Tasuta

La alhambra; leyendas árabes

Tekst
iOSAndroidWindows Phone
Kuhu peaksime rakenduse lingi saatma?
Ärge sulgege akent, kuni olete sisestanud mobiilseadmesse saadetud koodi
Proovi uuestiLink saadetud

Autoriõiguse omaniku taotlusel ei saa seda raamatut failina alla laadida.

Sellegipoolest saate seda raamatut lugeda meie mobiilirakendusest (isegi ilma internetiühenduseta) ja LitResi veebielehel.

Märgi loetuks
Šrift:Väiksem АаSuurem Aa

VII

Hay allá, en las tierras de occidente, una tierra fértil, de cielo radiante, cubierta de flores y de verdor.

La guardan sierras que la dan su nieve en claros raudales; la surcan rios que fertilizan sus praderas, y sobre la vega y sobre sus montes se ven alquerías blancas y torres bermejas.

Esta tierra, paraiso del mundo, jardin de delicias, huerto de amores, bendita y riente, guardada por Dios para los mas valientes y fervorosos de sus escogidos, estaba entonces en poder de unos cristianos, nietos de unos bárbaros que habian venido á las regiones del mediodia, desde las regiones donde jamás se derrite el hielo.

Aquellos cristianos eran los visigodos.

Corria el año de seiscientos sententa y cuatro.

Era rey de los visigodos Wamba.

Wamba, á quien habian obligado á ser rey.

Este rey era muy bravo.

En los primeros tiempos de su reinado subleváronse algunos de sus mas poderosos vasallos; pero Wamba fué sobre ellos, los venció y les puso en temor y respeto de su nombre.

Entre estos grandes, habia uno que se llamaba Ervigio.

Era mancebo y hermoso á maravilla, y tenia tanta soberbia como hermosura.

Era pariente del pasado rey Recesvinto, y aunque no se atrevia á declarar abiertamente sus intentos, alentaba esperanzas de ser rey y se procuraba en secreto parciales.

Pero luchaba con el temor que imponia la bravura de Wamba, y andaba desalentado y triste.

VIII

Una tarde de primavera, Ervigio se paseaba solo por las huertas del Tajo, á los pies de la altura donde se asienta Toledo.

Iba pensativo, pensando en como haria para arrebatar á Wamba su corona y ceñirla á su cabeza.

El sol trasponia.

Ervigio se alejaba por la orilla del rio.

De repente tropezó en un objeto, y oyó una voz áspera que se quejaba.

Ervigio habia tropezado con un hombre, que estaba sentado al borde de una roca sobre el rio, con una caña de pescar en la mano.

Aquel hombre era muy singular, tan pequeño que apenas llegaba á la cintura de Ervigio, jorobado, patizambo, tuerto y viejo.

Alzóse al ser tropezado en ademán amenazador y puso mano ferozmente á su puñal y se encogió como el tigre para dar el salto sobre su presa.

Ervigio puso mano á su espada.

Pero al verle el enano, se amansó, envainó su puñal, sonrió horriblemente, arrojó su caña al rio, y dijo con acento singular entre burlon y cruel.

– He aquí que el rio no me ha dado ni un solo pececillo, pero la tierra me ha dado una buena pesca. Yo te esperaba.

– ¿Qué me esperabas?

– Sí, ella me habia dicho: el dia en que te sentares en la roca, y echares tu anzuelo al rio y no sacares del agua peces, desde que el sol salga hasta que se ponga, aquel dia habrás encontrado al que mi alma adora.

– ¡Ah! dijo Ervigio; ¿esa profecía te la habia hecho conocer una muger?

– Sí, poderoso y afortunado señor, una vírgen hermosa.

– Déjame continuar mi camino, dijo Ervigio, que como estaba poseido de la ambicion, rechazaba al amor.

Pero el enano no se apartó del sendero.

– El sol se ha puesto y no he sacado del rio ni el mas pequeño pececillo; tú eres, pues, el mancebo á quien ella ama, yo te esperaba, has venido y yo te he hallado, rey de los godos.

– ¡Rey de los godos! esclamó Ervigio.

– Sí, tú serás rey por el amor de ella. Sígueme.

Y el enano saltó de la roca abajo á la selva, y Ervigio, que habia oido saludarle como rey por aquel estraño jorobado le siguió.

