Filosofía primera. Tratado de ucronía post-metafísica

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B. PARERGA

Scientia

[ I ] El panorama que traza Edmund Husserl cuando expone su diagnóstico sobre la Krisis de las ciencias europeas, no sólo no ha perdido un ápice de su vigencia sino que, al contrario, el paso del tiempo ha tornado a la visión husserliana acaso más lacerante y oportuna (Wahl, 1957). Ciertamente el “naturalismo” y el “objetivismo” han conducido a una crisis que, para Husserl, tiene sus antecedentes históricos en la ciencia griega y su concepto de “verdad objetiva”.

Ahora bien, Husserl es completamente consciente de que la Guerra (Krieg) ha precipitado la crisis y el cambio epocal:

en el desamparo de nuestra vida (Lebensnot) –es lo que se oye en todas partes– esta ciencia (Wissenschaft) no tiene nada para decirnos. Las preguntas que ella excluye por principio son precisamente las preguntas más urgentes de nuestra desdichada época (unseligen Zeiten) para una humanidad abandonada a los cimbrones del destino: son las cuestiones que portan sobre el sentido (Sinn) o sobre la ausencia de sentido (Sinnlosigkeit) de toda esta existencia humana (menschlichen Daseins). (Husserl, 1954: 4).

Si se ha podido llegar hasta este punto, estima el filósofo, esto se debe a que se ha menospreciado el “ego-originario (Ur-Ich), el ego de mi epoché, que no puede jamás perder su unicidad (Einzigkeit) ni aquello que hay de personalmente indeclinable (persönliche Undeklinierbarkeit)” [Husserl, 1954: 188]. Por ello, precisamente las “ciencias del espíritu”, que el nihilismo de la pos-guerra que ha puesto en duda junto con “la vocación de Occidente respecto de la humanidad (der menschheitlichen Sendung des Abenlandes)”, deben ser el fundamento último de toda ciencia. Este postulado se sostiene en una tesis que le sirve de basamento: “sólo el espíritu (Geist) es inmortal (unsterblich)” [Husserl, 1954: 348].

Si el mundo de la vida ha sido enmascarado por las objetividades ideales de la ciencia, la apuesta de Husserl llegó a extremos que, en muchas ocasiones, desafían incluso la posterior filosofía de Heidegger. Es el caso del concepto-límite de “Cosa (Ding)”, es decir, de aquello absolutamente desligado, que se encuentra más allá tanto de lo material como de lo animado y que desafía los alcances de las ontologías regionales para sentar las bases de una characteristica universalis que proceda, más allá del quantum de las ciencias, sobre nuevas bases cualitativas. Aun así, uno de los más fructíferos conceptos del Husserl tardío encuentra todavía su imposibilidad de desarrollo en tanto y en cuanto se halla limitado por la mónada individual que permite la epoché.

A la vista de lo expuesto, la apuesta husserliana debe ser resituada en aquello que el propio filósofo no fue capaz de captar en plenitud pues creía que Homo podía ser aún el “fénix de una nueva vida interior (Phoenix einer neuen Lebensinnerlichkeit)” [Husserl, 1954: 348), algo que, como el devenir de los tiempos testimonia, no ha sido el caso. De modo que una reconsideración del punto de vista husserliano se hace pregnante tanto más cuanto que debemos entender que detrás de la crisis de las ciencias lo que se oculta es el final de Homo.

Ese es el punto ciego de la fenomenología husserliana: la epoché ya no es posible porque, precisamente, el Lebenswelt, el mundo de la vida en el que Homo tenía un lugar privilegiado, ha sido arrasado y hoy es tierra extinta. El Ur-Ich ha estallado en su ilusoria unidad y ya no es posible esperar otro destino que la acosidad que diluye toda posibilidad de serena epoché, al tiempo que el muro del sin-sentido limita toda fenomenología trascendental reclamando por una disyuntología radical que pueda dar lugar al decir de lo que no puede ser dicho o de lo que no ha podido ser dicho todavía.

La ciencia, ahora librada a sus propias potencias, carece de la posibilidad de brindar sentido, para empezar, sobre sí misma. Y desde ese punto de vista resulta susceptible de apropiación por parte de cualquier discurso que desee articular sus propósitos según las más diversas direcciones. Es el caso, evidente desde el siglo XX en adelante, cuando la política tomó a la ciencia como una auténtica tecnología de poder tanato-poiético.

