Miradas prospectivas desde el bicentenario

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Que esta idea de universidad en Occidente esté en crisis, como lo señalamos Boaventura, más bien podría significar que de su naturaleza es precisamente ser sensible a las crisis tanto de las personas como de la sociedad en su conjunto. En qué términos y en qué momentos de la historia reciente se haya señalado dicha crisis, es secundario con respecto a la pregunta por las posibilidades de desarrollo de la idea de universidad como proyecto que pudiéramos asumir hoy por universitarios en nuestra situación.

En 1986, al cumplir seiscientos años la Universidad de Heidelberg en Alemania, Jürgen Habermas habló, en el lugar donde había comenzado su docencia bajo la mirada de Hans Georg Gadamer y Karl Lowith, sobre “La idea de universidad: procesos de aprendizaje”. Allí revisa tres propuestas recientes de reforma de la universidad alemana en la perspectiva de los textos clásicos de Humboldt, Schleiermacher, Schelling y Fichte, entre otros, sobre “La idea de la universidad alemana”, compilados por Ernst Anrich en 1959{4}.

Habermas se refiere inicialmente a Karl Jaspers, quien desde 1923 y luego inmediatamente al final de la guerra en 1946, ya reclamaba una reforma de la universidad de acuerdo con su idea, formulada de nuevo en 1961: “O se consigue el mantenimiento de la universidad alemana mediante el renacimiento de la idea comprometiéndola con la realización de una nueva forma organizativa, o ella encontrará su final en el funcionalismo de las gigantescas instituciones de aprendizaje y formación de fuerzas especializadas para la ciencia y la técnica. Por ello es necesario a partir de la pretensión de la idea, bosquejar la posibilidad de una renovación de la universidad” (Jaspers y Rossmann, 1961 citado por Habermas, 1987, p. 73). Jaspers parte del principio del idealismo alemán: “Sólo quien lleva consigo la idea de universidad puede pensar y obrar consecuentemente con la universidad”. Naturalmente, el idealismo de Jaspers choca con la realidad, enfatizada precisamente en una columna conmemorativa de los seiscientos años de Heidelberg: “Reconocerse en la idea de universidad de Humboldt es la mentira vital de nuestras universidades. No tienen ninguna idea”.

Tratando de concretar las funciones de la universidad contemporánea, en la tradición de la universidad como formadora de personas y de nación, los reformadores siempre han buscado responder a los nuevos tiempos, claro, de acuerdo con su concepción de sociedad. De todas formas, independientemente de la ideología inspiradora, la universidad contemporánea parece conservar lo que para Parsons en su libro pionero sobre la universidad en Norteamérica son sus cuatro funciones canónicas: la función nuclear (a) de la investigación y de la promoción de nuevas generaciones científicas, va de la mano con (b) la preparación profesional académica (y la producción de conocimiento valorable técnicamente), por una parte, y, por otra, con (c) tareas de la formación general y (d) de las contribuciones para la autocomprensión cultural y la ilustración intelectual de la sociedad (Parsons y Platt, citado por Habermas, 1987, p. 93). Estas funciones se articulan para Parsons (1971, p. 97) en el sentido que la educación “sintetiza los temas de la revolución industrial y de la revolución democrática: igualdad de oportunidades e igualdad de ciudadanía”. Se trata de esos dos momentos complementarios de la modernidad: el desarrollo material de la sociedad con base en la ciencia, la técnica y la tecnología; y, por otro lado, el auténtico progreso cultural de la nación. Solo en esta complementariedad se va logrando la constitución de una sociedad civil con base en procesos incluyentes, en los cuales se obtienen la formación de la opinión pública y de la voluntad común de una ciudadanía capaz de concertar y de reconstruir el sentido de las instituciones y del Estado de Derecho, sin que haya que concebir, de una parte, como procesos diferentes la formación en valores para la solidaridad y la democracia, y de otra, una educación de calidad para la ciencia, la tecnología y la innovación.

Al constatar Habermas (1987, p. 91), incluso antes de la para muchos “contrarreforma” de Bolonia, la impotencia de las reformas de la universidad en los extremos estructural-funcionalista o de ideología socialista, se pregunta: “¿Acaso no deberíamos reconocer que esa institución también puede existir muy bien sin aquella idea, que la misma universidad tuvo de sí misma y de la que estamos enamorados?”.

