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La alhambra; leyendas árabes

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– Pero se consuela con las esclavas de su harem.

– El rey Nazar tiene harem porque es rey; pero jamás pasa sus puertas: el rey Nazar tiene el alma cubierta de luto.

– ¿Por la muger que le arrebataron hace diez y siete años? dijo alentando apenas la dama.

– El rey encontró sangre en el retrete de la luz de sus ojos, del alma de su alma, de su adorada Leila-Radhyah; pero su alma habia desaparecido: el rey lloró y llora: el rey daria su grandeza y su vida por volverla la existencia.

La dama no contestó una sola palabra.

– ¿Dónde me llevas? dijo con cuidado la dama viendo que el rey se alejaba cada vez mas: la luna empieza á salir.

– Allí hay un bosquecillo de avellanos, contestó el rey; necesito hablarte donde nadie nos pueda oir.

– ¡Ah! ¿necesitas hablarme? ¿pues qué, hay alguna dificultad para lo que deseo?

– Tal vez.

– ¿Por qué tiemblas?

– ¡Ah! ¿y quién no temblará á tu lado, asido á tu brazo, reina del amor?

– ¿Qué esto? dijo la dama con terror y con orgullo, ¡tú no puedes ser el enviado de Yshac-el-Rumi!

– ¡Oh! ¡la luna sale! ¡espera, espera á que descubra enteramente su disco y te contestaré!

– No daré ni un paso mas, dijo con terror y con cólera la dama, ¿quién eres? tú no eres el alcaide de los eunucos, ó si lo eres, eres un miserable, un traidor.

– ¡Oh! ¡la luna! ¡la luna!

– ¡Vuélveme, vuélveme á mi asilo! esclamó la dama pugnando por desasirse del rey que la detenia.

– ¡Volver, volver á donde otros puedan verme á tu lado! ¡oh! Dios me ha traido hasta ti: Dios quiere que solo él sea testigo de lo que vá á suceder entre los dos.

– ¿Y qué puede suceder?.. esclamó con terror la dama.

– ¡Oh! ¡mi amor y tu hermosura! ¡Dios misericordioso! ¿y cómo podia esperar yo tanta felicidad?

– ¿Qué dice este hombre? esclamó en el colmo de su terror la dama.

– ¡La luna! ¡héla allí, llena y resplandeciente que se presenta en toda la plenitud de su belleza, para alumbrar á mis amores, para brillar una vez sobre mis lágrimas de alegría, como ha brillado tantas otras sobre mis lágrimas desesperadas!

– ¡Ah! ¡has cambiado de voz, fingías el acento! ¡yo… yo recuerdo tu acento!.. ¿quién eres? esclamó trémula la dama.

– ¿Te has engalanado para deslumbrar con tu hermosura al rey Nazar, no es verdad, luz de mis ojos? dijo el rey.

– ¡Quién eres! dijo la dama con doble ansiedad.

– Y el rey Nazar sentiria romperse su corazon de gozo, de felicidad, aunque solo te hubieras presentado ante él, con tu hermosa crencha negra suelta, y suelta tu túnica de luto, alma de mi vida, mi infortunada, mi hermosa, mi sultana, Leila-Radhyah.

La dama dió un grito de sorpresa, de angustia, de ansiedad, y arrancó la toca de sobre el semblante del rey en que reflejó de lleno la luz de la luna.

– ¡Ah!.. ¡ah!.. ¡Dios poderoso!.. ¡Nazar!

Esclamó y se desmayó entre los brazos del rey.

Encontrábanse junto á una fuente á la entrada de una espesura de avellanos, en una meseta de la montaña; veian desde allí á lo lejos el Albaicin y la parte de la Colina Roja donde se alzaba el pequeñito alcázar habitado por Bekralbayda.

El rey Nazar llevó á Leila-Radhyah, á la única muger á quien habia amado, á la que habia llorado muerta, á la que habia cambiado su nombre por el de Maga de las humbrías, al lado de la fuente y la roció el rostro con agua.

Pero Leila-Radhyah no volvia en sí; gemia como si demasiado comprimido su corazon estuviese próximo á romperse.

El rey estaba aterrado y redoblaba sus esfuerzos para hacerla volver en sí; al fin, Leila-Radhyah abrió los ojos, se incorporó entre los brazos del rey Nazar, le miró faz á faz, y se pasó las manos por la frente como si hubiese pretendido volver en sí de un sueño.

