La maldición de la yaya Berta

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Berta sacudió la mano en el aire como intentando alejar una espesa niebla inexistente y continuó:

—Como iba diciendo, tu abuelo y yo dijimos que Valentina nació prematura a los ocho meses. La familia se sorprendió de lo grande que fue, pero mi madre lo justificó con mi buena salud y alardeaba después de la excelente calidad de la leche de nuestra tribu. Todos quedaron convencidísimos. —Sonrió mientras asentía—. Éramos jóvenes y nos queríamos mucho, así que nadie se extrañó de que, tras nueve meses del sí quiero, naciera nuestra Valentina en un parto natural supuestamente prematuro. —Ladeó la cabeza con gesto pensativo y añadió—: Lo que no llegué a entender nunca es que no se opusieran a nuestras prisas por celebrar la boda. En cuanto le confesé a tu abuelo Julio mi primera falta, organizó el festejo a toda prisa y a las dos semanas ya estaba yo vestida de blanco entrando por la iglesia agarrada al brazo de mi padre.

—¿Y el yayo Julio sabía de tus anteriores novios? —le preguntó Ágata por curiosidad.

—Bueno... quizá sí sabía de alguno que continuó rondándome una temporada. Pero pronto desaparecieron todos y nuestra vida fue solo nuestra. Poco a poco me fui enterando de que todos mis amores anteriores habían muerto. No se salvó ni uno. Y lo curioso es que fueron muriendo por orden.

—¿Cómo por orden? —preguntó Rosita.

—Fallecían respetando el orden establecido por mi abandono. El primero que murió fue el primero al que dejé, mi primer novio, y así sucesivamente —aclaró Berta.

—Eso son casualidades y más en tu época, que la gente moría joven por causas que ahora serían impensables —dijo Ágata intentando derrumbar su absurda teoría.

—Fue la maldición —insistió su abuela.

—Interesante. Muy interesante —asintió Rosita mientras se acariciaba la barbilla.

Aparecieron entonces Dania y Eduardo. El tiempo había volado y ya tenían hambre.

—¿Cuándo iremos a comer? —preguntó la niña sin ocultar las ganas de largarse de allí.

Ágata miró la hora en el despertador de Rosita, que parecía tener un altavoz instalado en su interior amplificando el tictac sin demora. Eran las dos menos cuarto.

—Ya. Vamos ya, si queréis —propuso deseosa también de escapar.

—Pues sí, vamos ya —dijo Rosita—. ¿Adónde vamos?

Se miraron todos con cara de póquer sin saber cómo esquivar a Rosita.

—¿Usted no come aquí en la residencia? —le preguntó Eduardo.

—Cada día, hijo mío. Cada santo día. ¿Quién me iba a decir a mí que hoy sería un día especial? Me alegro mucho de que estés aquí, Berta. Vamos a celebrarlo. Justo en la calle de atrás hay un restaurante donde ponen buena carne. Me lo dijo Alfonso, uno de los enfermeros, el más guapo. Ese sabe de todo.

—Bueno —dijo el marido de Ágata—, pues vamos todos. Así la yaya podrá conocer mejor a su nueva compañera y, de paso, nos cuenta qué tal se está en la residencia. No me parece una mala idea.

Dicho eso, la yaya Berta y Rosita cerraron sus armarios con llave siguiendo los consejos de la entendida veterana, quien aseguraba que ocurrían cosas misteriosas y desaparecía ropa, sobre todo camisones y bragas.

Bajaron al jardín y avisaron a Valentina y a Juan, que estaban sentados en un banco de piedra lanzando miguitas de pan al lago.

Notificaron su salida y aplazaron la charla con la directora y el papeleo pendiente para la vuelta. Matilde del Valle les dio permiso para llevarse a Rosita a comer, asegurando que estaría feliz de poder salir un día sin compañía del personal de la residencia. Sin los blancos, como ella los llamaba por sus batas y sus zuecos níveos.

