La maldición de la yaya Berta

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—Pobrecillas —dijo Rosita.

—Los tres amigos aguardaban detrás de ese espejo, que evidentemente por el otro lado era una ventana, con la esperanza de descubrir lo que sus mujeres serían capaces de hacer por ellos. Micrófonos en On y visión nítida sin distracciones.

—¿Y qué pasó? —preguntó Valeria.

—El primer acto fue para la mujer del que tenía la amiga que de verdad trabajaba en esa escuela y, una vez sentadas cara a cara, la actriz confesó estar perdidamente enamorada de su marido.

»Reacción: «¡Aléjate de él! ¿Cómo te atreves? ¿No ves que está casado?». La actriz fue más allá, admitiendo que ya era tarde. Estaban juntos, su amor era correspondido y él no sabía cómo decírselo, pero tenía que saberlo. Por eso la había citado.

»Reacción: «¡No es verdad! No me lo puedo creer, él es mi vida. Yo le quiero y él me quiere…». Llantos y desconsuelo. Desesperación por parte de ella y satisfacción por parte de él, orgulloso al apreciar tanto amor, tanto dolor ante su posible pérdida. Fin del primer acto.

—¡Qué horror! —exclamó Rosita.

—Se desveló el engaño y tras una rabieta todo se arregló y la mujer obtuvo un fin de semana romántico en una casita rural como recompensa.

—Bueno, algo es algo —dijo Berta.

—El segundo acto no salió tan bien —dijo Ágata—. Tras la primera parte con la confesión del enamoramiento, llegaron los insultos: «¡Hija de la gran puta! ¿De qué coño vas? Te hemos acogido entre nosotros porque estabas sola, recién llegada y ¿lo pagas así? Márchate a tu puto pueblo. Ni se te ocurra escribirle otro mensaje». El marido, hinchado de gloria al ver a su mujer defendiendo lo que era suyo. La actriz fue más allá dejando al descubierto la relación que ya existía entre ellos, que ya era tarde, que estaban juntos y que no había vuelta atrás, que la que tenía que marcharse no era ella.

—Hay que reconocer que se metía en el papel —comentó Berta.

Ágata continuó:

—Se sucedieron unos segundos de silencio que aumentaron la tensión y… a puñetazo limpio saltó la esposa. Le arrancó un buen mechón de pelo y tuvieron que entrar corriendo en la sala para separarlas y atender rápidamente a la temeraria actriz que sangraba y casi muere estrangulada.

—Por Dios… qué sofocón —dijo Rosita.

—La mujer se pilló un rebote tremendo, pero le cayó la promesa de un coche nuevo y un viaje a París, así que la tormenta pasó y todo quedó en un aviso de lo que podría suceder.

—Esta ya jugaba en otra división. —Se rio Berta.

—Finalmente, el tercer y último acto fue algo totalmente inesperado, opuesto a la respuesta anhelada. Núria rompió el molde.

—¿Por? —preguntó Valeria.

—La actriz, recuperada del susto anterior, confesó, seguramente con miedo, su amor por el marido de la nueva víctima.

»Reacción: «Vaya por Dios. Lo siento, no sabía que te gustaba. Era lógico imaginar que tú le gustaras a él y a todos los demás, pero nunca hubiera sospechado que a ti te pudiese interesar mi marido». El susodicho se quedaría defraudado ante semejante respuesta, pero la cosa no quedó ahí. La actriz continuó con su papel y desveló, una vez más, la supuesta relación ya consumada con el marido de Núria.

»Reacción: Risas descontroladas. Núria se moría de risa y no podía parar. Desconcierto total a su alrededor. La actriz no entendía nada y los tres pasmarotes tras el espejo aún menos.

