La música de la República

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2.

El legado de Sócrates: el Fedón de Platón

Esta es una perspectiva, expuesta de manera muy esquemática, del Fedón de Platón que podría ayudar a un estudiante serio a leer el diálogo. Por «serio» entiendo «interesado en aplicar el texto a cuestiones vitales».

Nunca he conocido a nadie a quien convencieran en modo alguno los cuatro argumentos de la inmortalidad del alma que Sócrates propone durante su último día entre los vivos. De hecho, ni él mismo parece convencido: si fuera concluyente, ¿para qué intentarlo de tantas maneras?

Esta es la noción que se me ocurrió mientras me preguntaba acerca de esto junto con dos colegas con los que estaba traduciendo el diálogo. Tenía sentido que Sócrates hubiera querido consolar a esos jóvenes que se sentían abandonados, pero no que lo hiciera con artimañas implausibles. Parecía igualmente improbable que él mismo tuviera tanto miedo de morir que deseara tranquilizarse o engañarse con sofismas sobre una vida venidera, pues ese Mundo Más Allá que le importa no es el que podría llegar al final del curso vital, sino la muerte terrenal que alcanza dentro de la vida cuando se pierde en el pensamiento.

Esto es lo que creo que hace Sócrates: si abrimos el diálogo justo en medio encontraremos su centro. La preocupación real de Sócrates es que la vida del lógos podría terminar, que la investigación filosófica podría morir de «misología», odio al discurso racional (89 d). Sócrates trata en esa última conversación de legar la filosofía a sus jóvenes amigos. Lo hace, no obstante, no solo exhortando abiertamente, sino también ejerciendo la enseñanza, presente aunque sea de manera implícita. Incorporada en los argumentos sobre el alma, presenta una lista de sus preocupaciones, su legado inacabado. Tal vez Sócrates esté interesado sobre todo en la excelencia humana, pero para él esa bondad fluye del conocimiento de cuestiones sobrehumanas, el conocimiento que llegará a llamarse «ontológico» porque da «cuenta del Ser». Por tanto, en su último día el énfasis dialógico se pone en esas investigaciones y la pureza del alma por la que él aboga trata de promover la causa del lógos.

He aquí, pues, mi lista de las investigaciones incompletas, las aporíai, los puntos muertos y las perplejidades que Platón insinúa en las supuestas demostraciones de la inmortalidad del alma. De hecho, hace que esas pruebas dependan, de una manera no del todo convincente, de respuestas tentativas a esas preguntas. Puesto que habla con amigos jóvenes a los que les resulta familiar su modo de investigar, el vínculo entre esos participantes es especialmente estrecho en esa conversación de despedida; debería advertir que está desnudando, al menos por el momento, el drama humano que da a la charla su vitalidad.

Incluso antes de que la conversación gire a la ostensible búsqueda de pruebas de la inmortalidad del alma, Sócrates plantea algunos temas y términos preparatorios de un modo más personal que que el de la investigación central:

a) Hablando de experiencias presentes, pregunta: ¿cuál es la naturaleza del placer y del dolor para que se unan como un par de opuestos (60 b)?

b) Siendo la filosofía una muerte voluntaria, es decir, libertad de los sentidos corporales (aunque el suicidio real no esté permitido), ¿cómo puede Sócrates defenderse del cargo de un deficiente afecto humano (63 a)?

c) Si la prudencia requiere estar libre de interferencias sensuales para que el alma pueda de por sí alcanzar al verdadero Ser, ¿cómo puede un filósofo, cómo puede él, temer a la muerte (67 e)?

d) Si la prudencia condiciona las excelencias que preocupan a Sócrates –el valor, la moderación, la justicia y la «virtud en su conjunto»–, ¿cuál es el destino de aquellos a los que les falta (69 b)?

Estas son las enseñanzas inacabadas, el legado de aporíai, que Sócrates, me parece, lega a esos jóvenes y a nosotros:

1) ¿Qué es devenir (génesis)? ¿Sale algo de la nada o más bien de su contrario, como lo «justo» de lo «injusto», es decir, es Devenir un paso del No-ser al Ser? ¿Hay dos devenires opuestos: alcanzar el ser y dejar de ser (70 e)?

2) ¿Cómo se capta la verdad no sensorial? ¿Es por «reminiscencia», una recuperación del conocimiento prenatal, por una especie de relación intelectual, cuya analogía sensorial se recuerda por asociación, igual que las posesiones de un amigo nos lo traen a la memoria (73)?

