Cuál es tu nombre

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Fabián ha tentado su suerte tras extender sobre el plato de su postre seis rayas de coca que ha machacado con la tarjeta de crédito inservible que su padre se encargó de bloquear hace tiempo, pero, como siempre, no ha sucedido nada.

Son prácticamente las doce de la noche cuando los tres acceden a la gran sala de la discoteca. Ahí es donde Fabián se mueve con más soltura, pues todo el personal está aparentemente a su disposición. Eso solamente es una ilusión que fuerza la necesidad de cobrar un sueldo y, después de todo, tampoco es tan difícil sonreír a un imbécil.

Los tres suben hasta uno de los palcos vip de la gran sala de fiestas, donde les esperan cinco chicas. Al acceder al reservado, las cinco mujeres, que no pasan de los veinticinco años, estallan en un grito de festejo al unísono, haciendo que los tres den un par de pasos hacia atrás de forma divertida.

—Tranquilas, chicas —dice Fabián—, pareciera que lleváis sin macho una eternidad.

Una chica de rasgos asiáticos se levanta de su asiento y se acerca hasta ponérsele enfrente. Es tan alta como Fabián, pero el llevar unos tacones de vértigo le da la ventaja de mirarle desde arriba con un mal disimulado desdén.

—Muchachito, nosotras podemos tener todos los machos que queramos con solo chasquear los dedos.

Fabián no retira su mirada de la escultural mestiza intentando encontrar en el rostro de la chica un gesto de duda que en ningún momento aparece. Tras comprobar que no se bate en retirada, Fabián mira a sus dos amigos y les coge por los hombros colocándose en el centro.

—Colegas, me parece que esta va a ser una noche de las que tendremos que hacer uso del cuaderno de bitácora. ¡Adelante, grumetes!

El grupo rompe a reír, aunque la descarada chica parece no querer abandonar su actitud. Fabián la esquiva y se sienta en el sofá junto a las otras cuatro que se lanzan sobre él a recibirlo con un par de besos, algunos de ellos más que peligrosamente atrevidos. Néstor decide hacerle compañía a su amigo en el sofá. No puede permitir que él solo abarque tanto trabajo, mientras que Humberto se ha decidido por acercarse a la felina asiática de flequillo recto y minifalda de cuero.

—No te enfades con él, tiene esa forma de hablar con todas las mujeres. Una vez que lo conoces te acabas acostumbrando.

—¿Tú te acostumbrarías a que una mujer te tratase como una mierda?

—Si se pareciese a ti, sí. —Humberto ve como los ojos de la mujer se abren mientras sus cejas se fruncen dándole a entender que por ese camino no hay nada que hacer―. Solo era una broma, chica. Son las doce y la noche es joven. ¿Por qué no te relajas un poco y te dejas llevar?

La chavala se queda unos segundos en silencio, mientras que Humberto intenta imaginar cómo va a ser la espantada y qué vengativa despedida va a salir de su boca. Nada de eso ocurre. Una de las chicas se deshace de los brazos de Néstor y se acerca al oído de su amiga. Todos esperan expectantes contemplar la resolución de este ataque de pundonor que ellos consideran totalmente fuera de lugar y, tras unos segundos de susurros inaudibles debido al volumen de la música, la espectacular mestiza esculpe en sus labios una amplia sonrisa que podría haber pasado por sincera en cualquier otra ocasión que no fuese esta. Tanto Fabián como sus amigos realmente no tienen ni idea de lo que la ha convencido para este cambio de actitud, y además les trae sin cuidado. La fiesta podría haber continuado de igual forma con una menos. Sabedores de que tienen cogido el toro por los cuernos solo les queda aprovecharse de ello.

La chica asiática se sienta entre Néstor y Humberto. Las parejas ya parecen estar hechas, y a Fabián no le importa lo más mínimo. Se suponía que estas mujeres sabían a lo que venían. Por lo menos eso era lo que su socio le había transmitido la noche anterior. Unos honorarios más que generosos eran suficiente argumento para que ninguna de estas «princesas» protestase por nada de lo que suceda en este palco vip.

La noche transcurre entre chupitos de tequila, cubatas e idas y venidas al cuarto de baño. Los turnos se han ido sucediendo cada veinte minutos, pero los viajes a los aseos siempre incluían a uno de los tres amigos acompañado por dos de las esculturales chicas.

