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La alhambra; leyendas árabes

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XV

Apenas habia pasado una luna, desde que Abraham habia salido de casa de su maestro, de su segundo padre, cuando una noche llamaron á grandes golpes á la puerta de su casa.

Abrió y vió á uno de los esclavos del médico.

– Mi señor se muere, dijo el negro; se muere de una enfermedad desconocida, le han visto todos los médicos de Alejandría y ninguno ha podido descubrir la causa de su mal, tú eres el único que no le ha visitado, ven.

– ¡Que mi padre, mi buen anciano padre se muere! esclamó todo asustado y trémulo el buen Abraham.

Se echó sobre los hombros su capellar, y sin toca para no detenerse, siguió á la carrera al esclavo negro.

Cuando llegó á la casa del padre de Leila, le encontró delirando.

El viejo no le conoció.

Algunos médicos estaban alrededor de su lecho.

– Esta es una lámpara que se apaga, dijo llorando Abraham, pero yo no sé que aceite pueda reanimarla.

– Ni yo.

– Ni yo.

– Ni yo, dijeron los otros médicos.

Revolviéronse los autores mas graves que tenia entre sus buenos libros el difunto, y en ninguno se encontró ni la mas leve noticia, ni la mas leve indicacion de la enfermedad misteriosa que mataba al viejo.

Y su vida se acababa, se acababa.

Y los médicos profundamente contrariados porque se veian en aquel momento ignorantes, miraban con cólera los progresos del mal, que se les reia en sus barbas acabando de una manera rápida, segura y cada vez creciente, con el enfermo.

Al fin, el viejo dió una gran voz pronunciando el nombre de su hija en acento amenazador como si la hubiera emplazado ante la justicia del Altísimo, y espiró.

En aquellos momentos, el diablo, que estaba delante de Leila-Fatimah, bajo la figura de Abraham, dijo á la infame virgen parricida:

– He cumplido tu voluntad, tu padre no te venderá al califa de Damasco, porque tu padre ha muerto.

Y la maldita parricida se levantó de sobre su diván, y esclamó:

– Al fin soy libre como las aves de la selva, y el aire del firmamento, y la luz del sol, soy sábia, y buscaré á mi amado y me uniré á él.

Al mismo tiempo, los médicos uno tras otro contrariados y cabizbajos, salieron de la casa.

Solo se quedó en ella Abraham, pálido, consternado y lloroso, velando los restos de su maestro.

XVI

Al fin, el cadí y los ministros de justicia, fueron á la casa, y mandaron sacar el cadáver y sepultarle.

Abraham, se fué con la túnica rasgada, descalzo y con la cabeza baja en señal de luto tras el féretro do su maestro.

Cuando le enterraron, aun quedó en el cementerio sentado sobre el montecillo de tierra removida de su sepultura.

XVII.

Entre tanto, el cadí recorria la casa del difunto, y hacia inventario de sus riquezas.

Porque el médico, cuyo único pecado era la avaricia, habia amontonado inmensos tesoros.

Encontraron ánforas llenas las unas de oro acuñado, las otras de perlas, las otras de diamantes, y de piedras inestimables otras muchas.

Todo esto, lo habian encontrado en un sótano tapiado.

De buena gana el cadí se hubiera quedado con todo aquello, porque el difunto habia disimulado de tal modo por avaricia su riqueza, que todos le creian pobre.

Pero iban con él muchos ministros de justicia, y los dos esclavos negros, y la esclava cocinera del médico, y se vió obligado á ser justo y recto, y á hacer un fiel inventario.

– Gran herencia encuentra aquí el califa, dijo el cadí que creia que el médico habia muerto sin herederos.

– Te engañas, dijo uno de los esclavos, porque nuestro señor tiene una hija.

– Lo ignoraba, dijo el cadí con alegria, porque tratándose de un heredero muger, creyó que le seria facil abusar de su ignorancia y quedarse con parte de la herencia.

– Nada tiene de estraño que no lo supieras, dijo la esclava, porque mi señora es muy hermosa, y su padre la recataba mucho, y la tenia siempre encerrada de modo que ningun hombre la ha visto, ni ella ha visto á ningun hombre.