»Reacción: «¿De verdad estáis juntos? ¿Tenéis un rollo, estáis saliendo, sois amantes?». A la afirmación tajante de la actriz le siguió otro ataque de risa por parte de Núria y, recobrada la serenidad, le dijo: «Pues chica, no se admiten devoluciones. Todo tuyo. ¡Qué bien! Me alegro mucho por los dos, de verdad. No me lo puedo creer: ¡Soy libre!»; y celebró con alegría su suerte alzando los brazos al cielo. El marido se quedó seco, petrificado, clavado, totalmente paralizado. Pero eso no fue todo. Núria quiso saber más: «Dime la verdad», le pidió, «entre tú y yo, ¿te gusta hacer el amor con él?». La actriz continuó fiel a su personaje de enamorada y aseguró que sí, que lo pasaban estupendamente. Núria estalló de nuevo en carcajadas y le dijo que no podía ser cierto: «¿Seguro que hablamos de mi marido?».

—¡Qué fuerte! —exclamó Valeria.

—Alucinaba —siguió Ágata—. Decía que era un milagro porque manifestó que era un verdadero inútil en la cama, que no se podía hacer a la idea de cómo echaba de menos el sexo que había tenido con sus anteriores parejas y que estaba harta de tener que tocarse ella misma mientras lo hacían, porque su marido no atinaba ni por casualidad. Que al principio el amor que le profesaba lo pudo todo y después pensó que aprendería, que mejoraría al enseñarle lo que a ella le gustaba, al guiarlo haciendo de cada encuentro una lección, pero no fue así. Años y años de vanos coitos que jamás habrían dado fruto de no haber sido por su hábil colaboración.

Se quedaron todas calladas a la espera del desenlace final.

—El mundo se derrumbó bajo los pies del idiota que planeó semejante experimento, porque precisamente fue él quien lo propuso. Nada pudo solventar aquel desastre. Núria no se retractó de lo dicho y lo dejó, por imbécil y por inútil.

—¿De verdad? —preguntó Rosita.

—Él todavía no ha sido capaz de superarlo y sigue en tratamiento para la depresión y la ansiedad. No ha tenido aún una nueva relación y rompió por completo la amistad con los otros dos iluminados.

—Menuda lección —aplaudió Berta—. Esto sí que es salirte el tiro por la culata.

—Pues eso, que no hay que jugar con los sentimientos de nadie. Si quieres dejar a Fernando, lo dejas y punto. No inventes ni trates de exculparte convirtiéndole a él en el pérfido desalmado cuando la ruptura proviene de ti, de tus ganas de ser madre. Tarde o temprano acabarías pagando por ello.

—Todo eso está muy bien —le dijo la yaya Berta—, el problema es la maldición: si Mali deja a Fernando, Fernando morirá.

—Y dale. Que no existe ninguna maldición, yaya —se quejó Ágata.

—Todos. Absolutamente TO… DOS los novios que tuve y dejé, acabaron muertos. Y el novio que tu madre tuvo antes de conocer a tu padre y con el que ella rompió, también murió. Todos. No se salvó ni uno. No me digas que sobre nosotras no pesa una terrible maldición.

—De acuerdo, te demostraré que no —dijo Ágata muy convencida—. ¿Te acuerdas de Tatiana, la hija de Paquita la peluquera? Trabaja en el registro civil. La llamaré y, aprovechando que aún no me ha devuelto un libro que le presté, se lo reclamaré y le pediré también, sin entrar en detalles, los certificados de defunción de «TO… DOS» estos amores que murieron misteriosamente de los que hablas y podremos comprobar que sus muertes nada tuvieron que ver con el hecho de ser abandonados por ti. ¿Serás capaz de acordarte de los nombres, apellidos y fechas en las que murieron?

—Lo tengo todo anotado en un diario secreto. Lo que no recuerdo es dónde está el diario.

—Lo buscaré, no te preocupes. Estará en tu casa. Tampoco es tan grande y, como hay que vaciarla para alquilarla, lo encontraré.

—¿Vas a alquilar mi casa? ¿A quién? —preguntó Berta angustiada.

Ágata se arrepintió rápidamente de semejante aporte de información.

—Es lo que habíamos hablado, yaya. Con ese dinero y tu pensión alcanzará para pagar lo que la subvención no cubre. Compartir habitación con baño es caro.