IX

Habia en el centro de una oscura selva de encinas, sobre una eminencia, rodeada por un arroyo, una torre triste y solitaria, cubierta de musgo y enmohecida su puerta de hierro.

Nadie, ni una sola persona se veia ni en el claro de la selva, ni al pie de la eminencia donde estaba construida la torre, ni en la torre misma.

Esta no tenia ventanas ni respiradero alguno al esterior.

Ninguna senda se veia en el bosque que condugese á la torre.

Era de noche y brillaba la luna.

Una luna rojiza y opaca.

Dominaba en torno de la torre y en el bosque un silencio de muerte.

Pero en medio de este silencio, se oyó de repente como el ruido de dos espadas que cortaban la maleza.

Poco despues, por un sendero que ellos mismos se habian abierto, aparecieron dos seres humanos.

El uno alto, esbelto, que andaba con gran magestad.

El otro pequeño, contrahecho, monstruoso, que remedaba en su andar al lobo traidor cuando se acerca al redil que guardan los mastines.

Eran Ervigio y el jorobado, á quien habia encontrado pescando en la márgen del rio.

Adelantaron entrambos hasta la torre, y cuando llegaron á su puerta, el enano dijo á Ervigio:

– Si tú eres aquel á quien ella espera, la puerta de la torre se abrirá al tocarla tú.

– ¿Hay en esto algun arte de Satanás? dijo Ervigio.

– ¿Y qué te importa? ¿no quieres ser rey?

La ambicion habló mas alto que el temor de Dios en el corazon de Ervigio, y tocó con una mano audaz las planchas de hierro de la puerta de la torre.

Apenas la habia tocado Ervigio, cuando la puerta se abrió con un silencio pavoroso.

Dentro no se veian mas que tinieblas.

– Si eres tú á quien ella ama, dijo el jorobado, cuando entres dentro, las tinieblas desaparecerán y oirás maravillas.

Ervigio impulsado siempre por su ambicion, penetró en la torre.

Apenas habia penetrado en el lóbrego dintel, cuando apareció á sus ojos iluminado por un resplandor rojizo, un ancho lago de sangre, en medio del cual habia un palacio rojo tambien, y reluciente.

– ¡Oh! esto es horrible, dijo Ervigio.

– Para ser rey es necesario atravesar ese lago.

Una barca negra, á la que nadie guiaba, salió por las puertas del alcázar rojo, que se abrieron, y adelantó hasta tocar á la orilla donde se encontraban Ervigio y el enano.

Entrambos saltaron dentro.

Apenas habia tocado Ervigio la negra barca con sus plantas, cuando ésta se hundió entre un remolino del lago, desapareciendo entre sus rojas ondas.

Y se oyó la voz del enano que rugia en medio del estruendo atronador del remolino.

– La virgen maldita ha encontrado á su maldito esposo, y su generacion es mia.

Y aquellas palabras retronaron, se estendieron, vibraron y fueron repetidas por mil ecos pavorosos.

X

Y ahora, dijo Satanás dirijiéndose á Almedí, quiero que sepas quien era la muger que habia atraido así con sus encantamientos al ambicioso Ervigio.

Era una doncella que aun no habia cumplido los quince años, hermosa á maravilla, pero con una hermosura terrible.

El color de su tez era dorado, sus cabellos dorados tambien, sus ojos leonados con las pupilas negras, flexible el cuerpo como el de una pantera, y esbelta, gentil, y voluptuosa á maravilla.

Era una muger como no habia dos sobre la tierra.

Parecia una mezcla de fiera y de criatura humana.

Y á pesar del color de su piel, de sus cabellos y de sus ojos, era tal la brillantez, la suavidad y la trasparencia de su piel, tan sedosos, tan ricos, tan rizados sus cabellos, tan grandes, poderosos y lucientes sus ojos, tan preciadas las joyas que la engalanaban, y tan ricas y tan bellas tas túnicas que vestia, que no hubiera habido un hombre que la hubiese visto que no hubiera desfallecido de amor.

Era judía, y se llamaba Asenéth.

Su madre se habia llamado Zelpha, y habia sido una jóven hermosísima.

Pero con una hermosura semejante á la de las demás mugeres, y enteramente distinta de la de su hija.

Zelpha habia tenido un hermano judío tambien, y que se habia llamado Jamné.

Jamné habia sido mercader de sedas, y de púrpura y de paños preciados.