– ¡Ah! ¡ah! he ahí una buena crianza, dijo el cadí; vuestro amo era un varon sábio y justo y temeroso de Dios, y no hacia como esos padres que dejan ver á todos la hermosura de sus hijas, y comercian con su impureza. Y en verdad, en verdad, dijo el cadí que examinaba unos pergaminos del difunto, he aquí una escritura en que vuestro amo declara que tiene una hija llamado Leila-Fatimah (hermoso nombre), y declara para en el caso de que le sorprenda la muerte, que no tiene otro hijo y que esa doncella es la heredera de todas sus riquezas. ¿Quién habia de creer que vuestro señor era tan rico y que tenia por hija una tal joya?

Y el cadí se hizo conducir á las habitaciones de Leila-Fatimah, á la que encontró durmiendo apaciblemente ó fingiendo que dormia.

Sus esclavas doncellas que la servian tan emparedadas como ella, la despertaron y Leila salió soñolienta y admirada á recibir al cadí.

Al saber que su padre habia muerto, Leila fingió la mayor desesperacion; se mesó los cabellos, se rasgó los vestidos y maldijo la hora en que nació para ver morir á su padre.

Satanás, escondido en un rincon del retrete, se reia, enseñando sus negros colmillos, del fingido dolor de Leila-Fatimah.

Entrególa el cadí las riquezas de su padre, la saludó con las frases mas pomposas, la deseó fecundos consuelos, y llamándose su esclavo, salió de la casa con sus gentes.

Leila-Fatimah, protestando que queria quedarse enteramente sola para llorar á su padre y dejarse acabar por el sentimiento, dió á cada uno de sus esclavos la libertad y algunas monedas de oro, y los despidió.

Los esclavos salieron de la casa como los pájaros á quienes una mano compasiva abre la jaula donde han estado encerrados largo tiempo, y bendijeron la muerte del viejo médico, que aunque los habia tratado bien, porque no era malo, los habia tenido largos años enflaquecidos y hambrientos, porque era avaro.

Leila se quedó en su casa enteramente sola.

Entonces, valiéndose de su ciencia mágica, evocó al diablo.

– Aquí estoy, señora mia, dijo Satanás presentándose como siempre, bajo la figura de Abraham, ¿qué me quereis?

Leila fué á arrojarse entre sus brazos, pero el diablo se le huyó.

– ¿Por qué no ha entrado hasta mí tu cuerpo con tu alma? dijo la enamorada jóven: ¿no están abiertas mis puertas?

– Yo no tengo cuerpo, dijo el diablo.

– ¿Pues quién eres tú? dijo asombrada Leila-Fatimah.

– ¿No te lo dice tu ciencia?

Leila se reconcentró, miró fijamente al diablo, y esclamó:

– ¡Ah, tú eres Satanás!

– Al fin, me has mirado con los ojos de la ciencia y no con los del corazon, y me has reconocido.

– ¿Y Abraham? dijo Leila.

– Está llorando sobre la sepultura de tu padre.

– ¿Y no piensa en mí?

Abraham no te conoce.

– ¿Pues no ha hablado su espíritu conmigo?

– He sido yo que he tomado su figura.

– ¿Y no me amará Abraham?

– Sí, si tú quieres.

– Quiero presentarme á él como una hada.

– Hazlo, eres sábia.

– No puedo, yo soy sábia para hechizar, para enamorar, para matar; conozco el lenguaje de las estrellas, puedo obligarlas á que me digan lo que ha de suceder; pero no puedo trasladarme con el pensamiento á donde mejor quiera, no puedo trasformarme, no puedo construir en un momento un palacio, y yo lo quisiera hacer.

– Entre las joyas que ha dejado tu padre, hay un poderoso talisman.

– ¿Y qué talisman es ese?

– Un abanico de oro, perlas y plumas. Búscale.

Leila fué al lugar donde estaba el tesoro que su padre habia amontonado, y despues de revolver mucho encontró un precioso abanico, formado de plumas de los mas raros colores, y como no habia visto ninguno de ninguna ave Leila: su mango era de oro con cercos de perlas, de diamantes y de rubíes, y este sujeto por una cadena de oro á un brazalete que se cerraba con una pequeña llave hecha de una esmeralda, pendiente del brazalete, que deslumbraba con la riqueza de sus piedras, por una sútil cadena.

– Tu padre prestó á un wazir muchos miles de doblas sobre ese abanico, el wazir se obligó á pagarle el préstamo en un tiempo dado, trascurrido el cual el abanico seria de tu padre.

