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La alhambra; leyendas árabes

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A punto dos escuderos, uno de los cuales llevaba una adarga blasonada, y otro una espada, penetraron en la antecámara, precedidos por un faraute, que con no menos insolencia que Gutz, se detuvo en el centro, y dijo en alta voz:

– El noble y poderoso señor don Oppas, arzobispo de Sevilla.

Singiberto anunció de nuevo, é hizo seña al faraute de que don Oppas podia entrar en la cámara real.

Una antorcha de oro, alimentada con aceite aromático, alumbraba la cámara de don Rodrigo. Sus paredes estaban revestidas de riquísimos tapices, en los que se veian pintadas mugeres hermosas desnudas en el baño, mancebos reclinados en la sombra de verdes enramadas entre los brazos de náyades, trofeos de amor é impudentes pinturas de deleite.

Sentado sobre una silla de marfil de preciosa labor, estaba don Rodrigo envuelto en una clámide de púrpura, y ceñidos sus blanquísimos cabellos por una corona de hierro.

Plegado sobre sus rodillas, envuelto en su ancha clámide, solo se podia juzgar de su semblante pálido y de espresion noble, aunque degradada é indolente: sus ojos azules conservaban aun el brillo de la juventud y una de sus manos blanca y tersa como la de una dama, se ocupaba en levantar hasta su nariz recta y afilada un pomo de oro lleno de esencias aromáticas que aspiraba con deleite, y de las cuales dejaba caer de tiempo en tiempo algunas gotas sobre su barba plateada y profusa, rizada con mas esmero que la cabellera de una muger.

A un lado, junto á la silla en que reposaba don Rodrigo, habia una mesa de la cual partian reflejos deslumbrantes arrancados por la luz de la antorcha. Segun las crónicas de aquel tiempo, la tabla de esta mesa era una sola esmeralda encontrada por Fatimah la santa52 junto al pozo Zemzem, y sus piés, fabricados por los genios, eran de oro macizo, de una labor sorprendente, y cuajados de perlas y diamantes.

Esta joya de inestimable valor era la famosa mesa de Salomon: habia pasado en herencia á la tribu de Heber y fué robada á sus descendientes por el rey Egica, cuando sujetó á feudo y tributo á los árabes hebraizantes, desterrados del Yemen y refugiados en el Magreb. Esta misma mesa fué la que mas tarde, despues de la conquista de Gezira-Alandalus por los árabes, produjo fatales desavenencias entre el emir Muza-ebn-Noser, y su walí, el valiente sin par, Tarik-ebn-Ziad.

Sobre esta mesa estaba como un adorno la espada de don Rodrigo, y sobre su empuñadura se posaba un azor53 sujeto á la mesa por una sutil cadena de oro.

Todo revelaba allí el hombre sensual, degradado y envilecido.

Aquella arma de caballero, arrojada como al acaso sobre aquella mesa, era un contraste estraño, un mudo reproche á tanta degradacion, á tanto abandono.

Cuando resonaron sobre la cámara real, al andar de don Oppas, las piezas de su arnés, el rey que, á pesar de la presencia de Gutz, que estaba prosternado á sus pies, no habia salido de su inmovilidad, se estremeció al áspero rechinar del acero, y levantó la cabeza arrojando en torno suyo una mirada inquieta que tornó á ser indolente cuando reconoció al obispo.

– ¡Ah! ¿eres tú, don Oppas? dijo: en verdad que te esperaba. ¿Qué perro es ese que se tiende á mis pies? añadió reparando en Gutz.

– Lo ignoro, señor, contestó don Oppas.

– Es Gutz tu esclavo, poderoso rey, contestó el hebreo sin levantar la frente de la alfombra.

– ¡Ah! ¿eres tú? dijo don Rodrigo: levántate esclavo, te he mandado llamar no me acuerdo para qué. ¿Eres hechicero?

– Tal dicen, señor; pero solo Dios sabe lo oculto.

– ¿Y crees tú, don Oppas, dijo don Rodrigo dirigiéndose al arzobispo, en el poder de la hechicería?