3) Si comparar equivalentes sensoriales, que siempre son inferiores a la verdadera igualdad, nos lleva al pensamiento de un Igual en sí mismo, ¿cuándo se adquiere ese conocimiento en la vida humana (75)?

4) ¿Hay seres inteligibles, como lo Igual, lo Hermoso, etc., y cuál es su relación con el alma (76 e)?

5) ¿Cuál es la naturaleza de esos seres? ¿Son los mismos o cambiantes, compuestos o sencillos, visibles o invisibles (78 d-79 a)?

6) ¿Está el alma más estrechamente relacionada con el reino de lo Invisible y el cuerpo con el de lo Visible (80 b-81 d)?

7) ¿Hay un castigo fijado a la inmersión en los placeres físicos y una recompensa contraria para la vida del pensamiento (81 c-84 b)?

8) ¿Cómo se explica la generación y destrucción de cosas? ¿Son responsables las cualidades o poderes naturales, como el Calor y el Frío, o las sustancias naturales, como la sangre o el cerebro? ¿Se justifican las diferencias en términos físicos estrictos, por ejemplo, una persona es mayor que otra «por una cabeza» (96 d)?

9) ¿Cómo se genera la multiplicidad? Al sumar unidades, se transforman dos juntas en un dos, o es la segunda unidad la que hace de ellas una dualidad (96 e)?

10) ¿Cómo pueden explicar las causas naturales que la excelencia o la necesidad del mundo sean lo mejor posible? ¿Cómo puede una explicación mecánica dar cuenta de una opción moral, es decir, cómo puede explicar una configuración física que Sócrates esté en prisión? Puesto que no es satisfactoria, ¿deberíamos abandonar la investigación de las causas naturales por relatos ideales, esto es, racionales (98 d)?

11) Si, al parecer, las explicaciones requieren hipótesis, «suposiciones» –las Formas–, ¿no deberíamos afirmar que la causa de que algo sea o nazca grande, hermoso o bueno es que participa de lo Grande, lo Hermoso o lo Bueno en sí mismos? ¿Qué hace que esos seres, alcanzados por el lógos, sean intelectualmente satisfactorios? ¿No deberíamos continuar el relato de cada uno de esos seres en términos de una hipótesis mayor, o sea, no deberíamos hacer un esfuerzo por establecer un lógos de una jerarquía ideal entre las causas de las cosas naturales (100 c-101 d)?

12) Entonces, si alguien es grande, por ejemplo, ¿no es grande por lo que él mismo u otro sea –pues su ser no cambia conforme al tamaño comparativo–, sino por la Grandeza? Por tanto, si es pequeño en relación a otra persona solo participando en la Pequeñez, ¿no puede serlo porque uno de esos seres se haya convertido en el otro (103 c-e)?

13) ¿No significa eso que, cuando mencionamos que los opuestos proceden de ellos mismos, no estábamos hablando de seres hipotéticos, sino de cosas en este mundo (103 a-b)?

14) Pero ¿no hay cosas naturales que se destruyen cuando una forma opuesta las invade, como el Calor con la nieve? ¿Y no hay también otras cosas que, aunque no estén bajo el nombre de la misma Forma, toman parte en ella invariablemente, como lo hace el tres en los Impares (103 d-105 b)?

15) ¿Sugiere eso una respuesta, aunque menos segura, más sofisticada? ¿No podríamos decir que el cuerpo caliente se encendió con el fuego o la fiebre, que, a su vez, lleva especialmente la forma Caliente para que haya un agente causal físico intermedio? Por tanto, ¿no sería el alma un intermediario a la hora de traspasar la vida de la forma a un cuerpo? De manera parecida para un número par, ¿no se volvería impar inmediatamente por la Imparidad, sino por la unidad indivisible que queda (105 c)?

16) ¿Por qué necesita completarse el lógos dialéctico, el argumento considerado, con una imagen mítica, una descripción del entorno cósmico en el que el alma filosófica está en casa (107 c-115 a)?

17) ¿Es secundaria o esencial para la integridad de su filosofía la manera en la que vive y actúa un ser humano (115 hasta el final)?