Ante la impotencia de las ciencias en su desarrollo diferenciado y desde su neutralidad valorativa para poder ser polo unificador de la universidad contemporánea, y ante la imposibilidad de intentarlo desde una crítica materialista, superada desde siempre por la eficiencia del mercado, una teoría crítica de la sociedad solo conserva el recurso de renovar radicalmente el sentido mismo del quehacer universitario: su búsqueda de verdades en el horizonte del mundo de la vida, teniendo en cuenta la complejidad de lo real.

Este es el pensamiento central de la idea de universidad que ya se encuentra en Schleiermacher, uno de sus ideólogos: “La primera ley de todo esfuerzo orientado hacia el conocimiento es: comunicación; y en la imposibilidad de decir cualquier cosa, inclusive únicamente para sí mismo, sin lenguaje, la naturaleza misma ha expresado con toda claridad esta ley de la comunicación” (Anrich, 1959 citado por Habermas, 1987, p. 95). Al citar este pasaje de Los pensamientos ocasionales acerca de las universidades en el sentido germano, reconoce Habermas que se toma en serio el hecho de que son las formas comunicativas las que conservan en última instancia unidos los procesos universitarios de aprendizaje en sus diferentes funciones, como ya lo había expresado también Humboldt al analizar las relaciones de los profesores con sus estudiantes: el docente “debería buscarlos, si ellos (los estudiantes y jóvenes colegas) no se congregaren espontáneamente en torno a él; así se aproximaría más a la meta de la universidad mediante la unión de los más experimentados, pero precisamente por ello más fácilmente unilaterales y con menor fuerza vital, con los más frágiles y todavía indecisos, buscando animosos en todas direcciones” (Anrich, 1959 citado por Habermas, 1987, p. 96).

Esta concepción discursiva de la educación como nervio de la red comunicacional que es la universidad contemporánea promovería la realización de su idea: la comunidad de docentes, estudiantes y colaboradores que viven de la esperanza normativa en la razonabilidad de los mejores argumentos, como razones y motivos que, en todo momento, pueden penetrar en una institución de puertas abiertas al público.

Se trata, por tanto, de desarrollar el estatuto epistemológico y metodológico del actuar comunicacional en sus tres momentos: el primero, el cambio de paradigma de la filosofía de la conciencia y del diálogo del alma consigo misma, del monólogo de la reflexión a la comunicación y el diálogo. La detrascendentalización de la razón humana puede cambiar de signo a lo universal: partiendo de lo a priori, del mundo de la vida como horizonte de horizontes, se comprende el noúmeno y la cosa en sí de Kant, como principio esperanza, reencantamiento del mundo necesariamente desencantado por la ciencia, la técnica y la tecnología. El segundo, la participación, que no la mera autorreflexión, hace de la facultad de juzgar lo que Hannah Arendt en sus conferencias sobre la filosofía política de Kant devela como procedimiento para partir de lo concreto de lo singular en busca de utopías en el horizonte de universalidad del cosmopolitismo tanto estoico como kantiano. Entonces sí, el segundo momento de la comunicación puede anteponer a la misma razón, como lo propone Martha Nussbaum{5}, la imaginación narrativa, la hermenéutica de la condición humana, la comprensión tanto de los contextos, como de lo singular y de la sensibilidad humana, una fenomenología del mundo de la vida y de la sociedad civil. “Sin la intersubjetividad del comprender ninguna objetividad del saber” (Habermas, 2005, p. 177). Para finalmente, en un tercer momento, poder argumentar, si y cuándo fuere necesario, dando razones y motivos para concertar puntos de vista acerca de aquellos mínimos sin los que no podríamos reconocernos como diferentes en nuestras diferencias de máximos culturales, valorativos y morales: no hay pluralismo ni interculturalidad si a la base no está el debate público político en ese espacio de razones constituido por la hermenéutica.

Una comunidad de docentes, estudiantes y colaboradores, animada por procesos de cooperación, está preparada para asumir las tareas de la universidad sin condición, propuestas por Jacques Derrida (2000, p. 126):

La universidad del futuro debería ser totalmente libre; en ella no debería obstaculizarse de ninguna forma la investigación. De lo que se trata en última instancia en la universidad es de la verdad. Naturalmente con ello se alude en especial a las ciencias del espíritu. Se debe distinguir entre el “Profesor”, como alguien que se compromete públicamente con algo, y el “profesional”, como alguien que dispone de determinadas competencias técnicas. Las preguntas orientadoras que habría que considerar en esta universidad deberían ser, por ejemplo, las preguntas por los derechos humanos, la diferencia de género o el racismo. En esta universidad hay que trabajar filosóficamente. Se desean análisis de conceptos pero también resistencia. Una universidad libre es también una universidad sin poder; la universidad se comporta con respecto al poder ‘como un extraño’. Finalmente la verdadera universidad debería ser un lugar donde lo impredecible pudiera volverse acontecimiento.