El wazir habia robado su abanico del tesoro del califa, donde estaba de padres á hijos, desde que un ángel dió de parte de Dios ese talisman á Fatimah la santa, madre del Profeta.

Las plumas son de aves del paraiso, y el oro y las piedras, cogidas en los valles del Edém.

Un arcángel le fabricó, y Dios le dió la virtud que tiene.

El califa no solo no sabia la virtud de este talisman, sino que ni tampoco conocia su poder. El wazir creyéndole simplemente una alhaja de precio incomparable, le empeñó á tu padre, porque como lo habia robado al califa, no queria tenerlo en su poder.

Tu padre, le guardó entre sus tesoros, sin saber tampoco cuanta era su virtud.

Pero yo, que te he dado el filtro que ha apagado la vida de tu padre, te doy tambien ese talisman.

– ¿Y cuál es su virtud? dijo Leila.

– No te lo diré si no me lo pagas.

– Ya te he dado mi alma por la vida de mi padre.

– Dame las almas de tus hijos.

– ¡Oh! eso no.

– Pues bien, Abraham no te amará.

– Y si te doy mi descendencia…

– Abraham será tuyo.

– Pues te la doy.

– Firma aquí, dijo el diablo poniendo un pergamino escrito con fuego delante de los ojos de Leila-Fatimah: firma con tu sangre.

Leila se arrancó un alfiler de oro de su peinado, y se rasgó un dedo.

Corrió la sangre, y con ella firmó la jóven el escrito que el diablo le habia presentado, y que era una escritura solemne, por la cual Leila cedia su descendencia al espíritu de las tinieblas.

– Dime ahora la virtud de ese talisman.

 

– Tiene muchas: en primer lugar, á ese talisman obedece un génio.

– ¿Y cómo he de hacerle aparecer?

– Cuando quieras hablarle, ponte el abanico primero sobre el corazon, luego sobre los ojos, y últimamente sobre la cabeza. Luego di por tres veces: génio esclavo del abanico de Fatimah la Santa, ven.

Leila, estaba impaciente por conocer la virtud del talisman, é hizo lo que el diablo le habia dicho.

Inmediatamente la habitacion en que la jóven estaba, se llenó de un humo rojo y denso, que se fué haciendo mas denso, hasta que se convirtió en una nubecilla; luego la nubecilla, cayó al suelo, se prolongó, se adelgazó, tomó formas, y apareció un hombrecillo, tal y tan diminuto, como el dedo índice de Leila, que era muy pequeñito.

Aquel hombrecillo, saltó del suelo y se asió al broche del seno de Leila, y la miró con unos ojillos relucientes y negros como los de un pequeño raton.

Era de color cobrizo, con la nariz larga, el rostro largo y la barba puntiaguda: tenia puesto un gorro dorado, y el diminuto cuerpo vestido con un sayo dorado, en la mano tenia una vara delgada y larga como una fina aguja, y en la punta de la vara un cascabel que sonaba, sonaba sin cesar; y el geniecillo se reia mirando á Leila-Fatimah.

Leila se desaferró del broche de diamantes de su seno, y al genio le puso sobre la palma de su mano.

– ¿Qué quieres? la dijo el genio haciéndola un mohin y dando una cabriola y con una vocecita como la de un pájaro.

– Quiero un palacio mas rico que el del sultan de la India.

Inmediatamente Leila se encontró en un magnífico y resplandeciente alcázar, dentro de un pabellon desde el cual y entre columnas de resplandecientes mármoles, se veian torres y muros dorados, y mas allá de los muros, jardines y lagos y horizontes azules.

El diablo habia desaparecido.

El alcázar era sonoro.

Parecia exhalar de sí una música deliciosa que convidaba al sueño.

Anchos y blandos divanes ofrecian reposo.

Fuentes de aguas olorosas refrescaban y embalsamaban el ambiente.

Todo aquello era magnífico.

– Quiero que venga aquí el tesoro de mi padre, añadió Leila.

Anforas, cofres y sacos aparecieron en el centro del retrete.

– Quiero que guarde ese tesoro un arca de hierro pulimentado como un espejo, bellamente labrado, y que solo se abra cuando le toque yo.