Habia sido un miserable, vendido á mí, y cuando hubo cometido cuantos crímenes son imaginables, el robo, la calumnia, la usura, la hechicería, y el envenenamiento, quiso cometer el último y mas horrible de los crímenes: el incesto.

Zelpha, la hermosísima Zelpha, era sin embargo sábia: su madre, famosa hechicera, la habia enseñado la astrología judiciaria, y el arte de los ensalmos y de los encantamientos, y á confeccionar filtros y hechizos, y á evocar los muertos, y á hacer comparecer los vivos, y á leer en sus pensamientos.

Zelpha, que era mas sábia que su hermano, adivinó sus intentos, y antes de que éste la hechizara para reducida á su voluntad, determinó hechizarle á él.

Para ello, una noche se arrancó tres de sus hermosos cabellos negros, los ató cabalísticamente, los quemó á la luz de su lámpara y me llamó.

Era una doncella hermosa y de quien yo esperaba mucho, y me presenté á ella en la forma de un hermoso mancebo.

– Sé, me dijo, que mi hermano quiere hacerme suya. Yo le aborrezco. Verme entre sus brazos sería para mí un tormento horrible.

– ¿Y por qué aborreces á tu hermano?

– Es miserable y receloso, dijo; me tiene vestida de lana parda, me da de comer pan de avena y me tiene encerrada donde ni aun la luz del sol veo.

– ¿Y qué quieres?

– Quiero… lo que no alcanza á hacer la ciencia que me enseñó mi madre. Yo quisiera castigar á mi hermano por la tiranía con que me trata, y por la impureza que por mí siente: es una bestia feróz.

– ¿Y te vales de mí? la dije.

– Sí, me contestó.

– ¿Y qué me darás en cambio?

– Estoy enamorada de un hombre.

– ¿Y qué hombre es ese?

– El duque godo, Wamba.

– Valiente hombre.

– Y hermoso.

– Y temeroso de Dios. No sé si podrán vencerlo tus malas artes.

– Wamba sueña conmigo.

– ¡Ah!

– Sí; un dia que estaba yo muy triste porque se habia despertado en mi alma el primer deseo del amor, evoqué la imágen de un hombre, que fuese hermoso, noble, rico, valiente y que no hubiese amado á ninguna muger.

 

Cuando yo le evoqué era la alta noche, y mi aposento estaba envuelto en tinieblas: entre mi lecho y la pared apareció un hombre como de unos treinta años.

Era rubío, blanco, y sus ojos azules eran tan hermosos, que me abrasaban de amor.

– ¿Quién es ese hombre? ¿cómo se llama? pregunté al espíritu.

Entonces sobre su cabeza, en la pared oscura, apareció en letras de fuego este nombre: Wamba.

– ¿De qué pueblo es y qué religion profesa? añadí.

– Es lusitano; de la ciudad de Igeditania, descendiente de los visigodos, y cristiano: magnate de la córte de sus reyes, es un capitan bravo é invencible, y tanto ama la guerra, que no ha sentido amor por muger alguna.

– Que mi imagen vaya al sueño de ese hombre, y que me ame, dige al espíritu.

Entonces ví que los ojos de Wamba me miraban con amor y con deseo; que se fijaban en mi boca y en mi seno desnudo, y que sus megillas palidecian.

Wamba me habia visto en sueños, y obedeciendo á mis conjuros, me amaba: ahora bien; yo no puedo romper mis prisiones, ayúdame tú, Satanás. Convierte á mi hermano en una bestia feróz obediente á mi voluntad.

Entonces yo trasformé en leon á Jamné y le traje humilde y manso á los pies de Zelpha.

– Has hecho mi voluntad, dijo ella, y te lo agradezco.

– Pues si no me das lo que te pido, volveré á tu hermano á su antigua forma y te entregaré á él.

– ¿Y qué quieres?

– Quiero la descendencia que tuvieres de Wamba.

Zelpha, mala hija y mala hermana, era tambien antes de serlo mala madre.

Maltrató á Jamné, que habia encontrado en sus mismos crímenes el castigo, abrió sus arcas y sus armarios, se apoderó de sus riquezas, se vistió como una sultana, y al dia siguiente abrió la tienda, y se puso á vender telas, joyas y perfumes, teniendo á sus pies al leon rojo en que yo habia trasformado á su hermano.

Y no sabes tú con cuanta rábia veia Jamné, en cuyo cuerpo de leon vivia su alma de hombre, á su hermana engalanada, hermosísima, magnífica, prodigando sus sonrisas á los compradores, y escuchando sus palabras de amor.

