La música de la República

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En ese punto sucede algo inesperado. Sócrates lleva a Cebes de vuelta al principio del argumento y revisa el acuerdo anterior sobre la causa. Dice que ahora irá más allá de la primera respuesta, la segura y no aprendida sobre la presencia de una forma. Si alguien le pregunta: «¿Qué ha hecho que ese cuerpo se caliente?», Sócrates no dirá ahora que «el Calor», sino «el fuego». Con esa respuesta «más elegante» o sofisticada (una respuesta que, debemos advertir, sigue dependiendo de las formas) termina –de manera dudosa, por cierto– el argumento. Sócrates vuelve por fin al alma, considerada ahora «aquello por lo que el cuerpo vive». El razonamiento que habían personificado los ejemplos previos (Frío y Caliente, Par e Impar) se aplica ahora de forma incuestionable al alma en relación con el cuerpo. La Vida y la Muerte son contrarias. Las cosas que «contienen contrarios» se comportan como lo hacen los contrarios mismos: se excluyen mutuamente y son hostiles entre sí. Lo que no admite Muerte debe, sin embargo, ser inmortal, y el alma, que aporta la Vida a lo que posee, debe «contener» lo contrario a la Muerte. Por tanto, «el alma es algo inmortal». ¿Se ha demostrado suficientemente esa conclusión? Cebes, habitualmente escéptico, parece creerlo. Responde con un entusiasta «Muy adecuadamente demostrado, Sócrates». Sócrates añade una condición más cuestionable al argumento: que el alma se muestre tan imperecedera o inmune a la decadencia como inmortal. Cebes acuerda de buena gana que en verdad lo inmortal debe ser inmune a la decadencia. Sócrates concluye: «Cuando la Muerte le llega a un hombre, su parte mortal, como es probable que ocurra, muere, pero su parte inmortal sale y queda a salvo, sin decaer, apartándose del camino de la Muerte». Entonces Sócrates regresa a su punto anterior, uno de los constantes estribillos de su canción filosófica: si el alma «sale», debe haber un lugar al que salga. Ese lugar es el Hades, lo Invisible.

Cebes dice que ahora ya no desconfía de los argumentos anteriores. Anima a Simmias «o a cualquier otro» a hablar en voz alta mientras haya tiempo. También Simmias dice que ya no desconfía, «dado lo que se ha argumentado», pero matiza su acuerdo con Cebes. Confiesa una persistente desconfianza basada en la magnitud de lo que han estado hablando y, por contraste, la debilidad de la naturaleza humana. Sócrates responde reforzando esa desconfianza al tiempo que la transforma en una tarea de por vida. Despeja las vagas ansiedades de Simmias por la flaqueza diciéndole que se ponga a trabajar. Incluso nuestras «primeras hipótesis», dice Sócrates, «deben examinarse con más claridad». Presumiblemente se refiere, en particular, a la hipótesis de las formas.

Previamente en el diálogo, Sócrates había invocado la figura de Penélope. El verdadero filósofo no era como Penélope, cuya red se tejía solo para deshacerse. No dejará, una vez libre de enredos corporales, que su alma se repliegue vergonzosamente en el cuerpo. Pero aquí, al final de los argumentos del Fedón, Sócrates recuerda y rehabilita de forma indirecta la figura de Penélope. El verdadero filósofo es, de hecho, como la mujer de Odiseo. Al final de un argumento, cuando se ha «tejido» una conclusión, debe volver al principio, separar las hebras de las que se compone el argumento y deshacer la red del lógos. El lógos, cuyo regreso a la vida ha intentado lograr el nuevo Heracles, perdura precisamente en esa oscilación entre tejer y destejer. El argumento sigue y es, en cierto sentido, inmortal, no solo porque las almas valerosas lo conservan, sino porque el lógos filosófico es en sí mismo inherentemente incompleto y nunca «llega al final».