– Tanto creo, señor, contestó don Oppas, que, si saber mi destino quisiera, me dirigiria sin vacilar á uno de esos sabios que, alejados del mundo, han estudiado el lenguage de las estrellas.

– Pues hé aquí que á mi vez he tenido ese deseo, repuso el rey, y he mandado buscar á uno de esos buhos que pasan la noche en vela mirando al cielo.

Don Oppas cruzó una mirada de inteligencia con Gutz.

– Dime tú, sabio, dijo don Rodrigo con indolencia: ¿dónde está el límite de mi vida? yo la siento fuerte y vigorosa dentro de mi cuerpo envejecido, y mi alma se revuelve ardiente como en los dias de mi lejana juventud: pero mis noches sombrías, mis sueños apenadores, mis deseos insensatos: yo veo en lo recóndito de mi espíritu una muger hija de mi fantasía á cuya hermosura no alcanzan las mas hermosas de mis concubinas. Aun mas, yo he visto hoy, esta tarde á esa muger, viva, desnuda delante de mis ojos, saliendo como Venus de la espuma de las aguas. Yo la amo; mi corazon se quema por ella. ¿Qué puedo yo esperar de esa muger?

Gutz inclinó profundamente su cabeza, dejó caer los brazos á lo largo de su cuerpo y sus ojos se cerraron como dominados por un sueño profundo: levantóse su pecho dilatado por una respiracion poderosa, contrajéronse los músculos de su semblante, y se borraron las profundas arrugas de su frente.

Don Rodrigo, replegado aun sobre su silla de marfil, miraba al hebreo con la ávida atencion de un niño; estaba hastiado y la espectativa de un acontecimiento cualquiera le divertia.

– Pronto, esclavo, dijo con impaciencia: dime lo que puedo esperar ó temer de esa muger.

Gutz abrió los ojos, levantó con altivez la cabeza, miró frente á frente á don Rodrigo y dijo con voz ronca y acentuada:

– Tu destino ¡oh rey! es incierto: una nube oscura colocada delante de mis ojos, no me deja ver claramente tu horóscopo, pero esa nube tiene ráfagas rojas; la sangre y el fuego habitan en ella.

Don Rodrigo se irguió: las palabras del hebreo le aterraban vagamente: su mirada antes glacial se habia animado, y sus labios se agitaban en una imperceptible convulsion.

– Lo que me has dicho es muy oscuro, esclamó el rey, con acento convulso é irritado; yo quiero que tus ojos descifren mi porvenir: habla, hechicero.

– Poderoso señor, dijo el hebreo: has que tus trompetas de guerra llamen tus gentes al combate: despliega tu bandera de rey y desnuda tu espada, por que yo veo estrañas gentes cabalgando en batalla contra tu pueblo, y el lugar de tu sepultura espera ya tus restos ensangrentados.

Don Rodrigo se lanzó de su silla al lugar donde se encontraba el hebreo, y asió furioso su túnica.

– Perro infiel, gritó: sino mientes, haz que yo vea mi horóscopo; rasga delante de mí el velo que cubre el porvenir: vea yo esas gentes que cabalgan contra mi pueblo, ó por el Dios de Moisés y de Abraham, que he de poner tu cabeza sobre la aguja mas alta de la torre mayor de mi castillo.

– ¡Rey! continuó el hebreo sin inmutarse alentado por una segunda mirada de don Oppas: lo que escribe la mano de Dios es siempre un misterio para los ojos mortales: en el valle, cerca de tu palacio, sobre las riberas del Tajo, hay una torre misteriosa cuya terrible puerta jamás ha sido tocada por la mano de un rey; si tu mano toca esa puerta, ella se abrirá, y dentro de la torre encontrarás tu destino.

– Pero esa torre, dijo el rey palideciendo, guarda una tradicion oscura: segun esa tradicion, el rey que la abra ó morirá ó será tan rico, tan sabio y tan poderoso como el rey Salomon; esa torre fué construida durante una tempestad por los magos que acompañaban á Attila, y desde aquel terrible rey hasta mí, ninguno ha osado penetrar en ella.

– Y tú mismo, rey, nada verás en la torre, añadió Gutz, obedeciendo á una tercera mirada de don Oppas, sino llevas contigo el triunfo de la pureza de una vírgen.