Luego esclamó con un acento profundamente conmovido, ardiente, enamorado, loco:

– ¡Oh! ¡señor, señor! ¡es él! ¡es él! ¡mi Nazar!

Y se arrojó á su cuello, le retuvo en sus brazos, y rompió á llorar; pero en un llanto de alegría.

– ¡Oh! esclamaba entre sus lágrimas con un acento indefinible, de amor y de alegría, ¡me ha creido muerta y no me ha olvidado!

– Yo ví sangre en tu retrete, contestó el rey Nazar.

– ¡Oh! sí, dijo Leila-Radhyah: fué una noche horrible… horrible… mira rey mio, señor de mi alma: mira.

Y Leila-Radhyah se abrió con una mano trémula de impaciencia la túnica interior y mostró al rey las señales de tres anchas puñaladas.

– ¡Oh! ¡qué horror!.. y… ¿quién fué? preguntó con acento cobarde el rey…

– ¡Ella, ella, la hechicera, la maldita!.. contestó Leila-Radhyah.

– ¡Wadah! murmuró el rey.

– ¡Sí, sí, Wadah, esa terrible hechicera sedienta de sangre! ¿Y sabes tú para qué me he puesto yo estas ropas, estas joyas, esta diadema?..

– ¡Oh! ¡no!

– Para impedir un nuevo crímen.

– ¡Un nuevo crímen!

– Sí: para impedir que se lleve á cabo una venganza horrorosa: para impedir que Wadah asesine á Bekralbayda.

El rey se alzó pálido, terrible.

– ¡Qué, Wadah pretende asesinar á Bekralbayda! esclamó.

– ¡Ah! ¡tú amas á esa doncella! esclamó Leila-Radhyah.

– ¡Bekralbayda ha sido amante de mi hijo! esclamó el rey.

– ¡Ah! esclamó Leila-Radhyah.

– ¡Pero ese asesinato! esclamó el rey que estaba desencajado, ¡el pronóstico del buho maldito!

– ¿De qué buho hablas?

– De uno que me persigue, que salió de la cueva por donde llegué hasta tí rozando mi rostro con sus alas.

– Era Abu-al-Abu, á quien yo solté para que volase, como todas las noches, fuera del subterráneo.

– Ese buho me predice una desgracia horrible.

– Pero esa desgracia no será la muerte de Bekralbayda, yo te lo juro; te lo juro por el Dios Altísimo y Unico.

– ¿Pero esta horrible traicion?..

– ¿Cómo has venido á mi asilo, al asilo donde he estado oculta desde que eres rey de Granada? ¿te lo ha revelado á caso el alcaide de los eunucos?

– No, no, Dios es el que me ha traido junto á ti: pero el tiempo vuela…

– Empieza ahora la noche, y hasta que medie, Wadah no irá al alcázar que has construido para Bekralbayda. Pero es necesario que me lleves á él; que me ocultes; que te apoderes del alcaide de los eunucos para que no pueda revelar nada.

– ¿Y quién introducirá á Wadah en el Mirador de la sultana?

– Yshac-el-Rumi.

– ¡Yshac-el-Rumi!..

– Sí, sí, pero vamos, rey mio, vamos y tú mismo sabrás, tú mismo verás lo horrible del ódio de Wadah: tú sabrás en lo que consiste su locura: tú sabrás que tu Leila-Radhyah, tu sultana, es digna de tí. Ven.

– Sí, sí, vamos, dijo el rey.

Leila-Radhyah se envolvió en su albornoz, se asió al brazo del rey, y ambos, siguiendo la ladera de la montaña, se encaminaron á la Colina Roja.

III
DE CÓMO LA SULTANA WADAH CREYÓ EN LA RESURRECCION DE LOS MUERTOS

Arrojaba la luna su blanca luz sobre la Colina Roja.

Solo se veian los paredones en construccion, los andamios, el Mirador de la sultana, que se levantaba silencioso al norte, y los guardas que vagaban entre las obras, cantando para no dormirse.

En el vestíbulo del Mirador de la sultana, apoyado en una columna, se veia un moro envuelto en un alquicel blanco.

Aquel hombre esperaba sin duda, porque miraba de tiempo en tiempo con impaciencia á la desembocadura de un callejon formado por dos trozos de muralla en construccion.

Al cabo aquella sombra blanca se afirmó sobre los piés, y salió al encuentro de dos sombras que desembocaban por el callejon.

Era la una una muger; la otra un hombre.