Fabián se ha saltado dos de las rondas al baño, por hoy parece que no le apetece más polvo blanco y se ha dedicado a observar, como si de una rapaz a su presa se tratase, el comportamiento de cada una de las chicas hacia sus amigos y hacia él mismo.

Secuencia a secuencia, reafirma su teoría de la que se sirve para juzgar a las mujeres y a los hombres que se cruzan en su camino. Analiza cómo, por unos cientos de euros, unas chicas que podrían aspirar a vivir de otra forma mucho más digna se rebajan ante los caprichos de tres tíos que lo único que poseen es una buena tarjeta y los contactos acertados.

Observa con asombro esos rostros tan bellamente esculpidos y por momentos no puede creer que estén a su servicio. Son cuerpos salidos directamente de algunos de los gimnasios más selectos de Madrid, donde a buen seguro se castigan con el único propósito de obtener una figura por la que alguien esté dispuesto a pagar cada carrera, cada flexión abdominal y cada clase de body pump a un precio indecente.

Mientras observa como las manos de sus amigos escudriñan por debajo de las minifaldas de las chicas, él deja que una de las dos rubias baje la cremallera de su pantalón. Su vista se va acostumbrando a la penumbra y, mientras acaricia la melena rubia que se mueve arriba y abajo en su entrepierna, se fija en como la asiática no le quita ojo. Ahí es donde comprueba como la ofendida mujer del inicio de la velada se ha convertido, copa a copa, raya a raya, en la zorra que se suponía que era. Ya no quedan rastros del teatro ofrecido hace tan solo un par de horas, y puede presagiar que mañana se despertará con ella en su cama.

Fabián suelta una carcajada. Está impaciente por ver como esa puta cruza el jardín de su piscina. No hay nada más gratificante para él que rebajar a las mujeres que venden su cuerpo a su último peldaño de dignidad, despojándolas hasta del más mínimo vestigio de orgullo. Disfruta echando por tierra la arrogancia y la altivez que muestran antes de acostarse con ellas y para ello se vale tanto de sus ensayadas ofensas verbales como de librarse de cualquier resto de maquillaje tras el cual se esconden. No duda en lamer cada parte del rostro de la furcia de turno secándola luego con la almohada para librarse de esa coraza que les sirve de protección.

Son las cinco de la madrugada cuando los ocho abandonan la discoteca Opium. Las risas no han cesado en toda la noche y, tras una discusión que ha durado casi quince minutos sobre quién de los tres iba menos colocado, al final, el típico juego de piedra papel o tijera es el que ha decidido quién de ellos conducía el Ferrari amarillo. Néstor ha sido el agraciado con este dudoso privilegio. Dos de las chicas, tras vomitar dentro de un macetero, han decidido coger un taxi que las lleve a casa. Las otras tres han subido a otro taxi que se ha dedicado a seguir la estela amarilla del Ferrari. El taxista ha protestado por la alta velocidad del deportivo y los bruscos e inesperados virajes que un embriagado Néstor no ha dejado de hacer en todo el trayecto.

Queda poco menos de media hora para que comience a despuntar el día cuando los dos vehículos llegan a la parcela de Fabián. Dos de las chicas se quedan impresionadas al ver la gran casa. Este no es el caso de la espectacular asiática. Se nota de lejos que este no es el sitio más lujoso donde ha ido a parar tras una noche de juerga y se lo hace saber a Fabián mostrando su indiferencia.

—¿Tienes llave de este antro o tendremos que dormir en la calle?

Fabián sonríe entrecerrando los ojos mientras aprieta el mando de la puerta corredera. Los chirridos intermitentes que produce el gran portón de seis metros de largo al abrirse retumban en el silencio de la madrugada haciendo que un par de perros arranquen a ladrar.

—¡Putos chuchos, algún día me tendré que encargar de ellos!

Tras unas risas ahogadas los seis cruzan el césped que rodea la piscina y se dirigen hacia la casa de invitados. Fabián no ha apartado ni un momento el dedo índice de sus labios, cosa que sus dos amigos han ignorado entre risotadas.

