero dejando este asunto para más adelante, porque hablaremos de ello, ¿dónde crees, Ignacio, que está la salida?

Ignacio. Lo señaló el propio Huntington, el 68: el camino es la capacidad de las instituciones para procesar estos conflictos sociales, porque los conflictos sociales tampoco son una patología. Y ese es el momento de la política y de las instituciones. La capacidad para procesar estos conflictos sociales de una manera tal que prevalezca la vía institucional por sobre la vía insurreccional. Entonces, ahí hay un aspecto que yo creo que hay que desdramatizar. Porque, ¿por qué surge esta indignación y estos estallidos? Porque la gran promesa de estos países de ingreso medio como Chile –muy heterogéneos y vulnerables, pero que ya no son los países del tercer mundo y subdesarrollados de los años setenta–, es la movilidad social ascendente que se ha visto interrumpida. Y ahí tenemos un gran desafío en Chile, en América Latina y en el mundo.

Ernesto. Lo que señala Ignacio es curioso, porque en algunos países de Europa, por ejemplo, las revueltas se producen en los sectores medios que ven una caída en relación a cómo estaban. Ellos estaban mejor y sienten que cayeron. En Chile, en cambio, ni el más desaforado va a decir que en Chile estábamos mejor hace 30 años. En Chile, hay muchos sectores que salieron de la pobreza, que sus hijos van a estar mejor que ellos, pero quisieran más: ven un techo, ven una promesa incumplida. Pero, desgraciadamente, los demócratas no podemos prometer el paraíso. La democracia es siempre una promesa incumplida. Por lo tanto, no tenemos esa soltura de cuerpo que tiene el populista o el autoritario de decir: síganme, porque yo encarno el paraíso. Nosotros estamos obligados a razonar, a deliberar, a decir: miren, tenemos que ir avanzando, pero tenemos que ir avanzando con estas dificultades. Y por eso el camino del demócrata es un camino más seguro, más libre. No tiene esa epopeya mentirosa.

Ignacio. La gran promesa a esos sectores medios emergentes y aspiracionales fue que a través de la educación iban a lograr el gran ascenso meritocrático. Están las cifras: teníamos 200.000 jóvenes en la educación superior en 1990 y ahora hay 1.200.000. Pero ahí sí que hubo una promesa incumplida, porque creamos una tremenda expectativa, por un lado, con todos los temas de financiamiento, la mochila financiera, el CAE, todo lo que sabemos. Esto es un fenómeno bastante global. Pero, por otro, no fuimos capaces de vincular esa promesa meritocrática a los mercados laborales, al tema del trabajo, donde hay una tremenda precariedad en ese nivel. Tiene que ver también, al menos en parte, con el hecho que dejamos de crecer, no sólo en Chile, sino que en el mundo. Esta promesa parecía que se iba a cumplir con el boom de los commodities entre el 2003 y el 2014, y ahí florecieron Hugo Chávez y el ALBA, el Socialismo del siglo XXI, Lula da Silva y Dilma Rousseff, Nestor Kirchner y Cristina Fernández, pero fue pura espuma, porque hace seis o siete años, coincidiendo con el fin del boom de los commodities, dejamos de crecer y estas promesas incumplidas generaron gran frustración en los jóvenes, las familias y los sectores medios. Esa no es solo la realidad de los países ya mencionados, sino de Chile, Perú, México, Colombia; en América Latina hemos dejado de crecer y nos acercamos al camino de la mediocridad, tal como advirtió en 2015 Christine Lagarde, directora del FMI, para las economías emergentes.

Ernesto. Resultó una promesa deforme.

Este contexto que describen, ¿deja el camino abierto para el populismo?