XIII LA VERDADERA TIERRA (107 b-115 a)

Sócrates pasa ahora del argumento, y de nuestra confianza y desconfianza en el argumento, a su mito sobre la verdadera tierra. Como los mitos que Sócrates presenta en otros diálogos, este tiene como punto central la importancia extrema de cuidar nuestras almas en nuestra vida mortal. El mito presenta un «cosmos» genuino, un todo bellamente ordenado. Podríamos decir que logra, aunque de modo mítico, lo que la Mente de Anaxágoras no había logrado. En lugar de las muchas referencias anteriores al Hades, Sócrates presenta una descripción elaborada de la forma y funcionamiento del Todo. Combina el lenguaje del cuerpo en proceso, el lenguaje de la física, con un relato de la suerte que corren almas distintas en el Todo.

Según el mito de Sócrates, la tierra en sí presenta tres capas: la tierra real, los huecos interiores donde moramos (creyendo que vivimos en la superficie) y la tierra bajo nosotros. La Tierra en sí, redonda, pura y resplandeciente, permanece en reposo como un todo en medio de los cielos. Para mantenerla en su sitio no se necesitan empujes ni tirones, Atlas ni aire, en otras palabras, fuerza externa. La «autosemejanza», es decir, el equilibrio de los cielos y el propio equilibrio de la tierra, es suficiente para mantenerla en reposo. La vida en la superficie de la verdadera tierra refleja esa situación cósmica. No se encuentran allí tiras ni aflojas, la agitación y violencia que marcan nuestras vidas en los huecos. La verdadera libertad, en otras palabras, es la escapatoria de todos los procesos y su seriedad correspondiente. Los habitantes de la superficie de la verdadera tierra flotan libres, residiendo sin disimulo, deleitándose en la percepción de las cosas que son, como turistas en unas vacaciones eternas. No hay ciudades montadas sobre facciones, de hecho no hay ciudades en absoluto sobre la superficie de la verdadera tierra.

En el mundo inferior, situado bajo lo que llamamos tierra, las cosas son muy distintas. La fuerza y la restricción, la agitación y la violencia caracterizan tanto el «aspecto» de ese mundo como las «vidas» de los que están forzados a quedarse allí. De hecho, las subidas y afluencias de líquidos a gran presión, la ausencia de luz excepto en la presencia de gran calor, parecen reflejar la agitación interior de los habitantes más desesperados de ese mundo, a los que a su vez se arrastra, siempre a merced de algo o alguien distintos.

Pese a su aparente caos, el mundo inferior tiene una estructura: no orden y desorden, sino diferentes principios de estructura compensan la diferencia entre arriba y abajo. El orden del mundo inferior es el orden de la oscilación, del movimiento que restringe o gobierna un punto; en este caso, el centro de la tierra. El centro de la tierra es también el centro de un gran tubo que atraviesa la tierra, el canal del Tártaro. Ese tubo y su centro determinan todo fluido en el mundo inferior. La posición del Tártaro define, en general, el sendero del fluido, el significado «de aquí para allá». Canales llenos de todo, desde agua hasta fuego líquido, colman el mundo inferior, pero cada canal, por muy tortuoso que sea su sendero, debe salir y volver a entrar en el Tártaro antes o después. El centro del Tártaro, a su vez, define la posible extensión del fluido: igual que la lenteja de un péndulo no puede, en el transcurso de su movimiento, terminar en un punto más elevado que su punto de liberación, el fluir líquido del Tártaro en un momento determinado no puede volver a entrar en él desde más allá del centro más que por el punto inicial de desagüe.

En esa estructura de subidas ordenadas, sobresalen cuatro ríos junto con el Tártaro. El Océano («Fluir veloz»), el Aqueronte («Desolador»), el Piriflegetonte («Resplandor de fuego») y el Cocito («Chillido»). Aquí, también, hay un orden, un orden de contrarios, por decirlo así. El Océano y el Aqueronte se emparejan el uno con el otro, como lo hacen el Piriflegetonte y el Cocito. Circulan en direcciones contrarias y tienen sus desembocaduras «justo enfrente» el uno del otro, es decir, en posiciones diametralmente opuestas a uno y otro lado del centro. Además, el punto en el que el Piriflegetonte y el Cocito se aproximan más es cuando pasan por el lago Aquerusíade. Aquellos que han cometido grandes fechorías, pero curables, pasan la mayor parte de su tiempo moviéndose de manera violenta dentro del Tártaro y se les arrastra más allá del lago Aquerusíade a los ríos solo para pedir perdón a quienes hicieron daño. En otras palabras, esa constelación de ríos parece funcionar como el centro moral de la tierra inferior.