El restaurante recomendado resultó ser muy acogedor y Rosita tenía razón, la carne era excelente. Casi se pelearon con ella a la hora de pagar porque no aceptaba de ningún modo que la invitaran, pero Berta la convenció y Rosita lo agradeció infinitamente.

La verdad es que todos se alegraban de que la yaya Berta tuviese una compañera como ella y que no le hubiese tocado una mujer aburrida o de esas que no dejan de lamentarse. Lo único que sí pedía Ágata era que no la incitara demasiado a dar rienda suelta a su imaginación, que no la alentara a inventar para acabar ambas confundiendo realidad con ficción, mezclando recuerdos con fantasía.

La historia de Rosita les pareció muy triste. No tenía a nadie. Había sido hija única, al igual que su difunto esposo, así que no existieron para ella cuñados ni sobrinos y su marido falleció muy joven por culpa de un malintencionado cáncer de pulmón, sin haber llegado siquiera a los cuarenta.

Tal vez le quedaría algún primo lejano, desconocido hasta el momento, que podría restablecer un vínculo de parentesco, un lazo consanguíneo que habría aportado luz a sus sombras, pero Rosita no supo nunca cómo indagar en esas ramas tan rotas de su familia; quizá por eso se quedó tan chiquitina, recogida en sí misma.

Fue madre a los treinta años y ese hijo lo llenó todo de ilusiones y alegría, sentimientos quebrados al morir su marido y del todo arrebatados cuando, años más tarde, su retoño acabó casándose con una pedorra, como ella la llamaba, que le quitó todo lo que tenía, incluido el cariño que madre e hijo se profesaban antes de que apareciera en sus vidas.

No consiguió enfrentarlos, no le interesaba, pero sí los distanció. Lo suficiente para que Rosita se soltara del pilar que la sostenía, quedando indefensa y vulnerable. Pero resultó ser mucho más fuerte de lo imaginado y Rosita resistió conformándose con ver feliz a su hijo. Por desgracia, su amado hijo murió en un trágico accidente de moto a los treinta y cinco años y, a partir de ese momento, su nuera no solo no se quitó la máscara de pedorra, sino que le añadió un roñoso velo para mostrarse mejor con la verdadera maldad que tenía.

Rosita se quedó totalmente sola: sin marido, sin hijo y sin la posibilidad de llegar a ser abuela. La pedorra se las ingenió para vaciarle la cuenta bancaria. No dejaba de inventarse cosas para convencerla, poco a poco, para que le prestara dinero; un dinero que prometía ser devuelto, pero que nunca regresó al lugar del que procedía.

Primero fueron los ahorros que guardaba en casa y, después, todo lo que tenía en el banco. Se aprovechaba de la extraordinaria bondad de su suegra, que luchaba incansablemente para resurgir de esa profunda tristeza que trataba de atraparla y hurgaba allí donde más la pudiese lastimar para arrebatarle de ese modo toda su fuerza junto con las ganas de vivir y lidiar por lo que era suyo.

Un día le llevó un sobre con unos documentos que aseguraba que debía firmar urgentemente si quería salvar lo poco que le quedaba. Rosita tuvo la gran suerte de estar enferma y le pidió que se lo dejara sobre la mesa, que en cuanto pudiera levantarse lo firmaría todo, igual que había hecho otras muchas veces. La pedorra le explicó que se trataba de papeleo farragoso que no hacía falta que leyera, simplemente tenía que firmarlo en cada uno de los apartados que habían sido marcados con una cruz y, una vez estampada su rúbrica, lo podía volver a depositar en el mismo sobre que ella misma pasaría a recoger esa semana.

Cuando se encontró mejor, no lo leyó, pero antes de firmarlo se lo mostró a su vecino Armando: un hombre muy querido en su barrio que regentaba el kiosco de prensa de la esquina y que, según ella, fue su salvador. Siempre le ayudaba con las bolsas de la compra, le arreglaba los desarreglos de su casa y le regalaba revistas y pasatiempos.

En cuanto Armando leyó todos aquellos papeles, rápidamente le alertó de que aquello que iba a firmar eran unos poderes cediendo la propiedad de su piso a la pedorra, dejándola a ella en la calle con las manos vacías.