La tienda de la hermosa judía, que tenia á sus pies encadenado y manso á un formidable leon de Africa, llegó á ser la mas concurrida de Toledo: frecuentábanla los caballeros mas principales, y todos enamoraban á Zelpha, y ella los escuchaba á todos, pero solo se bajaban sus ojos y se estremecia su corazon ante un hombre.

Aquel hombre era Wamba.

Con asombro de todos los que conocian la severidad del noble godo, y su desprecio á las mugeres, le vieron concurrir á la tienda de la hermosa israelita y palidecer de celos cuando veia á esta hablando ó sonriendo con otro señor.

Zelpha queria irritar la pasion de Wamba, y se veia reducida á esperarlo todo de su amor, porque el amor que sentia por Wamba la dominaba haciendo inútil su ciencia de hechicera.

Wamba pasaba todos los dias por la tienda de Zelpha y entraba en ella con frecuencia la compraba telas, joyas y perfumes, la miraba mucho de una manera ardiente é involuntaria, pero no la decia una sola palabra de amor.

Un dia por la mañana, cuando Zelpha abria su tienda, y amarraba por la parte de adentro á su hermano, trasformado en leon, un esclavo negro se sentó á la parte de afuera de la tienda y se puso á mirar de hito en hito á la jóven.

– ¿Qué quieres? le dijo esta con altivez.

– Si no te enojaras, lumbre de Dios, dijo el esclavo, yo te daria un mensage que traigo para tí.

– ¿Tal es, que pueda ofenderme?

– Es un mensage de amor.

– ¿Quién te envia?

– Un señor muy noble y muy rico.

– ¿Cómo se llama?

– Wamba.

– ¡Ah! dijo Zelpha.

– ¿Qué diré á mi señor? preguntó el esclavo.

– Díle que esta tarde pasearé á la puesta del sol por las huertas del rey.

– ¿Y nada mas?

– Nada mas.

El esclavo partió.

Zelpha cerró la tienda, porque necesitaba ataviarse deslumbrantemente para parecer mas hermosa á su adorado Wamba.

Entrelazó sus cabellos de diamantes y de perlas de los que habia amontonado su hermano, se vistió con las mejores túnicas de lino de seda y de brocado, que tenia para venderlas á precios exhorbitantes en la tienda, en todo lo cual invirtió mucho tiempo, comió de una manera suculenta á pesar de su impaciencia para que el ayuno no la robase sus bellos colores, y allá á la tarde, dejando encerrado y hambriento á su hermano, que rugia de hambre y de rabia, se envolvió en un largo velo que la cubria de pies á cabeza, y en paso lento se encaminó á las huertas del rey y se puso á vagar por entre las alamedas á las orillas del rio.

Vió bajar con impaciencia el sol al occidente y ponerse al fin.

Si Zelpha hubiese conservado para con Wamba su poder de hechicera, le hubiera evocado.

Pero Zelpha amaba, y el amor domina y no permite otra hechicería.

A punto que el sol se ocultaba, apareció por una avenida de la alameda un caballero ricamente vestido.

Zelpha le reconoció á pesar de la distancia, su corazon se agitó, y se sentó para esperar á su amado Wamba en una piedra al lado de la corriente.

Wamba llegó hasta ella.

– ¿Serás tú acaso á quien yo busco?

– ¿Y á quién buscais, señor? contestó temblorosa Zelpha.

– Busco á la doncella mas hermosa de Toledo.

– ¿Será esa acaso la judía de la calle del Sol?

– ¡Oh! ¡ella es á quien amo! Adios.

– ¿Por qué te vas, señor?

– Voy á buscar á esa doncella.

– ¡Oh! pues no sigas, señor mio, porque esa doncella enamorada está á tus pies.

Y Zelpha echándose atrás el velo, y descubriendo su resplandeciente hermosura, aumentada por sus resplandecientes galas, asió las manos de Wamba que la levantó en sus brazos.

Nadie los veia mas que la blanca luna que acababa de aparecer en el oriente.

XI

Por un postigo del muro de Toledo, entraban aquella misma noche una muger envuelta de los pies á la cabeza en un velo blanco, y un hombre envuelto asimismo, de la cabeza á los pies, en una clámide roja.

El hombre y la muger atravesaron las calles de la ciudad, subieron á lo alto, y el hombre se detuvo junto al muro de un frondoso huerto, y llamó á un postigo.

