Ciudadanía y etnicidad en Bosnia y Herzegovina

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Tras la vuelta electoral de 1990, en el parlamento bosnio –que no fue la excepción respecto de las demás repúblicas–, tomarán el poder las variantes locales de los principales partidos nacionalistas: por un lado, el Hrvatska Demokratska Zajednica (Unión Demócrata Croata) (HDZ), de Tuđman cuyo acuerdo con Milošević para la partición de Bosnia y Herzegovina era un secreto a voces. Tanta era su influencia en el partido dentro de Bosnia y Herzegovina que se afirma que poco antes del referéndum depuso al presidente del partido, Stjepan Kljuic y colocó a Mate Boban, ejecutor de sus planes territoriales. Por otro, como novedad, un partido bosniaco, el Stranka Demokratske Akcije (Partido de Acción Democrática) (SDA), presidido por un declarado musulmán, Alija Izetbegović, que acababa de salir de prisión como el principal acusado en «el proceso de Sarajevo» –una de las purgas políticas de la década contra la élite intelectual bosniaca–, y el único político que no procedía de la estructura comunista. Abogaba por la independencia, pero por un Estado unido. Y como tercera pata, el partido radical serbio, Srpska Demokratska Stranka (Partido Demócrata Serbio) (SDS), liderado por Radovan Karadžić, que decía no estar dispuesto a que su pueblo viviera como una minoría en un Estado islámico. Ya es histórico el discurso del poeta y psiquiatra en octubre de 1991, cuando dijo que tenía a 20.000 serbios armados apostados en los montes que rodean Sarajevo y que iban a convertir la ciudad en un enorme karakazan para 300.000 musulmanes. «¿No sabéis qué es un karakazan [palabra de origen turco]? Es una caldera. Una caldera negra». No mintió. El hombre que había estudiado en Sarajevo, el mismo que había trabajado en su hospital de referencia y que había vivido durante décadas en esta ciudad, perpetraría el asedio más largo de la historia moderna de una capital en el que perecieron más de 11.500 civiles. 1.600 de ellos, niños. En las cafeterías del céntrico barrio en el que vivió, no pocas veces entre carcajadas, comentó a los vecinos que era un declarado četnik. Casi nadie tomó sus comentarios en serio.

Milošević sí. Se servirá de las técnicas de aquellas formaciones paramilitares reencarnadas en sus Escorpiones, en los Águilas Blancas de Vojislav Šešelj, o en los Tigres de Željko Ražnatovic, conocido como Arkan, tanto en Croacia como en Bosnia y Herzegovina. Así, antes del referéndum sobre la independencia que celebró el Estado bosnio a principios de 1992, ya andaban por la localidad de Bijeljina los Tigres de Arkan, recién llegados de sus labores de «limpieza» en Vukovar. Los Tigres morían bajo la bandera del nacionalismo serbio, pero tenían sus buenos motivos. Iban a la línea del frente y robaban cuanto cabía en sus camiones mientras que Arkan se iba haciendo con las aduanas, el carburante y el armamento requisado. Y mientras su figura se iba ensombreciendo ante la mirada internacional, en su país natal será catapultado a la categoría de héroe nacional, más aún tras su enlace en terceras nupcias con la cantante de turbo folk, Svetlana Veličković-Ceca. Como anécdota queda su intervención en un talk show de la televisión serbia poco después de su fastuosa boda, bautizada en su momento como el enlace del siglo. En un momento del programa entró una llamada en directo de una espectadora que alababa las joyas que lucía Ceca. «¿Y cómo sabes que mis anillos son de tantos quilates?», le preguntó la diva con sorpresa. «Porque tu marido me los robó en Bijeljina». Estos fueron, según el Tribunal de la Haya, los artífices de la ejecución masiva y la quema de pacientes en el hospital del municipio croata de Vukovar en 1991, y más tarde, de las masacres y saqueos en Bosnia y en Kosovo. Quién le diría a Milošević que, con la finalización de las guerras y los Tigres en paro, Arkan, su sicario, sería un contrincante en el plano político. En 1992 todo parecía diferente.