Así fue como Rosita no solo no firmó esos documentos, sino que vendió su piso con la ayuda de Armando y lo depositó todo como pago de su indefinida, aunque no infinita, estancia en La Gaviota. Ya no tendría que preocuparse nunca más por nada. Cambió de banco y domicilió su pequeña pensión en la nueva entidad, suficiente para sus gastos particulares: chocolatinas, novelas policíacas, sopas de letras y otros caprichos que de vez en cuando se concedía e incluso le sobraba para ir generando unos nuevos ahorrillos que, llegado el momento, alcanzarían para un funeral bien digno.

La pedorra desapareció y ya no volvió a saber de ella, de sus maldades ni de sus patrañas, y Rosita se instaló entonces en un nuevo mundo sin mayor amenaza que el resto de su vida. Con esa incertidumbre que empuja a tenerlo todo listo a pesar de ignorar para cuándo.

Vivía protegida, rodeada de viejitos y cuidada por el personal de la residencia, pero sin raíces capaces de procurarle el alimento esencial, ese verdadero amor que tuvo y perdió. Se mantenía en pie gracias a los buenos recuerdos y, sobre todo, gracias a su carácter positivo, a su gran habilidad para convertir en algo grande y maravilloso todo aquello en lo que se embarcaba y, cuando conoció a la yaya Berta, supo que se cumpliría su mayor deseo: volver a formar parte de una familia.

Después de comer, pasearon por los tranquilos alrededores de La Gaviota guiados por Rosita: un lugar con muchos árboles y casas unifamiliares, varios restaurantes y un supermercado donde se podía comprar casi de todo.

Descansaron en un parque frente a una pequeña iglesia. Muy cerca de allí se encontraba el puente que cruzaba en alto la autovía hasta el paseo marítimo. Rosita les comentó que, bajo petición y siempre acompañada, se podía bajar a la playa, respirar un poquito de brisa marina y volver justo para comer. Eso le gustó mucho a la yaya Berta.

Al regresar, Matilde del Valle los atendió en su despacho. Rellenaron todos los formularios necesarios y acordaron ciertas licencias con ella en cuanto a las obligaciones del comer. Berta había sido una excelente cocinera y jamás le dio pereza guisar, aunque fuese para ella sola y, por muy buenas críticas que hubiesen leído sobre los fogones de La Gaviota, se temían un suspenso garrafal ante el tan bien entrenado paladar de la yaya, así que solicitaron que al menos no le retirasen del todo la sal y, como no era diabética, que tampoco la dejaran sin dulces.

 

Subieron de nuevo todos juntos a la habitación y Rosita se sentó en su butaca 25-1, en primera fila, para presenciar ese abandono amargo. Ágata tal vez pensó que sería como el primer día que llevas a tu hijo a la guardería: te marchas y lo dejas allí, llorando desconsolado sin saber si volverás. Regresas a por él y observas feliz que no hay rencor ni enfado por su parte. La secuencia se repite durante un par de semanas y después, una vez entiende que siempre, siempre, siempre regresarás a por él, cesan las lágrimas y asciende un nivel en la empinada cuesta de la confianza.

Pero eso era muy diferente. Los fallos de memoria reciente no equivalían a ningún grado de ingenuidad ni de estupidez y Berta sabía perfectamente que se quedaría allí a vivir y que el tiempo de su estancia no dependería de ella ni de su familia, dependía únicamente de quién estuviese al mando de ese gran timón, el insigne capitán que gobernaba las vidas y decidía cuándo y quién debía cruzar al otro lado.

—Mañana vendré de nuevo —le dijo Ágata obligándose a no llorar.

—Aquí estaré —confirmó la yaya Berta con una sonrisa y los ojos llorosos.

—Mamá… —sollozó Valentina al abrazarla.

—Marchaos ya, venga. Estaré bien. Rosita me ha dicho que los sábados a las seis hay partida de bingo y no quiero llegar tarde.