¿Dónde estamos nosotros en esa imagen de la tierra? Las cosas más hermosas que nos rodean son meros fragmentos, aunque fragmentos de las cosas de arriba. Aunque nuestra visión esté nublada, vemos los mismos cielos que ven los que moran en la superficie. Algo de la belleza moteada de su mundo viene de la neblina y el aire que nos rodea, el «sedimento» del éter. Pese a ello, parecemos vinculados por igual a la tierra que hay debajo; de hecho, a veces es difícil decir dónde terminan los huecos y comienza el inframundo en el relato de Sócrates. Que las aguas de nuestro Océano se gobiernen y mezclen con las mismas leyes que sus aguas, que su Piriflegetonte en ocasiones aflore en nuestro mundo, son señales suficientes de la vinculación. Nuestras vidas regulares están suspendidas de esos dos extremos y cómo vivimos ahora tiene que ver por completo con la región en la que viviremos o tal vez vivimos.

Debemos señalar que el mito se dirige a Simmias, quien, como se ha dicho, parece ser el más lírico y menos dialéctico. Sócrates concluye su discurso a Simmias con una exhortación. Habla del «noble riesgo» que implica tomar el mito en serio, es decir, no en creer todos los detalles míticos, sino en hacer todo en la vida para «participar de la virtud y la prudencia». De nuevo, Sócrates vuelve al «buen encantador» que sabe cómo conjurar al coco, el Miedo a la Muerte; pero ahora el encantador somos nosotros. Debemos tomar en serio nuestras almas creyendo que el cosmos y lo divino que vive en su seno son receptivos a nuestra búsqueda de purificación, especialmente la purificación en que consiste la filosofía. Buena parte del Fedón no trata de lo que es absoluta y demostrablemente verdad, sino de lo que el filósofo debe decirse a sí mismo; en una palabra, de aquello en lo que debe confiar. Sócrates nos recuerda que la filosofía induce a esa confianza en la bondad y orden del Todo como una forma de música.

 

XIV EL FINAL DE SÓCRATES (115 a-118)

Sócrates dice que debe «ir al baño» y ahorrar a las mujeres el esfuerzo de lavar un cadáver, un gesto que combina el cuidado de su propia pureza con el cuidado por las sensibilidades de los demás. En este punto del drama, Platón centra nuestra atención en el demasiado humano Critón. Critón quiere aferrarse al hombre Sócrates y a cada precioso minuto y preocupación mortal que queda. Suave, pero firmemente, Sócrates intenta que Critón entienda la extrema importancia de lo que Sócrates siempre les ha dicho: deben cuidar de su alma «siguiendo los pasos» de lo que les ha mostrado su conversación. Critón, no obstante, vuelve enseguida a su preocupación por el cuerpo de Sócrates: «Pero ¿de qué modo te enterraremos?» Es entonces cuando Sócrates pide a los demás «que se comprometan» ante Critón a que Sócrates no se quedará atrás en su muerte, sino que «partirá».

Llegamos ahora a la narración final, en la que Fedón nos cuenta cómo murió Sócrates. ¿Cómo afecta la descripción platónica de los últimos momentos de Sócrates a todo lo que se ha dicho hasta este momento? ¿Qué presenciamos exactamente y qué podemos concluir, mientras vemos cómo la Muerte se aproxima realmente?