El 6 de abril de 1992, aniversario más que simbólico para Sarajevo por ser la fecha en el que fue liberada a manos de sus ciudadanos de las tropas alemanas en 1945, fue el día en el que, cuarenta y siete años después, la comunidad internacional reconocía el Estado surgido de la votación popular celebrada apenas un mes antes, y le otorgaba la membresía en las Naciones Unidas. La misma fecha en la que, ante su mirada impasible, se cerró el anillo de fuego y acero –como lo llamaría el escritor Miljenko Jergović – en torno a Sarajevo, condenando a sus ciudadanos al peor de los destinos. Por aquel entonces, los serbobosnios ya estaban armados hasta los dientes desde los bastiones del JNA, Jugoslovenska Narodna Armija (Ejército Popular Yugoslavo), que supuestamente estaba abandonando Bosnia y Herzegovina, alimentados por la retórica de una alianza «ustašo-jihadista» que, según se decía, pretendía acabar con ellos, y que vomitaban los medios de comunicación serbios, todos en manos de Milošević. No tardaría en reclamar su parte del pastel el nacionalismo croata con la adhesión y creación de la denominada Herceg-Bosna. La mecha de aquella llamada a la guerra épica que se invocó en el campo de Kosovo prendió y adquirió su máxima expresión durante los cuatro años de atrocidades sobre suelo bosnio, país al que se había impuesto además un embargo internacional de armas.

Si nos preguntamos por qué la comunidad internacional esperó cuatro años para intervenir en lo que a todas luces no fue un conflicto interno sino las pretensiones de Estados soberanos sobre el territorio de Bosnia y Herzegovina sirviéndose de sus satélites ultranacionalistas internos, la respuesta, como señala Noel Malcolm en su obra Bosnia: A short history (1996) está en la idea que acabaría comprando la opinión internacional, y es aquella de que Bosnia y Herzegovina como nación, era un producto creado por Tito donde en realidad «los odios étnicos ancestrales eran irreconciliables». Y es en esta aceptación reduccionista tan propia de la posverdad, donde yace una de las peores decisiones de la diplomacia internacional que, para frenar la agresión, justificaría un modelo estatal fragmentado internamente, y dará así a los portadores de esos odios una legitimidad soberana, en un marco en el que, como señala el filósofo Eldar Sarajlić (2010), las instituciones estatales representarán solo la corteza del poder étnico. Y esta consecuencia, quizá la más dura que ha dejado la guerra, es el legado para las futuras generaciones del país, pero también más allá de éste en un momento en el que los totalitarismos y los giros nacionalistas parecen tomar el pulso a los valores de ciudadanía.

Tras el apocalipsis, cuya magnitud se puede resumir en más de cien mil muertos, millones de desplazados y la devastación del país, en el año 1995 se firmaría el Acuerdo Marco General para la Paz en Bosnia y Herzegovina (también conocido como Acuerdo de Dayton) auspiciado por la comunidad internacional que grosso modo dio pie a la fórmula «un Estado, dos entidades» (más un distrito), tres pueblos constituyentes: serbios, croatas y bosniacos». Mientras se anula la concepción estatal de aquella república de Bosnia y Herzegovina que se creó antes de la guerra y sus fundamentos de derecho previos, se establece internamente una división entre la Republika Srpska (o República Serbia de Bosnia y Herzegovina), étnicamente homogénea, y de una federación bosniocroata, que a su vez está subdividida en diez cantones. En todos y cada uno de los niveles de gobierno, que son muchos, desde el estatal, pasando por los entitarios, cantonales y locales, el ciudadano está obligado a identificarse permanentemente en cada uno de ellos con un grupo étnico si quiere tener cabida en los mismos. Un sistema formalmente democrático y moderno, pero en la práctica altamente segregado pues se construye de espaldas al otro, en tanto que establece dos categorías de sujetos soberanos: por una parte, los tres pueblos constituyentes y, por otra, todos los demás ciudadanos, con rango inferior explícito.

