Autonomía universitaria y capitalismo cognitivo

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Una nota sobre las deudas y los distanciamientos
—A modo de agradecimiento póstumo a Carlos Enrique Restrepo—

En este libro, a modo de introducción, con el que me gustaría expresar mi respeto y añoranza por Carlos Enrique Restrepo, así como algunos de mis distanciamientos ingenuos, busco exponer la preocupación descrita y trabajada por él en los últimos años de su breve paso por la vida, respecto a la transformación de la universidad en un dispositivo más del sistema productivo contemporáneo. Esta preocupación, que compartimos muchos de quienes nos interesamos por estos temas, debe estudiarse con pasión, sí —como lo hizo Carlos Enrique—, y con marcos filosóficos de comprensión. La tesis de este filósofo era, grosso modo, que la universidad, como la conocimos y la quisimos, está muriendo; y no queda más ya que un “cascarón” nominal cooptado por la empresa, por el capitalismo cognitivo.

No es difícil suscribir esta tesis: la evidencia se impone.1 Lo difícil parece ser, más bien, encontrar una alternativa a este estado de cosas, una respuesta que nos ayude a pensar que “la fe en la universidad, y dentro de ella, en las humanidades del mañana” —que quiere tener Derrida—, tiene algún fundamento. Carlos Enrique defendió la universidad en los bordes, la fuga, la universidad nómada. No estaba solo en esta idea. Pero hay aquellos quienes piensan que se le debe apostar a una reapropiación de la universidad. Este libro está edificado con esta última apuesta de trasfondo.2

La universidad en los bordes, nómada, en fuga, es una alternativa a la que le caben críticas. Encuentro, preliminarmente, las siguientes. En primer lugar, la naturaleza del sistema productivo capitalista ha mostrado ser plástica, flexible, y readapta sus formas colonizantes a lo que se encuentre productivo, aunque ello esté fuera del sistema de plusvalía ya establecido (como lo explica Negri, 2016). Esto es: es posible que la universidad huya, esté en fuga del sistema productivo, pero eso no le asegura a la universidad en fuga que no será atrapada en sus formas renovadas y en los bordes. Más aún: cuando decimos bordes ¿qué estamos entendiendo por ello?, ¿cómo se dibujan los bordes del sistema productivo?

En segundo lugar, la universidad también tiene una naturaleza plástica y adaptativa. Está en su naturaleza mutar: la idea de universidad con la que se gestó esta institución en el medioevo no era la que acompañaba los esfuerzos definitorios en la modernidad y, aún menos, la que nos está tocando vivir en los tiempos que corren. Todo lo contrario: cada idea de universidad ha respondido a unas condiciones sociales e históricas que han determinado sus mutaciones. ¿Por qué, entonces, no pensar que, luego de haber claudicado ante el espejismo de la universidad-empresa, el hartazgo y el malestar que vivimos los que estamos en la academia no provoque una nueva mutación de la idea de universidad?

Finalmente, y ya en un tono menos idealista —si se quiere—, creo que hay una tercera razón para apegarnos a la universidad, a la reapropiación social del conocimiento en el marco institucional. Esta tercera razón está vinculada con lo que, en medio de la dinamicidad histórica de esta institución, creo que pueden ser sus elementos constitutivos, a saber: la autonomía como horizonte abierto y el carácter institucional de los bienes comunes del conocimiento.

Por un lado, la universidad conserva un leitmotiv constitutivo y teleológico que funciona como motor de sus transformaciones históricas, esto es: el anhelo por la autonomía. Esta idea, esta lucha, siempre resulta tentadora a la universidad. Los estudiantes o los profesores siempre encuentran un cerco al que sobreponerse, un estado de cosas para subvertir, y este es el impulso que hace de la idea de universidad un concepto dinámico. Por otro, de todas las instituciones sociales, la universidad es la llamada a ser la custodia de los bienes comunes del conocimiento (digamos, del conocimiento científico), tanto por su capacidad para congregarlos de forma sistemática como para producirlos.