[ II ] En una serie de cartas, y de borradores de cartas, que Simone Weil concibió para su hermano André, la filósofa designa el estado actual de la ciencia moderna en la cual una cesura irreversible se establece respecto de su contrapartida antigua: “para [los Griegos] las matemáticas constituían, no un ejercicio del espíritu, sino una clave de la naturaleza; clave buscada no con vistas a la potencia técnica (puissance technique) sobre la naturaleza, sino con el fin de establecer una identidad de estructura entre el espíritu humano y el universo” (Weil, 2008: 103).

De allí se sigue una apreciación sombría sobre la matemática moderna: “si el objeto de la ciencia y del arte es volver inteligible y sensible la unidad entre el universo y el espíritu humano […], la matemática actual, considerada ya sea como una ciencia, ya sea como un arte, me parece singularmente alejada del mundo” (Weil, 2008: 103). Finalmente, el veredicto se torna perentorio: “la matemática actual constituiría una pantalla entre el hombre y el universo (y seguidamente entre el hombre y Dios, concebido a la manera de los Griegos) en lugar de colocarlos en contacto” (Weil, 2008: 103).

Es necesario entonces, profundizar en el camino abierto por Simone Weil pues, precisamente, lo que podemos denominar la “hipótesis hiper-cosmológica” refleja el resquebrajamiento de la identidad de estructura entre el espíritu humano y el universo. En el vocabulario clásico de la filosofía, esa identidad estructural era denominada “armonía del mundo” (Jan, 1894: 13-37). Con el surgimiento de la matemática probabilística de la mecánica cuántica (pero, genealógicamente según Weil, con un linaje teórico remontable al propio Descartes), se produce una cesura de discontinuidad en la episteme occidental que marca el final de la ciencia, acontecimiento que es el heraldo del surgimiento de lo que hemos dado en llamar la hiper-ciencia y cuyos presupuestos no descansan sino en la in-harmonia mundi.

En la literatura, nombres excelsos han descripto diversos aspectos del fenómeno. Con todo, la weird fiction de H.P. Lovecraft ha sido quizá el intento más eficaz de dar cuenta de esta auténtica mutación ontológica sin precedentes que coincide, punto por punto, con el ascenso de los Póstumos. En el crepúsculo de la metafísica, este panorama deja al descubierto la disyunción como principio rector de la para-ontología. O bien los Póstumos y su hiper-ciencia tomarán el gobierno absoluto del mundo por medio del discontinuo como nuevo Universal o bien la disyuntología puede tener la oportunidad de hacer de la in-harmonia mundi el venero de la posibilidad de pensar nuevamente, de cabo a rabo, aquello que entendemos por el Ser sin ninguna garantía para el extinto Homo pero seguramente con una posibilidad de superar el imperio póstumo en una nueva e inaudita figura de lo ultra-viviente que modifique todo nuestro entendimiento de cuanto forma parte del acosmismo reinante en la pluralidad de los mundos posibles.

[ III ] Inciso ético. “El mundo tiene necesidad de santos que tengan genio como una ciudad donde cunde la peste tiene necesidad de médicos. Allí donde hay necesidad, hay obligación (là où il y a besoin, il y a obligation)” (Weil, 1966: 82). Este es un auténtico axioma de la filosofía y el único principio ético del filósofo: no es casual, según parece, que una peste haya tenido que ponerlo de relieve cuando todas las vocaciones, comenzando por la propia medicina, parecen haberse inclinado ante el rédito político y económico o ante el mundo de las apariencias propias del reconocimiento social.


In-harmonia mundi

[ I ] La obra poética de Howard Philip Lovecraft es, con mucho, menos conocida que sus relatos. Indudablemente es parte integrante, con pleno derecho, de lo que denominaremos los Scripta de Lovecraft, es decir, un conjunto heterogéneo compuesto de relatos de diversa extensión (algunos escritos en co-autoría), ensayos filosóficos, escritos periodísticos, textos sobre ciencia, crítica literaria, política, escritos de viajes, apuntes de variado objeto y tonalidad y una copiosa correspondencia. Con todo, diversas articulaciones resultan posibles dentro de esa masa textual. Ciertamente, es motivo de discusión si el propio Lovecraft creía en la propia mitología que había creado. Hay indicios, en sus ensayos y cartas, de que el tenor profundo de la filosofía vehiculizada en los relatos era compartida por el escritor pero no así la forma exterior de la mitología.