Besos, achuchones y caricias. Los pañuelos de papel hicieron acto de presencia y cumplieron su ingrata función al recoger tanto derroche. Ágata casi logró vencer, aguantó hasta ver a Dania abatida y ya no pudo contenerse más.

—¿Os marcháis o qué? —se quejó Berta.

—Nos vemos, yaya. Adiós, Rosita. ¿La veré también mañana? —le preguntó Ágata.

—Si sigues hablándome de usted, me lo pensaré —contestó risueña—. No os preocupéis, aquí se está bien. Hay cosas que se podrían mejorar, pero yo ya me encargaré de que a Berta no le falte de nada. Haré que le toque con Alfonso, el guaperas. Ya verás, Berta. Está cachas y es muy salao.

—No ha ido mal, ¿no? —preguntó Juan justo antes de subirse al coche.

—Claro, como no es tu madre... —le espetó Valentina—. La tuya pudo acabar sus días en compañía de la familia, rodeada de sus hijos y nietos.

—Pero si lo habéis decidido vosotras, yo no me he metido para nada —se defendió indignado.

—Está bien así —dijo Malena—. Es lo mejor para todos. Lo hemos hablado cien veces y ahora, justo en este momento, es difícil, pero hay que ser fuerte y avanzar. Un paso atrás y nos arrepentiremos. Vámonos, Eduardo.

—Sí, vámonos —repitió Ágata.

Eduardo arrancó dejando a sus espaldas la nueva morada de la yaya Berta. Permanecieron en silencio durante el trayecto, incapaces todos de imaginar lo que ella y Rosita ya estaban tramando.

Sus miradas acusaban la ingrata invasión que produce la sensación de abandono. No la del que ha sido abandonado, sino la del que abandona. Probablemente compartieron, sin saberlo, esa extraña quemazón que se abre paso a través de la piel y se instala bajo el esternón.

Ese hueco alimentaba su cargo de conciencia aun sabiendo que aquella era la mejor solución. Ágata estaba convencida, pero no dejaba de preguntarse: «¿Mejor para quién?».

2

La adaptación

La capacidad del ser humano para adaptarse a un nuevo entorno es realmente sorprendente, al menos eso dicen, pero parte del éxito de esa ardua tarea va acompañada precisamente de eso, de compañía. No es lo mismo mudarse a otra ciudad y empezar de cero uno solo que hacerlo con algún ser querido. Tampoco es lo mismo hacer un cambio radical de residencia a los cincuenta años que a los veinte, a los ochenta o a los diez. Ni es lo mismo abandonar tu hogar por elección que por obligación. Ni hacerlo con dinero que tener que marcharse sin nada en busca de algo.

La vida no deja de ponernos a prueba constantemente, lo que Ágata deseaba era averiguar quién carajo puntuaría los resultados de cada demostración, de esa valía. ¿Quedarían anotados en algún lugar los éxitos y los fracasos al conseguir adaptarse o no a un nuevo reto? ¿Sería este el último de Berta?

Ágata era consciente de que sus vidas continuarían sin grandes cambios. En lugar de visitar a la yaya en su casa, lo harían en La Gaviota. Acordó con sus padres que ellos irían los jueves y los domingos y ella se quedó con los martes y los sábados. De hecho, la verían más a menudo que antes, pero coincidieron al pensar que al principio sería mejor así. Después, en función de su adaptación al lugar ya podrían reorganizar el régimen de visitas, dejarlo más libre, sin la obligación de acudir un día en concreto, aunque tal vez para ella podría resultar ser un buen ejercicio de memoria y un motivo de ilusión y esperanza ansiar la llegada del día que tocase ver a su familia.

Ese primer domingo fue diferente y, aunque teóricamente, según lo asignado, les correspondía a los padres de Ágata, se ofreció ella, tal y como le prometió a su abuela, a ir con Malena para asegurarse de que había pasado buena noche y de que estaba bien atendida.