En 2012, Carlos Enrique Restrepo escribió un texto tan lúcido como breve sobre la situación actual de la universidad “en las brumas del capitalismo cognitivo”. Con contundencia y síntesis, denunció la “disolución del vínculo entre Universidad y Sociedad, toda vez que lo ha desplazado la reputada triangulación Universidad-Empresa-Estado” (párr. 2).

Este reclamo del filósofo me ha inspirado a revisar con detenimiento el fenómeno. Podemos recapitular (preliminarmente), al menos, dos aspectos de la imbricación entre la universidad y la empresa: el primero, la estructura interna de la universidad, sus formas de funcionamiento, las estrategias de control de calidad, la importación de estándares productivos fabriles, todo ello supone una clara taylorización del conocimiento; es decir: la universidad se convierte en una fábrica de producción masiva de artículos, de egresados, de insumos científicos, de patentes, etc. El segundo está relacionado con el servilismo acrítico a la estructura productiva, que tiene un efecto desconcertante en la definición misma de bordes epistemológicos; esto es, al parecer solo consideramos ciencia lo que está bajo los parámetros de medición, los cuales están más cercanos a los criterios comerciales de explotación del conocimiento que a la calidad intrínseca que se pueda hallar en los resultados de investigación.

El malestar tiende a anidarse contra las agencias de ciencia del Estado o los reguladores de los estándares de calidad (las bases de datos que dictan los cuartiles de impacto de las revistas, los rankings de universidades, los procesos de acreditación, etc.). No obstante, parece que estamos confundiendo el síntoma con la enfermedad: las agencias de ciencia estatales son solo caras visibles, operadores del fenómeno sistemático: el capitalismo cognitivo. No sorprende, entonces, que resulte tentadora la idea de abandonar lo que queda de la universidad a la voracidad del sistema productivo. Huyamos a los bordes o, si no, claudiquemos y convirtámonos en unos operadores de conocimiento, en unos burócratas de la ciencia. La universidad está en su ocaso. Sobre ella se cierne un cerco que transforma radicalmente lo que era.

Pero ¿es esta la primera vez que la universidad se ve cercada? ¿Es la primera vez, en la historia de las humanidades, que su lugar social o su independencia se ve amenazada? ¿Acaso este fenómeno, con contenidos diferentes, no ha sucedido en otros momentos de la historia de la universidad?

En el medioevo pulularon los episodios de disputa, cercos, amenazas, cooptaciones, que hicieron a la universidad primitiva —como la llama Borrero (2008)— buscarse un lugar independiente y claramente definido en la sociedad. Las tensiones políticas que cercaron el originario “apasionamiento por el saber” (del que habla Borrero, 2008, apelando a la etimología de universitas) provinieron por igual del clero como de la corte; ambos estamentos con la pretensión de hacer de la universidad un instrumento de control, respectivamente, de las almas o de los súbditos.

Más adelante, la universidad vuelve a ser objeto de redefinición en la modernidad, tanto para pensar los asuntos epistemológicos —las defensas del primado de la razón sobre la heteronomía epistemológica heredada del medioevo— como para orientar la institución universitaria hacia las aspiraciones del “espíritu alemán”. En el siglo XIX sucede otro tanto:

Al parecer, constituidos en el siglo XIX los Estados modernos, los Estados-nación, percibieron que para lograrlo en lo político y económico, les era también necesario el poder del saber, y en una u otra forma pusieron mano en la universidad, y se originaron los modos universitarios decimonónicos, distinguidos, en principio, por cuál fuera para cada uno la misión prioritaria: la formación de la persona; el avance de la ciencia; o el servicio a la sociedad o al Estado. (Borrero, 2005, p. 4)

El destino de la universidad, en suma, como cualquier otra institución social, está ligado a los vaivenes históricos y, con ello, económicos y políticos coyunturales. Con esto no quiero demeritar la preocupación que tenemos sobre el futuro de la universidad; más bien, quisiera abrir(me) la posibilidad de pensar alternativas.