Lo que se temía. La maldita luz de la alcoba de sus padres se acaba de encender y la silueta del juez aparece tras las cortinas. Ese es un hábito patético al que nunca se acostumbrará Fabián. Por lo menos, no tendrá que verle la cara cuando despierte de su borrachera. Si hay algo que le gusta de salir de juerga los días de diario es precisamente eso. El no ver la avinagrada expresión del rostro de su padre al despertar era un placer solo igualable a la juerga recién vivida.

Llaman tímidamente a la puerta, y Fabián se despierta tosiendo. La fría noche le ha pasado factura. Su equilibrio va y viene como si de un barco sin timón se tratase, y la marejada en la que se ha convertido su cabeza no va a amainar.

Como puede, se acerca a la puerta de la calle. Al abrirla se encuentra la única cara amable de esa casa.

—Buenos días, hermanito. ¿Cómo te atreves a hacerme madrugar? Sabes que después de una noche de jarana no soy persona hasta la tarde.

—Son las cuatro, Fabián. Esta visita no tiene nada de especial.

Daniel tan solo quiere averiguar quién le despertó anoche y ahora intenta esquivar con la mirada el cuerpo de su hermano, escudriñando el fondo para poder ver lo que hay tras él.

—Deja de golismear, anda. Te quedan tres días para cumplir los dieciocho años y estas cosas no deberías verlas aún.

 

—No digas tonterías, a ver si te crees que iba a ser la primera vez.

—¿Ah, sí? Mira el semental. Adelante, chico, pero luego no me llores si tienes pesadillas.

Daniel entra en la casa contando los pasos. El olor que se respira enturbia sus sentidos y puede ver el cuerpo semidesnudo de Humberto en el sofá. Una chica, que lleva como única prenda el sujetador, duerme abrazada al amigo de su hermano. Fabián sonríe con malicia y, tras coger una manta, la extiende sobre el trasero desnudo de la chica.

—No hace falta que lo veas todo. Déjate algo para la fiesta que te tengo organizada el sábado.

Daniel lo mira de reojo, pero no se hace partícipe de su sonrisa. Camina unos pasos y contempla a dos chicas durmiendo en la cama que su hermano tiene puesta en el salón. A Fabián siempre le ha dado claustrofobia el dormir en una habitación pequeña y desde el primer día instaló su cama al lado del gran ventanal que está situado a la derecha de la chimenea. Gracias a la calefacción, prácticamente nunca ha sido encendida y solamente Daniel lo había hecho alguna que otra vez cuando recibía la visita de algún amigo, siempre y cuando su hermano mayor se hubiese dignado a dejarles su vivienda. Cada uno de esos favores era considerado por el adolescente como un privilegio que su ídolo en la familia le otorgaba dando muestras de lo mucho que lo apreciaba. Su padre nunca le cedería la llave de su casa para que se pudiese quedar a solas con amigos y amigas.

Daniel abre los ojos de par en par al ver el cuerpo desnudo de la chica asiática. Sus largas piernas y sus pechos firmes se muestran sin tapujos ante él y su piel contrasta tanto con el blanco luminoso de las sábanas como con el cuerpo de la pelirroja que yace a su lado tapada hasta la cintura. La almohada está tirada en el suelo y el chico contempla con un gesto de aprensión las manchas de carmín y rímel.

—¿Eso es maquillaje?

—Eso, hermanito, es lo que les sobra a las mujeres. Todo es un artificio que solamente sirve para despistarnos y hacernos creer que significan más de lo que son en realidad. Míralas. —Fabián hace un gesto de desprecio y señala con la cabeza hacia su cama—. Solo se trata de unas zorras que han cobrado por venir a echar un polvo. Estas, querido hermano, son de las caras, pero no tienen nada que ver con la que te tengo preparada para el día de tu cumpleaños. Vas a pasar la meta de los dieciocho años con honores.

A Daniel no le hace gracia lo que su hermano le está insinuando, y mucho menos cuando lo hace echándole el pestilente aliento a la cara, pero es su hermano mayor, su defensor. No hará nada que pueda enfadarle. Si tiene algo planeado para él, lo hará le guste más o le guste menos. Sabe que es un peaje que tiene que atravesar y no dudará en pagarlo sin importar el precio. De todas formas, solo tendrá que aguantar sus «parabienes» ese día. No puede ser tan duro. Tragará saliva y cumplirá como un hombre.

Unas arcadas suenan tras ellos. Provienen del cuarto de baño y Fabián se echa la mano a la frente negando con la cabeza.