Quedó con su amiga para comer y para que le explicara con más detalle esa decisión extrema de abandonar a Fernando sin siquiera hablarlo con él. Sin embargo, resultó que sí lo habían hablado en numerosas ocasiones y el resultado siempre había sido el mismo: «Ya te dije, cariño, que yo no quiero tener hijos. No sería un buen padre. Fíjate cuán cabrón fue el mío… y eso te marca. Seguro que dentro de mí se quedaron la rabia y el odio que le tenía y creo que la paternidad despertaría esos sentimientos que no quiero que afloren de nuevo».

Malena le contó lo que ese hombre les hizo a Fernando y a su hermana, y era para odiarlo y sobre ese odio volverlo a odiar, aunque lo correcto fuese perdonar. Ágata estaba convencida de que ese oscuro sentimiento debería manifestarse, en caso de hacerlo, únicamente hacia su padre, no cabía pensar que podría traspasarlo a sus hijos en caso de tenerlos.

—Si tuviese un hijo —le dijo Ágata—, en el momento de sostenerlo por primera vez en sus brazos, de mirarlo y olerlo, de ver cómo respira y cómo mueve sus deditos, no habría lugar para el odio. Él no maltrataría a sus hijos. Seguro. Fernando es un buen hombre.

—¿A qué maldición crees que se refería la yaya Berta? —le preguntó Malena.

—No me digas que te tragaste todo ese rollo. Anda ya, qué maldición ni qué leches en vinagre.

—¿Qué les pasó a sus novios?

—Y yo qué sé. No tenía ni idea de que hubiese tenido tantos ni de que se casara embarazada. Mira, no me acordé de preguntarle a mi madre si ella lo sabía.

—Menuda marcha tenía de joven —comentó Malena entre risas.

—Pues no sé por qué, me da que doña Rosita habrá hecho de detective esta noche. A ver qué han inventado esas dos.

La curiosidad es una virtud y mantenerla activa en la vejez pasa a ser un don.

Fueron a Castelldefels en el coche de Malena, un turismo pequeño de color mandarina por fuera y verde lima por dentro.

—Suerte que Fernando es daltónico, ¿no te molesta tanto colorido a diario?

—¡Qué va! Los colores alegran la vida. Los grises y negros para munición de calamares.

Se plantaron allí en veinte minutos, con la satisfacción añadida de no tener ningún problema para aparcar. Ambas venían de barrios en los que, si no tienes aparcamiento propio, te mueres de pena, malgastando paciencia y combustible, aguardando hasta que alguien se marche y libere un espacio ni verde ni azul, y pobre de ti si no eres rápido de reflejos y algo imprudente, porque como tardes un segundo ya te lo han quitado y regresa la condena a la desesperante espera.

Al entrar se asomaron al jardín y allí estaban las dos, Rosita y Berta, sentadas en un banco y riendo sin parar.

—Hola, ¿y esas risas? —preguntó Ágata contenta.

—Esto es un infierno —respondió la yaya Berta antes de estallar en carcajadas al unísono con su compañera.

Ágata y Malena se miraron sin saber qué decir, no entendían muy bien hacia dónde llevarían esas risotadas y esperaron a que la razón se desvelara.

—Tranquilas, no es nada —les explicó Berta—. Es que dependiendo de la sala en la que entres se te transforman cuerpo y alma: ¡Pam! En un santiamén te encuentras en un manicomio terrible repleto de dementes, de cuerpos inertes que babean y se descuelgan de su ser. ¡Pam! Abres otra puerta y ves a un abuelete en pantalón corto haciendo deporte, guiado por el macizorro de Alfonso, que le anima a continuar, como si el pobre hombre tuviese que llegar a alguna parte y con cara de susto por si muere sin lograrlo, y al otro lado de la sala, una abuela tumbada en una camilla intentando incorporarse y otra dando vueltas a una rueda sin parar. ¡Pam! La sala de la nada: un montón de sillones reclinables dispuestos en fila como en un cine, dirigidos hacia un gran televisor del que poco se alcanza a ver y del que no fluye sonido alguno. Los ves allí sentados, con la mente en blanco, sin esperar nada más que lograr mantener la esperanza de poder seguir esperando, hora tras hora. ¡Pam! El comedor: Ojo no te equivoques de turno, nosotras estamos en el último turno, el de los todavía cuerdos y sanos. El de los vivos no muertos, porque los hay que aún respiran estando ya sin vida. ¡Pam! La sala de juegos: es como intentar jugar al veoveo con alguien que ya casi no ve. Adivina adivinanza para los que ya perdieron del todo su memoria. Es un sinsentido para muchos y una sala mágica repleta de diversión para otros. —Berta se secó las lágrimas que asomaban por sus gastados ojos, esta vez de tanto reír, con la punta de un pañuelo y dijo—: Ay, mis niñas, creí que esto sería como un hotel y es como un parque de atracciones. Hay que saber elegir en cuál montarse y estar atenta a los horarios de apertura y al toque de queda. Por lo demás, no tengo queja. Todo el mundo es muy amable y, como tratan de agruparnos según nuestro estado físico-mental, resulta que ya he hecho amiguitos nuevos y a las cinco hemos quedado para una partida de parchís.