– ¿Y qué vírgen es esa?

– Esa vírgen es Florinda, la hija del conde don Julian.

– ¡Pues bien! esclamó don Rodrigo, Florinda será mia, y luego mi mano tocará la puerta de la torre; buscaré en ella, en su recinto mas tenebroso, el misterio de mi porvenir y arrostraré con valor mi destino. ¡Hola Singiberto!

El noble á quien el rey llamaba, apareció en la puerta de la cámara.

– Llévate á ese hebreo, le dijo, y guárdale en la torre mas fuerte del palacio.

– Gutz adelantó hácia Singiberto y salió con él.

– Debo triunfar de la pureza de Florinda, antes de ir á la torre misteriosa, esclamó el rey. Y bien, ¿has reconocido ya la vivienda de la hija de don Julian? añadió dirigiéndose á don Oppas.

– Sí, si señor; y si tú quieres, esta misma noche Florinda será tuya.

– ¡Oh! ¡esta noche! ¡esta noche! esclamó el rey.

– Para vencerla será necesario que apeles á malas artes.

– ¡Cómo!

– Si Florinda se viese sujeta á un letargo…

– ¡Ah!

– Toma, señor, dijo don Oppas sacando de entre sus ropas un pomo de oro.

– ¿Y qué es esto?

– Aquí se guarda el zumo de una yerba que produce un sueño delicioso.

El rey guardó con ansia el pomo.

– Florinda será tuya, señor, y despues…

– Sí, despues entraremos en la terrible torre: pero quiero que para entrar en ella me acompañen mis nobles, mis magnates: quiero entrar en la torre con toda mi grandeza de rey. Haré que estén preparados mis magnates, mis soldados y mis esclavos. Tú vendrás conmigo. Vete y vuelve al punto.

Don Oppas salió de la cámara murmurando:

– Dentro de poco se verá obligado á vengar una injuria el conde don Julian.

Poco tiempo despues, como lo habia ordenado don Rodrigo, multitud de nobles godos á caballo y armados de guerra, penetraron en el átrio del palacio.

 

Don Oppas con escuderos y esclavos de su casa llegó el primero, paró bajo el pórtico y entró en el palacio.

Poco despues, sin acompañamiento, sin galas, con clámides oscuras sobre los arneses, cubiertas las cabezas con bonetes de acero, anchas espadas al cinto, y cabalgando en caballos de batalla, llegaron al átrio, viniendo de distintos puntos tres mancebos.

Los soldados y las gentes del pueblo, que estaban agolpados á la puerta del átrio, abrieron paso á los tres ginetes inclinándose respetuosamente ante ellos, y los nombres de Belay, Teodomiro y Favila corrieron de boca en boca mientras todos los ojos se fijaban en los tres príncipes que, sin descabalgar, fueron á situarse en silencio en un oscuro ángulo del átrio.

Multitud de pajes, ricamente vestidos, giraban en todas direcciones enrojeciendo los muros con la luz de sus antorchas, y venciendo con ellas la blanca y tranquila luz de la luna.

Un rumor confuso de voces contenidas por el temor, se levantaba mas allá de los pórticos esteriores del palacio, donde la plebe, contenida por los soldados del rey, se agolpaba curiosa y asombrada.

Habíase estendido, girado y penetrado en las plazas, en los barrios, y en las callejas mas apartadas de Toledo, una noticia pavorosa. Decíase que la misteriosa torre que todos los reyes antecesores de don Rodrigo habian respetado: la terrible torre nunca abierta, tras cuyos muros se guardaba el destino del pueblo godo, iba á ser profanada por la planta del rey: un terror semejante al que causa el amago de una calamidad que no se conoce, habia dominado todos los corazones, y cristianos y judios abandonando sus casas, llenos de ansiedad, se agolpaban y se estrechaban hacia algun tiempo ante los pórticos del palacio.

Los arcos, los miradores, las balaustradas de las calles circunvecinas, estaban llenos de gentes que maldecian en voz baja y contenida por el temor á don Rodrigo, al par que hablaban con el acento de la esperanza á los tres príncipes Belay, Teodomiro y Favila, cuyas nobles frentes no se habian manchado con los vicios de la córte.