—¿Y si decido marcharme de aquí, adónde iré?

—¡Te vienes a mi pisito! —exclamó Malena con alegría.

—¿Y qué será de mí? —preguntó Rosita.

—Usted ya hace tiempo que vive aquí. ¿No está bien? —preguntó Malena.

—Sí, pero yo no quiero que Berta se marche. Y no me hables de usted.

—No, si no me voy. Es para jorobarlas un poco —dijo Berta después de darle un codazo a su nueva amiga—. Pero no quiero morirme aquí —avisó mirando a su nieta.

—Entonces, no hay trabajo de actriz para mí, ¿cierto? —Quiso saber Valeria.

—De momento lo dejamos como una alternativa. Quiero que mi nieta descubra por sí misma que la maldición existe y que sea ella la que acuda en busca de soluciones.

Valeria se levantó y se marchó. Parecía decepcionada con el nuevo rumbo que había tomado todo aquel asunto.

Ágata y Malena se llevaron a las dos abuelas de paseo. Fueron en coche hasta Playafels y allí se sentaron en la terraza de una heladería para tomar una horchata bien fresquita. Después, regresaron a la residencia para que ambas llegaran a tiempo a la partida de parchís y se aseguraron de que estarían bien atendidas confirmando con Matilde del Valle que las medicinas eran tomadas a tiempo y en su dosis correspondiente.

3

El diario secreto

Ágata y Malena fueron directas al piso de la yaya Berta. Debían empezar a empaquetar sus cosas para dejarlo vacío y poder alquilarlo cuanto antes. No sería difícil de alquilar, era un piso antiguo y pequeño, pero muy bien ubicado y exterior, en la Gran Vía, muy cerca de la Plaza España.

Lo realmente difícil era empezar. ¿Cómo separar lo que era importante y debía guardarse de lo que no lo era, entre un montón de objetos, cada uno de ellos con su propia historia y con un valor sentimental que superaba en mucho su valor económico? Tan complicado era que Valentina no quiso estar presente. Dio carta blanca a su hija para que decidiera lo que había que tirar, lo que había que llevar a una buena organización de ayuda humanitaria para su adecuado aprovechamiento y lo que debían guardar como recuerdo.

—Empecemos por lo fácil —propuso Malena—: la cocina.

Cogieron varias bolsas de rafia resistente, cajas de cartón y un par de baúles de plástico transparentes, y empezaron a vaciar cajones y armarios. Comida no caducada y utensilios en buen estado por un lado, objetos inútiles, rotos o productos pasados por otro.

 

Apareció la cuchara preferida de Ágata, con la que su abuela le daba la sopa cuando era pequeña; esa sopa tan buena que preparaba con tanto amor y con un ingrediente misterioso que nunca reveló. Por eso a su madre no le salía igual. Nunca nadie podría preparar ese caldo rico y consistente de la misma manera, sin ese toque único que solo la yaya Berta sabía darle.

Ágata la guardó junto con el molinillo de café. Al verlo, recordó el aroma que invadía la cocina por las mañanas. Berta tenía dos: uno manual y otro eléctrico. Se quedó con el manual, aunque el más usado por la yaya fuese el otro.

Colocaron cuidadosamente en una de las cajas de cartón, envueltas una a una, las piezas de un delicado juego de té japonés. Fue un regalo de Joaquín, el mayor de los tres hermanos de Berta, el más aventurero y fantasioso. Viajero incansable, incapaz de asentarse en un solo lugar; quizá por eso murió soltero y sin descendencia conocida. Toda esa porcelana sería para Valentina.

Separaron los vasos para donarlos, así como platos y otros elementos de la vajilla. Batería, sartenes, bandejas… todo en cajas y etiquetado.

Prosiguieron del mismo modo con el baño.