Si bien este tipo de anclaje étnico tuvo una razón de ser en los primeros compases de un proceso de pacificación altamente volátil, en el que ninguno de los bandos quería ceder posiciones, hoy, más de un cuarto de siglo después, es una estructura que le supone a Bosnia y Herzegovina una parálisis funcional permanente. El acceso a dos de los principales órganos de poder, la presidencia y la Cámara de los Pueblos del Parlamento, solo contemplan la entrada de los miembros de los tres grupos constituyentes y condenan al resto de los ciudadanos que no forman parte de estas etnias o no quieren identificarse con ninguna de ellas a vivir en el apartheid establecido por un acuerdo internacional vinculante. De este modo, los máximos responsables de las atrocidades del conflicto fueron los que de pronto, en Dayton, se enfundaron el traje de pacificadores, y aseguraron la continuación de su idea política, sirviéndose de la estrategia etnonacionalista del miedo para perpetuar el statu quo.

Y aquí surge otra de las paradojas de Dayton, pues curiosamente sus detractores, aquellos que a diario hablan de la secesión y claman a los cielos por la condena de vivir juntos, tienen en ese discurso separatista su principal baza para que nada cambie, porque los unos son los mejores socios para los otros en la alianza etnonacionalista contra la democracia. Para ello es fundamental difuminar al individuo, y su voto independiente, y jalear el valor sacro del grupo, el mito de la sangre y de la tierra, de los derechos étnicos protegidos por el interés vital nacional, y por toda una estructura territorial entitaria, e institucionalmente etnificada.

En la actualidad, el país se halla a la cola de toda la región en cuanto a indicadores económicos y padece como ninguno los estragos de la crisis, con una tasa de desempleo superior al 27 por ciento, y con una constante tendencia de los jóvenes a abandonar el país de la que apenas se habla, mientras que la atención mediática se centra en las llamadas a consultas populares y en la fragmentación.

 

Es más, con una estructura sostenida con alfileres, el verdadero factor desestabilizador para Bosnia casi siempre es el externo (Flores Juberías, 2010). Tanto es así que cualquier supuesto como pueda ser la negociación entre Serbia y Kosovo sobre el movimiento de fronteras en clave étnica, o las injerencias de Croacia en los asuntos internos del Estado, tendrá consecuencias inmediatas en los contrapesos sobre los que se sostienen los grupos étnicos. Este tipo de actitudes, si bien no son estimuladas por la comunidad internacional, son toleradas, bajo el principio de que los cambios han de nacer desde dentro, de modo que se perpetúa así el engranaje perfecto para que en realidad nada cambie.

Los conflictos en los Balcanes, a su vez han significado para la comunidad internacional la finalización de un ciclo de asistencia con enormes recursos económicos, militares y de personal que no se da en los actuales escenarios en conflicto. La retirada en primer lugar de los Estados Unidos, pero también la salida que planea la Unión Europea como garante actual de los Acuerdos de Dayton a través del anuncio del cierre de la Oficina del Alto Representante podría tener una lectura positiva para estos nuevos Estados si durante el período de transición hubieran sido capaces de sentar unas bases fuertes para la construcción de un sistema institucional de democracias modernas. En la mayoría de los casos –véase Bosnia, Serbia, Kosovo o Macedonia–, la creación de soberanías ha sido efectiva solamente a medias. Y las ayudas económicas no han garantizado el éxito de los programas que se han puesto en marcha.