El pueblo los habia visto armados de guerra en medio de los otros príncipes y magnates cubiertos de galas, y en esto habian comprendido una valiente promesa.

Al fin, tras una larga espera, se abrieron las puertas del palacio, y el rey cubierto con un manto de púrpura, ceñida la cabeza con la corona de hierro, pendiente de su costado la espada de oro, apareció sobre su blanco caballo Orelia, al que llevaban de las riendas dos nobles con túnicas y bonetes de escarlata; á su derecha cabalgaba don Oppas, á su izquierda Singiberto; precedíanle pajes con antorchas y le rodeaban cien esclavos negros de su guarda africana.

Los nobles que esperaban en el átrio, se unieron á la comitiva, á la cual, tristes y silenciosos, siguieron al lento paso de sus caballos Belay, Teodomiro y Favila.

La córte se abrió paso por medio del pueblo que se agitaba sombriamente, sin que una aclamacion de amor ó de respeto llegase á los oidos de don Rodrigo.

La cabalgata bajó del palacio, atravesó la ciudad, y penetró en el valle, á cuyo fin, una frente á otro, teniendo en medio el Tajo, se alzaban la torre misteriosa y el castillo de don Julian.

Cabalgaba delante el rey; su caballo galopaba con ardor como impulsado por una fuerza mágica; los pajes y los peones seguian jadeando á la carrera la rápida marcha de los ginetes; alguna vez un paje ó un esclavo caian cansados, y el caballo del rey pasaba sobre ellos como hubiera podido pasar por cima de un monton de hojas secas.

Florinda, en el mirador de su cámara, apoyada en su balaustrada, veia impasible, pálida, inmóvil, descender aquellas antorchas por la vertiente del valle, adelantar, llegar y parar al fin, ante el foso de su castillo.

Sonaron las trompetas y la voz de Singiberto gritó:

– ¡Vasallo! ¡abrid al rey!

Crugieron las cadenas del puente y don Rodrigo, don Oppas, Singiberto, y los dos nobles que llevaban las riendas de Orelia entraron en el castillo.

Poco despues arremetieron tambien por la poterna, Belay, Teodomiro y Favila.

Las demás gentes del rey rodearon el castillo.

Florinda permanecia en el mirador, siempre pálida, siempre impasible.

Pasó algun tiempo, y al cabo una sombra oscura apareció en el mirador junto á Florinda.

– Ha llegado la hora, dijo sombriamente Kaib.

Florinda se volvió á él y le contempló gravemente.

– ¿La hora de qué? dijo.

– El rey don Rodrigo es tu huesped, señora.

– Y bien: que sirvan al rey; que mis manjares cubran su mesa; que el vino llene los jarros de oro; que le sirvan mis esclavos.

– Segun antigua costumbre, el señor del castillo debe servir al rey.

– Mi padre le está sirviendo en Tanja.

– Por lo mismo; en ausencia de tu padre tú estas obligada á servir al rey, repuso sombriamente Kaib.

Guardó por un momento silencio Florinda; una espresion singular pasó por sus ojos; acreció su palidez, y al fin dijo:

– Ruega al rey me perdone si le hago esperar mientras me engalanan, para servirle dignamente, mis esclavas.

Y volviendo las espaldas á Kaib, se encaminó lentamente á una puerta, por la cual desapareció.

Kaib tuvo fija en ella, mientras pudo verla, una mirada profundamente conmovida.

Luego esclamó con acento tembloroso:

– ¡Que se cumpla lo que está escrito!

Y fué á llevar el mensage de Florinda al rey.

El rey se paseaba impaciente por una magnífica cámara.

Trofeos de guerra, arrancados á los enemigos en diferentes épocas, ennoblecian los muros, atestiguando el valor de los ascendientes del conde don Julian.

Una ancha mesa, cubierta con paños de púrpura, dejaba ver humeantes viandas en platos de oro, y jarros del mismo metal, rodeados de anchas copas, rebosaban el vino.

Cuatro candelabros de oro alumbraban la mesa.

Todo demostraba la gran riqueza del dueño del castillo.