En ese sentido, hay oportunidad de distinguir, según los textos, las posiciones de Lovecraft. Esta posibilidad, no obstante, no se torna para nada sencilla con su poesía. Es plausible sostener que su poesía pertenece a registros diferentes del corpus. Por un lado, la materia poética, en muchas ocasiones, está al servicio de la mitología literaria pero el sentido profundo arraiga en las convicciones últimas de Lovecraft. Por otro lado, hay poemas completamente desvinculados de los mitologemas fundamentales. Y las posibilidades combinatorias pueden multiplicarse no sólo por medio de la comparación de diversos poemas entre sí sino también dentro de la estructura de un mismo poema.

 

Por esta razón, habremos de circunscribirnos, en estas consideraciones, al análisis de un conjunto numéricamente limitado de poemas, los cuales, en casi todos los casos, tienen la doble propiedad de ser parte integrante de los mitologemas centrales de la obra narrativa y, al mismo tiempo, de tener la capacidad de transmitir la filosofía subyacente en el Mito lovecraftiano. Por cierto, nuestra aproximación toma fundamento en la hipótesis de que es posible distinguir, con toda rigurosidad, una filosofía que se despliega en la mitología del escritor de Providence. La formación y los intereses filosóficos de Lovecraft están fuera de toda duda, pero sus creencias metafísicas últimas son, al mismo tiempo, sumamente variadas, contradictorias en ocasiones, pero siempre mucho más profundas y rigurosas de lo que sus exégetas suelen suponer.

De esta forma, los estudios sobre la filosofía de Lovecraft tienen aún mucho camino por recorrer cuando, por el contrario, la crítica literaria de su obra ha avanzado, como era de esperar, con paso más firme desde hace tiempo. Del mismo modo, la concepción filosófica de Lovecraft se coloca en relación, a la vez que se diferencia, respecto de la disyuntología aquí propuesta (Ludueña Romandini, 2013).

Habremos de concentrarnos entonces sobre la visión cosmológica de Lovecraft. Y sobre esta última sostenemos la existencia de lo que nos gustaría denominar la “hipótesis hipercosmológica” en la cual se inscriben sus preocupaciones. Esta presupone, efectivamente, que Lovecraft enmarcó su obra en un cierto ideal de la ciencia que se transformó en un zócalo epistemológico a partir del cual estableció una filosofía sobre el universo material y el destino del hombre.

La ciencia ideal de Lovecraft, dado el tiempo en el que vivió, no fue otra que la física en sus formas más avanzadas. Gran conocedor de la historia y de la práctica astronómicas, Lovecraft nunca dejó de interesarse por el potencial de pensamiento y las posibilidades literarias que los descubrimientos de Einstein y la interpretación de Copenhague habían puesto a disposición de los eruditos. De esta manera, si bien no fue el primer literato en establecer estos puentes con la ciencia física, ciertamente fue el más riguroso y consecuente de los escritores de weird fiction de su generación en postular la ciencia ideal en ideal de ciencia para toda filosofía por venir. Un guante que, hay que reconocerlo, la filosofía contemporánea aún no ha sabido recoger en toda su amplitud y con todas sus consecuencias.

Los versos de Lovecraft responden perfectamente, en cuanto a su estructura, al principio de paralelismo del artificio poético tan magistralmente expuesto por la lingüística estructural (Jakobson, 1981: 39). Sin embargo, nuestro objetivo en estas páginas no será intentar una “microscopía” de las formas poetológicas (Jakobson, 1981: 465) de los versos lovecraftianos sino más bien focalizarnos sobre la macroscopía que supone su inscripción en un universo postulado como cosmológicamente en ruptura con la concepción antigua y medieval del orden astronómico. Como ningún otro escritor, Lovecraft defenderá la tesis de que la filosofía de nuestra época aún no ha sido capaz de pensar las consecuencias ontológicas últimas de la revolución producida en el seno del ideal de la física a partir de Galileo hasta Einstein.