Llegó el turno del salón. Era un comedor luminoso que daba a una amplia terraza. Ágata y Malena recordaban haber pasado muchas tardes allí, pintando y recortando cartulinas mientras la yaya Berta cosía. Fue una buena costurera y les confeccionaba preciosos disfraces, vestidos vaporosos y ropita para sus muñecas. En invierno se colocaban cerca de la cristalera para aprovechar al máximo la luz natural y en verano salían a la terraza y cotilleaban observando a la gente que pasaba por la calle. Imaginaban sus vidas e inventaban historias sorprendentes que les iban a ocurrir al cruzar la calle. A veces su suerte dependía de las luces del semáforo. Todo era posible.

—¿Qué haréis con los muebles? —preguntó Malena.

—Los daremos. Están muy viejos. Menos su cama, que es nueva. Se compró una de esas articuladas con colchón de no sé qué… Se la quedará mi madre y la colocará en la que fue mi habitación. Ya sabes que anda muy fastidiada de la espalda y cada vez le cogen con más frecuencia esos dolores insoportables. Le irá bien esa cama, aunque a mis padres les suponga dormir separados. A ciertas edades conviene descansar. Los encuentros amorosos, que no sé si los siguen teniendo, que los organicen como una cita especial y, después, cada uno a su camita, como se hacía antiguamente. ¿A qué edad se dejará de tener sexo?

—Ni idea. No creo que sea una cuestión de edades. Lo que está claro es que nadie se salva de envejecer —comentó Malena—. Si vives, envejeces. Si no envejeces, mueres. Y… ¿qué haréis con la máquina de coser?

—¿La quieres? —preguntó Ágata.

—Me encantaría tenerla. ¿Puedo?

—Claro. Para ti. Si hay algo más que quieras, dímelo. Piensa que casi todo lo vamos a dar. No nos caben muchas cosas en nuestros minipisos y creo que tampoco debe de ser muy sano almacenar objetos por el simple hecho de querer atesorarlos sin darles una utilidad. Hay gente que los necesita. Guardarlos envueltos sin usar debe de generar mal karma.

—Habló la que no cree en las maldiciones —se mofó Malena.

—A ver si tenemos suerte y encontramos su diario, aunque miedo me da enterarme de sus secretos.

—Igual descubrimos que tenía un amante, ¿te imaginas?

Continuaron empacando y recogiendo. Aparecieron fotografías antiguas, postales y cartas de la familia y de algunos amigos que tuvieron que marcharse muy lejos.

Dejaron las tres habitaciones para otro día. Era ya noche cerrada y estaban muy cansadas.

—¿Te parece que regresemos el miércoles y continuamos? —propuso Malena.

—Sí, estoy destrozada. Te recojo en el centro al salir del trabajo y venimos juntas.

—Vale.

Cargaron varias cajas entre las dos y las metieron en el maletero del coche de Malena. Las descargaron y guardaron en casa de Ágata. Después, Malena se fue desanimada hacia la suya, hacia ese hogar que ya no la reconfortaba, y herida también al ver que toda una vida puede quedar reducida a unos pocos objetos que repartir.

No era nada sencillo regresar al lado de alguien a quien se quiere dejar y todavía se ama. Fernando no podía sospechar que iba a ser abandonado y estaba feliz con su día a día, con su pareja y con la visión de ese futuro que tan poco tenía que ver con el de ella.

—¡He hecho una tortilla de patatas! —exclamó Fernando al escucharla entrar.

Sabía que Malena no podía resistirse a sus tortillas. Siempre estupendas, esponjosas y sabrosas. Gorditas, bien gorditas, en su punto jugoso.

—No habrás cenado ya, ¿no? —le preguntó al acercarse a ella en busca de ese beso rápido y espontáneo que se daban a cada encuentro.

—No. Hemos estado liadas empaquetando recuerdos en casa de la yaya Berta y la verdad es que tengo hambre.

Fernando la había esperado y la tortilla estaba intacta.

Se sentaron en la mesa ya dispuesta en el pequeño balcón, frente a frente, separados por la tortilla, unas cuantas rebanadas de pan con tomate y una botella de vino tinto.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Fernando—. Últimamente estás muy rara. Te noto distante. Triste, como si los colores que no sé distinguir pero que sé que siempre te acompañan se estuviesen apagando. ¿Es por todo esto de la residencia?