Delante de la mesa solo habia un enorme sillon cubierto con un dosel: el sillon del castellano cedido al rey.

Don Oppas, Belay, Teodomiro y Favila, estaban agrupados y en silencio á cierta distancia del rey, medida por el respeto.

No tuvo que esperar mucho don Rodrigo.

Abrióse una puerta y apareció Florinda resplandeciente con su juventud, su pureza, su hermosura, sus joyas y sus magníficas galas.

Adelantó lentamente, arrastrando su pesada y brillante túnica de seda y oro, con la frente alta y ceñida con la diadema de las nobles godas.

A alguna distancia del rey se detuvo.

– Bien venido seas, señor, dijo con voz reposada y grave, al hogar del conde don Julian.

Don Rodrigo, mudo de asombro ante tanta hermosura, no le contestó mas que con la elocuente sorpresa de su semblante y la encendida mirada de sus ojos.

Florinda silenciosa, inmóvil, imponente, fijaba en el rey una mirada altiva y severa.

Parecia que no veia á las otras personas que habia en la cámara, aunque entre ellas estaba Belay, el amado de su alma.

El rey temblaba; con la mirada fija en Florinda; la llama de un amor infernal se habia apoderado de su alma, y lo habia olvidado todo; el descontento de sus vasallos y los funestos amagos del porvenir que guardaba para él la terrible torre que se levantaba escueta, solitaria y muda al otro lado del Tajo.

Las primeras palabras que pronunció don Rodrigo representaban su deseo.

– Salid, dijo á don Oppas y á los tres príncipes, salid y esperad afuera.

– ¡Que salgamos! esclamó obedeciendo á la voz de sus celos Belay.

– ¿Quién habla cuando el señor manda? gritó el rey.

– Esa doncella, esclamó adelantándose Belay, es mi esposa.

– ¡Tu esposa, Florinda! esclamó palideciendo mortalmente el rey y temblando de cólera.

– Me ha jurado la fé de su amor ante Dios.

– ¡Ah! ¿y no es mas que eso? príncipe: yo creí que en efecto la hija de don Julian era tu esposa… pero no lo es… ni lo será, porque yo que soy tu señor no te la concederé.

– Dicen, rey don Rodrigo, observó con un marcado acento de amenaza Belay, que para tí nada hay respetable mas que tu voluntad: que allí donde tus ojos se fijan van la impureza y la deshonra.

– ¿Y quién dice eso, mi leal Belay, mi buen pariente, mi hermoso príncipe? dijo el rey dominando mal su cólera.

– Lo dicen las desdichadas que has deshonrado, los viejos cuyas canas has escarnecido, las madres á quienes has arrojado cubiertas de vergüenza las hijas de sus entrañas.

– ¡Ah! ¿y no te han dicho que el rey castiga de muerte á los traidores que se atreven á insultarle? dijo don Rodrigo adelantando furioso hacia Belay, que puso la mano sobre la empuñadura de su espada.

Don Oppas cubria con una frialdad hipócrita la alegria de su alma; veia al hasta entonces leal y respetuoso Belay, revelado contra don Rodrigo; veia al rey decidido á todo; sabia que para que cayese la ira de un vasallo poderoso, del conde don Julian, sobre don Rodrigo, bastaba con que este tocase solamente á la orla de la túnica de Florinda; veia ya rebosar de Tánger millares de combatientes salvages, los veia atravesar el estrecho de Alzacac, poner las plantas en Calpe, devastar la Bética y prestar una poderosa ayuda á los hijos de Witiza.

Veia acercarse el momento en que el conde don Julian seria injuriado por don Rodrigo en Florinda.

Belay lo veia del mismo modo y esperaba al rey con la mano puesta en la empuñadura de su espada.

Florinda se interpuso.

– El rey lo manda; dijo con acento dominador: salid príncipes, el rey está en el hogar de un noble vasallo, y tiene derecho á ser obedecido en él. Salid: la hija del conde don Julian cumplirá con lo que debe á su sangre.

Belay vaciló, pero una mirada de Florinda le decidió á obedecer; salió, y tras él salieron Teodomiro y Favila y, al fin, don Oppas que apenas podia contener su feroz alegria.