Sin duda, la filosofía ha tomado en consideración a la física moderna pero, desde la perspectiva de Lovecraft, de un modo harto insuficiente, pues no ha podido renovar sus conceptos para llevarlos a la altura de los nuevos desafíos propuestos por esta ciencia. En este sentido, la metafísica occidental es todavía una heredera epistémica de un cosmos griego-latino y cristiano, mientras que la poetología cosmológica de Lovecraft propone adentrarse en los abismos de un universo completamente ajeno a las categorías propias de la onto-teología occidental en su tradición milenaria. Para comprender el alcance y la significación de esta apuesta lovecraftiana debemos examinar pale-ontológicamente, en primer lugar, algunos rasgos de la concepción clásica y cristiana del cosmos.

[ II ] Los filósofos, a partir de Platón en adelante, ofrecerán una imagen muy delineada del cosmos (aún cuando haya elementos evidentemente heredados de la antigua tradición de los sabios preplatónicos). Del mismo modo, en ciertas corrientes religiosas, como el gnosticismo, los modelos de la filosofía clásica volverán a teñirse de algunas coloraciones más sombrías (Denzey Lewis, 2013). La concepción clásica del universo puede verse bien ejemplificada, por ejemplo, en el Timeo (32D-33A) de Platón (Cornford, 1937; Vlastos, 1975; Gloy, 1986):

sus intenciones [las del Demiurgo] eran las siguientes: que [el universo] fuese, en la medida de lo posible, una criatura viviente, perfecta, constituido de partes perfectas; y luego, que pudiese ser único, de modo que no hubiese nada de sobra a partir de lo cual otra criatura viviente semejante pudiese advenir a la existencia […] Por lo tanto, debido a este razonamiento, [el Demiurgo] lo modeló [al Universo] para que fuese un conjunto único, compuesto de todos los conjuntos, perfecto (téleon), exento de la vejez (agéron) y de la enfermedad (ánoson). (Platón, 1999: 60-61).

En este sentido, la forma del Cosmos es modelada por el Demiurgo según una triplicidad que constituye la esencia de su orden: se trata de un Todo cuya perfección es producto de su inmutabilidad sustancial y de la ausencia de toda corrupción constitutiva. Esta visión, no obstante, se refuerza en el platonismo posterior como es posible comprobarlo a través del Comentario (I, 26) que Proclo realiza de este diálogo platónico:

Más aun, que todo esto sea hecho de acuerdo con lo correcto introduce una imagen de la Justicia que ordena todas las cosas junto con Zeus […] una imagen de la causa que ilumina el universo con la belleza demiúrgica, y los presentes hospitalarios del intercambio que está determinado por las propiedades especiales de las divinidades […] activando sus propios poderes [los dioses] contribuyen a la completud del primordial orden providencial del universo llevado adelante por el Demiurgo. (Proclo, 2007: 120).

Resulta aún tema de debate, por cierto, la determinación de cuánto de estas reinterpretaciones platónicas son debidas, en gran parte, a Siriano, el maestro de Proclo (Wear 2011). Pero, en cualquier caso, resulta de capital importancia la introducción de la Justicia como elemento constitutivo de la astronomía en la tradición platónica. En efecto, esto muestra, con toda claridad, que el cosmos antiguo no es meramente el resultado de leyes divinas y humanas de un movimiento planetario impersonal sino que, al contrario, se trata de un universo permeado éticamente y constitutivamente orientado hacia el Bien. Desde esta perspectiva, no es posible pensar en una astronomía meramente matemática sino que la matematización de la cosmología antigua es consustancial con la ética.

Y, mutatis mutandis, toda ética tiene su anclaje en una cosmografía sumamente precisa. En este contexto, la ética no es meramente la forma de vida propia de los hombres sino que cada decisión individual, cada gesto que modela una vida, tiene que estar en conformidad con el Todo que supera al hombre y resulta en la fuente donde este puede abrevar para constituir su modus vivendi. Así considerada, toda la astronomía antigua es una forma de ethos cosmológico y toda la determinación de la acción humana demanda una exterioridad radical sobre la que se asienta el accionar humano. En este contexto, no existe la posibilidad de reducir la ley moral al mundo de las costumbres humanas: al contrario, las formas de la vida ética del hombre son el resultado de su inserción acordada en el orden de un cosmos transhumano.