—Imagino que sí —mintió Malena—. Mmm… la tortilla está buenísima. Gracias. Es lo que necesitaba.

—Me alegro. El postre lo he guardado en la habitación.

Fernando le guiñó un ojo y Malena sonrió sucumbiendo a su encanto. Lo amaba, lo seguía amando, pero tenía claro que esa relación jamás la llevaría al lugar que tanto anhelaba. Pensaba que, tal vez, si lograba esperar un poquito más, lo justo hasta cruzar el umbral que separa a toda mujer de la fertilidad, entonces lo aceptaría, dejando atrás suspiros y sueños de ser madre. Pero no, sabía que incluso así le quedaría la esperanza de adoptar y el ahogo y la desesperación seguirían allí. Tenía que dar ese paso y no podía demorarlo mucho más. Tenía que dejarlo.

Malena era consciente de que no se debería obligar a nadie a tener un hijo, pero tampoco convenía vedar ese deseo a quien tanto lo ansía. Parecían estar hechos el uno para el otro, sin embargo, esa llamada interior tan poderosa solo la escuchaba ella y en ese punto se separaban sus caminos. Si seguían juntos, uno de los dos debería ceder y estaba segura de que la cumbre de la felicidad, ese pico tan alto al que aún no había llegado, dependía de su elección. Pero también era consciente de que ser madre sin él le restaría altura a esa escalada hacia la cima. Ya lo había intentado todo para convencerlo, para hacerle cambiar de opinión, ya no le quedaban argumentos ni promesas arriesgadas por hacer con el fin de alcanzar su propósito.

¿Quién de los dos era más egoísta? ¿Qué otra solución podía haber para equilibrar justamente esos anhelos tan dispares?

En ese punto su amor se convirtió en condena, solo faltaba repartir los papeles de verdugo y condenado. ¿Quién sería quién? ¿Y cuál sería la sentencia?

Llegó el miércoles y, tal como habían quedado, Ágata pasó a recoger a Malena de la clínica dental en la que trabajaba de recepcionista. Regresaron al piso de la yaya Berta y continuaron con las labores de selección y búsqueda.

Optaron por no separarse, siendo conscientes de que eso no agilizaría su labor, pero prefirieron permanecer juntas en todo momento, como si presagiaran el hallazgo de algo realmente significativo, algo que podría cambiar muchas cosas, pues un pasado distinto modificaría sin remedio el presente.

Ágata temía descubrir que nada fuese tal como se le había contado, que sus orígenes hubiesen sido maquillados albergando misterios aún no desvelados. Empezaba a tener dudas sobre esa maldita maldición. Temía encontrar confesiones imperdonables, engaños para despistar, para ocultar oscuras verdades. Había hablado con su madre sobre la boda por penalti y Valentina tampoco lo sabía. Ni sabía de esa agitada juventud de Berta: todos esos amantes que compartieron placeres con ella y que la agasajaban con poemas y esmeradas atenciones.

Dejaron la habitación de la yaya Berta para el final. Era tarde, pero no dudaron en continuar. Bajaron al bar de la esquina y compraron un par de bocadillos, dos refrescos y una bolsa de patatas fritas.

Al subir, devoraron la comida y continuaron avanzando en su propósito. Por fin, la habitación que durante tantos años compartieron los abuelos.

Vaciaron la cómoda, las mesillas de noches, el armario… Malena se arrodilló en el suelo y empezó a despojar de recuerdos el baúl de cuero, que cumplía también la función de banqueta, ubicado a los pies de la cama.

—¡Lo tengo! —exclamó.

—Déjame ver —le pidió Ágata.

Malena le pasó una caja de cartón de color gris. Era antigua y permanecía cerrada con la lazada de una cinta de terciopelo azul. En la esquina superior derecha había una anotación hecha a mano. Era la letra de Berta: «Quien decida abrir esta caja debe asumir las consecuencias».