Esta fe en que un viraje sea posible, lo asiento en algunas de las ideas ya mencionadas. Me gustaría detenerme en la tercera idea, a saber: la tesis de que la universidad tiene dos elementos constitutivos, definitorios, en los que se halla su potencia reivindicativa de la “responsabilidad social, humana, ética y política de los saberes”, que reclamaba Carlos Enrique. Estos dos elementos son la defensa de los bienes comunes del conocimiento y la persecución incesante de la autonomía universitaria. El mismo filósofo nos da luces sobre para qué, aún, la universidad y, en ella, las humanidades:

Hay otra parte que también produce, pero a su manera, y que rinde a su manera —ya no en los términos de la economía—, caso de la filosofía, la teología, el arte, la literatura, las ciencias sociales y humanas, saberes que están en condiciones reales de mayor autonomía al salvaguardar el hecho de darse a sí mismos su norma, lo cual debería ser el “principio de los principios” para todos los saberes congregados en lo que todavía queda del antiguo recinto de la Universidad. (Restrepo, 2012, párr. 5)

¿Cuál es, entonces, el lugar de la universidad en medio de las brumas del capitalismo cognitivo? Acaso sea la de actuar como institución de los bienes comunes del conocimiento que funde su potencia en la autonomía del conocimiento en tensión con la aspiración de autonomía universitaria.

 

Este es el horizonte que se abrió para la investigación que está a la base de este libro y que le debo a las conversaciones con Carlos Enrique. Con él, como director de tesis y como amigo, pude comprender mis preguntas, orientar las indagaciones y discutir nuestras diferencias, siempre tratadas con respeto y afecto. Le agradezco que me contagiara de su entusiasmo por este asunto, que está tratado como un problema filosófico en este libro, pero que compromete las apuestas políticas personales. Esta es la impronta que dejó Carlos Enrique Restrepo en el trabajo que presento aquí y, sobre todo, en mi propia forma de sobrellevar y defender aún la idea de universidad.

A su partida, mi orfandad académica fue atendida con infinita generosidad y cuidado por la profesora Luz Gloria Cárdenas Mejía, a quien le debo terminar esta investigación. No pudo ser más afortunada, para la comprensión del problema, su insistencia en que hiciera una lectura más detenida de Aristóteles. Asimismo, debo a los profesores Maximiliano Prada Dussán y Germán Vargas Guillén, su interés y lectura aguda del borrador preliminar y las discusiones sobre este tema. El primero me indicó, con la agudeza propia de experto medievalista que es, la bibliografía pertinente para tratar el asunto de la universidad medieval y las precisiones que debía incorporar. A Vargas Guillén, por su parte, le agradezco su cariño, puesto en operación en las discusiones sobre el problema de investigación, la estructura, la apertura al diálogo con sus estudiantes, entre otras. Por supuesto, este trabajo no hace suficiente honor a todo lo que hicieron Luz Gloria, Maximiliano y Germán, y menos aún Carlos Enrique, por mí.

Finalmente, debo mencionar un agradecimiento especial al doctor Luis Enrique Nieto Arango. Si no fuera por su generosa opinión sobre mi trabajo académico, este libro no estaría en la Editorial de la Universidad del Rosario. Su partida deja una ausencia dolorosa para todos quienes tuvimos el privilegio de compartir sus conversaciones eruditas.

1 Un buen ejemplo del malestar sobre la vida universitaria actual se encuentra en Vega (2015).

2 Este libro es fruto de la investigación doctoral desarrollada en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, bajo la dirección de Carlos Enrique Restrepo. Su repentina y triste partida me motivó a escribir esta sección introductoria. Luego de este suceso, tuve el honor de tener como tutora a la profesora Luz Gloria Cárdenas. A ella, mi mayor y más profunda gratitud y admiración.

Introducción
—El asunto de esta indagación—

El problema general de este libro es el de la idea de universidad y su transformación en tiempos de capitalismo cognitivo. A lo largo de los estudios se han acopiado argumentos para defender la siguiente idea: si se asume la autonomía universitaria como un horizonte al que se orienta la universidad de manera teleológica —pero que nunca constituye una realidad completada, terminada—, en la actualidad dicha búsqueda de autonomía, por un lado, se plantea en relación con las coacciones del mercado y, por otro, no se debería orientar hacia la universidad-en-los-bordes o en fuga o nómada (como han planteado algunos autores). Por el contrario, la dirección hacia donde podría orientarse la búsqueda de la autonomía universitaria es la de la reivindicación de la reapropiación del conocimiento en el mundo universitario en tiempos de capitalismo cognitivo.