Esta lista, extraída de la conversación final de Sócrates, me parece un compendio, el más extenso que pueda obtenerse de los diálogos, de los asuntos inacabados de Sócrates. Pero también es una lista de preocupaciones vitales para la gente que entiende la filosofía como una investigacion a través del lógos de la naturaleza de las cosas que tienen grandes consecuencias humanas. Como resumen esquemático, ¿cuál es la naturaleza de lo que nos hace prudentes? ¿Es una condición emergente del cuerpo o un alma separable e indestructible? ¿Qué papeles desempeñan los sentimientos y las impresiones sensoriales a la hora de inducir a la reflexión? ¿Se consideran las principales incitaciones al pensamiento puntos muertos a los que se llega por medio del discurso explicativo? ¿Qué alcanza el discurso humano cuando nombra objetos? ¿Es la respuesta formular hipótesis sobre estables seres ideales detrás de las cambiantes apariencias? En ese caso, ¿cómo se vincularía con ellos el mundo sensorial? ¿Cómo surgen los números, son modelos de nuestras explicaciones de la naturaleza? ¿Cuáles son las causas de la generación y la descomposición y del cambio temporalmente ordenado? ¿En qué términos se explican mejor los efectos de la naturaleza: a través de elementos del mismo orden que esos efectos (como cuando la materia mueve a la materia), de poderes naturales de un nivel diferente (como cuando la fuerza mueve la materia) o de causas metafísicas (como cuando el intelecto mueve a la materia)? ¿Es posible una exhaustiva explicación racional de nuestro mundo o siempre lo tiene que completar una historia que lo circunde? Sobre todo, ¿es la filosofía una profesión moralmente neutral o necesariamente implicada en la virtud?

 

Sería tentador llamar a esas cuestiones «problemas», puesto que incluso hoy en día son asuntos reconocibles de la filosofía, aunque tal vez en términos sumamente desarrollados. Para nosotros un problema es una pregunta que se formula con vocabulario técnico fijo y que espera una solución satisfactoria. Creo que hemos obtenido ese significado de Aristóteles, que, como el primer historiador de la filosofía, establece una lista de problemas recibidos en su Metafísica (III). No obstante, sigue usando el término de Sócrates aporia para referirse a ellos, aunque en un sentido más estricto.

Sócrates, por otro lado, aunque hubiera filosofado en un tiempo en el que todas las preguntas hubieran tenido una historia bien trabada, seguiría estando –imagino– al principio. No le preocuparía tanto idear elaborados desarrollos para problemas recibidos como quedarse admirado con el estudio en su origen. No invita a esos jóvenes, que confían en él, a resolver problemas que entren en el cementerio de la historia suplantada; más bien les pide que mantengan sus perplejidades vivas. Eso es lo que la filosofía significa para él.

3.

La ofensa de Sócrates: Apología

I Una primera lectura de la defensa de Sócrates ante el tribunal de los atenienses, según la cuenta Platón, suscita un sentimiento exaltado a favor de Sócrates.1 Esa es mi experiencia y, creo, la experiencia de la mayoría de los estudiantes: oímos a un filósofo haciendo frente noblemente a un pueblo que lo persigue.

Es una percepción perenne. Por citar solo dos entre los muy numerosos testimonios,2 uno del siglo XIX y otro del XX: John Stuart Mill, refiriéndose a la Apología en su ensayo Sobre la libertad, dice que el tribunal «condenó al hombre que probablemente de todos los nacidos menos se merecía que la humanidad lo condenara a muerte por criminal», y Alfred North Whitehead afirma que Sócrates murió «por la libertad de contemplación y la libertad de comunicar las experiencias contemplativas». En general, los defensores de Sócrates se encuentran entre aquellos que razonablemente podrían llamarse liberales, con más seriedad o ligereza.

Sin embargo, una relectura del discurso pone a prueba ese primer sentimiento y suscita sospechas que confirman las lecturas siguientes. Me sorprende la intransigencia con la que se muestra a Sócrates a la ofensiva, convirtiendo su defensa ante el tribunal de la Heliea en una acusación a los «hombres de Atenas». Una pequeña formalidad marca el tono: ni una sola vez se dirige al tribunal con el acostumbrado «Jueces»; lo reserva para los que votan por su absolución (40 a).