Se miraron. Malena asintió y Ágata se sentó en la cama. Tomó un extremo de la cinta y empezó a tirar de ella suavemente, como si realmente no quisiera lograr deshacer ese nudo. Paró.

—¿Crees que debemos? ¿Y si llevamos la caja a la residencia y la abrimos juntas, con ella? Tal vez podrá aclararnos dudas. Ella sabrá explicarnos los detalles de lo que ha protegido durante tanto tiempo. Son sus recuerdos y no sé si estoy dispuesta a «asumir las consecuencias».

—Ábrela, Ágata. Veamos al menos qué hay dentro y, si no nos aclaramos, se la llevamos el sábado.

Ágata llenó sus pulmones y exhaló con fuerza todo el aire contenido. Deshizo el lazo de un tirón, apartó la cinta de terciopelo azul y acarició la caja con su mano derecha. Después, cuando por fin levantó la tapa, encontraron un montón de papeles con anotaciones de Berta. Había fotografías, dibujos y objetos raros de guardar, como la tetina de un biberón de muñeca y algunos tornillos oxidados. Botones, todos ellos con cuatro agujeros, extrañas fichas de plástico de distintos colores, bolsitas de organza que contenían mechones de cabello y unos frasquitos de cristal a medio llenar de un almíbar ambarino.

No se trataba de una libreta a modo de diario personal. Todo eran hojas sueltas. Muchísimas hojas sueltas de distintos tamaños, la mayoría amarillentas y algo desgastadas por el paso del tiempo. Había recortes de periódicos, tarjetas de visita, estampas de santos y almanaques muy antiguos, facturas y recibos de antes de la guerra. No existía orden alguno. Todo estaba amontonado y revuelto.

—Aquí —dijo Ágata.

Sacó del fondo de la caja un pequeño cuadernillo con la cubierta de piel marrón. Estaba sujeto con una cinta elástica. En la tapa ponía escrito a mano y con tinta negra: «La Maldición».

—No pienso abrirlo —dijo al fin.

—¡¿Cómo qué no?! Venga, llevamos días buscándolo —se quejó Malena.

—Lo leeremos con ella este sábado.

—¿En serio?

Ágata se levantó de la cama y se fue al salón en busca de su bolso. Lo abrió y guardó el cuadernillo.

—No sé cómo puedes aguantar la tentación —le dijo Malena.

—Me vence el pánico que tengo de saber algo que no debo.

Continuaron con sus tareas de selección, en silencio. Ágata se quedó con las sábanas que llevaban bordadas las iniciales de sus abuelos, el resto a la caja para donar. Toda la ropa de Berta que no fue llevada a la residencia se guardó en una maleta a la espera del cambio de estación. Había abrigos, rebecas y pelerinas de ganchillo.

—Está bien. Echaremos una ojeada rápida —dijo Ágata rescatando La Maldición de su bolso.

Se tumbaron las dos en la cama y acomodaron bien los almohadones bajo sus espaldas, quedando medio incorporadas, juntitas y nerviosas. Ágata sujetaba el cuadernillo con las dos manos, se miraron y retiró con cuidado la cinta elástica, algo dada de sí después de tanto sellar misterios.

Descubrieron ansiosas que el contenido no era más que la detallada descripción de una advertencia perfectamente documentada con hechos que supuestamente probaban el poder de esa amenaza.

Cinco fotos de cinco muchachos con sus nombres y apellidos, sus edades y domicilios, y sus fechas de nacimiento y defunción. Cada foto pegada al principio de cada historia. Hablaba de ellos y de su relación, incluía poemas y cartas intercaladas.

 

Berta no tuvo reparos en relatar con pelos y señales sus encuentros libidinosos, sus ilusiones y sus desengaños. Contaba cómo se inició cada romance y el porqué de cada ruptura. Ella los dejaba. Tarde o temprano siempre había algo que fallaba.