Al salir el que esperaba al encuentro de los dos que venian, retrocedió.

– Tú no eres el alcaide, dijo al hombre.

– Yo soy el rey, dijo Al-Hhamar con voz tonante.

– ¡El rey! esclamó el que les habia salido al encuentro.

– Y se inclinó profundamente.

– Levántate y llévame á donde llevarias á esta dama si la hubiera traido el alcaide.

– ¡Señor! murmuró aterrado el moro.

– Levántate y guia, añadió con acento de amenaza el rey.

El moro se levantó, se encaminó al vestíbulo, torció á la derecha, abrió un pequeño postigo y entró por él.

– Esto está oscuro, dijo el rey.

– Así me han mandado tenerlo, señor.

– Busca una luz…

El moro obedeció, y volvió con una lámpara de los guardas.

Subieron por unas escaleras, atravesaron una galería y entraron en un precioso retrete.

– Cierra esa puerta, dijo el rey al moro.

El moro cerró.

– Descúbrete, le dijo el rey Nazar.

El moro echó atrás la capucha de su albornoz con la que hasta entonces habia tenido cubierta la cabeza.

– ¡Ah! ¡eres mi walí Aliathar! ¡mi bravo africano! ¡el walí de la guarda de este alcázar en quien yo depositaba mi entera confianza! ¡y te has atrevido á hacerme traicion!

El walí cayó de rodillas.

– No quiero saber el precio en que me has vendido: solo quiero que obres como si no me hubieras encontrado, y te perdono.

– ¡Ah, poderoso señor!

– Que nadie sepa que yo estoy aquí.

– ¡Ah, señor!

– Cumple fielmente con lo que te han encargado aquellos á quien te has vendido.

– Solo tengo que esperar á la media noche á que se presenten un hombre y una muger para introducirlos aquí.

– Pues bien, introdúcelos, y cuando estén dentro, no los dejes salir.

– Así lo haré, señor.

– ¿No está contigo en la guardia el walí Abd-el-Melek?

– Si señor, pero no sabe nada.

– No importa; dí al walí Abd-el-Melek, que vaya con cuarenta hombres á las Angosturas del Darro; que en el ensanchamiento donde está el primer remanso, busque la entrada de una cueva, que se oculte en ella, que prenda al hombre que entre y que le lleve á las mazmorras de la Alcazaba.

– Asi lo diré á Abd-el-Melek, magnífico señor.

 

– Dí á esta dama lo que tengas que decirla.

– Por esta celosía, se vé la cámara donde reposa la sultana Bekralbayda, dijo Aliathar que temblaba de terror.

En efecto, por una celosía dorada se veia una pequeña cámara octógona, donde se veia un ancho divan de brocado á la opaca luz de una lámpara.

– Por esta puerta, añadió el walí, señalando una pequeña situada en un ángulo, y por unas escaleras estrechas se baja á un alhamí que está cerrado por una puerta de cedro.

– Basta, dijo Leila-Radhyah, que permanecia encubierta: lo demás ya lo se.

El walí se inclinó profundamente.

– Oye ahora, dijo el rey, y cumple fiel lo que voy á mandarte; vé y espera á ese hombre y á esa mujer; pero en el momento que entraren, haz una señal leve: para poder percibirla, voy á trasladarme á la cámara que está sobre el vestíbulo.

– Yo sé silvar como un buho, dijo el walí.

Se estremeció el rey.

– Bien, bien, no importa, silva cuando ese hombre y esa muger hayan entrado: y no les avises, porque si no sucede aquí esta noche lo que debe suceder, te arrojo á mi verdugo para que me arroje tu cabeza.

– ¡Ah, señor!

– Y sobre todo, que Abd-el-Melek, vaya á ocultarse en la cueva del rio, y cumpla las órdenes que te he dado. Vete.

El walí salió estremecido de miedo.

– Ven conmigo, alma de mi alma, dijo el rey tomando la lámpara y asiendo de la mano á Leila-Radhyah.

Atravesó con ella un estrecho corredor, abrió una puerta y entró en un pequeño y bellísimo retrete.

– ¿Quién diria que la tosca lámpara de hierro de un guarda de las obras de mis alcázares habia de alumbrar mi felicidad?

Y dejó la lámpara sobre el alfeizar de una ventana.

Despues estremecido de pasion arrancó el albornoz á Leila-Radhyah.