Ignacio. La crisis de la democracia representativa es real. La crisis de las formas tradicionales de intermediación política, como los partidos, el Congreso, abre la tentación de caer en el espejismo de la llamada democracia directa o participativa, como decía Ernesto. Yo sostengo que en América Latina la verdadera disyuntiva es entre Democracia de Instituciones –que pertenece a la tradición de la democracia representativa, constitucional, y deliberativa– y la Democracia de Caudillos, que pertenece a la tradición de la democracia populista, plebiscitaria y delegativa, tan propia de nuestra región. El caudillismo y el populismo en América Latina siempre han sido un sentimiento que consiste en la apelación de un líder carismático a las masas, al pueblo, sin intermediación política, con la promesa del paraíso a la vuelta de la esquina. Es el gran peligro de América Latina: pensar que una democracia directa o participativa pueda ser la alternativa a la democracia representativa, constitucional, deliberativa. Ese camino termina en Hugo Chávez y Nicolás Maduro, en la dictadura corrupta de Venezuela, o en Jair Bolsonaro en Brasil. Y para qué decir en Daniel Ortega y la compañera Rosario Murillo, su esposa y vicepresidenta, que es otra democracia corrupta en Nicaragua, o en Bukele en El Salvador.

Un académico chileno, Cristóbal Rovira, dice que todos tenemos un pequeño Donald Trump dentro y que la pregunta es en qué condiciones se activa…

Ignacio. En la universidad de Notre Dame, en el estado de Indiana, asistí hace un par de años a una charla de Michael Sandel sobre este tema de la tiranía de la meritocracia. Pero el título de su charla era muy interesante y muy sugerente: “Do populist have a point?”, se preguntaba Sandel. Es decir, él se preguntaba si los líderes populistas, en esta ola nacionalista-populista que estamos viviendo, tenían un punto a su favor. Y él dice que sí. En el fondo, lo que trata de explicar es por qué surgen estos liderazgos, a lo Donald Trump, Jair Bolsonaro y todo lo que sabemos en Europa. Y su respuesta es que las élites políticas tradicionales tienen que asumir la responsabilidad que les cabe en haber creado las condiciones, por acción o por omisión, que dieron lugar al surgimiento de estos líderes y estos fenómenos populistas. Y agregaba, en forma mucho más provocadora, la especial responsabilidad que tendrían los líderes liberal-demócratas o socialdemócratas de la Tercera Vía, en la expresión de Anthony Giddens, como Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Inglaterra, Gerhard Schröder en Alemania.

¿Por qué?

Ignacio. Según él, aunque esto es controvertido, estos líderes progresistas fueron abandonando a la clase trabajadora. Se enamoraron de lo que él llama la globalización neoliberal, que ya hemos visto que no es tan así. De acuerdo a Sandel, los socialdemócratas se enamoraron de los mercados, de la desregulación, de los tratados de libre comercio y fueron abandonando a la clase trabajadora a su propia suerte. Y esta clase trabajadora fue volcándose a estos líderes populistas, principalmente de derecha, como Marine Le Pen en Francia. Recordemos que todos los líderes populistas que hemos mencionado tienen una fuerte base social. Sobre todo en el sector obrero y de trabajadores. Parto por ahí porque creo que es una pista interesante. Estos liderazgos populistas, nacionalistas, no surgen de la nada, como dice Sandel, sino que hay que hacerse cargo de cómo esta intermediación política de los partidos, de los congresos, de los liderazgos políticos, fue perdiendo sintonía con la sociedad en su conjunto. Esta clase obrera que había surgido de la sociedad industrial, que se desestructuró, que tuvo la promesa que, a través de los mercados, de la educación, iba a volver a surgir. Hay ahí un gran desafío para nosotros, Ernesto, como parte de esa clase política tradicional, sin ningún ánimo de autoflagelación. Pero necesitamos una reflexión que nos permita rectificar muchas cosas que explican el surgimiento de estos movimientos.