Cubrió el tesoro una magnífica arca que deslumbraba por su brillantez, cerrada con siete candados y cubierta de peregrinas labores.

Leila llegó al arca, y al tocarla, el arca se abrió.

Cada parte del tesoro estaba en un compartimiento separado, aquí las perlas, acullá las piedras, cada una segun su género, y las monedas de oro y plata, cada una segun su valor.

– Quiero un bruñido espejo de plata, dijo Leila despues de haber cerrado el arca, y trasladádose á otra magnífica habitacion.

Apareció un espejo gigantesco de resplandeciente plata, en que se reprodujo enteramente la hermosa figura de la jóven.

– Quiero parecer mas niña, dijo Leila.

– ¿Mas niña? esclamó el génio: eso no puede ser: aun no has cumplido los quince años y tu juventud es fuerte, rica, incomparable como el primer verdor de la primavera.

– Quiero parecer mas niña y ser mas muger, dijo Leila.

Y entonces, pareció como que su semblante resplandecia, como que sus ojos deslumbraban, como que sus cabellos se hacian mas finos y mas pesados y mas bellos sus rizos y mas negros: y se levantó su estatura, y se alzó su seno y sus brazos, y su cuello y las demás partes de su cuerpo, se volvieron tales, como solo Dios puede imaginar para hacer un ángel muger.

Y Leila-Fatimah, se veia desnuda en el espejo y sonreia orgullosa á aquella nueva hermosura que no habia desfigurado ni una sola de sus formas, porque Dios habia ya criado á Leila demasiado hermosa.

– Quiero que se peinen mis cabellos y se adornen de joyas, dijo Leila.

– Me estás convirtiendo en tu esclava, dijo el génio:

– Lo quiero.

Los hermosos cabellos de Leila, se trenzaron, rodearon su cabeza, cayeron en rizos y en lazos junto á sus megillas, y sobre sus hombros y sobre su seno, y entre ellos brillaban racimos de perlas y de diamantes y de rubíes y de corales, formando al rededor de su cabeza una como corona de hojas de vid con fruto.

– Quiero un hermoso collar para mi garganta y unas hermosas arracadas para mis orejas, y brazaletes y ajorcas para mis brazos y mis piernas.

El génio cumplió la voluntad de Leila.

Y no parecia sino que aquellas joyas habian sido buscadas á propósito para realzar la blancura y la belleza de la jóven.

– Quiero un ceñidor interior para mi cintura que defienda mi pureza y me haga invulnerable y fuerte, capaz de vencer á uno, á diez, á un cuento de caballeros armados.

– Te basta para eso con tu hermosura y con tus ojos, sultana, dijo el génio: ¡qué hermosa eres, señora mia! ¡qué hermosa! yo te amo.

– ¡Ah! ¡ah! ¡ah! dijo riendo la jóven, ¿y cómo harias tú para satisfacer tu amor?

El génio saltó de la mano al redondo y blanquísimo hombro de Leila, y la mordió en su incomparable cuello.

Leila dió un grito agudo, se puso de repente pálida como si no la hubiese quedado una sola gota de sangre en las venas, pero aquella palidez aumentó su hermosura.

Leila se sintió desfallecer.

Un ardiente fuego, el fuego de un volcán, llenaba sus venas, y la consumia.

Su vida se habia multiplicado.

El resplandor de su hermosura se habia hecho irresistible.

– Vuelve á mi mano, maldito, esclamó Leila.

– ¡Oh! ¡qué hermosa, qué hermosa eres, sultana mia! esclamó el génio volviendo de nuevo á la mano de la jóven. Tú no sabias el peligro que corrias conmigo, ¿no es verdad? dijo el génio. Pero ya no tiene remedio; tú tendrás siempre una sed inestinguible de amor, sufrirás eternamente el infierno de tu pecado, y amarás como no ha amado otra muger sobre la tierra.

– ¿Y no veré satisfecho mi amor?

– Tú serás muy feliz durante algunos años, ¿pero que serán esos años? un instante, menos que un instante en la eternidad: Satanás ha sido muy cruel contigo: porque tú has sido muy cruel con tu padre.

– ¿Quién se acuerda ahora de aquel viejo avaro que me tenia emparedada?

– Dices bien: ¿á qué acordarse de eso? tu padre duerme tranquilo en la tumba.

– Quiero ver á mi adorado, dijo Leila dejándose caer sobre un diván.