Un esclavo abrió, y el hombre y la muger entraron.

Siguieron adelante, y penetraron en una noble cámara estensa y hermosa.

Pero los adornos de aquella cámara eran banderas africanas, y los muebles severos, y las paredes desnudas de tapicerías.

Una lámpara de hierro la iluminaba.

Cuando estuvieron dentro, la muger se desenvolvió de su velo y el hombre de su clámide.

Eran Wamba y Zelpha.

Zelpha, durante muchos dias, permaneció al lado de Wamba.

Su tienda estaba cerrada, y los rugidos del leon hambriento asustaban á los vecinos y á los que pasaban por la calle.

Zelpha, sin embargo, no parecia.

XII

Pero llegó un momento en que Zelpha tuvo celos.

Celos, no ciertamente de una muger, sino celos de la guerra.

Wamba la habia dicho:

– Voy á partir á Africa.

– Llévame contigo, habia contestado Zelpha.

– Aquella tierra abrasa, tus megillas se quemarán bajo aquel sol ardiente, y luego… esponerte á los peligros… no, no: el guerrero, solo debe llevar al combate su lanza y su escudo.

Wamba era muy firme; Zelpha no tenia sobre él mas poder que el de su hermosura, y se acercaba el dia de la partida.

Zelpha quiso detenerle, y no pudiendo detenerle por su voluntad, pensó en valerse de un filtro.

Pero no queria confiarse á nadie, ni podia tampoco hacer el filtro en el palacio de Wamba.

Una mañana muy temprano, con el pretesto de ir á visitar su casa, salió del palacio de Wamba.

Al acercarse á la tienda, la sorprendieron los horribles rugidos del leon su hermano, y una espiral de negro humo que salia por encima de la casa.

– ¿Qué será eso? dijo Zelpha.

Aquello era que Jamné, que aunque habia perdido la forma de hombre no habia perdido la inteligencia, hambriento, celoso, desesperado, habia llamado al infierno y hablaba conmigo.

Me pedia que yo le restituyese á su forma de hombre y á su poder de hechicero.

Pero yo no podia hacerlo, porque Jamné estaba hechizado por un conjuro invencible para mí.

– Pero le dije: Zelpha se acerca.

Jamné se echó á temblar.

– Y me maltratará, dijo, porque me aborrece y es cruel.

– Zelpha no puede maltratarte, le dije.

– ¿Y por qué?

– Porque ha perdido su poder y su ciencia al perder su pureza entre los brazos de Wamba.

– ¡Ah! esclamó Jamné en un rugido mezcla de dolor y de alegría; ¿conque Zelpha apagará la sed de mi amor?

– Recuerda que es tu hermana.

– ¿Y qué me importa?

– Ofenderás á Dios, y Dios te castigará.

– Yo la amo.

– Si tu hermana es tuya, concebirá y tendrá una hija.

– No importa.

– Zelpha morirá al ser madre, y su hija heredará la ciencia y el poder que ella ha perdido.

–¡Ah!

– Y como has amado á tu hermana amarás á tu hija, porque estás maldito de Dios; y tu hija, que no le conocerá, será mas cruel contigo que lo ha sido Zelpha.

– ¡No importa! esclamó rugiendo con mas fuerza Jamné, yo la amo.

– Pues héla que abre la puerta, le dije; quedad en paz.

Y desaparecí.

XIII

Lo que sucedió cuando Zelpha abrió la puerta fué horrible.

Jamné, irritado, hambriento, feróz, enamorado, tomó de su hermana una venganza completa.

Zelpha fué suya, y no solo fué suya, sino que fué su esclava.

Zelpha no volvió á ver á Wamba.

Habia partido á la guerra y estaba en Africa.

Jamné habia dicho á su hermana.

– Abre la tienda y vende; toma una esclava que te sirva, y tú y yo, ya que por tu crueldad y tu infamia me veo reducido á esta forma, que solo tú podias quitarme, y que ya no puedes porque has perdido tu poder, comamos y vivamos lo mejor posible. El daño que me has hecho se vuelve contra tí; te ves reducida á ser la amante de un leon, cuando podias haberlo sido de un hombre. Abre la tienda y toma la esclava, pero no pienses en mas, porque yo estaré siempre junto á tí y en cuanto intentares huir te despedazaré.

Zelpha hizo lo que Jamné la mandaba, porque tenia miedo.