Una idea semejante a la de Derrida con respecto a la reforma de la universidad, en consonancia con Habermas y con Boaventura -así él mismo no parezca estar muy cómodo en compañía de pensadores que piensan que la modernidad sigue siendo proyecto inconcluso- propuso ya Paul Ricoeur al día siguiente de la “revuelta” de mayo del 68 (Ricoeur, 2008, pp. 11-27) y acaba de reformular Martha C. Nussbaum (2010) en su libro Sin ánimo de lucro. ¿Por qué la democracia necesita de las humanidades?. Es necesario insistir en la necesidad del nuevo humanismo en la universidad actual, antes que “novedosas” ideas “innovadoras” acerca de “las universidades de tercera generación” nos convenzan de que la tradición de la idea de universidad es un lastre que impide la democratización de la educación para responder a una emancipación inconclusa y a una modernidad no concluida.

 

III. La universidad de tercera generación sin humanismo

En el medio de la idea de universidad humboldtiana, que se conserva también en las Academias de Ciencia, y de la universidad de las ideas para la realidad latinoamericana, propuesta por Boaventura y apoyada en reflexiones filosóficas y pedagógicas contemporáneas, parece más bien imponerse hoy un modelo de universidad así llamada de “tercera generación”. La que el señor Hans Wissema ha caracterizado como el desafío contemporáneo de superar la segunda generación, la universidad moderna, la de Humboldt, que todavía muchos añoramos, para llegar a universidades líderes en colaboración con empresas tecnológicas que llevan a cabo investigación y colaboran con universidades de alta calidad en un contexto de globalización que garantiza la movilidad de profesores y estudiantes en búsqueda de la competencia entre las universidades por los mejores entre ellos, como también por los mejores contratos de investigación. Son universidades motivadas por la revolución educativa de gobiernos que exigen de ellas ser incubadoras de la nueva ciencia o tecnología (da lo mismo), basada en actividades comerciales, en la interdisciplinariedad y la transdisciplinariedad (términos que parece tienen claros), que facilitan la creación de centros de investigación y desarrollo (I+D, los llaman hoy), ubicados entre la investigación académica y la industria con vínculos muy estrechos (los económicos, y dependiendo de ellos, los políticos) entre las dos. Se dice que en las Universidades de Tercera Generación (UTG, ya tienen sigla) la investigación es “fundamental” como actividad nuclear de la universidad. Son UTG en red que colaboran con la industria, la investigación privada y el desarrollo, son financieras, proveedoras de servicios profesionales y forman un carrusel por la vía del capital cognitivo en la sociedad del conocimiento con otras universidades, gracias a lo cual pueden acceder a un mercado internacional competitivo. Como puede constatarse, ni más ni menos que lo que busca la nueva ley refundadora de Colciencias, ciencia, tecnología e innovación (también con sigla CT+I) gracias a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC) en un clima que identifique responsabilidad social empresarial y responsabilidad social universitaria (RSE+RSU=RSUE), en una especie de sumatoria que pretende dar razón del deber ser de la universidad colombiana en estos inicios de siglo.

A esta novedosa ideología de universidad corresponde lo que ya parece ser conquista del capitalismo cognitivo en la sociedad del conocimiento. El Semanario de Hamburgo, Die Zeit (El Tiempo), narra que para sus cincuenta años no hace mucho la Canciller Alemana Angela Merkel quiso ponerse a la moda y, en lugar de brindar a sus prominentes invitados, como se acostumbra, música o entretenimiento, presentó a Wolf Singer, el mismo con quien discute actualmente Jürgen Habermas en defensa de la libertad humana frente al determinismo. La señora Merkel quiso celebrar su cumpleaños con algunos datos del avance científico y estos los tenía preparados el experto en neurociencias: “el hombre no posee una voluntad libre -afirmó el científico- en realidad es conducido por neuronas. El hombre ya está determinado en sus decisiones entre el bien y el mal”. Al día siguiente, los magos de la sátira en Hamburgo, no se sabe si porque se los había suplantado, comentaron: la clase política alemana estaba exultante y pudo dormir tranquila al oír que los alemanes no habían matado millones de judíos, que habían sido sus neuronas. Por qué precisamente entonces las neuronas habían obrado así y no de otra forma, lo ignora todavía hoy el profesor Singer.