Florinda y el rey quedaron solos.

– Sentaos, señor, sentaos, dijo la jóven; estais bajo un techo amigo: honrad la copa de mi padre bebiendo en ella.

Y Florinda llenó de vino una ancha copa de oro.

El rey fijó una mirada codiciosa en la copa, mientras que revolvia en su mano entre sus ropas, el pomo que le habia dado don Oppas.

¿Pero cómo verter el contenido del pomo en la copa sin que lo notase Florinda?

Una idea surgió en el pensamiento del rey.

– Me han dicho, dijo, que cantas de una manera maravillosa.

– ¿Y quién te ha dicho eso, señor?

– No recuerdo bien: ¡ah! sí, algunas noches he oido el son de una lira en los aposentos de la reina: el sonido de aquella lira me ha arrebatado, ha resonado dulcemente en mi corazon, y la voz que ha cantado unida á aquella lira me ha parecido la voz de un arcángel; por la mañana he preguntado: ¿quién era la muger que tan dulces armonías exhalaba en los aposentos de la reina Aylat? y me han contestado. – Era la hermosa hija del conde don Julian.

– Te han engañado, señor, contestó Florinda. Nunca he cantado en los aposentos de mi señora.

Tembló el rey temiendo que Florinda no supiese tañer la lira.

– Pero si quieres, señor, dijo la jóven, cantaré para tí.

El alma del rey se dilató.

– Espera un momento, señor; voy á pedir á mis esclavas mi lira de marfil.

Apenas hubo vuelto Florinda la espalda, cuando don Rodrigo trémulo, dominado por una ardiente y próxima esperanza, vertió el contenido del pomo que le habia dado don Oppas en la copa que habia llenado Florinda.

Poco despues la jóven volvió preludiando de una manera mágica en las cuerdas de oro de una magnífica lira de marfil.

El semblante de Florinda estaba triste y apenado como si un funesto presentimiento oprimiera su alma, y permaneció de pie preludiando en su lira á poca distancia del rey.

– ¿No bebes, señor? le dijo despues de un momento de silencio ¿recelas acaso de la copa de tu vasallo?

– Es antigua costumbre que el vasallo beba primero cuando ofrece la copa á su rey, dijo don Rodrigo.

Y presentó la copa á Florinda.

La jóven sostuvo con su brazo izquierdo su lira, tomó la copa y bebió un sorbo.

– La libacion completa, dijo el rey sonriendo, esa es la costumbre.

Florinda apuró la copa.

– ¡Ah! murmuró el rey: tu hermosura es mia.

– ¿Qué dices, señor?

– Que me llenes otra vez la copa.

Llenóla Florinda y el rey la apuró.

Fuese que el pequeño resto que habia quedado en la copa inficionase el vino nuevamente echado en ella por Florinda, fuese que le embriagase la hermosura de la jóven, el rey sintió en su cabeza un vago y delicioso delirio; parecióle que la hermosura de Florinda se aumentaba y crecia hasta hacerse sobrenatural; que las luces se amortiguaban, y que solo quedaba la luz de la hermosura de Florinda: luego vió como en un sueño fijos en los suyos los ojos de la jóven que le decian amores: la vió tomar un escabel, sentarse á sus pies, mirarle sonriendo, como solo mira á un hombre la muger que le adora, y al cabo escuchó un canto dulcísimo.

 

Creyóse arrebatado al paraiso, y luego cesar la música, rodear su cuello los frescos brazos de Florinda, y posarse en sus labios áridos unos labios húmedos y ardientes.

Florinda resplandecia; Florinda le embriagaba, y en medio de su embriaguez y de su delirio, no pudo escuchar el rey estas palabras, pronunciadas con acento terrible por una voz ronca tras el tapiz de una puerta de la cámara:

– ¡Lo que estaba escrito se ha cumplido: el oriente avanza contra el occidente, y el buitre se cierne ya sobre el campo de la matanza esperando los cadáveres!

Entretanto el rey, que habia salido del castillo, seguido de don Oppas, de Belay, de Teodomiro, de Favila y de sus cortesanos, atravesó el Tajo en barcas que estaban preparadas, y llegó cerca de la torre situada en la otra orilla, hasta la cual habian abierto paso algunos esclavos rompiendo con sus espadas la maleza.