—No pasa nada, Néstor cada vez aguanta menos el alcohol y eso que anoche nos dejó a Humberto y a mí con todo el trabajo.

Fabián hace un guiño a su hermano mientras hace un gesto obsceno con la mano.

Los dos se acercan al baño y cuando llegan se encuentran con el joven escupiendo dentro del inodoro. Mientras que Fabián intenta ponerlo en pie, Daniel no puede dejar de observar el sudoroso brillo del cuerpo fibroso del amigo de su hermano. Se siente incómodo, y no sabe muy bien si retirar la mirada o seguir observando el paquete que se adivina en sus maltrechos y ajustados calzoncillos blancos.

—¡Ayúdame, coño! Este tío pesa como si estuviese muerto.

Daniel corre a auxiliar a su hermano. Lo ponen en pie y, tras colocarse a ambos lados, le ayudan a llegar hasta el salón. Los brazos en cruz del muchacho cuelgan de los hombros de los dos hermanos y Daniel no puede evitar, eso sí, sin que su hermano se percate de ello, el contacto del roce furtivo de su mano contra el carrillo del culo de Néstor.

El viernes ha llegado y toca comida en familia. Debería de haber sido el sábado, pero por causa de un problema político referente a Cataluña, su padre ha tenido que anularlo. Al juez Roberto Alcázar le hubiese gustado comer con su hijo pequeño el día de su cumpleaños, pero eso no iba a poder ser. No le hacía ninguna gracia dejar en manos de su hijo mayor la celebración de la mayoría de edad del benjamín de la casa, pero los acontecimientos recientes en la Ciudad Condal habían precipitado los acontecimientos. La declaración de independencia por parte de los consellers de Carles Puigdemont parecía pasar a un segundo plano en comparación con la cesión que estaba obligado a hacer a su hijo mayor.

Todo lo que a Roberto le parecía una mala pasada del destino era recibido por Fabián como una noticia que festejar. De haberlo planeado, no habría podido salir mejor. Dispondrá de su hermano pequeño todo el día para hacer y deshacer como le plazca sin tener que buscar el beneplácito de su padre. La guardia y custodia a la que está sometido su hermano iba a desaparecer durante un mínimo de veinticuatro horas y eso había que celebrarlo. Qué poco se esperaba que el destino ya tenía preparado otro plan que cambiaría sus vidas para siempre.

Luciana iba colocando cada uno de los cubiertos de forma impecable mientras Fabián, en silencio, volvía a replantearse los pasos a seguir el día siguiente. Los planes habían cambiado y tendría que reorganizar todo lo referente a la fiesta de cumpleaños, lógicamente.

Daniel estaba sentado enfrente de él y, mientras untaba una tostada con paté, observaba a Fabián intentando adivinar lo que estaba pasando por su cabeza. No tenía muy buenas vibraciones respecto al sábado, pero había tomado la determinación de obedecer sin rechistar a todo lo que se le propusiese.

Hacen su aparición en el salón el juez y María Luisa ayudando a llegar a la mesa al tío Juan. Fabián recibe con una sonrisa a medias a su tío, la cual borra de su rostro en el momento que su padre le clava la mirada.

El matrimonio ocupa sus respectivos asientos y Luciana aparece por la puerta llevando una pesada sopera de porcelana en sus manos. María Luisa se levanta de inmediato y la ayuda con el recipiente, mientras que Fabián ni tan siquiera se digna a mirar a la mujer que ha empleado en su educación muchas más horas de lo que lo ha hecho su propia madre. Por más que lo ha intentado, no puede sentir ninguna clase de empatía hacia la mujer del servicio.

Con Daniel se daba el caso contrario. El adolescente escuchaba cada una de las palabras de esa mujer e intentaba seguir a pies juntillas todos los consejos que le otorgaba, aun a sabiendas de que casi siempre iban en contra de los principios de su hermano.

Luciana se percató hace tiempo de la especial sensibilidad que ese rubio de ojos azules desprendía por cada poro de su piel, y todos sus consejos iban encaminados en la misma dirección. Daniel no podía recordar las veces que le había repetido a escondidas esa mujer fornida que ser diferente no es nada malo y que cada uno tiene que seguir los caminos que le dictaminen tanto su mente como su corazón.