Ernesto. Sin duda estoy de acuerdo, el tema es complejo. Yo viví muy de cerca todo esto, porque conocí a todas las personas que tú has señalado. Tuve la suerte y la oportunidad de conversar con ellos. Los dirigentes que encarnaron la llamada Tercera Vía y su creador el importante sociólogo Anthony Giddens no cometieron solo errores, ellos lograron en muchos aspectos detener el impulso conservador a principios del siglo XXI. Aportaron una renovación necesaria del Estado de Bienestar. Pero estoy de acuerdo y lo he escrito, que hubo una especie de ilusión óptica durante este período y se pensó que la economía andaba bien, entonces la recuperación frente a la revolución conservadora de Thatcher y de Reagan tenía que hacerse de una manera extremadamente cuidadosa para no interrumpir el crecimiento económico. Yo creo que en eso hubo errores. Hay una parte que es estructural, es decir, la clase obrera europea estaba bastante perdida con el hecho de que hubiera descentralización, desconcentración de la producción y que a las empresas les resultara más barato producir fuera de Europa y eso tuvo un efecto muy grande. Pero muchos líderes –que tuvieron también virtudes, que hicieron cosas importantes–, no tuvieron la capacidad de ver eso y se llegó al 2008 y al 2009 de la manera en que se llegó, tan inesperadamente.

En esa crisis se pensaba que, a lo mejor, el capitalismo se iba a autorregular…

 

Ernesto. Pero el capitalismo nunca se autorregula. Si al capitalismo lo dejas suelto, termina en una crisis grave. Después tiene que venir la política a resolver los problemas, como hubo que hacerlo en el 2008 y 2009. Hay una parte de eso que es cierto y que nos tiene que alertar completamente para el futuro. Es decir, yo creo que aquí, quienes estamos por realizar cambio, progreso, mayor igualdad, siempre en libertad, tenemos que tomar muy cuidadosamente la lección de esos años, porque la lección de esos años no es una buena lección.

Ignacio. Las fuerzas económicas y los mercados no actúan en un vacío político e institucional. Ya lo hemos dicho y lo reitero. Por lo tanto, el Estado, las instituciones, la forma de intermediación política, es muy importante. Esto que estamos diciendo es muy consistente con la gran escuela que se impone en las ciencias sociales, en la ciencia política, en las ciencias económicas, en los últimos 30 años, que es el neo institucionalismo. Esta reflexión partió con Douglass North, Premio Nobel de Economía, en 1990: “Institutions do matter”, dijo en esa oportunidad, es decir, las instituciones importan. Desde la economía, una persona de esa calidad intelectual y académica hace 30 años concluye en que los mercados no se autorregulan y que las instituciones son importantes. En la ciencia política, ha sido la gran tendencia en los últimos 20 años, como lo expresa el libro de Robinson y Acemoglu, ¿Por qué fracasan los países?, y es que al final lo que importa son las instituciones. Levitsky y Ziblatt, por su parte, tal como decíamos, en ¿Cómo mueren las democracias?, vuelven al tema de las instituciones.

Ernesto. Agregaría una literatura europea que es muy importante sobre la materia. Por ejemplo, Pierre Rosanvallon acaba de publicar un libro que se llama El siglo XXI: El siglo del populismo, sobre estos mismos temas. En muchos autores norteamericanos veo una tendencia muy fuerte en relación a las instituciones y, claro, tienen razón. Las instituciones son fundamentales. Pero, por otra parte, es fundamental la cultura democrática, la otra parte del asunto. No sacamos mucho con tener instituciones si no tenemos una cultura democrática que vaya imponiéndose, una forma de ser. Lo que decía Tocqueville a fines del siglo XVIII, comienzos del siglo XIX, cuando hablaba de que la democracia necesita una cierta textura democrática, es decir, una cultura democrática. Esta cierta textura tiene que ver con la relación horizontal entre sus miembros. Y esto es algo que está, por decirlo así, junto con las instituciones, pero más allá de las instituciones. Y creo que esto de la textura democrática es una cosa que sigue vigente muy fuertemente.

En Chile se habla mucho hoy de las instituciones, de su fortaleza o debilidad para resistir la crisis múltiple…

Ernesto. En Chile hay instituciones que están muy golpeadas, pero tienen una fortaleza que les permite resistir. Pero la textura democrática, yo creo que está también muy golpeada. Entonces, al mismo tiempo de recomponer la institucionalidad, tenemos que recomponer la textura, la cultura democrática. Fernando Savater tiene otra frase magnífica cuando le preguntan si él es partidario de la globalización. Y él dice: “Sí, yo soy partidario de la globalización en el sentido que uno es partidario de la electricidad. Pero ser partidario de la electricidad no significa necesariamente ser partidario de la silla eléctrica”.