Esto entraña una reflexión sobre el conocimiento como horizonte de acción política, sobre la autonomía (cómo se pasa de una característica individual a una aspiración colectiva o por qué debe entendérsela como horizonte abierto y no como realidad actualizada-completada) y por la necesidad de la institución del conocimiento y su tensa relación con las implicaciones epistemológicas (la institución del conocimiento funciona, a la vez, como habilitadora de la validación epistemológica y como delimitadora y constrictora del saber científico).

Para esclarecer esta indagación se sigue la pregunta articuladora: ¿cómo se ha desplegado el estado actual de cosas?, en relación con la idea de universidad. Se encuentra que los problemas de autonomía, de acción política en el conocimiento, de institución de la universidad han descrito dinámicas más o menos parecidas desde el medioevo hasta la actualidad. La universidad busca sus definiciones o redefiniciones en tensión con agentes externos que la constriñen o condicionan la dinámica del conocimiento. En tiempos de capitalismo cognitivo, esa “causa externa” es la cooptación de la producción de conocimiento por parte del mercado, que no solo transforma los fines del cultivo del saber, sino la estructura misma de la dinámica universitaria.

La estructura general del libro tiene tres momentos argumentativos: luego de esta sección introductoria, se presentan unos conceptos clave para comprender desde dónde se está indagando este problema. En la primera parte se estudian las nociones de autonomía, acción política y bienes comunes (estudios 1, 2 y 3).1 La segunda parte aborda el origen del problema de la autonomía universitaria, de la mano de una revisión de la idea de universidad en el medioevo, que busca identificar el problema de la autonomía-universitaria-en-conflicto desde la constitución misma de esta institución, problema que se actualiza hoy día en la forma del fenómeno de la universidad-empresa (estudios 4 y 5). La última parte está dedicada a la alternativa que se propone: el camino frente a los embates contra la autonomía universitaria que provienen de —en términos generales— el capitalismo cognitivo, no es la fuga, la universidad en los bordes, sino la revisión de la idea de universidad —que es tarea impuesta por su carácter autónomo-teleológico (no autónomo-completado)— en defensa del conocimiento como bien común (estudio 6).

Una anécdota

Pero ¿quién tiene la clave de la opinión pública?Una pequeña cohorte, un grupo élite, unos cuantos individuos admirables. […] La obra que va a dirigir la relación entre los tres actores, el poder, la sociedad y los intelectuales, está escrita desde este momento. Los intelectuales se convierten en la instancia de llamada a la sociedad, frente a las exigencias del ejecutivo. No tienen peso más que a condición de tener a la opinión pública de su parte.

Alan Minc, Una historia política de los intelectuales

Los últimos años del siglo XIX fueron testigos de la consolidación de una relación que, hasta ese momento, había existido de forma relativamente anónima: la relación entre los “intelectuales” y la política (o la acción política). Carlos Altamirano recoge en su libro Los intelectuales. Notas de investigación sobre una tribu inquieta (2013) el episodio que, según su perspectiva, sería el que moviliza por primera vez en la historia moderna a los académicos en torno de una causa política: el caso Dreyfus.2

Todo sucedió en 1898, cuando el escritor Émile Zola publicó una serie de textos en los diarios parisinos en defensa del militar Alfred Dreyfus, acusado, al parecer injustamente, “de haber entregado información secreta al agregado militar alemán en París” (Altamirano, 2013, p. 18). A la iniciativa de Zola se sumaron otros escritores y filósofos a quienes, con intención más bien despectiva, llamarían los intelectuales.3 Estos personajes entraron en la vida pública a través de una acción colegiada para defender una causa sin más respaldo que el de su trayectoria académica: “el petitorio sumaba [la firma] de quienes consignaban los títulos profesionales de que estaban investidos o sus diplomas (‘licenciado en letras’, ‘licenciado en ciencias’, ‘agregê’, etc.)” (p. 19). De esta forma, según Altamirano, aparece en la esfera pública un actor que se adjudica el lugar honroso de neutralidad, de supremacía moral, de justicia y, en consecuencia, se presta de árbitro frente a las irregularidades del establecimiento.