Resonaron de nuevo las carcajadas de las dos octogenarias.

—Pero, ¿has pasado buena noche?, ¿has dormido bien? —le preguntó Ágata a su abuela.

—Sí, cariño. La cama es buena y dejando un poco abierta la puerta de la terraza entra un fresquito agradable. Lo que sí debo pedirte es que me traigas mis medicinas. No las he encontrado por ninguna parte y eso que he mirado bien en el armario y en la mesita de noche. Varias veces lo he mirado.

Ágata se quedó de piedra. Una especie de pánico recorrió su cuerpo del estómago a la frente.

—No, yaya, las medicinas te las tienen que dar ellos aquí. ¿No te has tomado aún la pastilla de antes de acostarte ni las que tomas después del desayuno? —preguntó alarmada.

—No.

—Sí, Berta —dijo Rosita—. Te las han dado en un vasito pequeño de papel junto con otro vaso más grande lleno de agua. Yo he visto cómo te las tomabas.

—¿Seguro? —preguntó Malena.

—Sí. En eso no fallan. Se olvidan a veces de otras cosas, pero de las medicinas nunca —confirmó Rosita.

—Ahora lo hablaré con Matilde. Eso tiene que ser sagrado —dijo Ágata.

—Que sí, mujer. No te preocupes —insistió Rosita—. Cuéntales el plan, Berta. Venga, cuéntaselo.

—¡Ah, sí! —dijo la yaya Berta muy animada—, hemos dado con la solución a tu problema, Mali.

—Si lo hacemos bien ya no habrá muerte —adelantó Rosita.

—¿Qué plan? —preguntó Ágata.

—El plan para dejar a Fernando sin dejarlo para que no muera y Malena pueda ser libre para ser madre sin un padre. ¿Era así? —preguntó Rosita.

—Exacto, era así —confirmó la yaya Berta—. Vayamos a ese rincón, donde la mesa bajo la carpa, y os lo contamos todo.

Se sentaron alrededor de una mesa redonda, alejadas del resto de residentes y la yaya Berta planteó su idea:

—Tenemos que conseguir que Fernando te deje. Si él te deja a ti, en lugar de tú a él, se romperá la maldición y ya no recaerá sobre tu conciencia ese destino fatal.

Ágata se masajeó las sienes.

—Ya me temía yo algo así.

—Mira, hemos pensado en Eugenia. ¿Era Eugenia? —le preguntó Berta a Rosita.

—No, Berta, Eugenia es la cocinera. Hemos pensado en Valeria.

 

—Eso, Valeria, con tanta gente nueva me confundo. Valeria es una enfermera peruana.

—Colombiana —corrigió Rosita.

—Colombiana y guapísima. Muy simpática, de vuestra edad más o menos. Separada y con un hijo, pero el hijo vive en Colombia con sus abuelos, así que no sería problema para Fernando.

—Yaya —interrumpió Ágata.

—Calla un momento, deja que siga que luego me pierdo. Eugenia…

—Valeria, Berta. Es Valeria —repitió Rosita.