Las largas conversaciones que mantenía con ella fueron las que forjaron el estrecho vínculo que hasta el día de hoy sigue vigente. Daniel mantiene esta relación en secreto, como si se tratase de una infidelidad inconfesable. Fabián nunca le perdonaría que tuviese un vínculo tan cercano con una persona que no fuese él, y mucho menos tratándose de la mujer del servicio. De todas formas, era muy fácil hablar con su confidente a solas, sin que nadie de la familia se enterase. En esta vivienda no solía haber nadie en la mayoría de las horas del día. Su madre se mantenía ocupada atendiendo algún evento social, mientras que su padre llegaba pasadas las siete. Y su hermano, en fin, su hermano tenía solo dos modos: «modo juerga» o «modo dormir la resaca», lo que le dejaba el campo libre para charlar largo y tendido con la colombiana.

De cierta manera, encontraba divertida esa proscrita conexión, y la bonachona mujer parecía estar en sintonía con esa forma de ver su relación. Las largas charlas se sucedían de forma tranquila, sosegada, cosa que nunca ocurría con cualquiera de los miembros de la familia. En un principio, Daniel se mostró reacio a revelar su mundo interior, pero, una vez abierto el tarro de los secretos, comenzaron a brotar con una exquisita fluidez las confidencias más ocultas del adolescente.

Al muchacho le llamó la atención el no vislumbrar ni la más mínima muestra de extrañeza en ese rostro, impregnado de amabilidad, la primera vez que le contó a esa rechoncha mujer sus tendencias más íntimas y ocultas. Él nunca se había percatado de ello, pero la confesión que le hizo, hace ahora tres años, no era ningún secreto para ella.

Lo que siempre había extrañado a Luciana era precisamente el comprobar como un detalle tan patente, y que saltaba a la vista de esa forma tan palmaria, no había sido percibido por ninguno de los componentes de la familia. Aunque una vez que analizaba el tipo de relación que mantenían entre ellos no tardaba en comprenderlo todo.

¿Cómo un tipo como Fabián, que se cree tan inteligente, puede haber dejado pasar los detalles que indicaban las inclinaciones de su hermano? Para los padres suele ser más difícil descubrirlo, pero para un tío que ha recorrido todos los ambientes de la noche, deberían ser más que evidentes las esquivas contestaciones de su hermano cada vez que él tocaba el tema del sexo.

Luciana se fue convirtiendo en el colchón donde caer cuando estaba abatido y en el escudo protector que le defendía ante sus propios prejuicios.

—Este fin de semana va a ser muy complicado, y vuestra madre y yo no volveremos hasta el martes.

—¿Quieres decirnos algo con eso, papá? —Fabián no quita la vista del televisor del fondo.

—Sé que mañana vais a celebrar el cumpleaños de tu hermano. Lo único que te pido es que seas consciente de lo joven que es, y que hagáis algo que esté relacionado con su edad, no con la tuya.

El tono hiriente de su padre no hace más que provocar en Fabián una sonrisa sarcástica.

—Lo llevaré a la Warner a ver al pato Lucas y a Batman. Seguro que se acordará para toda la vida de cuando entró en la mayoría de edad.

—No estoy dispuesto a que me toques las narices hoy. —Roberto se pone la servilleta de tela al cuello—. Tengo pensado pasar una buena sobremesa y no dejaré que lo estropees.

María Luisa se ha dado cuenta de que la tensión va en aumento y le ha hecho un gesto a su esposo desde la puerta de la cocina. Fabián se aparta para que su madre le sirva la sopa y decide comenzar una conversación con su padre para suavizar su marcha.

—El problema de los catalanes parece que es algo serio.

El juez lo observa por encima de sus gafas y tarda unos segundos en contestar.

—Sí, esta vez han ido más allá de lo previsto y tenemos que actuar con rapidez.

—¿Para eso te tienes que desplazar a Barcelona? ¿Para comprobar cómo está el asunto de primera mano?

—Es una reunión secreta. Además, no tendría que decir nada de esto. La reunión con el fiscal de Cataluña está considerada como alto secreto.

—No te preocupes, papá —ríe tras sorber de la cuchara—, no creo que mis amistades mantengan contactos con el periodismo de investigación.

—Me da lo mismo lo que sean y lo que hagan. Esta conversación no va a salir de esta casa. ¿Comprendido?

—Vale, vale, lo he entendido a la primera, top secret.