Poco o nada queda de esta idea de los intelectuales como “magistratura que se manifestaba en el espacio público y proclamaba su incumbencia en lo referente a la verdad, la razón y la justicia” (Altamirano, 2013, p. 20). No solo se ha puesto en entredicho tal concepción por cuenta de los estudios críticos de la ciencia y de la sociología del conocimiento,4 sino sobre todo —y sin mucha teoría mediando, más bien por cuenta de las dinámicas de producción de capital— el intelectual ya no representa una “especie de categoría social exaltada” (p. 22), porque su principal patrimonio, el conocimiento, se ha diluido en la forma de producción más básica y corriente en el capitalismo posfordista (acaso también con ello se haya diluido su modesto protagonismo político).

Este fenómeno es el que intenta abordar este libro, a saber, la nueva configuración del saber institucionalizado, de la universidad, y su relación con las acciones políticas en los tiempos del capitalismo cognitivo. Las páginas siguientes —en esta sección— tienen la intención de delinear la manera en que se ha transformado el papel del conocimiento en el sistema productivo y, a la postre, en la vida política.

La academia y la acción política. Un contexto concreto del problema

La tesis del capitalismo cognitivo nace en el seno de la corriente italiana de los autonomistas5 —antes llamados operaístas—, quienes han descrito ampliamente el tránsito del capitalismo industrializado al posindustrializado (o posfordista), el cual está determinado —como más o menos lo predijo Marx (1953b/2007)— por el “abandono de la fábrica” y el desplazamiento de la producción del capital a la fuerza del trabajo cognitivo. La estructura capitalista actual depende de la producción de bienes inmateriales que circulan y se consumen —ideas, códigos, intercambio de información, etc.—. El trabajo inmaterial se define como “la labor que produce el contenido informacional y cultural de una mercancía” (Lazzarato, citado en Virno & Hardt, 1996, p. 133) y actualmente es por lo que se paga más dinero.

Por ello, el sistema productivo ha pasado de depender de la generación de capital gracias a la industrialización, a concentrarse en el capitalismo cognitivo. En el marco de esa forma de producción, que adopta las formas virtuosas de la acción política (Virno, 2003b), la pregunta es por el lugar de los “intelectuales” o, más precisamente, de la universidad. El rol de la universidad en el sistema posfordista es de orden eminentemente operativo: los académicos producen ciencia o analizan los fenómenos sociales en un vértigo de producción y con unos estándares de calidad que están más cercanos al trabajo de oficinistas que de académicos. Los miembros de la comunidad universitaria se han transformado en productores en serie de artículos, formadores de nuevos productores de conocimiento o “transistores” de información. ¿Qué pasa con la universidad en este contexto? ¿Cómo se reconfigura su papel en la sociedad? Más aún ¿qué pasa con la relación entre el saber científico y la acción política? El trabajo de Gigi Roggero (2011) muestra las implicaciones de la captura del “conocimiento vivo” por parte del sistema productivo posfordista, que ha dejado a la universidad desprovista de una dimensión política y subsumida por el sistema productivo capitalista. La universidad se ha integrado, como agente activo de producción, al capitalismo cognitivo. Esa, que es una realidad del orden de la estructura de producción de capital en la sociedad actual, expone la necesidad de preguntarse nuevamente por la dimensión política del conocimiento y de la universidad.

Roggero (2011) se ha concentrado en el problema del conocimiento y las instituciones, la universidad y lo común. Este autor se pregunta por la forma como ha mutado la producción de conocimiento dentro de los linderos de una de sus formas institucionales —la universidad— considerando el protagonismo que esta adquirió en el capitalismo posindustrializado. Básicamente, el problema del conocimiento, según este autor, es que sufre una objetivación análoga a la que describía Marx (1953b/2007) sobre el trabajo vivo; esto es: el conocimiento ya no es el producto de una potencia creativa “libre” —o sea, no es conocimiento vivo—, sino que está en la línea de producción en serie que enajena a su creador —antes el proletario, ahora el cognitario—.