Ignacio. Esto que dice Ernesto es tan importante. Y es nuevo de puro viejo, porque ya lo pensaron los griegos. Cuando hablamos de Sócrates, Platón, Aristóteles, el pensamiento político de los griegos, hablamos de instituciones, del régimen político, de la politeia. Pero el énfasis de ellos fue también en las virtudes cívicas, la formación de los jóvenes, la educación y no sólo las instituciones. Y los romanos, Cicerón y toda la escuela republicana, que después reaparece a fines de la Edad Media y en el Renacimiento; toda la tradición republicana en su mejor expresión, es justamente lo que dice Ernesto. Esto de la textura cívica o textura democrática, del concepto de ciudadanos y no sólo de ciudadanía en abstracto. El concepto de cómo vivir la virtud cívica, hacerla carne todos los días, en la experiencia democrática y republicana. Debemos elevar nuestros niveles de ambición y pasar de una ciudadanía de baja intensidad, como la que tenemos hoy, a una ciudadanía de alta intensidad, si de verdad queremos vivir la experiencia democrática, bajo una concepción republicana.

¿En qué notas, Ernesto, que la cultura democrática en Chile está golpeada?

Ernesto. En Chile existe una fuerte tendencia a transformar la relación de adversariedad propia de la democracia en una relación amigo/enemigo, que es propia de relación bélica. A justificar la violencia como una fuente obligatoria de los cambios. A desconocer los argumentos del otro porque siempre proceden de un interés oculto muchas veces maligno. A usar el engaño público como algo aceptable para muchas conciencias, a actuar de acuerdo al interés privado en cuestiones públicas, a desconocer lo dicho y no respetar lo acordado. Todo ello que aparece diariamente en nuestra crónica. Lo vemos en el Congreso, en las instituciones, públicas y privadas, y también en la Convención Constitucional. Aquello tiende a herir profundamente la cultura democrática, la va erosionando. Genera la lógica de que todo da lo mismo, aquello que los italianos llaman el qualunquismo que envenena la política. Y sin política la democracia no existe.

Capítulo II

TENEMOS QUE ESTAR MUY AGRADECIDOS DE MARX

¿Cuándo nacen los partidos?

Ernesto. Los partidos políticos surgen en el contexto del Estado moderno y de la extensión de la ciudadanía. Con el paso de súbdito a ciudadano. Y se vinculan también fuertemente a la revolución industrial. Es decir, estos tres elementos generan el hábitat de los partidos políticos. Si buscamos las raíces de los partidos políticos –tal como los imaginamos hoy– debemos ir a la Asamblea Constituyente de la Revolución Francesa, en 1789. En paralelo, surgen clubes y partidos también en otras latitudes, como en Inglaterra, por cierto, o con la fundación de los Estados Unidos. Lo curioso es que la histórica denominación de derecha, izquierda y el centro son en un principio un puro lugar geométrico, porque apelan al lugar donde se sentaron los constituyentes franceses. Los conservadores lo hicieron a la derecha, los jacobinos a la izquierda. Y al centro quedaron los moderados.

Ignacio. Efectivamente, los partidos políticos surgen del tránsito desde el antiguo régimen, que es una sociedad estamental –basada en el poder del clero, la nobleza y las monarquías absolutas– al nuevo régimen, que es el advenimiento del Estado moderno bajo el influjo del liberalismo y frente a la realidad de la revolución industrial. En segundo lugar, esta época está marcada por el paso desde el capitalismo mercantilista, que rigió durante dos o tres siglos –basado en el poder de los Estados, el proteccionismo y los metales preciosos como el origen de la riqueza de las naciones–, hacia el capitalismo liberal, basado en la idea de los mercados, de la competencia, de la división del trabajo y todo el influjo de las ideas liberales asociadas a la revolución americana y francesa de fines del siglo XVIII.

¿Y hasta antes de eso, qué había?