Un nexo común en todas las transiciones de los Balcanes occidentales, como pseudosoberanías (Haverić, 2010), en las que la intervención exterior sigue marcando el pulso y la maximización política en clave etnonacionalista conduce a un cada vez mayor número de Estados fallidos, menos para los que ejercen el poder en los mismos. Tanto es así que la réplica en los conflictos de este siglo se ha venido a denominar la balcanización de Oriente Próximo. El expresidente de los Estados Unidos, Barack Obama, reflexionaba sobre el papel de la comunidad internacional en Oriente Próximo, en especial sobre el papel de las grandes potencias encarnadas en la ONU. Ante la idea de estar asistiendo al nacimiento de un nuevo orden mundial, Obama señalaba que la «maximización de la política» era el gran enemigo del mundo. Lo hacía en una entrevista publicada por el diario El País en febrero de 2014, inmediatamente después de la decisión de la Administración estadounidense de crear una coalición internacional para intervenir en Siria e Irak y debilitar así al Dáesh. «Las sociedades no funcionan si las distintas facciones políticas adoptan posturas maximalistas. Y, cuanto más variado es un país, menos puede permitirse el lujo de esos maximalismos» (Friedman, 2014). Como una premonición del período de regresión que experimentamos hacia sistemas totalitarios, sin suficiente oposición a nivel global.

Este libro analiza y reflexiona sobre el ejercicio de la ciudadanía en un país que lleva casi tres décadas de transición posbélica. Bosnia y Herzegovina es un Estado de derecho formalmente moderno, miembro del Consejo de Europa, firmante de todos los convenios y protocolos que esta organización salvaguarda, candidato potencial a la Unión Europea y el único en Europa que tiene una Constitución «inconstitucional» como ha dictaminado el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos en la sentencia Sejdić-Finci (2009), y lo hace por supeditar los derechos y las libertades individuales a los derechos grupales y étnicos. Desde el momento de la firma del Acuerdo Marco General para la Paz en Bosnia y Herzegovina (1995) hasta los acontecimientos más recientes y ligados a los pasos que da el país en su proceso de integración euroatlántica, el análisis cuenta con la perspectiva de más de un cuarto de siglo, tiempo suficiente para que se hubiera podido producir un cambio generacional político, que, desgraciadamente, aún no se ha dado, tal y como han demostrado las elecciones generales de octubre de 2018, las octavas desde el final de la guerra.

La obra se estructura en tres bloques. El primero corresponde al análisis del sistema institucional y territorial de Bosnia y Herzegovina, y la posición de la ciudadanía dentro de este, ya sea mediante las formulaciones recogidas en el propio Acuerdo de Dayton y sus anexos, como en las diferentes constituciones, estatal, entitarias y cantonales, como desde la perspectiva de su protección en la organización de poderes institucional, judicial y legislativo, sin perder de vista su componente posbélico. El segundo apartado acota la vulneración – partiendo del hecho de que así lo dictamina el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos– de los derechos individuales y las libertades en Bosnia y Herzegovina desde el prisma de dos categorías de sujetos constitucionales: los tres pueblos constituyentes, y todos los demás; las fórmulas políticas que se han ofrecido para la implementación de la sentencia Sejdić-Finci, y el fracaso de todas ellas. En este apartado se desarrollan a su vez las dificultades para llevar a cabo un censo poblacional después del conflicto, que se realizó finalmente en el año 2013 y cuyos resultados han arrojado la evidencia del fracaso en la implementación del anexo VII relativo al retorno de los refugiados, y la ratificación del cumplimiento del plan de la «limpieza étnica» que se llevó a rajatabla durante la guerra.

La tercera parte del libro recoge el catálogo de derechos y libertades fundamentales en Bosnia y Herzegovina, a través de los instrumentos y mecanismos existentes, desde los internacionales hasta los estatales, y mediante el análisis de su aplicación. Del papel a la piel, o los esfuerzos de los ciudadanos por lograr salir de la mazmorra étnica, con los levantamientos de la llamada primavera bosnia de 2014; las movilizaciones del fenómeno llamado Pravda za Davida del año 2018 que, por primera vez ha puesto contra las cuerdas a los políticos, al margen de siglas étnicas; o la situación de las decenas de miles de víctimas de la violación sexual durante la guerra que, casi tres décadas después, siguen esperando una reparación moral y material.