Es más, el discurso intensifica su provocación hacia el final. En la sección, pronunciada después de la condena, donde Sócrates se vale de la oportunidad que le otorga la ley ateniense para proponer una pena que contrarreste la que solicita la acusación, sugiere primero mantenerse a expensas públicas, porque así tendría más ocio para exhortar a los atenienses; luego sugiere una multa irrisoria equivalente al rescate de un prisionero y, solo al final, apremiado por Platón, Critón y otros amigos, ofrece con reluctancia una suma razonable treinta veces mayor. Como consecuencia previsible, ochenta jueces del jurado, claramente convencidos de que este Sócrates, una vez condenado, debe ser ejecutado, votan por la pena de muerte (Diógenes Laercio ii 42). Más tarde, tras el juicio, cuando se permite a Sócrates hablar una vez más, lanza oscuras amenazas contra la ciudad a través de sus hijos (39 d).

Esa perspectiva sobre el acontecimiento, contraria a la causa de Sócrates, también tiene un linaje de testimonios. Sus fuentes varían, en su mayoría, de respetablemente conservadoras a intolerantes e incluso reaccionarias: de Jacob Burckhardt, que llama a Sócrates «el sepulturero de la ciudad ática», pasando por Nietzsche y Sorel, al escritor nazi Alfred Rosenberg, que considera su defensa una muestra de la degeneración de Grecia. Esta ruda división de puntos de vista tiene algo que ver con lo que voy a decir.

La variedad y volumen de comentarios acerca de la Apología es en sí misma significativa. Pero el descubrimiento que verdaderamente podría sobresaltarnos –lo que Sócrates dijo en realidad–está por completo más allá de nuestro alcance, como lo estuvo de un contemporáneo como Jenofonte. En su Apología, que al mismo tiempo contrarresta y complementa la versión platónica, juzga deficientes todos los relatos del discurso de Sócrates y dice que el único aspecto en el que están todos de acuerdo es su «grandeza de expresión» (§ 1). Así que volvemos a la consideración y reconsideración de la versión principal, la de Platón, que seguramente es lo que Platón quería.

II Puedo ver una razón principal y dos secundarias para ofrecer otra lectura de la Apología. La primera de las razones más débiles se encuentra en la posición especial que ocupa la Apología en las obras socráticas de Platón. Es el único discurso en ellas; los oyentes participan solo a gritos y su único interlocutor, el reluctante testigo Meleto, es empujado a un diálogo. Es la única obra en la que el autor, explícitamente ausente incluso en la muerte de Sócrates (Fedón 59 b), informa que estaba presente, un hecho que Jenofonte omite. Entiendo que esas circunstancias indican que lo que Sócrates dijo e hizo aquí proyecta su sombra sobre las demás obras, incluyendo las que preceden al juicio en la fecha dramática. No me refiero solo a los diálogos que se asocian de forma explícita a la Apología, a saber, su prólogo, la conversación de Sócrates con Eutifrón sobre la piedad; su complemento, sobre el patriotismo, con Critón, y su consumación, sobre la muerte, con Fedón y otros. Tampoco me refiero en particular a las obras que contienen claras alusiones al juicio, como las amenazas de Ánito en el Menón (94 e) o la predicción de la muerte del filósofo en la República (517 a). Más bien, su defensa tiñe todas las conversaciones platónicas, incluso aquellas en las que Sócrates está ausente; de qué manera es la cuestión que hay que discutir.

III Una segunda razón para prestar atención a la Apología es que pertenece a un grupo de obras cuyo asunto constituye un tema de la educación moral, aunque no sabría si llamarlo un género literario por la solemnidad de la ocasión. Son relatos de los juicios de quienes han ofendido a las autoridades con el pensamiento o el discurso, pero no con hechos reales. Por ejemplo, dos días antes de su condena por alta traición y menos de dos semanas antes de su ejecución, Helmut von Moltke escribió una carta a su mujer detallándole su juicio ante el Tribunal Popular Nacionalsocialista. En la carta, que salió clandestinamente de la cárcel, decía: «Estamos limpios de cualquier acción práctica; nos van a colgar porque pensamos juntos».3 Prosigue alabando al, por lo demás, despreciable juez por su claridad de percepción al respecto.

Todo aquel que muere por sus actos también lo acaba haciendo por su pensamiento. Pero lo que distingue esas muertes solo por pensar y hablar, sin intención probable de incitar a ninguna acción en particular, es la aguda forma que dan al problema de la función del pensamiento en el mundo.

IV Entre los primeros de esos relatos comparables se encuentran los del juicio de Jesús. De hecho, hay una larga tradición que establece las ordalías de Sócrates y Jesús uno al lado del otro; se hace en los escritos de Orígenes, Calvino, Rousseau, Hegel y Gandhi, por citar una pequeña selección.4 Las semejanzas aparentes empiezan con el mero hecho de que haya varios relatos de lo que se dijo e hizo.