Ignacio. Lo que existieron antes fueron proto partidos. En Inglaterra, por ejemplo, en el siglo XVII empiezan a surgir los torys y los whigs, que serán el origen de los conservadores y liberales. Pero también emergen en ese país, en ese mismo siglo, los levellers y los diggers –los niveladores y los cavadores– con la idea de una mayor igualdad económico-social. Y luego, como dice Ernesto, esto toma más forma en la Revolución Francesa, en la reunión de los Estados Generales, sobre todo el Tercer Estado, –el pueblo, fundamentalmente– y el surgimiento de la Asamblea Nacional. Pero primero fueron clubes, facciones. El gran tema de los federalistas en Estados Unidos, por ejemplo, es cómo hacer frente a las facciones, porque los partidos son facciones y recién en el siglo XIX empiezan a consolidarse como tales.

Si los partidos están ligados a la revolución industrial, ¿también están vinculados al capitalismo?

Ernesto. Efectivamente, como toda la revolución industrial está en los fundamentos del capitalismo, los partidos están ligados al surgimiento del capitalismo. Porque el capitalismo es la base económica en la que se desarrolla el Estado moderno y los inicios de la democracia. Son inicios de la democracia todavía lentos, de pequeños pasos limitados. El primer capitalismo genera elementos de la primera ciudadanía, porque para existir debe liberar la fuerza de trabajo de la servidumbre pero, al mismo tiempo, trata de mantener los viejos imperios absolutistas o tímidamente constitucionales en buena parte de Europa. Poco a poco deben aceptar democracias censitarias, donde vota solamente una parte de la población. No votan las mujeres –que son la mitad–, ni los que no poseen una propiedad, ni los que no saben leer ni escribir. Pero ya a fines del siglo XVIII, surgen las distintas visiones y tendencias políticas sobre cómo administrar y conducir los países que darán vida posteriormente a los partidos políticos. Las concepciones liberales serán más o menos avanzadas, las concepciones conservadoras serán nostálgicas del ancien régime y, posteriormente, surgirán los partidos más radicales y revolucionarios. La Iglesia se demora mucho en entender la centralidad de la democracia, porque al principio defienden el antiguo régimen. Esto cambia recién hacia fines del siglo XIX, con León XIII, cuando surge una visión más realista respecto a la inevitabilidad de la modernidad y una preocupación por el alejamiento de los obreros. Es lo que, posteriormente, será el socialcristianismo. En paralelo, ha emergido el movimiento obrero.

Estas distintas visiones, ¿nacen de una crítica al capitalismo?

Ernesto. La crítica al capitalismo asume formas iniciales muy distintas a través de aquello que Marx llamó los socialismos utópicos y a los que llamaba también socialistas burgueses con Henri Saint-Simon, Robert Owen y Pierre-Joseph Proudhon, entre otros, por las condiciones paupérrimas de vida de los trabajadores. El sistema económico capitalista empieza a ser criticado por los efectos sociales que va generando. Pero junto a esta crítica radical al capitalismo, hay también una crítica reaccionaria del capitalismo por parte de los nostálgicos de la sociedad premoderna.

¿Y cómo era este capitalismo del siglo XIX?

Ernesto. Es lo que conocemos como capitalismo clásico en el cual existe propiedad privada sobre los medios de producción. La búsqueda de ganancia es el objetivo central de la economía y la fuerza de trabajo es libre y se vende como mercancía. Será Marx quien hará el análisis más lúcido de su funcionamiento. Es decir, estamos hablando de un capitalismo ligado a la revolución industrial que, en poco tiempo, cambia la faz del mundo, produce un dinamismo económico sin precedentes, crece la población mundial, se alarga la vida, se reduce la mortalidad infantil y se desarrollan las ciencias y las tecnologías. El mundo da un inmenso salto hacia adelante, claro, de manera muy desigual. Algunos hablan de la primera globalización, aunque prefiero llamarla internacionalización para no confundirla con la globalización contemporánea.

¿El mundo se convierte en una especie de gran mercado internacional?