– ¿Y vas á recibirle así? es virtuoso y casto, y tu desnudez le sonrojaria.

– Vísteme de túnicas de luz, dijo Leila.

Inmediatamente lucientes y finísimas túnicas cubrieron á la jóven.

Leila entonces parecia un astro caido del firmamento.

Pero sus resplandores no ofendian á la vista.

– Quiero ver á mi amado, ¿dónde está?

– Llorando sobre la tumba de tu padre.

– Que se sequen sus lágrimas, y que sienta mi amor en su corazon.

– Ya no llora y se estremece dulcemente alhagado por un fuego desconocido.

– Ahora, llévame con mi palacio á Damasco.

– Mira por aquella ventana, ¿qué vés?

– Veo fuertes torres á la luz de la luna, dijo Leila.

– Aquel es el alcázar del califa.

– Veo á los pies de la altura donde está ese alcázar una ciudad cubierta por la sombra.

– Esa ciudad es Damasco. ¿Qué mas quieres?

– Quiero que al despertar mañana, el califa vea mi resplandeciente palacio; que lo vean desde la ciudad, y que vean esclavos en sus pórticos, y que dentro haya bailarinas que me alegren, y doncellas que me sirvan, y músicos que me recreen.

– Mira, dijo el génio; ¿vés allá entre las quebraduras de una distante sierra una lucecita?

– Sí.

– ¿Sabes dónde arde esa lucecita?

– No.

– Voy á mostrártelo.

– Leila, se encontró en una cabaña miserable; en ella un anciano y un jóven lloraban desconsoladamente junto á una muger jóven y hermosa, pero enferma y enflaquecida, que moria.

– ¿Y á qué me has traido aquí? dijo Leila.

– Escucha, esas pobres gentes son labradores.

– ¿Y qué me importa?

– Escucha, los años anteriores han sido malos, no solo no han podido esos infelices pagar su tributo al califa, sino que se han privado de lo mas necesario; hace quince dias que los encargados de cobrar las contribuciones del califa, fueron á esa choza, y á pesar de las lágrimas de esa familia, se llevaron los dos jumentillos con que araban sus tierras, su cabra, sus semillas y hasta su lecho; esa familia hace quince dias que está hambrienta; el padre y el hijo se han sustentado con yerbas y raices, pero la pobre Haraxa, no ha podido resistir y muere entre los brazos de su padre y de su esposo. Invocan á Dios, ¿no los oyes? tú tienes poder; díme: levanta del suelo á esa muger, y la levanto; dales pan y medios de vivir y de ser felices, y se lo doy; ¿no ves lo que pende del pecho de esa desgraciada? un niño que procura amamantarse del pecho exhausto y no puede.

– ¿Y que tengo yo que ver con eso? dijo con dureza Leila; yo me abraso de amor. Llévame á mi alcázar.

– Héte en él, pero no tienes caridad: Dios, que hizo ese talisman de que soy esclavo, le construyó para la santa Madre de su Enviado, ¡oh, y cuán diferente uso hacia en su poder aquella alma noble!

– Calla.

– Un momento, señora mia: lo que tú no has querido hacer con una pobre familia lo ha hecho Dios; los habia castigado porque la prosperidad los habia hecho un tanto soberbios, los habia reducido á esa cabaña, á esa desdicha. Pero han invocado con fé á Dios, eran buenos, y Dios los ha enviado un ángel en figura de peregrino.

Con el ángel, ha entrado la Providencia de Dios en la cabaña.

Han tenido alimento, y el ángel les ha dejado al partir un saco lleno de oro.

– Has que venga naturalmente atraido á mi, mi adorado Abraham, dijo Leila.

– Tú no tienes caridad. Hélo aquí que viene.

– Vete, dijo Leila.

El génio saltó de la mano al suelo, y desapareció como habia aparecido, desvaneciéndose en humo.

XVIII

– ¿Sabes hermana culebra, que tu cuento me está maravillando? dijo el lagarto. ¿Crees tú que eso pueda haber sucedido?

– Eso y mucho mas puede hacer Dios, que es Todopoderoso, hermano lagarto.

– Sí, sí, pero esa muger endemoniada…

– Dios la castigaba con sus mismas pasiones. Cuando el alma de Abraham, que está allá abajo penando donde tú no te has atrevido á bajar, me contaba esto, la desdichada alma se estremecia.