De la mano de esta triplicidad conceptual que sella la eticidad del cosmos antiguo se plantea, asimismo, una imposibilidad fundamental: “resulta manifiesto que el Universo no es infinito” (Aristóteles, 1949: 34: De Caelo I, 7, 15). Por esto mismo, en el Tratado acerca del Mundo, el Pseudo-Aristóteles, sobre el que la investigación contemporánea ha arrojado nueva luz (Bowen – Wildberg, 2009) puede sostener:

El ensamblaje de la totalidad de los seres, quiero decir el Cielo, la Tierra y el Mundo en su totalidad, es un orden establecido por una sola armonía resultante de la mezcla de los principios más opuestos. Lo seco se mezcla con lo húmedo, lo caliente con lo frío, lo ligero con lo pesado, lo recto con lo curvo, toda la tierra, el éter, el Sol, la Luna y el Cielo todo entero son ordenados por una única potencia que se expande a través de todas las cosas […] constriñendo a las naturalezas más opuestas que se hallan en él [el Mundo] para que acuerden unas con las otras y encontrar un medio de asegurar la conservación del Universo [...] La armonía es la causa de la conservación del Mundo. (Aristóteles, 1949: 193: Ps.Aristóteles, De Mundo, 396b-397a).

El triple principio del orden cósmico, entonces, está precedido por una instancia superior que hace posible dicha articulación: se trata de la armonía que se expresa en la estructura misma del cosmos y que permite que este se conserve como el asiento seguro del hábitat humano. Sobre esta base, entonces, podrá operar la astrología como ciencia astro-ética. Como señala uno de sus más conspicuos tratadistas antiguos:

Cierto poder (dúnamis) que emana de la etérea substancia eterna se dispersa y permea toda la región alrededor de la Tierra, la cual está sujeta completamente al cambio dado que, de los elementos primarios sublunares, el fuego y el aire están rodeados y sufren el cambio debido a los movimientos en el éter y, viceversa, rodean y cambian todo lo demás, la tierra, el agua, las plantas y los animales allí. (Ptolomeo, 1940: 6-7).

La astrología se torna posible una vez que adquiere consistencia lo que podríamos denominar uno de los grandes themata centrales de la cosmovisión antigua (Holton, 1978), esto es, la polaridad existente entre la armonía del Todo y la influencia de un universo perfecto sobre la vida que está llamado a proteger y estimular (Neugebauer, 1975; North, 1989). Los elementos de esta visión unificadora del cosmos pueden encontrarse, de modo ejemplar, en un texto órfico como el Himno a Apolo, 24:

Soberano de Delos, que posees una mirada que todo lo abarca e ilumina a los mortales, de áurea cabellera, que pronuncias puros preceptos y oráculos. Escucha mis súplicas en favor del pueblo, con ánimo benévolo, porque contemplas […] la dichosa tierra, desde lo alto, y a través de la oscuridad, en la paz de la noche, bajo la sombra cuyos ojos son estrellas, examinadas […] Todo lo floreces y ajustas armónicamente toda la bóveda celeste con tu muy sonora cítara, cuando […] equilibras todo el cielo según el orden dórico, y escoges las razonas que se alimentan, aderezándoles a los hombres un destino totalmente reglado por la armonía […] Por ello, los mortales te dan la denominación de soberano. (Orfeo, 1992: 256).

Como puede apreciarse, el carácter eminentemente político del himno eleva a Apolo como soberano de un cosmos ordenado y, como tal, garante del destino (político) de los hombres (Rudhardt, 1991; Detienne, 1989). Desde este punto de vista, puede articularse una taxonomía cósmica con el gobierno astropolítico de un universo antrópicamente orientado al bienestar y la proliferación del hombre sabio. En este sentido, más allá de las profundas transformaciones que traerá a esta visión el cristianismo (Duhem, 1913), sus notas fundamentales serán rescatadas y resignificadas a partir de una misma visión integradora del hombre en un universo definitivamente favorable al asentamiento de la especie humana (más allá de ciertas condiciones particulares derivadas del mitologema del pecado original).