Ernesto. Se desarrolla el comercio a nuevos niveles y adquiere una fuerza muy grande. Esto se relaciona al corto andar con la necesidad de ocupar materias primas y, por lo tanto, se intensifica el colonialismo. Occidente era muy fuerte en aquel momento. Europa occidental dominaba el mundo, con unos Estados Unidos que van empezando a tener fuerza, aunque todavía Inglaterra representa el centro. Es un capitalismo muy desregulado, del laissez faire, laissez passer (dejar hacer, dejar pasar). No existe protección ninguna hacia los trabajadores y, por lo tanto, los salarios se basan en las necesidades de la subsistencia de esta clase obrera que se genera. Es un mundo a la vez de progreso y explotación.

¿Es cuando entra Marx a la escena?

Ernesto. Como señalé, es precisamente Marx quien llega a una visión más exacta respecto de cómo se da ese proceso. Hay que separar ahí el análisis de Marx que es muy justo respecto del capitalismo de su tiempo, de las conclusiones que él saca sobre su desarrollo futuro, su profecía de que este capitalismo va generando su propia destrucción y va a llegar necesariamente a una crisis final, a la revolución mundial y a un sistema superior, el comunismo. Como se sabe, las cosas no fueron así. Lo curioso es que Marx es un gran admirador del capitalismo: lo levanta hasta el cielo para después echarlo a los infiernos. Él pensaba que el capitalismo debía desarrollarse al máximo antes de que la historia hiciera su trabajo a través de la clase obrera que encarnaba la sociedad futura. En América Latina, por ejemplo, a él le cargaban los líderes independentistas, porque consideraba que no encarnaban el progreso capitalista. A Simón Bolívar lo detestaba. Eso Hugo Chávez nunca lo supo. Marx era partidario de que Estados Unidos se tomara la mitad de México. Era partidario de que los ingleses lograran crear un capitalismo en la India. Las identidades culturales, la protección de las minorías, los nacionalismos, todo eso, tan importante en los progresistas de hoy, le importaban un pepino. Le importaba la revolución mundial y la sociedad libre que identificaba con el comunismo. Lo otro era pura chapucería. Sentimientos frailunos, solía decir.

 

¿De qué época estamos hablando?

Ernesto. Desde el período que va de la revolución industrial, de principios del siglo XIX, fines del siglo XVIII, hasta la Primera Guerra Mundial. Esta es una etapa en la que el capitalismo va avanzando y es muy hegemónico en el mundo. Se va produciendo una gran concentración de la riqueza y un gran desarrollo del colonialismo. Esto termina con la Primera Guerra Mundial. Las primeras corrientes críticas y propuestas reformadoras reaccionan a este capitalismo y surge la actividad revolucionaria. Pero quizás es necesario aclarar algunas cosas semánticas e históricas para que no haya confusiones.

¿Cómo cuáles?

Ernesto. Hubo varias internacionales obreras y las que tienen número son tres o cuatro. Antes de la primera existió La Liga de los comunistas creada por Marx y Engels para la cual escriben un magnífico panfleto El Manifiesto del Partido Comunista. Ella duró poco después de las represiones de 1848. La Primera Internacional, creada también por ellos, era más amplia e incluía a los anarquistas de Bakunin y a nacionalistas liberales como Garibaldi. Fue creada en 1864 y terminó disolviéndose de a poco después de separarse los socialistas científicos seguidores de Marx de los anarquistas. La Segunda Internacional se crea en 1889 por seguidores de Marx y Engels cuyos partidos habían tomado el nombre de socialdemócratas. Después, con la Revolución Rusa, surgirá la Tercera Internacional creada por Lenin en 1919 que consagra la separación entre socialdemócratas, que se transforman en discípulos revisionistas de Marx. Se vuelven reformistas y los comunistas que adoptan el marxismo revolucionario, siguen a Moscú. Por un tiempo existió la Internacional 2 y medio, algo así como Independientes no neutrales, que no duró mucho. Y la Cuarta Internacional Trotskista que todavía da vueltas por ahí. Como ven, todas las historias tienen algo de enredado y bizantino.

¿Qué nace primero? ¿La socialdemocracia o el socialcristianismo?