Habia probado su poder mágico, y su antiguo poder no habia respondido.

Desde el momento en que habia perdido su pureza entre los brazos de Wamba habia perdido su poder, y habia quedado reducida á la condicion de una muger vulgar.

Jamné en cambio, habia recobrado todo su poder mágico menos para volver á su antigua forma.

En el tiempo preciso, desde que Zelpha habia caido de nuevo en poder de su hermano, dió á luz una hija.

Aquella hija, tenia los cabellos y los ojos del color de los del leon, y la piel dorada.

Pero era un prodigio de hermosura.

Zelpha, murió al darla á luz.

Jamné evocó á una hada maldita para que la criase, y la hada se presentó y amamantó á la niña.

Jamné la puso por nombre Asenéth, y quiso obtener por mí lo que no podia obtener por sí mismo.

Y repitiendo sus conjuros, me evocó.

– Génio, me dijo, cuando me presenté á él; un palacio encantado para guardar á mi hija, y criarla para mí.

Apenas habia dicho estas palabras, cuando se encontraron en un palacio magnífico.

Pero todo en él era rojo; el oro, las piedras preciosas, las columnas de pórfido, hasta las aguas que corrian de las fuentes.

Aquel palacio, era invisible para los que no conociesen su encanto, y estaba guardado por un lago de sangre.

Solo un hombre podia entrar en él, el hombre para quien habia nacido destinada Asenéth.

Hadas condenadas la sirvieron como esclavas, y mecieron su cuna durante su infancia. Génios invisibles y malditos, llenaban para ella los aires en armonía, y de encantos los sueños.

Para ella, el alcázar encantado no era rojo.

Tenia por do quiera, frescos y brillantes apartamentos en que corrian sobre fuentes cristalinas, aguas olorosas, hasta cuyas cúpulas subia el fragante humo de los perfumes; aquellos apartamentos, salian á deliciosos jardines donde habia cuantos árboles, cuantas flores, cuantas plantas crió Dios, para arrojarlas sobre el mundo, cada cual en su lugar y su estacion. Curvos y trasparentes lagos, relumbraban acá y allá en medio de los jardines, bajo un sol siempre eterno, siempre brillante, siempre de rayos tibios, en un firmamento siempre azul, por el cual solo pasaban nubecillas rosadas, nunca la densa y negra niebla de la tormenta.

Ella, que era espíritu de tinieblas, solo conocia al dia.

Ella, que era el producto y el castigo á un tiempo de un horrible pecado, no conocia los pesares.

 

La felicidad moraba en su alma, y amaba desde los primeros años, con toda su alma, con toda su voluntad á un ser que veia niño como ella, cuando era niño, mancebo cuando fué muger, á quien veia, digo, por todas partes, en las nubecillas rosadas del cielo, en el fondo de los lagos, entre las flores de los jardines, á la sombra de las enramadas, en los ángulos de sus retretes, entre el humo blanco y aromático de los pebeteros, y sobre los surtidores de las fuentes.

Asenéth oia su voz que le decia; yo te amo, en el murmurio de las aguas, en el vuelo de las brisas, en los cantares lejanos y perdidos que las hadas malditas entonaban para adormirla.

Y cuando se dormia, le veia en sus sueños; pero en sus sueños, como en su vigilia, jamás tocaba á aquel mancebo, ni se obstinaba por llegar á él: bastábale con ver su hermosura, con amarle, con sentirse amada de él. Asenéth, que habia heredado toda la ciencia que su madre habia perdido, que era por lo tanto mas sábia que su padre Jamné, sabia que al cumplir los quince años se decidiria su destino, que perteneceria á su padre si vencia al hombre de su amor cuando entrase en el palacio encantado, ó que perteneceria al hombre de su amor, si este le vencia.

Jamné, menos sábio que su hija, no conocia sus pensamientos.

La acompañaba continuamente como un perro, y se echaba á sus pies, y aunque la desesperacion y la terrible fiebre de que adolecia la fiera, en la cual se habia trasformado su hermana, le aquejasen, no rugia por no despertar ó incomodar á su hija con sus rugidos.

Para Jamné, el palacio encantado no era ni claro, ni fresco, ni oloroso.

Por el contrario, era horriblemente rojo, lleno de un aire cálido que abrasaba su pecho, y respiraba por todas partes el nauseabundo olor de sangre fresca que irritaba sus ardientes fauces.