La cita periodística, caricaturesca, si se quiere, ambienta la discusión actual en torno a las neurociencias en la cual ha tomado partido Jürgen Habermas, renovando la crítica al positivismo, que no a la ciencia positiva, tanto de la fenomenología de Husserl como de la teoría crítica de la sociedad. En la actual discusión con las neurociencias se enfatiza su recorte del sentido de libertad y de la idea de responsabilidad como respuesta moral a la conflictividad del hombre y la mujer en sociedad. No quiere decir, como parecen a veces sugerirlo los partidarios del naturalismo, que la filosofía al criticar cierta positivización de las ciencias blandas tenga que recaer en las arenas movedizas de la metafísica. En busca de un naturalismo débil se ha ocupado Habermas (2004 p. 262)de la responsabilidad del hombre en sociedad en discusión con cierto naturalismo reduccionista, al que le manifiesta enfáticamente que el cerebro no piensa (Das Gehirn ‘denkt’ nicht), en respuesta a su programa fundamental: “En una revista, que lleva el título programático Gehirn und Geist (cerebro y espíritu), publicaron once especialistas en neurociencias un pretencioso manifiesto, que llamó mucho la atención en círculos más amplios que los de la mera competencia en la lucha por recursos de investigación{6}. Los autores anuncian ‘que en tiempo previsible’ se podrán aclarar y preveer a partir de procesos físicoquímicos del cerebro los eventos psíquicos como afecciones y sentimientos, pensamientos y decisiones. Por ello, es obligatorio tratar el problema de la libertad de la voluntad hoy ya como una ‘de las grandes preguntas de las neurociencias’. Los especialistas en neurología esperan de los resultados de sus investigaciones una revisión muy profunda de nuestra autocomprensión: “Con respecto a lo que tiene que ver con nuestra imagen de nosotros mismos nos esperan en casa, por tanto, en tiempo previsible conmociones considerables”.{7}

La reacción a estos planteamientos desde la idea de un naturalismo débil ha girado en torno a la discusión sobre “Libertad y determinismo” (Habermas, 2005, pp. 155-186), buscando audazmente el diálogo entre Kant y Darwin y enfatizando el sentido pragmático de la filosofía práctica y de la teoría crítica, posición que sin duda puede tomarse como respuesta a la última amenaza en los intersticios entre psicología y educación, a saber un renovado positivismo, que sigue apostándole al reduccionismo de la ciencia, la tecnología y la innovación, la competitividad, la modernización dominante, ahora de la mano de las ciencias cognitivas.

En la orilla opuesta otro psicólogo evolucionista, Michael Tomasello. “¿Quién piensa para mañana?” titula en forma de pregunta (Greffath, 2009) de nuevo el Semanario Die Zeit y responde: “el animal que dice ‘nosotros’”, en un artículo sobre las investigaciones de Tomasello, desde 1998 Director del Instituto Max-Planck para antropología evolutiva en Leipzig. Al investigar sobre lo específico del hombre a diferencia de los primates, concluye que se trata de su capacidad para cooperar. El hombre, es decir, el animal que comunica, es el animal que dice “nosotros” y que encuentra alegría en la cooperación. Cuando se trabaja, por ejemplo con niños, relata Tomasello lleno de entusiasmo, entonces preguntan ellos: ¿qué hacemos nosotros ahora? -wir, ¡nosotros!”.

No es claro si alguna vez sabremos exactamente cuándo tomó nuestra especie su propio rumbo evolutivo, pero ciertamente la psicología comparada permite reconstruir un proceso, que seguirá en la oscuridad de la prehistoria de nuestra especie. Su resultado es lo que Tomasello llama “intencionalidad compartida” o “wir-Intentionalitát” (intencionalidad del nosotros). Con esto no se está mentando ninguna sustancia primera, ninguna “pieza fundamental” del hombre, sino la capacidad de participar “con otros en actividades de cooperación con fines compartidos y propósitos comunes”. No la inteligencia operativa diferencia de los primates, sino la competencia social de pensarnos en los otros, de entrar en comunión con ellos y obrar conjuntamente.

Tomasello recibió en diciembre del año pasado el premio Hegel de la ciudad de Stuttgart, otorgado a Jürgen Habermas, Hans-Georg Gadamer, Paul Ricoeur, Niklas Luhmann y Charles Taylor, entre otros científicos sociales y filósofos. Sus obras más leídas: Los orígenes culturales de la cognición humana y ¿Por qué cooperamos?.