—¡Esto no es una broma, Fabián! He de tener la seguridad de que no abrirás el pico.

—¿Ves? Intento mantener una conversación normal contigo y sales a la defensiva. Esto tiene que ser debido a tu trabajo. Creo que los jueces vivís en un mundo irreal, papá.

—Mira quién me va a dar lecciones sobre lo que es la vida real. Si no fuese porque te conozco, creería que esta conversación la estáis grabando para echar unas risas en Nochevieja.

—No hay forma de tenerte contento, ¿verdad?

—¡Por supuesto que hay una forma, hijo mío! —Cuando Roberto empleaba la expresión «hijo mío» es que estaba a punto de estallar—. ¡Lo único que tienes que hacer es acabar tus estudios y encontrar un trabajo decente!

Fabián estrella su mirada de odio contra su padre y María Luisa se acerca para masajear los hombros de su hijo intentando tranquilizarle.

 

—Siempre acabáis igual. ¿No os cansa?

—Mamá, yo no tengo la culpa de que el juez Alcázar crea que es un dios omnipotente que tiene potestad para estar juzgando las veinticuatro horas del día a todo el que le rodea.

Las miradas cruzadas dan paso a un interminable minuto de silencio, que solamente es interrumpido por las risas del tío Juan al ver un video en su móvil.

TRECE ABRILES

Los temores de María Luisa eran infundados, y la pubertad acabó llegando, aunque ella pensaba que lo hacía de forma tardía. Ese día cumplía trece años, pero lo único que quería como regalo de cumpleaños era la presencia de ese joven de dieciocho que desde niña había idolatrado.

Su amistad había continuado a pesar de la relación que había emprendido cuatro veranos atrás junto a Irene. María Luisa nunca aceptó que Roberto se decidiese por aquella chica a la que ella nunca vio nada especial. Cada uno de los días deseó que algo o alguien rompiera aquella amistad que se forjó tras el pupitre de la clase de sexto, pero eso nunca sucedió, y ella se tuvo que conformar con ser la confidente extraoficial de Roberto. Para ello tuvo que tragarse los empalagosos secretos de amor hacia aquella rubia que había venido a quitarle lo que más quería en este mundo.

Ella nunca hizo un mal gesto. Ni una queja surgió jamás de su boca tras las largas conversaciones que mantenía con él sobre las idas y venidas de Irene. María Luisa, con sus cinco años de diferencia, intentaba dar falsos consejos sobre lo que supuestamente debería hacer su amigo para conquistarla y trataba de no escuchar nada sobre lo bien que le estaba yendo con Irene. No tenía muchos más caminos que tomar, pues cuando Irene aceptó salir con Roberto ella tan solo tenía diez años.

Irene se portaba con ella como una hermana mayor o, lo que era peor, la había empezado a tratar como si fuera la hermana menor de Roberto, cosa que la llevaba al borde de la desesperación. Seguramente, lo hacía para bien, pero cada comentario que hacía sobre la amistad sincera que le unía a Roberto, María Luisa lo interpretaba como otro obstáculo que librar.

Sopló las velas, pero no llegó. Abrió los regalos llevados por unos escasos ocho preadolescentes, pero él no apareció. Sabía dónde estaba. El puente del río Asón era su sitio preferido y solía acercarse a él sobre las seis de la tarde. Hacía tiempo que había dejado de acompañarle a pescar. De arreglarle el cebo ya se ocupaba Irene, y ella no podía dejar de pensar en ello a pesar de los festivos gritos y bailes de sus amigos.

Ya habían sonado en el reloj del salón las diez y media de la noche cuando el timbre sobresaltó al padre de María Luisa, que se había quedado dormido mientras veía un documental de animales.

María Luisa había subido a su cuarto y, a pesar del día tan ajetreado que había tenido, no había conseguido dormirse. Los resentimientos eran una carga demasiado pesada para librarse de ella solamente echando una cabezadita.

Al escuchar el chirriante sonido de las bisagras de la calle corrió hasta la puerta y pegó su oído rezando por escuchar su nombre.

—¡María Luisa! ¡Te buscan!

Un resorte en sus piernas provocó que diera un salto de alegría, pero inmediatamente después, y antes de abrir la puerta de su habitación, hizo un esfuerzo estoico para aparentar una normalidad que estaba lejos de poseer.

—¿Quién es, papá?