En efecto, la teología cristiana sólo puede ser comprendida a partir del principio cosmológico de la ordinatio ad unum, es decir, que toda la naturaleza creada obedece a un principio macrocósmico según el cual ésta deriva de un Dios creador y soberano, primer motor y garante del movimiento de las esferas (Tomás de Aquino, Scriptum super Sententiis, d. 15, q. 1, a. 2; Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, III, 82, 8, 1926, t. 14: 245). Este principio tiene su correlato, al mismo tiempo, en la ordenación microcósmica de los cuerpos (animados e inanimados) y de la naturaleza sub-lunar en su conjunto. Por cierto, como todo principio cosmológico es también un principio político, entonces es posible sostener, como lo hacía Tomás de Aquino, que “lo que se da según la naturaleza se considera lo mejor, pues en cada uno obra la naturaleza que es lo óptimo; por eso todo gobierno natural es unipersonal”.

 

De este modo, sostiene Tomás, tal como las abejas –en el micro­cosmos– tienen una reina, de igual modo, “en todo el universo se da un único Dios, creador y señor de todas las cosas” según el principio de que “toda multitud se deriva de uno”.

Ciertamente, la escolástica reinterpreta aquí, según los modos de la teología política cristiana, a Aristóteles (Metafísica, XII, 1076a), que se apoya, a su vez, en una interpretación filosófico-política de las fuentes homéricas (Homero, Ilíada II, 204). Por la misma razón entonces, en la societas humana “lo mejor será lo que sea dirigido por uno (optimum sit quod per unum regatur) (Tomás de Aquino, De regno ad regem Cypri, I, 2, 9 [1979, t. 42: 451])”. La misma idea enuncia Tomás cuando declara que las cosas del mundo humano deben estar “ordenadas unas en relación a las otras a semejanza del orden que se encuentra en el universo” (Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, III, 81. 4 [1926, t. 14: 240]). De allí entonces que todas las comunidades humanas no sean sino un reflejo, por una parte, del orden cósmico y angélico y, por otra parte, un fragmento complementario del conjunto constituido por la respublica generis humani, esto es, la Cristiandad dirigida por el único gobierno del Dios trino. Como puede verse, el principio cosmológico es inseparable del político en toda la teología medieval (Lenoir, 1929).

Justamente por ello, algunos filósofos, aún en el Renacimiento, podrán en duda la legitimidad de la astrología, tomando como fundamento, precisamente, el sentido del ordenamiento cósmico. Así leemos en uno de los comentarios bíblicos más originales del período:

Noble es esta criatura [el universo vivo] y digna de que la exaltemos y celebremos pero […] nuestras almas han sido templadas, teniendo a Dios por artífice, en la misma crátera y con los mismos elementos que las almas celestes, procuremos no querer hacernos siervos de quienes son nuestros hermanos porque así lo quiso la naturaleza […] Cuidado, pues, con desobedecer la voluntad del artífice y el orden del universo, como muchos lo hacen, dando y atribuyendo al cielo más de lo necesario; tratemos de esforzarnos en agradarle, en no disgustar a ese mismo cielo que lleva en lo más hondo de su corazón los decretos de Dios y el orden del mundo. (Pico della Mirandola, 1998: 142-143).

Para algunos filósofos más hostiles a ciertas formas de la adivinación, como será Pico, autor de las célebres Disputationes adversus astrologiam divinatricem, la astrología puede tonarse peligrosa, por las mismas razones que otros la defendían, esto es, en nombre de la armonía del cosmos (Garin, 1983: 83-112). Si para unos, dicha armonía comportaba una intervención de las fuerzas del cosmos sobre el destino humano, para otros, Dios había creado un universo en el que las esferas respondían a la perfección sólo posibilitando una libertad de acción al hombre al que estaban destinadas a servir.

A partir de allí será posible introducir una división en la historia (que radicaliza posiciones propias de una antigua tradición) para distinguir, por un lado, la historia natural (propia de las operaciones del cosmos) y la historia civil (abarcadora de las hazañas humanas). Por cierto, en ambas historias interviene la divinidad, postulan los filósofos renacentistas (Bacon, 1963, vol. III: 728-729); sin embargo, si no fuese por el lazo divino, la historia civil podría comenzar a desvincularse de su lazo con el cosmos pues ya se distingue una cesura de nuevo tipo donde la acción humana comienza su lento pero seguro proceso de emancipación que conducirá, finalmente, a las modernas concepciones propias de una historia humana divorciada del acontecer natural (Ash, 2004: 186-212).