– ¡Oh santo Dios de Ismael y qué hermosa me la vuelves! ¡qué hermosa y qué enamorada! añadió al ver la mirada candente, lúcida, que Leila-Radhyah posaba en sus ojos.

– ¿Te olvidas, señor, por tu pobre esclava, del motivo que nos trae aquí? dijo Leila-Radhyah, cuyas megillas cubria un leve y dulce matiz de púrpura.

– Siento que mi cabeza se desvanece: en mis oidos resuena una música regalada: la fragancia que me rodea me embriaga: ¡y es el resplandor de tu hermosura que me ciega! ¡es tu voz que resuena en mi alma! ¡es tu aliento que respiro! ¡ah! ¡y qué misericordioso y qué grande es Dios!

– ¡Oh! ¡rey, rey mio! esclamó Radhyah exhalando estas palabras entre un suspiro.

Hubo un momento de silencio.

– ¡Oh! ¡qué feliz, qué feliz soy!.. ¡la felicidad que siento, me comprime el corazon, me mata!.. esclamó Leila-Radhyah: ¡oh! ¡mi Nazar! ¡oh! ¡mi alma!

– Tu amor ha consagrado este alcázar, luz de mis ojos: esclamó el rey mirando con delicia á la princesa africana: ¡oh! ¿por qué tenemos mas en qué pensar que en nuestro amor?

– Oye, rey mio… ¿no es verdad que yo para tí no soy sultana ni esclava? ¿no es verdad que no soy para tí mas que Leila-Radhyah?

Al-Hhamar la estrechó entre sus brazos.

– Para esa infame hechicera, para esa Wadah fatal, justicia: para tí, mi noble mártir, mi amor, mi vida, mi alcázar y mi corona.

– Y para tí mi alma, esclamó Leila-Radhyah exhalando toda su alma en una divina sonrisa.

Callaron entrambos dominados por su amor, porque un amor que, comprimido, desgarrado, cubierto de luto y de dolores durante diez y siete años, estallaba al fin inmenso.

– Oye, dijo Leila-Radhyah: quiero contarte mi historia.

– ¡Tu historia! ¡una historia de desdichas!

– No, porque ha habido dos nobles y generosos hombres que me han protegido, que se han consagrado á mí: mi historia es muy sencilla y muy breve.

– ¡Oh! te escucho: tu voz es para mí tan dulce y tan amada como puede serlo la voz de los arcángeles al Señor.

– ¿Te acuerdas del dia en que nos conocimos?

– ¡Oh! esclamó el rey Nazar.

– Nos rodeaba el horror del combate: estaba yo cercada de cadáveres despedazados: los cristianos que me habian robado en la frontera cuando me dirigia á Córdoba, que habian muerto al wacir que me acompañaba, á mis doncellas, á mis esclavos, habian sido muertos á su vez por tus soldados y yo lloraba desolada porque me veia cautiva cuando empezaba mi juventud: ¿te acuerdas?.. apenas tenia doce años, y ya era una muger: ya mi corazon languidecia de amor.

– ¡Hija de Africa, alentada por el viento del desierto! esclamó con entusiasmo Al-Hhamar: ¡oh! ¡y qué hermosa eras ya! pero ahora eres mas hermosa: yo nunca hubiera creido que ojos de muger pudieran brillar tanto, arder tanto, exhalar tanta dulzura… ¡oh! entonces eras una hermosa doncella… que llorabas… ahora eres un arcángel de fuego…

– Pero el dolor ha enflaquecido mi cuerpo y empalidecido mis megillas.

– ¡Oh, Dios mio! y si la felicidad, si mi amor te embelesan, dime… ¿quién tendrá vida bastante fuerte para resistir tu hermosura, cuando en estos momentos tu hermosura mata?