Los dos acusados son objeto de pasiones populares que canaliza un grupo de implacables opositores, dirigidos, respectivamente, por Ánito en nombre del restablecimiento de la democracia y por Caifás en el del Sanedrín. Los acompaña una banda de adeptos, amigos o discípulos, a los que, se sospecha, han impartido enseñanzas secretas, aunque tanto uno como otro nieguen el cargo. Son intransigentes en su rechazo a defenderse con eficacia. Muestran una sorprendente falta de voluntad para eludir la muerte y, en ambos casos, sus muertes confirman su influencia. El paralelo más llamativo es el principal cargo explícito, irreverencia en el caso de Sócrates y blasfemia en el caso de Jesús.

Sin embargo, es también en ese punto, cuando se han presentado los cargos, donde empieza a aparecer la inconmensurabilidad de los dos casos. Sócrates habla ante la Heliea, mientras que Jesús «guarda silencio» ante el Sanedrín y no responde a Pilatos «ni una palabra» (Mateo 26: 63, 27: 14; un relato divergente hace que responda con preguntas y evasivas). Su silencio nace de su situación. Es sospechoso de pretender el poder y ser el Mesías. Esa pretensión es innegablemente una blasfemia si es falsa. Pero el tribunal judío ya ha prejuzgado su falsedad y, como Jesús ha confirmado esa pretensión en secreto (16: 15-20), su única salida es oscurecer esa afirmación en público. De nuevo, cuando las autoridades judías lo acusan de sedicioso ante el gobernador romano porque ha recabado para sí una nueva soberanía, Jesús sigue un camino parecido; admite y al mismo tiempo niega esa presunción poniéndola en boca del gobernador –«Tú lo has dicho» (27: 11)–, negando que su gobierno sea político: «Mi reino no es de este mundo» (Juan 18: 36).

Hasta aquí Jesús y Sócrates siguen siendo comparables, pues se apartan del tribunal, presentándose como menos de lo que son. Pero hay una importantísima diferencia: los autores de los Evangelios creían que, en última instancia, la pretensión de Jesús era sincera; que el acusado en este juicio era, aunque no se reconociera, Dios.

Así que, aunque ambos casos sean la consecuencia de que irrumpan en la comunidad poderosas pretensiones incompatibles con su autoridad, son incomparables de un modo muy revelador para la Apología, ya que se representa a Jesús, como el Cristo tanto tiempo esperado, cumpliendo en su vida y en su muerte una profecía y una misión, mientras que Sócrates, que niega específicamente que tenga siquiera sabiduría sobrehumana (20 e), es un hombre, y un hombre que no ha tenido heraldo ni ha sido ungido. Por tanto, mientras que la Pasión es una consumación inevitable, el final de Sócrates no es parte de un único drama prefigurado, sino una acción deliberada y humana. Acorde con esa diferencia, Sócrates habla donde Jesús calla y se dirige con osadía, aunque de un modo selectivo, a su ciudad, en este mundo. La Apología es parte de un riguroso acontecimiento político.

V Hay un procesamiento que permite una comparación aún más obvia con el juicio de Sócrates. Sir Tomás Moro, «nuestro noble y nuevo Sócrates cristiano», como su biógrafo Harpsfield lo llama, fue llevado ante el tribunal del rey, acusado en virtud de una ley que establecía como traición negar –o, según la interpretación del tribunal, rehusar afirmarlo– al rey como jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra.

La conducta de Sócrates y Moro es similar en estos puntos: ambos tienen la oportunidad de evitar sus juicios así como sus sentencias, Sócrates con el silencio voluntario o el exilio, Moro acordando «revocar y reformar» su «opinión deliberadamente obstinada». Se defienden solos ante el tribunal y hablan de nuevo, de forma más franca e intransigente, después de haber sido declarados culpables, para revelar que consideran que la verdadera causa por la que se les acusa no es la oficial, pero también que son culpables, al menos en espíritu, de los cargos que se les imputan. Al final, explican su comportamiento refiriéndose a consideraciones supramundanas: Moro al «riesgo de la condena perpetua de mi alma», Sócrates a su bienvenida entre los héroes en el Hades.