—Eso, Valeria. Pues resulta que Valeria es enfermera por las mañanas y actriz por las tardes. Su sueño es triunfar en el cine y qué mejor práctica que actuar en la vida real, haciendo de buscona, y en cuanto Fernando caiga en sus redes, porque caerá, entonces te dejará él, enamorado de la enfermera y algo dolido por fallarte a ti, y tú serás libre de ataduras y de maldiciones.

—Menudo plan —soltó Ágata.

—No me digas que no es bueno —le dijo Rosita.

—Buenísimo —se burló Malena.

—Estupendo. Solo necesitamos quinientos euros —concluyó Rosita.

—¿Quinientos euros? —preguntó Ágata.

—Sí, se lo hemos propuesto a Eugenia y dice que por quinientos lo hace.

—Valeria, yaya, se llama Valeria y me parece muy fuerte que le hayáis planteado vuestra monstruosidad de plan a la pobre muchacha. ¿No os da vergüenza?

—Ha dicho que sí y ahora ya no vamos a quitarle la ilusión de trabajar como actriz para nosotras —insistió Berta—. Mira, es esa chica: ¡Valeria! Digo… ¡Eugenia!, siempre me equivoco.

Valeria se giró hacia ellas y se acercó a su mesa. Era realmente hermosa, de piel trigueña y cabello largo, ondulado y negro. Su caminar era sensual y acorde a las pronunciadas curvas de su cuerpo.

Malena se quedó alucinada y exclamó:

—¡Sí, hombre! Venga ya…

Ágata no pudo contener la risa y tuvo que disculparse al llegar la colombiana. Se levantó y se fue al baño.

Al regresar, seguían las cuatro alrededor de la mesa conversando animadamente.

—¿Y bien? —preguntó Ágata al sentarse con ellas.

—Esta es mi nieta. Ella de momento está contenta con su marido —aclaró Berta.

—¡Yaya! Deja de decir chorradas. Perdónalas —le pidió a Valeria—, se han inventado un plan absurdo y siento que te hayan metido en él.

—Igual no es un mal plan —comentó Malena—. Al fin y al cabo, no sabía cómo avanzar con Fernando. Me daba pena dejarlo por no complacerme en la ilusión de ser madre. Él no tiene la culpa y yo le quiero.

—Pero ¿tú estás loca? —le reprochó Ágata—. Sería peor que lo que le hicieron a Núria y mira cómo acabó todo aquello, con un hombre que tiene que medicarse de por vida con antidepresivos y ansiolíticos.

—¿Quién es Núria? —preguntó Rosita.

—Ostras, eso fue muy fuerte —dijo Malena—. No tendría que haber acabado así, era una broma.

—¿Y esto qué sería? —se quejó Ágata—. Menuda insensatez. ¿De verdad jugarías con los sentimientos del hombre al que amas, al que has amado tanto? ¿Serías capaz de dejarlo a merced de caer en un cruel engaño, que después lo consumiera en la impotencia de lograr un imposible y de no poder recuperar lo perdido por su culpa? Una culpa no merecida porque en realidad no sería suya, sino tuya. De todas vosotras, mejor dicho.

—En realidad sería un susto —intentó aclarar Malena—. Tal vez así entenderá que tiene que ir más allá en lo nuestro. Si de verdad me ama, no caerá en la trampa. Se dará cuenta de que ha llegado el momento de dar un paso más. Y ese paso no conduce a otro lugar que a la procreación.

—¿Tú has visto a esta mujer? —le preguntó Ágata a su amiga mientras señalaba a Valeria con las palmas de sus manos hacia arriba—. ¿De verdad te crees que Fernando o cualquier hombre normal dejaría escapar la oportunidad de enroscarse por su cuerpo si ella lo provocara?

—¿Me estás diciendo que, si incitara a Eduardo, él caería en sus redes? —le preguntó Malena.

—No te lo digo, te lo garantizo.

—¿Qué pasa, no puede decir que no?

—Sí, tal vez dos o tres veces ante semejante provocación. A la cuarta...

—Pues vaya mierda de amor y qué falta de confianza tienes en él.