Son muchas las personas a las que debo mi agradecimiento en su apoyo durante la elaboración de este trabajo, pero de la forma más directa, a mi director de tesis, el profesor Carlos Flores Juberías, urdidor en última instancia para que esta investigación viera la luz en formato libro. Agradezco su compromiso con esta obra, su ánimo y amistad durante todo el proceso, y su ejemplo intelectual. Al profesor Joan Romero, director de la colección «Europa Política», por reconocer la pertinencia de un tema como el que aquí se analiza para ser publicado por Publicacions de la Universitat de València, y por su apoyo al mismo, así como al editor Juan Pérez y al corrector de estilo, Xavier Llopis por su paciencia y buena labor.

Han sido años de estancias en el país como periodista, y de encuentros permanentes con profesores e intelectuales que han querido compartir conmigo sus opiniones y su esperanza por un futuro mejor para Bosnia y Herzegovina. Desde diplomáticos, periodistas, representantes de la cultura y la sociedad, ciudadanas y ciudadanos bosnios a los que agradezco su tiempo y su colaboración por arrojar algo más de luz a este análisis.

De un modo más personal, mi humilde agradecimiento es para mi familia por su complicidad, legado e inspiración. Y para todos aquellos seres queridos que me han brindado su apoyo en esta travesía intelectual.

Las circunstancias actuales en las que está inmersa Bosnia y Herzegovina, donde el discurso secesionista por parte de la Republika Srpska de un lado, las pretensiones croatas de una tercera entidad –con injerencias explícitas de fuerzas externas– y el descrédito que atraviesan los líderes bosniacos, todos ellos anclados en un poder dinástico desde el final de la guerra, resucitan los discursos más oscuros de los años noventa del siglo pasado. Mientras, los ciudadanos de Bosnia y Herzegovina se ven abocados a vivir en una especie de psicosis entre la imagen y el reflejo de un país imaginado cuya identidad se ha caracterizado precisamente por el multiculturalismo, por el denominado «espíritu bosnio» incomparable en el campo de la literatura, el arte, la música, crisol y cruce de culturas, y la de sobrevivir en la Bosnia y Herzegovina posterior al Acuerdo de Dayton, en la que su historia está siendo borrada a manos de la etnicidad de las historias particulares, mitificadas y nacidas en el año 1992.

El año cero –como diría el escritor Faruk Šehić – en el que nuestras vidas se salieron de su órbita por una guerra tras la que jamás pudieron volver a su cauce, y unir lo que fue aquella Bosnia durmiente y lo que vino a ser tras el desastre. En la que los cientos de miles de muertos, de heridos, de desplazados sin retorno, de torturados, desposeídos, violados en nombre de la ideología del etnos y el territorio que se perpetuó desde el terror como la herramienta y el sufrimiento como consecuencia (Lovrenović, 2010), han destrozado los cimientos culturales y morales de este país, pequeño en el mapa geopolítico, pero cuyo simbolismo es de importantes proporciones, regionales y más allá de estas. Un politeísmo étnico como lo define Sarajlić (2010), referencia perfecta de la posmodernidad que marcará nuestro tiempo bajo el signo de figuras políticas hiperpopulistas. Abordar las consecuencias para los ciudadanos de un modelo institucional como el que aquí se plantea es una lección más que necesaria para la Europa del siglo XXI.

TABLA 1

BALANCE DE PERDIDAS HUMANAS Y DEVASTACIÓN

DURANTE LA GUERRA 1992-1995


Fuente: Elaboración propia a partir de datos del Ministerio de Derechos Humanos y Refugiados de Bosnia y Herzegovina, 2010.

Parte I

Dayton y la paz: un complejo binomio