Moro hace una defensa astuta y sutil ciñéndose a la letra de la ley al reclamar su derecho al silencio y revelar solo después del veredicto su implacable oposición a la heterodoxia del rey. Dice:

Debéis comprender que, en asuntos que afectan a la conciencia, todo sincero y buen súbdito está obligado a respetar dicha conciencia y su alma más que a ninguna otra cosa en el mundo, sobre todo cuando su conciencia es de un tipo como la mía, es decir, cuando la persona no da ocasión de calumnia, tumulto ni sedición contra su príncipe, como es mi caso, pues os aseguro que hasta ahora no he divulgado ni abierto mi conciencia y opinión a ninguna persona viva en todo el mundo.5

 

Moro se defiende con todo el cuidado legal como estadista y jurista, mientras que, como ser humano y cristiano, preserva intactos sus pensamientos íntimos, como Jesús. Pero Sócrates, un hombre privado que apenas ha desempeñado cargos y afirma no tener experiencia en los tribunales (17 d), maneja su defensa de manera muy caballerosa, mientras que, como ciudadano y filósofo, a diferencia de su contrapartida cristiana, no tiene noción de intimidad de la conciencia. Por tanto, la comparación pone de relieve su libertad en la Apología. Su determinación no proviene de los entresijos más recónditos de la condena, sino de un terreno que por propia naturaleza es común y necesita comunicarse.

VI Por último, la razón más vívida para volver a estudiar la Apología es el deseo de conseguir una respuesta a esta pregunta: ¿fue Sócrates juzgado justamente y condenado a muerte justamente? Hay varios aspectos en la pregunta.

Primero, ¿por qué lo juzgó el tribunal de la Heliae, aceptando además la opinión de la acusación de que era un caso capital? Es esencial recordar no solo que el mismo Sócrates considera que la irreverencia y corrupción de los jóvenes son ofensas definibles y concuerda con las autoridades en que podrían existir esos cargos, sino que, como muestra el Critón, está completamente de acuerdo con la ley fundamental de Solón de la que emanan.6

Como no tenemos registro del caso en lo que afecta a la acusación, la primera pregunta solo puede resolverse examinando la defensa de Sócrates, lo que haré después. Esa tarea se complica por el hecho de que Sócrates transforme su defensa en una ofensa, una acusación contra sus acusadores y conciudadanos que, al mismo tiempo, es un insulto y un asalto. Sería ridículo tratar de estudiar en sustancia su ataque, lo que requeriría determinar si los atenienses son más perezosos a la hora de examinarse a sí mismos que, digamos, los tebanos, los espartanos o los americanos. De hecho, podría argumentarse que esos cargos, que son universalmente verdaderos para toda la humanidad, son perniciosos cuando van dirigidos inequívocamente a una comunidad en particular. De ahí que, para el jurado, el ataque de Sócrates se convirtiera en una prueba de su mala fe.

Un segundo aspecto de la cuestión acerca de la condena de Sócrates es este: al parecer, poco después de la ejecución de Sócrates hubo una reacción. Tal vez se condenara a muerte a Meleto y a Ánito al exilio.7 La ciudad arrepentida reivindicó a Sócrates, el filósofo perseguido. Entonces ¿qué debería haber votado un miembro del jurado de la Heliae si hubiera podido prever acontecimientos posteriores, en concreto el resultado más inmediato, que un Sócrates condenado cooperase con sus acusadores forzando al tribunal a imponer la pena de muerte?

Pero el aspecto más importante es el que se enmarca en términos contemporáneos: ¿qué decidiría yo en una situación análoga en la actualidad? A pesar de que casos así ya no pueden darse, al menos en este país, con la inmediatez judicial posible en la ciudad antigua, el problema socrático está siempre presente cuando personas de intelecto más ágil, una educación más amplia y más ocio que la gente en general chocan con las creencias religiosas y las tradiciones morales de aquellos a los que tienen la intención de servir.8

VII Para empezar, examinaré la suficiencia de la defensa de Sócrates.

Jenofonte toma la «grandeza de expresión» de Sócrates, un rasgo presente en todos los relatos anteriores al discurso, como punto de partida. Ese tono debe parecer, dice, «absurdo» a menos que pueda mostrarse que Sócrates estaba invitando deliberadamente a la muerte como escapatoria a la decadencia de la vejez (6). Esa es el enunciado clásico de la tradición que propone la auto-eutanasia para explicar la extraña conducta de Sócrates ante el tribunal. Es evidente que la defensa de Sócrates fracasa deliberadamente.