Después continuaban las anotaciones: Berta conoció a Julio, el abuelo de Ágata. Con el que sí se casó, embarazada de Valentina, tal y como les contó en la residencia y, meses más tarde, empezó a enterarse de las muertes de sus amados desechados. Uno a uno, cumpliendo con el orden de abandono, fueron desapareciendo: Emilio, Sebastián, Aurelio, Benito y Lorenzo.

Tener toda esa información en sus manos les resultaba muy extraño. Ágata y Malena pudieron poner rostro a cada uno de esos amantes, calcularon sus edades e incluso pudieron ubicarlos en la ciudad. Sentían que destapaban algo oculto por algún motivo muy especial.

Según el diario de Berta, Emilio murió en un accidente laboral. Sebastián fue atropellado. Aurelio se despeñó por las curvas del Garraf. Benito murió a causa de una intoxicación y Lorenzo desapareció en el mar.

—Los mataron —sentenció Malena.

—Venga ya. No seas morbosa. Son accidentes que pasan y más antes, que no había tanta seguridad.

—¿En serio no te das cuenta, Ágata? Alguien sacó de en medio a todos los ex de tu abuela. Por algún motivo que desconocemos y que ella también desconocerá, pero estorbaban y dejaron de estorbar.

—Igual nada de todo esto es cierto. Le pediré a Tatiana que lo verifique en el registro. Sino todos, alguno de ellos al azar.

Miraban las fotos de esos hombres, tan jóvenes. Algunos vestidos de uniforme militar, otros de paisano. Guapos, con ese porte único tan cuidado de finales de los años 40 y principios de los 50. El cabello repeinado hacia atrás o luciendo tupé con gomina y los labios y mejillas algo sonrosados por el retoque fotográfico de aquella época.

No había fotos del abuelo Julio en el diario. Aquel cuaderno contenía los secretos de una vida anterior a él. Una vida que parecía que alguien intentó borrar para limpiar el pasado y poder empezar desde cero. Pero si realmente fue alguien y no la vida misma quien realizó esas terribles acciones, se olvidó de esa caja. La caja que Berta ocultó durante tantos años y que seguía resistiendo a la cruel devastación que sufría su memoria de manera no selectiva. Ese alguien no reparó en aquellas huellas de su historia y ahora estaban siendo rescatadas clamando una explicación.

Cuando Ágata llegó a casa vio luz en la habitación de Dania.

—Es muy tarde, ¿qué haces despierta, cariño? —le preguntó.

—Estoy viendo una serie. Ya hemos terminado los exámenes —contestó volteando su tablet para que su madre viera la imagen en modo pausa.

—¿Qué serie es?

—Una de unos estudiantes de un internado que se van de viaje de fin de curso y para hacer la gracia se separan del grupo y acaban perdiéndose. Como encima no les dejaban llevar los móviles a las excursiones, por el tema de intentar ser capaces de estar desconectados y de no disponer de herramientas que antes no existían, no pueden llamar ni orientarse y en cuanto oscurece deciden descansar en una autocaravana abandonada. Pero resulta que no estaba abandonada, así que ellos se duermen en un lugar y despiertan en otro totalmente distinto, teóricamente a unas ocho horas de distancia de su origen. Sin saber dónde están y sin poder llamar a nadie. Además, se dan cuenta de que no se saben ningún teléfono de memoria. No te preocupes, mamá, que a raíz de esto ya me he aprendido el tuyo y el de papá.

—Es verdad. Antes de tener móvil me sabía muchísimos teléfonos de memoria. Pero muchos, muchos. Y ahora no me sé casi ninguno. Qué mal. Estamos vendidos a estos chismes diabólicos. ¿Y qué hacen entonces?