Parece que las explicaciones y los argumentos que Sócrates ha estado dando y obteniendo de sus amigos durante todo el día son más persuasivos como ejemplos y promulgaciones del modo de vida en el que Sócrates cree que como pruebas de la supervivencia del alma después de la muerte corporal. Por tanto, el comportamiento de Sócrates en la hora de su muerte podría importar más que si la encarara completamente convencido de sus pruebas de que hay una vida más allá. Si realmente se mostrara despreocupado incluso en sus últimos momentos en la tierra, podríamos suponer que es un hombre que encuentra la eternidad en esta vida día a día, que no necesita esperar a morir de manera física para morir la muerte del filósofo y pasar de los placeres del cuerpo a las delicias del pensamiento. Podría ser un hombre que no necesitara una liberación especial para vivir en la región del Ser; eso es lo que su amigo Critón, afectuosamente humano, no entiende del todo.

Pero ¿significa eso que Sócrates engaña a Simmias y Cebes –incluso a sí mismo– cuando los conjura a que destierren su miedo a la muerte y se pone en el papel de Teseo, que los salva del monstruo con cabeza de toro, el Minotauro? No necesariamente. Sócrates reconoce que sus jóvenes amigos están asustados y que tiene cosas que decirles que él no necesita oír. Está dispuesto a representar un drama de miedo superado por su bien. Si es un engaño, también lo son el candor y la amabilidad de Sócrates que los guía a través del laberinto siguiendo el rastro de su conversación para encarar... ¿qué?

Tras bañarse, Sócrates ve a sus tres hijos y da instrucciones a las mujeres de su casa. Llega el sirviente de los Once y se despide con cariño de Sócrates, llamándolo «el más noble, gentil y mejor de cuantos han llegado aquí». Sócrates lo alaba por sus nobles lágrimas y pide la poción. Critón, con conmovedora desesperación, apremia a Sócrates a que no se apresure; al fin y al cabo, aún queda algo de sol sobre las montañas, ¡tiempo incluso para disfrutar de los placeres del sexo antes de morir! Entonces Sócrates cuenta a Critón que, si obrara como los demás, solo sería un hazmerreír a sus propios ojos. Apremia a Critón: «¡Obedece y no obres de otro modo!».

Cuando llega el portador de la poción, Sócrates lo trata con todo el respeto debido a alguien que tiene conocimiento. Pide consejo sobre cómo cooperar con los poderes naturales de la droga. En ese momento, Sócrates toma con gracia la copa. A lo largo del diálogo se ha enfatizado la mirada de Sócrates. Mira a cada orador, intensa y atentamente. Ahora, cerca del fin, cuando el hombre trae la poción que es al mismo tiempo veneno y cura, Sócrates lo mira de reojo «con esa mirada de toro que era tan habitual en él». Una descripción extraña; casi parece como si, con el golpe de la muerte, Sócrates, el matador del Minotauro, se hubiera transformado en Minotauro, cuya muerte han tenido que ver los jóvenes para convertirse en matadores de monstruos. Sócrates les muestra el drama de la muerte de la Muerte para que vean lo inofensivo que es el monstruo cuando se le aborda de una manera segura y certera.

Ya sabemos que el portador de la poción ha juzgado que Sócrates no está excitado. Desde un principio, le había advertido que no entablara tanta conversación como para acalorarse porque entonces se necesitaría una doble dosis del veneno para matarlo. Ahora, cuando Sócrates ofrece, de un modo enigmático, usar una parte de la poción para derramar una libación para «alguien», está claro que el hombre ha estimado que Sócrates está calmado y ha traído solo la cantidad precisa. Así que Sócrates dice que al menos debe rezar a los dioses por una auspiciosa «emigración de aquí a Allí». Tras eso, bebe.