En su laudatio destaca el mismo Habermas cómo sus descubrimientos acerca de la cooperación son comparables con los de George Herbert Mead, Jean Piaget y Lev Vygotsky. Todos ellos han introducido un pensamiento filosófico genuino, un nuevo paradigma como una carga de dinamita en un momento de la investigación científica. Tratan problemas que atañen al hombre en cuanto tal. Tomasello descubre, en los intersticios entre psicología y educación, un sentido social del espíritu humano a partir de la relación en tríada que se genera entre dos actores que al coordinar sus acciones comunicativamente entre sí se relacionan con el mundo también en tres escenarios: mundo objetivo, mundo social y mundo expresivo subjetivo.

Ya en la fenomenología de Husserl, para quien precisamente por ello, “la psicología es el campo de las decisiones”, se plantea la necesidad de mostrar cómo en el mundo de la vida se nos da al mismo tiempo la objetividad del mundo y la intersubjetividad en nuestro habitar el mundo como horizonte de horizontes y como sociedad compleja geográfica e históricamente, a la base de los fenómenos, objeto de la investigación científica. Debería entonces quedar clara la estrecha relación entre psicología y pedagogía. Pero, entonces, el peligro está en la frontera. Si aquella define al hombre en términos naturalistas y objetivistas, la educación será instrumental. Pero, si la educación es, de acuerdo con la tradición de la paideia, formación del ser humano, en la más auténtica tradición de la idea de universidad, ilustración para atreverse a pensar, para la autonomía y la ciudadanía, entonces, la psicología, la antropología, la sociología, la lingüística, la ciencia política, la economía y el derecho, en una palabra las ciencias sociales y humanas, la filosofía y la teología, y también naturalmente las ciencias de la naturaleza lucharán porque la universidad no sea una empresa del conocimiento, no se pierda solo en la innovación lineal de la ciencia y la tecnología, sino que, de acuerdo con su herencia humanística de siglos, sea el escenario en el que profesores, estudiantes y colaboradores busquen, de forma mancomunada, el desarrollo de una cultura cosmopolita de justicia como equidad, convivencia y paz.

En las fronteras entre psicología y educación, la filosofía sugiere pensar una y otra desde el mundo de la vida, el que Boaventura llama conocimiento pluriuniversitario. Para Husserl, la crisis de la psicología y con ella de las ciencias y de su enseñanza, es caer en el positivismo, es decir, decapitar la filosofía, sin la cual la educación, paideia en cuanto filosofía aplicada, termina por ser mera estrategia de comunicación de dogmas, contenidos como los llamamos burocráticamente. En efecto, una psicología empirista, fascinada por la prosperidad del método positivo, objetiva el mundo y pierde el sentido de la experiencia mundo-vital y, con ello, de la subjetividad como sensibilidad moral y como agente, al perder todo horizonte societal.

Es lo que ha sucedido con la Ley 1286 de 23 de enero de 2009, por la cual se transforma a Colciencias en Departamento Administrativo y se fortalece el Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación en Colombia{8}. Ya desde el Artículo 1° en las disposiciones generales se define el objetivo general de la ley: “fortalecer el Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología y a Colciencias para lograr un modelo productivo sustentado en la ciencia, la tecnología y la innovación, para darle valor agregado a los productos y servicios de nuestra economía y propiciar el desarrollo productivo y una nueva industria nacional”. Se ha perdido por completo el sentido de los programas de Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS), con los cuales se identificaba Colciencias hace poco, programas de reconocida tradición no solo anglosajona, sino también para quienes “pensamos en español”{9}.

 

La diferencia entre Ciencia, Tecnología e Innovación (CT+I) y Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS) queda consignada en toda la ley que constituye el nuevo Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación, liderado por Colciencias, a la que se le perdió la “S”; tomo al azar dos numerales de la misma: uno de los objetivos específicos de la ley será “orientar el fomento de actividades científicas, tecnológicas y de innovación hacia el mejoramiento de la competitividad en el marco del Sistema Nacional de Competitividad”. De acuerdo con estos objetivos, uno de los principales propósitos de esta novedosa política de Ciencia, Tecnología e Innovación será “Incorporar la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la innovación a los procesos productivos, para incrementar la productividad y la competitividad que requiere el aparato productivo nacional”. Más adelante quedará claro lo que, desde la idea de universidad para un nuevo humanismo, puede llegar a significar la sublimación de la competitividad en educación.