– Sigue, hermana culebra, sigue; tengo impaciencia por saber el fin del cuento.

– Pues escucha, hermano lagarto, y aprende y escarmienta.

– Yo, añadió la golondrina, hermano ruiseñor, escuchaba sin dormirme aunque estaba muy cansada.

– Como te escucho yo, amiga golondrina, dijo el ruiseñor, y como te escucha esa maldita Asenéth, que como Leila-Fatimah, quiere matar á su padre por gozar sus amores.

– ¡Oh! esclamó Asenéth, pájaros habladores, seguid, seguid vuestro cuento de los amores de la maga con el judío Abraham, mi abuelo.

La golondrina, calló un momento como quien recuerda, y luego continuó:

XIX

La culebra siguió diciendo á su amigo el lagarto:

– Entre tanto, el buen Abraham, que habia dejado de llorar de repente, y se habia sentido inflamar por un fuego dulce y desconocido, olvidó enteramente á su protector, y saliendo del cementerio montó en su asno, y se volvió hácia un lugar donde le llamaba una fuerza misteriosa que le atraia, le atraia, sin que fuese poderoso á contrarestarla y sin saber á dónde.

Y el asno andaba con la velocidad del Borac93, y la tierra se quedaba rápidamente atrás, y parecia un rio que huia.

Y antes del amanecer, Abraham se encontró no lejos de una populosa ciudad y á la puerta de un jardin deleitoso.

En medio del estensísimo jardin, habia un palacio resplandeciente que arrojaba sobre el jardin y sobre los montes una luz diáfana, mas diáfana que la de la aurora.

El asno se detuvo en la puerta del jardin, levantó la cabeza, abrió sus narices al viento y rebuznó.

En el momento se abrió la puerta del jardin, y aparecieron muchos esclavos negros.

– ¿Eres tú, dijeron, el sábio médico á quien nuestra señora espera?

– ¿Y quién es vuestra señora? Yo al ver la hermosura de estos sitios y los resplandores de aquel palacio, habia creido que Dios el Misericordioso, me mostraba su jardin de Hiram.

 

– Estos no son los jardines de Hiram, sino los de nuestra señora, que está enferma y te espera.

– ¿Es acaso la sultana de este imperio vuestra señora?

– Nuestra señora es la poderosa maga Leila-Fatimah.

Al oir la palabra maga, Abraham invocó á Dios, y le invocó tan de corazon, que fueron inútiles para con él en aquel momento los hechizos de Leila-Fatimah.

Revolvió su asno, y escapó á cuanto correr pudo el asno por la campiña.

El cuadrúpedo tomó por una senda, y al fin de ella se paró delante de un humilde edificio.

– Loado sea Dios, que me trae á su santa casa, dijo Abraham.

En efecto, el asno se habia detenido en una pequeña mezquita, donde hacia penitencia un hombre de Dios, un santo morabitho.

Abraham descabalgó de su asno, y entró en la mezquita.

El morabitho estaba prosternado delante del mirab.

Prosternose tambien Abraham, y oró.

Cuando se levantó, vió delante de sí al morabitho, que era un anciano de barba blanca.

– ¿Qué buscas ante Dios? dijo el morabitho.

– La tentacion me ha acometido, hermano, dijo Abraham, cuando oraba esta noche sobre la sepultura de mi padre.

– Dios solo es veráz, y Satanás es pérfido; lleno de lazos tendidos por el demonio está el camino de la vida: dichosos los que, como tú, acuden en sus tribulaciones á Dios.

– Es que me siento vacilar, hermano mio.

– ¿Qué te dice el diablo?

– Ha llenado de amor mi corazon.

– Amar puede el hombre; para él ha nacido la muger.

– Pero mi amor es ardiente, desenfrenado.

– Recurre á la penitencia.

– Mi corazon vacila.

– Véncele.

– ¿Querrás consultar la voluntad de Dios en las estrellas, hermano?

– Las consultaré por tu amor, porque te veo lleno de tribulacion.

– Dios te lo pagará.

– Quédate entre tanto conmigo, bajo el amparo de la casa de Dios.

93Cuadrúpedo maravilloso y alado en que, segun dicen las leyendas musulmanas, hizo Mahoma una escursion al paraiso.