Todo autocontrol se viene abajo en ese momento ya que otro Minotauro parece devorar a los amigos reunidos: la Pena. La compañía al completo, incluyendo a Fedón, se une en el treno de Apolodoro, que, a lo largo de la conversación, ha estado llorando más que siguiendo el argumento. La música del discurso, parece, se ha perdido absolutamente para él. Sócrates les reprocha su impía antimúsica y los incita a un silencio propicio. Su vergüenza frena sus lágrimas. Debemos advertir que esas lágrimas no son las nobles lágrimas del sirviente de los Once, a quien Sócrates había alabado. ¿Cuál, nos preguntamos, es la diferencia entre ellas? ¿Por qué son unas innobles y otras nobles? Tal vez tenga algo que ver con la forma y el alcance de la pena. Tal vez una cosa sea apenarse, pero aceptar la muerte de Sócrates, y otra apenarse pero no aceptarla. Esa distinción encaja con las palabras del sirviente en su despedida a Sócrates: «Adiós e intenta soportar esas necesidades tan cómodamente como sea posible». Puede que el sirviente sea noble porque, aunque llora, no lo hace de manera descontrolada; ¡tiene voluntad para despedirse!

Y ahora la aproximación de la Muerte. Obedeciendo al que porta la poción, Sócrates da vueltas hasta que le pesan las piernas y entonces se tiende y se tapa. Lentamente le sobreviene la Muerte en forma de Frío y Rigidez. Empieza desde abajo y va subiendo: primero los pies, luego las piernas, luego los muslos. El portador de la poción demuestra con calma el proceso natural a través del que obra la Muerte. Cuenta a los compañeros que, cuando el efecto de la poción alcance el corazón, Sócrates morirá. Mientras lo dice, a Sócrates se le enfría la parte inferior del abdomen.

Entonces Sócrates se destapa para solicitar la última petición que Critón está ansioso por atender. «Critón –dice–, debemos un gallo a Asclepio. Así que paga la deuda y no seas descuidado.» Algunos lectores piensan que, siendo Asclepio el dios de la medicina, Sócrates está ordenando una ofrenda de agradecimiento (tal vez la que no se le ha permitido verter a él mismo) por liberarle de la enfermedad de la vida. Esa explicación concuerda desde luego con el hecho de que también se sacrificaban gallos al dios egipcio Anubis, identificado con el dios griego Hermes, que guía a las almas al inframundo y por el que Sócrates jura con cariño. Pero ¿por qué debemos «nosotros» la ofrenda de agradecimiento?

Cómo interpretemos las últimas palabras de Sócrates, tan evocadoras del tema de la salvación de Teseo, depende de cómo respondamos a las preguntas: ¿de qué ha estado Sócrates intentando salvar a sus amigos? ¿Quién pensamos que es el verdadero Minotauro del Fedón? El miedo a la muerte es un primer candidato y, sin duda, en sus últimas palabras Sócrates expresa su gratitud a los poderes superiores por haber logrado, al menos en esta ocasión, evitar que a sus amigos los consumiera ese miedo. Pero, como hemos visto, en el centro del laberinto de Platón no acecha el miedo a la muerte, sino el odio al argumento. Tal vez sea esa la razón más profunda de la ofrenda de agradecimiento de Sócrates: el día en el que muere, rodeado de amigos intensamente ansiosos, se las ingenia para evitar el miedo a la muerte. Pero no lo hace, como hemos visto, aduciendo irrefutables «pruebas de la inmortalidad del alma», sino redirigiendo la preocupación de sus amigos hacia la renovada vida de la investigación y el discurso filosóficos. Así, Sócrates muere legando una tarea, no solo a Simmias, sino a todo aquel que conozca el relato de Fedón, cuando dice: «Lo que dices es bueno, pero también nuestra primera hipótesis debe examinarse para una mayor seguridad».