Sin embargo, Platón intenta anticiparse a esa explicación de ese hecho sorprendente en el diálogo del último día de Sócrates, el Fedón. Allí el propio Sócrates argumenta que el suicidio es inadmisible, por deseable que pueda parecer la muerte (62 a). Juzgar que Sócrates manipuló a los atenienses para que lo mataran y confundir su acogedora aceptación de la muerte con el suicidio es trivializar los acontecimientos de aquel día en el tribunal. Solo queda el hecho de que Sócrates sugirió la condena.

VIII Presentaré a continuación una repetición crítica del discurso de Sócrates en los términos menos favorables.

Sócrates empieza acusando a los que le acusan de mentir cuando advierten al tribunal que es un hábil y formidable orador. Desacostumbrado a hablar en público, no es formidable, «a menos que consideren formidable a quien dice la verdad» (17 b). Presentará la verdad y, de hecho, en el siguiente discurso, por muy «ajeno» que sea «a la dicción» de la multitud, dominará por completo la situación. Conseguirá incluso alargarlo para introducir su modo dialéctico en el proceso cuando interrogue a Meleto, uno de los acusadores, que está obligado por ley a someterse a examen. Sabiamente, omite llamar a su mayor oponente, Ánito.

Ataca a ese joven inadecuado, que se apresura a acusarlo «ante la ciudad que es como su madre», como lo expone Sócrates (Eutifrón 2 c), con un argumento ad hominem: a Meleto no le importa la sustancia de la acusación. Pero ¿qué peso puede tener eso en la ley, suponiendo que fuera así? En cualquier caso, Sócrates no deja que Meleto responda a su pregunta –¿quién, entonces, mejora a los jóvenes?– del único modo que Meleto y los que lo respaldan saben, es decir, afirmando que las leyes, pero sobre todo los ciudadanos, perfeccionan a los jóvenes (24-25). En el Menón (92 e) ya había desaprobado la respuesta de Ánito, según la cual son los ciudadanos respetables de la ciudad, sus caballeros, los que transmiten la excelencia de generación en generación. Ahora Sócrates quiere que Meleto diga al tribunal qué profesión en particular, como el entrenador de caballos, ejercita a los jóvenes de Atenas en la excelencia. Por supuesto, eso es precisamente a lo que se resisten los partidarios de Meleto: la noción de que la formación moral de sus hijos deba estar en manos de tales expertos.

Como parte del amplio ataque de Sócrates a la buena fe de sus acusadores, sustituye la acusación formal con un cargo que él mismo aporta. Al presentar su cargo, afirma Sócrates, Meleto confió en una «antigua calumnia» (19 a, 28 b), un odio sostenido contra él en la ciudad, que Sócrates asocia a la comedia de Aristófanes Las nubes. Pero hay dificultades. No solo se refiere luego a la alta estima en la que se le tiene en la ciudad, donde «prevalece la opinión de que Sócrates es más que la mayoría de los hombres» (35 a), sino que la relación entre Sócrates y Aristófanes en el Banquete y la veneración de Platón por el dramaturgo hacen que sea difícil mantener que los amigos de Sócrates considerasen por lo común que la vieja comedia llevase casi un cuarto de siglo buscando su perdición.

IX Entonces, Sócrates se inventa una supuesta acusación basada en Las nubes (112, 117) que dice así: «Sócrates obra mal y se entromete, investigando lo que hay bajo la tierra y las cosas celestes y haciendo del peor razonamiento el más fuerte y enseñando a otros esas cosas» (19 b).

Por medio de esa reformulación simula que el verdadero cargo de irreverencia –que él mismo reconoce en el Eutifrón (5 c)– se dirige a su supuesta investigación de la naturaleza de los cuerpos celestes y asuntos parecidos. Dejó todo eso hace tiempo, en su juventud, por razones que se exponen en el Fedón (96 b). De esas cuestiones, argumenta de forma bastante creíble, ya no sabe nada ni le conciernen. Sin embargo, en ese mismo diálogo da una vívida topología de las cosas que están por encima y por debajo de la tierra (198 e ss.), como hace en la República y en otras conversaciones. ¿De verdad puede argumentar de buena fe que ya no tiene ningún interés en la cosmología y la escatología cuando inventa historias novedosas y mitos privados sobre los reinos superior e inferior, precisamente la empresa que trastorna a los atenienses?