El rey descabalgó al fin delante de la puerta de la torre.

Todos temblaron en aquel momento solemne: el rey de impaciencia, don Oppas de esperanza, los demás de la comitiva de terror.

Solo Belay y los dos príncipes sus nobles amigos no temblaron, pero invocaron á Dios con las manos puestas en las empuñaduras de sus espadas.

Porque á la llegada del rey, dentro de la torre, en torno de ella, cerca y lejos, en los aires y en las entrañas de la tierra se habia oido un rumor lejano y confuso de batalla; lentamente aquel rumor creció; oyóse al fin de una manera distinta el choque del hierro contra el hierro, los gritos de guerra, los clamores de los moribundos, el relinchar de los caballos, el alarido de las trompetas, el silvo de las flechas, el áspero rechinar de las ruedas de los carros y el doblar de los tambores y atabales.

Sin que nadie tocase á la puerta, esta se abrió con estruendo, y una luz pálida, sin oriente ni ocaso, alumbró el interior.

Al abrirse la puerta el estruendo creció; parecia que el valle lanzaba guerreros en todas direcciones; mugió sordamente el Tajo, condensóse la niebla, tembló la tierra bajo los cascos de millares de caballos, el aire vibró herido por innumerables y salvajes gritos de guerra, y un cálido y nauseabundo olor de sangre lo envolvió todo.

Y en medio de aquel estruendo pavoroso, dominándole como el bramido del huracan domina al ruido del aguacero en la tormenta, una voz cavernosa retumbó dentro de la torre, que vaciló al sonido de aquella voz sobre sus fortísimos cimientos.

– ¿Quiénes sois y qué quereis? dijo la voz.

– Soy don Rodrigo, rey de los godos, contestó el rey.

Al escuchar estas palabras, salió de la torre una esplosion de carcajadas y un coro infinito gritó:

– ¡Es el rey don Rodrigo! ¡el último rey! ¡el último rey de los godos!

Y al mismo tiempo avanzaron hácia la puerta, pero sin pasar de ella, sombras envueltas en flotantes velos, pálidas y macilentas como cadáveres insepultos, y los ojos de todas las sombras se fijaban en el rey que estaba fascinado, y las bocas de todas las sombras le saludaban con insolentes carcajadas, y los brazos de todas las sombras se estendian hácia él.

Y sus calvas cabezas relucian, y sus monstruosos cuerpos se retorcian, y sus infernales bocas chillaban, gritaban, ahullaban, rugian, y á la vista de aquella espantosa vision la comitiva del rey huyó aterrada hasta las márgenes del rio y hasta los remotos confines del valle.

Solo quedaron, delante de la puerta de la torre, el rey con los cabellos herizados de espanto, detenido por un poder superior, y Belay, Teodomiro y Favila, á pié, envueltos en sus clámides rojas, con las espadas desnudas en las manos diestras, las siniestras sobre el corazon y el nombre de Dios en los lábios.

El rey, aterrado, trémulo, fijaba la inmóvil mirada de sus ojos en la tremenda vision; los tres príncipes sentian latir en sus venas su sangre de valientes sin miedo y sin tacha.

– ¡Adentro, señor! gritó Belay adelantando con la espada en alto: ¡adelante, hermanos mios! ¡ya que hemos llegado hasta aquí, es preciso que las artes de Satanás no detengan á cuatro príncipes cristianos!

Y asió de don Rodrigo, y seguido de Teodomiro y Favila penetró en la torre.

La vision desapareció, como por ensalmo, apenas el rey y los tres príncipes pisaron el interior de la torre; apagóse la claridad lívida que antes la habia alumbrado y solo quedó el ténue reflejo de la luna.

– ¡Una antorcha! gritó Belay.

Desde la márgen del rio adelantó uno de los pajes mas atrevidos, y entregó una antorcha al príncipe.

El noble godo adelantó aun mas, dentro de la torre, y la reconoció á la luz de la antorcha.