De este modo, el lugar de lo infinito sólo puede ser asignado a Dios, ocupante de lo que algunos llamarán el “espacio imaginario (spatiis imaginariis)”, mientras que el cosmos será el lugar de lo naturalmente finito (Compton-Carleton, 1649: 337, sectio IV, col. 2). Esta certeza sólo podrá encontrar su fin con la transpolación de las propiedades del infinito divino a la totalidad de la extensión del cosmos. El espacio que consolida Newton, con su revolución teológico-política, abrirá un desafío para la filosofía que, desde entonces, ha tenido serias dificultades para tomar en consideración las implicancias ontológicas de la radicalidad del gesto newtoniano. Inesperadamente, probablemente la literatura de Lovecraft sea uno de los lugares donde esta reflexión fue llevada hasta sus últimas consecuencias, incluso mucho más allá de Newton. Algunas de estas intuiciones lovecraftianas, las encontraremos enunciadas en su inquietante poesía.

[ III ] El universo de los antiguos y los medievales era, finalmente, un universo antrópico y cerrado. Por lo tanto, expresa un sentimiento de maravilla ante el espectáculo de la naturaleza que se encuentra en variados textos del mundo greco-romano y, por supuesto, medieval y moderno. Todavía Newton compartía una forma de dualidad entre el universo de la ciencia moderna al que había llevado a una cima de realización teórica y el cosmos antiguo, pleno de armonía y constituido como una articulación postulada como necesaria entre Dios y el hombre (Beresñak, 2017: 323). De allí los dilemas que aún develan a los estudiosos acerca de la relación entre Newton, la teología, la alquimia y la astrología (Cowling, 1977; Schaffer, 1987; Dobbs, 2002).

Sin embargo, en la obra literaria de Howard Philip Lovecraft encontramos una de las formulaciones más radicales acerca de las implicancias filosóficas de la nueva ciencia física con que la Modernidad hizo su entrada en escena. Para comenzar, una nueva Stimmung declina el ánimo del hombre moderno, como se expresa en Despair:

O’er the midnight moorlands crying, / Thro’ the cypress forests sighing, / In the night-wind madly flying, / Hellish forms with streaming hair; / In the barren branches creaking, / By the stagnant swamp-pools speaking, / Past the shore-cliffs ever shrieking, / Damn’d demons of despair.

En la medianoche, gimen los pantanos / a través de los bosques de cipreses suspiran / en el viento nocturno vuelan locamente / formas infernales de cabellos como torrentes / En las yertas ramas que crujen / por las ciénagas inmóviles, hablan, / atravesando los acantilados costeros que, siempre, gritan /maldecidos demonios de la desesperanza. (Lovecraft, 2009: 64-65).2

El espacio sobre el que el hombre debe encontrar su hábitat se halla ahora bajo el imperio de una naturaleza que resulta completamente hostil para su ocupante. En una muestra de impecable neo-gnosticismo político, las fuerzas que yacen ocultas en su seno no pueden ya ser aplacadas sino con rituales –provisoriamente eficaces– que sólo pueden disminuir las potencias de los “demonios de la desesperanza” que están llamados a ejercer el dominio final del mundo natural. Por esta razón cambia la valencia que hasta ahora se le había otorgado a la vida:

Thus the living, lone and sobbing, / In the throes of anguish throbbing, / With the loathsome Furies robbing / Night and noon of peace and rest. / But beyond the groans and grating / Of abhorrent Life, is waiting / Sweet Oblivion, culminating / All the years of fruitless quest.

Así es el vivir, solitario y lloroso, / latiendo en las congojas de la angustia, / con repulsivas Furias robando / las mañanas y noches de la paz y el descanso. / Pero más allá de los gemidos y las discordias / de esta aborrecible vida, aguarda / el dulce olvido, que culmina / con tantos años de infructuosa búsqueda. (Lovecraft, 2009: 66-67).

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