Ernesto. La historia no es tan clara en esto, porque, en un momento, son mundos muy distintos que no se tocaban, que operaban en universos aparte, incluso en trincheras políticas enfrentadas; acercamientos, diálogos, concordancia, vendrán mucho después, en el siglo XX, quizás enfrentando al fascismo. Recuerden también que el nombre de socialdemócratas en un primer momento lo usan todo los partidos que siguen a Marx y no sólo los reformistas que abandonan paulatinamente al marxismo como una doctrina.

Es decir, hay dos socialdemocracias y es la segunda la que abordaremos profundamente en este ciclo de conversaciones…

Ernesto. Exactamente, porque la socialdemocracia contemporánea nace con la división del movimiento obrero, por lo tanto, surge como tal a principios del siglo XX. Este nombre socialdemócrata, por lo tanto, se utiliza antes de la existencia de la socialdemocracia, porque es parte de ese magma que todavía no termina de separarse. Pero existe una segunda fuente del reformismo socialdemócrata que es el social liberalismo y el reformismo, que no tiene como base a Marx y a la Primera Internacional de 1864. No viene de esa escisión, sino que se genera aparte. Es el pensamiento de John Stuart Mill, un pensamiento liberal progresista de alta exigencia en términos de la convivencia de la sociedad de mercado con la justicia social, el que se acerca a una suerte de socialismo democrático.

¿Es Stuart Mill uno de los primeros socialdemócratas?

Ignacio. Él fue un proto socialdemócrata.

Ernesto. Stuart Mill es una suerte de liberal social. Harían bien los socialdemócratas en ponerlo en su panteón, pero su impulso intelectual ya lo encontramos en Adam Smith quien no sólo tiene el libro La riqueza de las naciones, sino que la Teoría de los sentimientos morales, en donde existen elementos que no coinciden siempre con los avatares del capitalismo clásico ni del liberalismo en su visión más conservadora. Por otra parte, está todo el fabianismo inglés, con George Bernard Shaw, el gran dramaturgo, escritor y dirigente político. Pero existen diversas fuentes: la del liberal socialismo, de lo liberal-social, cuya visión contemporánea pasa mucho por Carlo Rosselli en Italia y por Norberto Bobbio, más contemporáneamente.

¿Y qué es lo que cambia en la visión revolucionaria?

Ernesto. La visión revolucionaria comienza a tener problemas en cuanto a la profecía de Marx, que planteaba: vamos caminando hacia una pauperización de la clase obrera, la tasa de ganancia tenderá a ser más pequeña, lo que exacerbará la competencia hasta una revolución mundial. Pero ello no sucedió, el capitalismo demostró ser mucho más flexible y el Estado moderno tener mucha más capacidad de regulación y de intervención autónoma sobre la infraestructura. En fin, no existió ese determinismo que Marx pensaba y el conocimiento pasó a jugar un rol decisivo en el proceso productivo cada vez más que la simple relación capital-trabajo. Y es una realidad que desde 1862 hacia adelante comienza a no producirse la visión de Marx, que aseguraba que en la medida en que se desarrolla el capitalismo caerían los salarios necesariamente. Pero los salarios comienzan a aumentar, en parte porque comienza a haber un sindicalismo que lucha y que obtiene ciertos resultados. Entonces, se produce la concentración de la riqueza, pero al mismo tiempo una elevación de la situación de vida de la clase obrera, de los trabajadores, y una complejización de la sociedad. Es decir, se da una situación diferente que lleva a que haya una reflexión al interior de los partidos que seguían a Marx, que seguían el socialismo científico, de revisión de ese pensamiento.

¿Destacas algún nombre en estos debates?

Ernesto. El nombre principal, a mi juicio, es el de Eduard Bernstein, quien pudo contar con la perspectiva del socialismo en el primer año del siglo XX, en 1900. Marx, recordemos, escribió solamente el primer tomo de El Capital. El segundo libro y el tercer libro lo escribe Friedrich Engels sobre la base de notas de Marx. Y lo ayudaron dos jóvenes que después van a ser quienes retoman la herencia de Marx: Bernstein y Karl Kautsky, padres del revisionismo socialdemócrata.

¿El socialcristianismo también critica al capitalismo liberal, Ignacio?

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