—Roberto Alcázar —contestó dejando al muchacho en la entrada con la puerta abierta mientras se marchaba de vuelta al sillón.

María Luisa comenzó a bajar la escalera lo más pausadamente que pudo. «¿Cómo puede estar tan guapo? Hasta las bermudas floreadas parecen quedarle bien».

—¿Has pasado buen día?

—Perfecto —contestó quedándose a un metro de distancia de él—. Demasiado ruido para como soy yo. Tú ya me conoces. No me gusta mucho el alboroto.

—Me lo he imaginado. Por eso yo…

El chico quería excusarse, pero no hacía falta. Con haber acudido para verla era más que suficiente.

—No tenías que venir —dijo con una media sonrisa—. Tú ya eres un hombre con los dieciocho años cumplidos y yo, en fin, acabo de cumplir trece.

—Sabes que eso no tiene nada que ver. Llevamos juntos desde que tenías cuatro años.

María Luisa comenzó a reír intentando frenarse para que su padre no consiguiese oírla mientras jugueteaba nerviosa con la punta de sus pies descalzos.

—¿Has ido a pescar?

—¡Claro! Con Irene.

Roberto notó al instante el cambio de expresión e intentó ocultar su sonrisa de satisfacción. Hace tiempo que se dio cuenta de lo que la joven sentía por él y, aunque tuviese a Irene, nunca ignoraría a aquella niña que le acompañaba en el patio de recreo mientras los demás le daban la espalda.

—Me lo he imaginado. ¿Es tan buena como yo de ayudante? —preguntó quisquillosa, arqueando una ceja.

—No, como ayudante no creo que tenga futuro, pero no se lo digas a ella —dijo Roberto poniendo el dedo índice sobre sus labios.

María Luisa sonrió con un entusiasmo difícil de ocultar. Podía tratarse de una mentira piadosa, pero aun así esa sería una de las frases que ella apuntaría cuidadosamente en su diario.

—Bueno, tengo que irme. Se hace tarde y es lunes. Mi padre no ve bien que llegue a las tantas el primer día de la semana.

Ella asintió con la cabeza mientras mantuvo sus manos nerviosas cogidas y escondidas tras su espalda.

—Conozco a tu padre. Más te vale llegar antes de que él se vaya a la cama.

Roberto sonrió muy a su pesar. Su padre continuaba tratándole como a un niño y eso es algo que no soportaba por más que pasase el tiempo. En más de una ocasión, hacía años, él le había contado a María Luisa que en un futuro no muy lejano abandonaría su casa para no volver jamás. Ella siempre idealizó ese momento y se imaginaba junto a él en una aventurera escapada. Ese sueño ficticio se evaporaba nada más lo veía en compañía de Irene y cada día le costaba más superar que lo que tenía ante ella era una relación consolidada.

Tras obsequiarla con una última sonrisa, María Luisa contempló impasible como bajaba los cinco peldaños en dos saltos. Tras cerrar la puerta, apoyó su espalda en ella mientras fluía en su rostro una alegría que brotaba de sus adentros con una energía imposible de reprimir.

Andando de puntillas, se acercó al salón y confirmó que su padre había vuelto a dormirse. El televisor estaba sin volumen y en la pantalla bicolor se veía como varias aves carroñeras destrozaban a una presa descompuesta. Los ronquidos de su padre comenzaban a ser cada vez más continuados y sonoros cuando, de repente, el estridente ruido del timbre volvió a sonar.

Ella no pudo sofocar un grito al ver el respingo que acababa de dar su padre, el cual, con los ojos abiertos de par en par, observaba extrañado la cercanía de su hija a la pantalla del televisor.

—¿Qué haces ahí? ¿Y quién demonios ha vuelto a llamar a la puerta?

—Solamente iba a apagarla para no gastar electricidad —se justificó a trompicones— y no sé quién hay en la puerta.

—¿A qué esperas para comprobarlo? Si es otra vez Roberto dile que no son horas para estar de visitas. Mañana también hay día.

María Luisa suplicó a Dios que su padre hubiese dado en el clavo. Después de observar por la mirilla y comprobar que era Roberto, empleó un par de segundos para arreglarse el flequillo como si unos minutos atrás no lo hubiese hecho ya. La cara sonriente del muchacho apareció en el resquicio de la puerta.

—Se me ha olvidado felicitarte.