Era la torre inmensa, tétrica, bastante á imponer terror por sí sola, sin la ayuda de sus apariciones, al corazon mas valiente: formábala una bóveda circular sustentada en el centro por un gigantesco pilar; la altura de esta bóveda se perdia en la oscuridad, y sobre sus muros y en torno de la pilastra, se veian, labrados en la roca, mónstruos informes, reptiles horribles, esqueletos de gigantes; todo allí, como petrificado por un conjuro ó por una maldicion; oscuras inscripciones orlaban los muros en fajas de piedra, con letras de sangre, y sangre parecia brotar el pavimento húmedo y resbaladizo.

Belay conduciendo al rey y seguido de Teodomiro y Favila, recorrió la torre y solo se detuvo ante una especie de nicho en el cual habia un arca de hierro mohoso.

Al verla don Rodrigo, ya mas sereno por la desaparicion de las sombras, que, siempre incrédulo é impío habia juzgado un delirio de su razon, dió un grito de alegria.

– ¡Abrid! ¡abrid! dijo á los príncipes: ¡allí debe encerrarse un riquísimo tesoro, ¡abrid!

Belay levantó la pesada tapa y alumbró el interior del arca.

Don Rodrigo lanzó dentro de ella una mirada codiciosa.

Pero en vez de joyas solo vió veinte y cinco coronas de hierro atadas en una cadena; su blason real roto y manchado, su espada enmohecida y su manto real hecho girones y ensangrentado.

Un libro escrito en caracteres árabes, el Korán, estaba puesto sobre la Biblia abierta y deshojada, y el verde pendon del Profeta, envolvia en sus pliegues otro objeto.

Belay sacudió la bandera y de ella, una cabeza humana cayó sobre el pavimento.

Aquella cabeza separada de su tronco era tan semejante á la que aun vivia sobre los hombros de don Rodrigo, que los príncipes se estremecieron y el rey tembló, y sintió correr por sus venas el frio de la muerte.

– ¡A las armas, hermanos mios! gritó Belay: ¡corramos á nuestros castillos! ¡que el pueblo godo se levante á tu voz, señor, porque la tradicion se cumple y en esta torre fatal está encerrado tu destino!

– ¡Los árabes! esclamó don Rodrigo levantando por primera vez su cabeza en un movimiento de energía: ¡pues bien! ¡que vengan! ¡las canas no me impedirán cubrir mi cabeza con mi capacete coronado, y bajo la púrpura vestiré la lóriga! ¡la corona en la frente y la espada en la mano cabalgaré delante de mi pueblo, y si está escrito que hayamos de sucumbir, sucumbiremos como valientes! ¿no es verdad príncipes?

Los tres príncipes se miraron con estupor. Habian creido hasta entonces que el rey habia muerto para el valor y que solo vivia para la molicie y para la corrupcion.

– Venid, mis valientes caudillos; pronto mis huestes y las de mis nobles, probarán si es incontrastable lo que está escrito por el destino. Entre tanto, á Dios.

Y salió delante de ellos de la torre, cabalgó en su corcel y llamó en voz alta á don Oppas.

Don Oppas se acercó temblando.

– A Toledo, dijo el rey con acento sombrío.

Poco despues la brillante cabalgata aterrada, triste y silenciosa volvió á entrar en la ciudad.

Antes del amanecer salió de ella á pie, por la puerta de los Leones un hombre envuelto en una clámide roja, y en silencio y á gran paso se encaminó al valle del Tajo.

Desde que salió el rey del castillo del conde don Julian, Florinda pálida, pintada en el semblante una espresion de despecho y de desesperacion horrible, habia permanecido en su mirador, dejando brillar las lágrimas, que corrian silenciosamente por sus megillas, á los rayos de la luna.

Recordaba de una manera confusa una cosa horrible; se sentia lacerada en el cuerpo y en el alma, y su pensamiento pasaba tan pronto del rey don Rodrigo, su infame burlador, á Belay, el amado de su alma.

Florinda no comprendia la razon de su momentáneo delirio entre los brazos del rey: la desdichada no sabia que habia sido embriagada por un filtro terrible.

Conocia sin embargo su vergüenza y anhelaba venganza, una venganza cruda.

52Madre de Mahoma.
53Ave de cetrería.