—Bueno, se les complica bastante la cosa. Primero tienen que encontrar a alguien para avisar de su situación, pero tardan dos días en llegar a un pueblo. Mientras, deben alimentarse de frutos silvestres y de lo que llevan en sus mochilas, que no es mucho. Y cuando por fin encuentran gente, agotados y sucios; bueno, se bañaron en el río que cruza el pueblo, pero llegan bastante desaliñados, pues resulta que nadie habla. Nada, ningún idioma; ni el suyo ni ninguno. Se comunican todos mediante un lenguaje parecido al de los signos que emplean los sordomudos, pero no lo entienden y nadie los entiende. Es más, la gente del pueblo se asusta al ver que producen ruido por la boca al dirigirse a ellos, lo que les demuestra que no son sordos. Los estudiantes intentan escribir en un papel y dibujar lo que necesitan, pero tampoco logran nada. El lenguaje escrito de los habitantes de ese pueblo es tipo morse: puntitos y rayas de distintos tamaños e inclinaciones que se alternan. No existen las letras ni los números. Sin embargo, el resto les resulta familiar: la gente va vestida como ellos, como nosotros, vamos, las casas son modernas, la mayoría de dos plantas, con terrazas como la nuestra que combina acero y cristal, pero en su caso con toldos amarillos o azules. Las calles están bien asfaltadas y son anchas, los coches pequeños y eléctricos, silenciosos al máximo. Todo es silencioso. Solo se perciben los sonidos de la naturaleza y los ruidos normales al hacer algo: objetos que caen al suelo, puertas que se cierran… pero se dan cuenta de que ninguna de sus máquinas suena. ¿Qué escondes en esa caja?

—Cosas de la yaya Berta: recuerdos, fotos, cartas…

—A ver, ¿puedo verlas?

¿Por qué no? Ágata escogió lo que quiso mostrarle y las dos se acurrucaron juntas en la cama de Dania mientras leían en voz alta algunas de las postales que Berta había recibido. Eran hermosas.

No le mostró el cuadernillo de La Maldición ni le mencionó nada al respecto. Necesitaba valorar si esa información era apta para ella.

Dania empezaba a descubrir las sensaciones físicas que todo lo romántico es capaz de provocar del corazón y la mente a la piel, de los oídos y la vista a un cosquilleo en el paladar. Dudó si contarle a su madre que había un chico en su clase que le gustaba. Hacía tiempo que le gustaba, pero ignoraba por completo si esa atracción era mutua y temía ser descubierta. Para Dania, como para cualquier adolescente, no podía haber nada peor que quedar en ridículo delante de sus compañeros. Calló.

—¿Tú tuviste muchos novios antes de papá? —le preguntó.

—Algunos. Novios, novios, pocos. Pero rolletes unos cuantos.

—¡Mamá! —exclamó sorprendida—. ¿Eras una…?

—No, hombre, no. Lo normal en mi época. Tampoco iba a casarme con el primero, ¿no? ¿Cómo iba a saber si tu padre era el mejor si no podía compararlo con otros?

—¿Y papá es el mejor?

—En muchas cosas sí.

—¿En cuáles no?

—¿No estabas viendo una serie?

Ágata le besó la frente y se levantó de la cama. Guardó todo lo que había sacado de la caja de nuevo en su interior y la miró con ternura. Ella también tenía ganas de contarle secretos, pero, al igual que Dania, calló.

—No tardes en apagar la luz que, aunque no tengas exámenes, mañana hay cole y tienes que madrugar. No son horas.

—Diez minutos más. Faltan diez minutos para que se acabe este episodio.

—¿Cuántos episodios tiene la serie?

—Me he descargado las tres temporadas y cada temporada tiene siete episodios.

—¿Y por cuál vas? Supongo que es una serie para tu edad y que no habrás hecho fullería en la descarga.

—Es para doce años y está incluida en nuestro paquete televisivo. Voy por el cuarto episodio de la primera temporada.

—Diez minutos, ¿ok? Buenas noches, vida.

—Buenas noches, mamá.

4

Efectos secundarios del olvido

Berta se adaptó fácilmente a su nueva vida. Lo logró gracias a Rosita, quien no se separaba de ella y le enseñaba todo lo que tenía que saber de ese lugar para gozar de ciertos privilegios y pasar inadvertida cuando fuese necesario.

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