La ausencia vergonzante de la sociedad, de la ética y de la cultura política en el corazón mismo de la política de ciencia y tecnología apenas les alcanzó a los autores de la ley para recordarse en el Capítulo V -el último- el de las Disposiciones Varias del Sistema Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación -como en una especie de “cuarto de San Alejo”- para formular, antes del artículo dedicado a la vigencia y derogatorias, este producto de cierta “misericordia hermenéutica”: Artículo 34. Ciencia, Tecnología e Innovación en el Ámbito Social. Las ciencias sociales serán objeto específico de la investigación científica y recibirán apoyo directo para su realización.

Más de medio siglo ha transcurrido sin que la Universidad haya podido consolidar sus relaciones con la sociedad. En efecto, ni la universidad modernizante que redujo afanosamente la modernidad a mera modernización, ni la revolucionaria que en su fundamentalismo no pudo diseñar alternativas políticas de cambio, ni la narcisista que todavía no logra reencontrarse con el país real, ni la neoliberal que sigue buscando un futuro al final de la historia, ni la de excelencia en su elitismo han podido relacionarse con la sociedad civil, con esa de carne y hueso a la que pertenecemos y a la que de todas formas se debe la universidad del progreso, la del cambio, la de la excelencia y la de la política. Desde un desarrollismo a ultranza hasta la frivolidad desalmada de los neoliberales, pasando por el protagonismo revolucionario y por el cientificismo se ha considerado a los ciudadanos como masa, como incultos, como menores de edad y se ha mirado a la sociedad civil desde las alturas, desde una autonomía que ha devenido heteronomía para someterse a los estándares de calidad foráneos del capitalismo cognitivo. Es la dialéctica de la ilustración, la crisis de la modernidad en el “Alma Mater”, allí mismo donde esta nació y se nutrió.

Conclusión: por una educación humanista

En las fronteras interiores y exteriores de las relaciones entre psicología y educación está en discusión la condición humana, el hombre como medida de todas las cosas. En esas fronteras intervienen los temas que Boaventura llama conocimiento pluriuniversitario, investigación-acción, ecología de saberes, el Estado nación, las relaciones entre universidad, Estado y empresa, y la democracia participativa interna y externa, todo ello en el marco de la pregunta por la legitimidad y la responsabilidad social de la universidad. Nos encontramos en las fronteras y allí depende si los límites definen y cierran o si estos abren y se mueven en el sentido de tareas, retos e ideas regulativas en sentido kantiano: lo incondicionado de lo condicionado, la universidad sin condición; se trata de que la universidad contemporánea, si quiere ser proyecto democrático y emancipatorio, comprenda lo que el mismo Buenaventura ha llamado la nueva cultura política (Boaventura, 2005) y que John Rawls (2001, pp. 177-180) denomina “cultura política pública”.

Pienso que es responsabilidad de la academia el no haber podido desde los años setenta, los de París 1968, los del movimiento estudiantil, dar alguna claridad acerca de la diferencia entre cultura política, ejercicio de la política y politiquería. Hoy, tenemos que constatar que no basta con distinguir weberianamente entre la vocación del científico y la vocación del político. Esta distinción se ha mostrado insuficiente y ya es hora de que volvamos sobre el tema en situaciones muy diferentes.

El resultado de nuestra falta de imaginación desde las revueltas a partir del 68 es el temor a relacionar la ciencia y la tecnología con la sociedad y la política, para tener que seguir reclamando por una parte la apatía y falta de sentido político de la juventud y censurando por otra el compromiso de los que parecen coquetear con la violencia. En el medio facultades de derecho, ciencia política, sociología y filosofía refritando las tesis de la neutralidad y la abstención valorativa. No hemos podido desarrollar en la universidad colombiana la filosofía moral, política y del derecho que debatimos en los foros académicos. En el vacío de cultura política no tendría que extrañarnos que un Estado de opinión pretenda desarrollar su seguridad democrática proponiendo recompensas a los estudiantes para que se conviertan en informantes, en lugar de comprometerse precisamente con la cosa misma, como sucediera con la séptima papeleta, con el Estado de derecho democrático desde un auténtico patriotismo constitucional. Hoy, a 20 años de la Constitución de 1991, es tarea de la Universidad, la de la idea de universidad y la de la universidad de ideas, rescatar el hilo conductor, el corazón mismo de la Constitución en cuanto carta de navegación para aprender pedagógicamente la forma de resolver, de manera procedimental, lo que hasta hoy hemos pensado que solo se soluciona con violencia. Las constituciones ser inventaron para la democracia en el espacio de lo público y en el ejercicio de la política.