Tal vez haya una segunda y más severa razón por la que el mismo Sócrates, justo antes de beber la poción, asume la apariencia del Minotauro. Tal vez haya algo mortal incluso en Sócrates –sobre todo en él–, algo de lo que, junto con el miedo a la muerte y el odio al argumento, sus amigos necesitan salvarse. En el Fedón, Sócrates está rodeado de amantes admiradores que no pueden soportar perder al Sócrates hombre. La conversación comenzaba, recordemos, con Sócrates aceptando la muerte aparentemente sin preocuparse. Al menos al principio, Simmias y Cebes aceptan a duras penas esa despreocupación, acentuada con las bromas y sonrisas de Sócrates a lo largo del diálogo. En su indignación, nacida de la pena, acusan a Sócrates de ser injusto con sus amigos. En efecto, le asignan el papel de un Teseo que salva a sus amigos y compañeros de viaje de todo tipo de peligros para abandonarlos al final, como Teseo abandonó a Ariadna en la isla de Naxos. Parece apropiado, por tanto, que, justo antes de morir, Sócrates intente liberar a sus amigos del Minotauro final: su absorbente amor por el Sócrates hombre, un amor que amenaza con llenar sus almas de pena e indignación. Les muestra una nueva perspectiva de la cara que tenía el poder de fijar la atención más en el hombre que en el discurso y la visión por la que el hombre vivía. La comprensible fijación por el Sócrates hombre se representa de manera conmovedora a través de la tenaz atención que Critón presta al cuerpo de Sócrates. Esto puede explicar por qué Platón se presenta como ausente en ese importante día. A diferencia de Apolodoro, Critón, Simmias, Cebes y todos los demás, a Platón no le amenaza el más seductor en potencia de todos los Minotauros: conoce a Sócrates lo suficientemente bien como para estar dispuesto a dejar que muera el hombre. Es irónico que también sea el que, en sus diálogos, lo mantiene perpetuamente vivo para nosotros: vivo, encantador y tal vez también peligroso.

Entonces Sócrates calla. Poco después, hace algún tipo de movimiento y se destapa una vez más. Ha compuesto el semblante y tiene abiertos los ojos y la boca. Critón se los cierra.4

A sabiendas, el portador de la poción ha tramado para nosotros el curso de la Muerte. La hemos visto aproximarse. En cuanto al momento en sí, la llegada y el mero hecho de la Muerte, queda envuelto en un manto de misterio, como el encuentro final de Sócrates. Sin embargo, la mirada final de Sócrates, aunque no nos cuente qué es la Muerte ni lo que experimentó Sócrates antes de «preparar el semblante», ofrece una imagen adecuada, tal vez incluso cómica, de aquello por lo que Sócrates había vivido. Con los ojos y la boca abiertos, tenemos la imagen misma de un hombre que se había dedicado a la visión y el discurso. Si ponemos juntos los ojos y la boca abiertos, también tenemos el gesto del asombro. El gesto parece decir: «¡Así que esto es la Muerte!», aunque sin revelar lo que la Muerte sea en sí misma.

La narración de Fedón termina, de manera apropiada, con la alabanza de Sócrates. Si Sócrates muere despreocupado y con acogedor asombro, comienza a tener sentido un hecho desconcertante acerca de las últimas palabras de Fedón en alabanza de Sócrates: durante su vida, Sócrates pensó y habló de cuatro virtudes particulares, sabiduría, valor, moderación y justicia. Cuando Fedón resume las virtudes de Sócrates, llamándolo el mejor, el más serio y justo de todos los hombres que él y sus amigos habían conocido, deja llamativamente sin mencionar el valor. Tal vez Platón esté diciendo, a través de Fedón, que un ser humano apasionado por el amor a la sabiduría y absorto en la búsqueda del ser no necesita valor ante la muerte.

 

¿Fue también Sócrates el más feliz de los seres humanos? Fedón no lo dice. Sin embargo, podemos inferir de la ligereza de Sócrates, mostrada a lo largo de todo el diálogo, que Sócrates muere como ha vivido: ni indignado por el infortunio y la muerte, ni estoico desapasionado, ni, cuando todo está dicho y hecho, aborrecedor del cuerpo que contento se libera de la enfermedad de la vida. Muere plenamente consecuente con las condiciones para la felicidad que dispone Solón en Heródoto. Ha servido a su ciudad como soldado y tábano y ahora muere en la plenitud de su vejez (y con varios hijos), rodeado de un grupo de devotos amigos. La condena de Atenas lo ennoblece incluso como un gran hombre acusado injustamente, un hombre que, en el día de su muerte, parece dar prueba suficiente de su creencia en «dioses buenos» y su escrupuloso cuidado por las almas de los jóvenes.