 

Consecuencia de esto es que el conocimiento debe “escapar” de las formas de sujeción, según Roggero (2011), y debe instaurarse dentro de las “instituciones de lo común”, que están en los bordes de la universidad. Para este efecto Roggero, como varios autonomistas italianos, hacen eco de los conceptos de fuga y nomadismo, traídos del posestructuralismo francés. En el caso colombiano, el filósofo Carlos Enrique Restrepo (2012, 2013, 2014) defendió una crítica sistemática al capitalismo cognitivo en la universidad y respaldó la idea de una universidad nómada.

Simultáneamente, el problema de la idea de universidad contemporánea es que la universidad sigue románticamente funcionando en torno de una estructura en la práctica caduca —inspirada en la modernidad alemana— (su lugar en la sociedad anhelada por Humboldt, la separación de las facultades inspirada en Kant, el espacio de deliberación de Habermas, etc.6); pero, en la práctica, es un agente de la dinámica capitalista, toda vez que tiene como objeto la formación para la producción, esto es, para el trabajo cognitario; además, la universidad ha integrado la estructura y dinámicas de producción en serie, otrora propias de la fábrica (producción bibliográfica vertiginosa, evaluación de rendimiento, tareas administrativas, etc.).

Ahora bien, frente a este complejo estado de cosas (no estrictamente sobre la universidad, sino sobre el capitalismo cognitivo que incluyen problemas de orden político, económico y el papel del conocimiento), varios autonomistas han propuesto —en general— como solución la nomadización. Dicho de otra forma, los autonomistas son tales porque defienden la autonomía de la potencia creativa con respecto de toda sujeción productiva del posfordismo (Berardi, 2003a).

Ya tratándose del conocimiento en la universidad, Roggero examina la nomadización del conocimiento como la forma activa de esa autonomía por fuera de la estructura tradicional universitaria (además de abandonar la clásica discusión sobre lo público y lo privado en la educación superior). En suma, la acción política de resistencia es la nomadización, la fuga. A estos lugares del conocimiento en el borde de la universidad es a lo que Roggero llama las instituciones de lo común.

El abordaje que se propone en esta indagación

Frente a esta situación problemática que tiene componentes administrativos (cuando aparece la pregunta por la universidad normalmente se recurre a pensar el asunto de la financiación —pública o privada—, los criterios de calidad y de acreditación, su vínculo con la productividad de una nación, entre otros asuntos, llamémoslos, sociológicos), también (la situación problemática) invita a la reflexión filosófica. En concreto, este es un estudio que, disciplinarmente, se encuentra entre la filosofía política y la filosofía de la educación. Dadas las condiciones actuales que plantea el capitalismo cognitivo a la universidad, preguntarse por esta institución supone un cuestionamiento político.

En el apartado anterior se recapituló de forma breve sobre el problema y, más concretamente, sobre las alternativas en relación con la universidad en fuga, la universidad en los bordes, la universidad nómada. Estas alternativas no carecen de fundamento filosófico y han tenido despliegues en la práctica (el caso de Uni-Nómada es uno de ellos). La alternativa por la preservación de la autonomía del conocimiento (que Roggero llama el conocimiento vivo) no parece, según estas apuestas, tener mucho campo en una institución universitaria, presa de la instrumentalización para los propósitos productivos —y solo para ellos— y el detrimento de la formación y actividad política entre los estudiantes. En tiempos en los que ya ni los movimientos estudiantiles parecen tener peso contra la supraestructura político-productiva del capitalismo cognitivo, ¿para qué, aún, la universidad? ¿Para qué persistir en su defensa, en empoderar su resistencia, en defenderla del cerco mercantilista?