—Es un hombre, Mali. Y ella es la imagen de un personaje de cómic erótico hecha realidad. Si le va detrás e insiste, picará. Seguro que a más de un yayo le ha dado un patatús mientras lo atendías, ¿a qué sí? —le preguntó a Valeria.

—No, a nadie le ha ocurrido nada por mi culpa que yo sepa. Se alegran mucho de verme, eso sí —confirmó con una sonrisa—. Pero nada más. Pensad que aquí vengo sin arreglar, con el uniforme y normalmente con el pelo medio recogido.

—Fíjate. Sin arreglar… —se cachondeó Ágata.

—¿Qué le pasó a la chica esa que decías?, ¿era Núria? —preguntó Rosita totalmente intrigada.

—Esto es absurdo, igual que aquello. ¿Cómo te dejas convencer para participar en algo así? —le preguntó Ágata a Valeria.

—Sería un trabajo. Nada más —respondió la colombiana—. Necesito el dinero.

—Os contaré lo que le ocurrió al marido de Núria. Para que os deis cuenta de que una estupidez como esta puede tener graves consecuencias: Se juntaron tres amigos, imbéciles todos.

—No te pases —le pidió Malena—. Son amigos nuestros.

—Bien —continuó Ágata—, pues se juntaron «tres genios» con la intención de poner a prueba a sus mujeres. Uno de ellos tenía una amiga que trabajaba en una escuela para niños especiales, de esos superdotados que hay por el mundo. Le pidió hacer uso de una de sus aulas de observación para un proyecto experimental del comportamiento humano, a lo que ella accedió.

—¿Y eso? —preguntó Berta.

—Era una prueba que consistía en observar la reacción de sus mujeres ante la confesión, evidentemente falsa, de una mujer recién llegada a su entorno que aseguraría ser la amante de sus maridos.

—¿De los tres a la vez? —preguntó Rosita alucinada.

—No, mujer, la prueba la hicieron por separado y se curraron un buen montaje: cada uno presentó en su ambiente privado y familiar a una nueva compañera. Dijeron que se trataba de una colaboradora externa de la empresa para un tema de auditorías y de recursos humanos, que acababa de mudarse y que la pobre no conocía a nadie.

—¿Y quién era? —preguntó Berta.

—Esa supuesta compañera —respondió Ágata— era una actriz muy sexy, como Valeria. A partir de ahí, la recién llegada debía coincidir a menudo con ellos en sus salidas a cenar, los fines de semana… llamaba a casa a cualquier hora, mandaba mensajes constantemente… Vamos, que trataba de poner celosas a las mujeres, despertando sospechas y generando dudas, miedos y desconfianza. Había sido contratada para eso, así que debía aplicarse a conciencia en su papel. Hasta aquí, lo normal. Imagino que las tres esposas ya estarían con la mosca detrás de la oreja porque siempre incomoda que aparezca un cuerpo diez en tu círculo y que encima parezca intimar algo más de lo debido con tu pareja resulta incluso agotador.

—Claro —dijo Rosita.

—Transcurridos un par de meses de esta preparación —continuó Ágata—, el experimento debía concluir con la puesta en escena, bajo observación, de la supuesta confesión de amor de la susodicha con el marido de cada una de las víctimas implicadas. Una a una y por separado. Nunca coincidieron las tres parejas y la actriz. El entramado de encuentros se organizó con mucho cuidado para que eso no ocurriera.

—¿Cómo? —preguntó Berta.

—Llegado el día, establecieron tres citas en privado: la seductora y cada una de las mujeres de los amigos liantes, en la escuela especial, que simulaba ser uno de los lugares de trabajo de la actriz. Ella las llamó y quedaron en verse allí, el mismo día, pero a distintas horas.

—Qué víbora... —soltó Berta.

—El encuentro tuvo lugar en una habitación poco decorada —siguió Ágata—, con una mesa en el centro, un par de sillas, unas estanterías de madera pegadas a una pared y un enorme espejo bien centrado en otra. Imagino el nerviosismo interno de las víctimas ante la incógnita de su reclamo.

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