Sin embargo, el corazón y el alma de la felicidad de Sócrates se extienden mucho más allá de las fronteras temporales de la felicidad que encontramos en Solón y Heródoto. Esa felicidad «superior» se encuentra en la búsqueda socrática de lo divino y su devoción por el discurso y la visión; una divinidad que, a diferencia de la divinidad en Heródoto, no envidia sino que más bien favorece, sin resentimiento, aunque desconcertada, los impulsos de la investigación. A lo largo del Fedón, Sócrates apela a los seres inmortales que el filósofo anhela «ver» y «tener por compañía» y, a lo largo del Fedón, Sócrates el encantador exhibe un estilo ligero e incluso cómico en un esfuerzo por librar a sus amigos de su trágica Musa. Esos dos hechos están vinculados. Entregarse al amor que es la filosofía es liberarse, sobre todo, de la tragedia y su Musa mortal.

Circula la historia de que Platón, tras conocer a Sócrates, se marchó a casa y quemó sus composiciones trágicas. Aquel día, Platón mató al menos un Minotauro y se preparó para escribir una comedia filosófica titulada Fedón. Si los lectores de Platón se libran ellos mismos de la ansiedad trágica y se vuelven a los placenteros trabajos de la filosofía, el mismo Platón tendría motivo para decir: «Debemos un gallo a Asclepio, lector. ¡Paga la deuda y no seas descuidado!».

1. Brann traduce literalmente ἱστορίης por Inquiries, «investigaciones». (Nota del editor.)

2. Ariadna, hermanastra del Minotauro, se enamoró de Teseo, que la abandonó de vuelta a casa.

3. Al referirse a la dificultad que plantea Cebes, Sócrates sugiere que «se acercan en estilo homérico». Durante todo lo que sigue, debemos recordar que, aunque ahora Sócrates luche ostensiblemente por la inmortalidad del alma (que ha quedado amenazada con las imágenes de la lira y el tejedor), tiene más importancia que luche por la renovada confianza en el poder rector de los argumentos filosóficos o lógoi. En otras palabras, el interludio con «Fedón mismo» ha desplazado el miedo a la muerte del alma por el miedo a que todos los argumentos «mueran» al final. La estatura épica, homérica, de lo que Sócrates emprende en el diálogo no solo se indica al sugerir que el hogareño Sócrates tiene algo en común con el viajero Odiseo, que «conoció a muchos hombres», luchó para salvar a sus camaradas y descendió al Hades. También se indica en la alusión homérica de las primeras y últimas palabras del Fedón. Cuando Equécrates empieza con las palabras «Tú mismo, Fedón, ¿estabas presente ese día [...] o lo oíste de otro?», prácticamente está citando la pregunta que se le hace a Odiseo antes de relatar sus andanzas: «¿Estabas tú mismo presente o lo oíste de otro?» (Odisea viii 491). El resumen final que hace Fedón de Sócrates, que era «el mejor y el más prudente y justo» de todos los hombres que han conocido, es un eco de lo que se dice del anciano Néstor, que «conocía la justicia y pensaba más que los demás» (Odisea iii 244).

4. Traducimos la descripción de Fedón del último momento de modo distinto a otros. El sentido que se suele dar es que, cuando el ayudante descubrió a Sócrates, tenía los ojos fijos y cuando Critón lo vio le cerró la boca y los ojos. La primera palabra para ojos, ómmata, significa también rostro o semblante; la segunda, ophthalmoí, significa solo ojos. Además, el verbo está en voz activa: es Sócrates quien fija o, mejor, compone sus rasgos. En su Defensa de Sócrates, Jenofonte dice que, cuando condenaron a muerte a Sócrates, «salió con semblante, conducta y paso despreocupados» (27). Así que no «tenía los ojos fijos», sino que «había compuesto su semblante». Hay un caso terrible que casi parece la contrapartida de los últimos instantes de Sócrates: en Los demonios de Dostoyevski, un hombre llamado Kirillov cree que puede probar su libertad extrema suicidándose, pero en los minutos previos a su autoaniquilación se ve cómo se transforma en una bestia que brama aterrada, cuya muerte refuta sus pretensiones vitales.