La respuesta sociológica no se encuentra en este libro, ni lo pretende. Este estudio se pregunta por la necesidad de defender, todavía, la institución universitaria. Desde el punto de vista conceptual —y por ello, filosófico—: la universidad tiene una característica siempre aspiracional —teleológica— que es la autonomía universitaria y, por ser aspiracional, está abierta la tarea, para sí, de defenderla y, con ello, de reconfigurar la idea de universidad que cumpla con el doble encargo de encarnar el sentido de una época y de orientarlo. Hoy día, esa tarea de repensar la idea de universidad supone un despliegue de la acción política para reapropiar la autonomía del conocimiento y para reclamar de nuevo la función de institución que preserva, promueve y valida el conocimiento científico.

1 El lector encontrará esa primera parte relativamente “apegada” a autores, a fin de establecer los conceptos mencionados, así como el contexto de discusión. Ya en la segunda y tercera partes se procura mayor soltura en lo doctrinal y se presenta la exploración que propone este libro.

2 Aunque Alan Minc afirma que “El caso Calas precede al caso Dreyfus: Zola no hará más que imitar en cierto modo a Voltaire” (2012, p. 30). Más aún, se adopta este supuesto de que el caso Dreyfus es la primera “actuación política” de los intelectuales —que plantea Altamirano—, solo a modo de ejemplo. Desde la Antigüedad se pueden rastrear manifestaciones de pensadores sobre causas políticas.

3 Según Altamirano, esta es la primera vez que se identifica a los académicos como un grupo social nominalmente identificado (2013, p. 19). Sin embargo, esta afirmación se debería matizar a la luz de los postulados de Le Goff (1985) quien, precisamente en su texto Los intelectuales en la Edad Media, expone el modo en que se fueron identificando en las nacientes ciudades a estudiosos y pensadores que, a la postre, se articularían e institucionalizarían en la universidad. El devenir de este grupo social en el medioevo es lo que da origen, precisamente, a la “corporación” universitaria (véase Estudio 4).

4 En particular, a partir de las críticas elaboradas por los autores que conformaron la llamada Escuela de Edimburgo, con su “programa fuerte”: Barnes (1974), Bloor (1976) y, por otro lado, autores que conformaron lo que se ha llamado estudios de ciencia, tecnología y sociedad, como Latour (1987, 2004), Jasanoff et al. (1994), Fuller (1993), entre otros, quienes plantearon críticas a la pretensión de “purismo” epistemológico de las ciencias e intentaron develar las “transacciones” sociológicas que subyacen a la actividad científica.

5 En relación con la orientación teórica de esta obra, se puede decir que, a pesar de que no hay un apego “doctrinal” a un autor (o un grupo de autores), sí se acoge el enfoque que proponen los “autonomistas italianos”, puesto que han contribuido ampliamente en la definición del concepto capitalismo cognitivo, tan caro a este trabajo, así como en la comprensión de la tensión conocimiento-mercado desde una perspectiva crítica, con apoyo en los desarrollos marxistas y del posestructuralismo francés, de gran utilidad para problematizar la productividad con base en el conocimiento, así como introducir el elemento de la biopolítica en la comprensión del fenómeno. Consecuencia de esto es que el lector no encontrará referencias a desarrollos anglosajones contemporáneos (i. e. Nussbaum o Putnam) que ofrecen abordajes, ciertamente, importantes; pero no desde los horizontes conceptuales ya mencionados.

6 Los filósofos modernos mostraron una especial preocupación por comprender el papel de la universidad en la producción del saber científico y su rol como institución social. Buena parte de los filósofos de la Modernidad, y algunos contemporáneos que desarrollaron un sistema de pensamiento, dedicaron algunas páginas (o estudios extensos) a la universidad. El tema de la defensa epistemológica de la razón sobre la heteronomía dogmática, así como la influencia de una organización del saber en la configuración de la sociedad, son recurrentes en sus escritos. Véase la compilación de textos de Ficthe, Schleiermacher, Humboldt, Scheler, entre otros, en el libro sobre Universidad alemana, de Llambías de Azevedo (1959), o la compilación crítica de Bonvecchio, en su Mito de la universidad (1991), con una recopilación de textos de filósofos modernos y contemporáneos divididos en dos secciones generales: el nacimiento del mito —esto es: cómo se creó la idea de que la universidad tiene la función de “conceptualizar” la sociedad y “hacerla mejor”; y textos de autores que exponen la “decadencia” de esa utopía—.