– ¿Y si eso fuese, si yo llegase á ser tan hermosa, tan resplandeciente como una hurí del Señor, no creerias mi hermoso, mi valiente Nazar, que el Altísimo empezaba á recompensarte sobre la tierra? Pero es que tu amor me embellece á tus ojos: hace diez y ocho años… ¡oh! ¡entonces si que era hermosa!.. pero tú entonces eras mas hermoso que yo… me acuerdo, ¡oh! me acuerdo como si hoy mismo me estuviera sucediendo, que vi de repente junto á mí un jóven caballero en una yegua ensangrentada hasta el petral de acero: me acuerdo que cuando vi fija en mi mirada la mirada absorta de aquel mancebo, sentí inundada mi alma de una alegría, de una felicidad inmensas; lo olvidé todo: que me encontraba sola, esclava en tierra estraña. Y ¿te acuerdas, Nazar, rey mio, con cuánta alegría me arrojé en tus brazos cuando tú me dijiste yo te amo? ¿te acuerdas de ese tiempo de amor en que fuí toda tuya en cuerpo y en alma, sintiendo no tener mas vida para consagrártela, para confundirla con la tuya? ¡oh! ¡y cuánto te amé desde el punto en que te ví! ¡oh! ¡cuánto he llorado, sufrido, odiado, deseado y maldecido desde el momento en que te perdí!.. ¡oh! ¡cuán dichosa, cuán llena de insensata alegría, cuán enamorada, cuán transportada al cielo, ahora que te veo, que te hablo, que eres mio, mio para no volverte á separar de mí! porque ahora… tú eres poderoso, Nazar, tú eres un gran rey, tú amas á tu Leila-Radhyah y no habrá poder humano que pueda separarme ya de tí.

– ¡Oh! ¡no! tú serás mi sultana… tú la alegría de mis alcázares; tú el genio del amor y de la armonía, que vivirá eternamente en ellos en el lugar que ocuparon, cuando el tiempo, que todo lo destruye inflexible, los haya destruido.

– Cuando en los primeros dias de nuestro amor vagábamos en las claras noches de luna por los jardines de Córdoba, yo creia que jamás podia tener fin mi ventura: ¿te acuerdas? tú hijo el príncipe Mohammet aun estaba en la cuna: yo le amaba, yo le mecia sobre mis rodillas, yo quise reemplazar á la madre que habia perdido.

– ¡Ah! esclamó el rey Nazar:

– Acuérdate cuán feliz era yo: por tí habia olvidado mi padre, mis alcázares de Fez, mi altivez de sultana: á tu lado no deseaba nada, en nada pensaba mas que en tí: si me cubria de galas, era por agradarte: si tañia la guzla y cantaba, era para hacer mas lánguido el sueño que dormias reclinada tu cabeza en mi regazo: si sonreia era por tí y para tí. ¡Oh señor! yo creia que aquella felicidad iba á ser eterna.

– Satanás se puso en medio de nosotros.

– ¡Oh! no recordemos eso: no lo recordemos: tú no dejaste de amarme, no, no: tú me amabas con mas fuerza: te habian dicho que Wadah era una poderosa maga… y tú… Wadah te vió y te amó, y compró á un hombre y vendió á otro, por ser tuya, ó mas bien, porque tú fueses suyo.

– ¡Qué, compró á un hombre y vendió á otro! esclamó Al-Hhamar.

– Sí, compró á uno de tus mayores amigos, á un pariente de tu padre, á David-ebn-Kotham, cuyos consejos seguias tú ciegamente.

– ¡Oh! no, te engañas, Leila mia; el noble David-ebn-Kotham no podia venderse: era el mejor caballero de Córdoba.

– Cada hombre tiene su precio: Wadah hizo creer á David en su poder y en su ciencia, y en que el hombre que fuese su esposo llegaria á ser un rey valiente y vencedor. David la creyó y se vendió á ella por amor á tí: te hizo conocerla de una manera misteriosa, y tú… pero no hablemos mas de eso, esa maldita muger te hechizó.

– ¿Y quién fué el hombre á quien vendió Wadah?

– Un hombre á quien amaba y del cual tenia una hija.

– ¡Ah! ¡con que es cierto!..

– Sí.

– ¿Y esa hija es Bekralbayda?

– Sí.

– ¿Pero cómo pudo Wadah ocultarla?..

– Bekralbayda pasaba por hija de una de sus esclavas.

– ¡Ah!

– De ese modo podia tenerla junto á sí en tu misma casa: pero no se atrevió á tener del mismo modo á su antiguo amante, á quien vendió, porque su amante era un esclavo africano.

– ¿Y cómo se llamaba ese esclavo?

– Daniel-el-Bokarí.

– ¡El alarife!..

– Sí, el gran alarife que ideó el Palacio-de-Rubíes, el maravilloso alcázar que tú estás construyendo.

– Continúa.

– El Bokarí fué vendido, por fortuna, á un amo piadoso: este, al verle triste y abatido, con las señales de la desesperacion mas profunda, quiso saber el secreto de sus penas. El Bokarí, celoso, furioso contra Wadah, se las reveló: entonces su amo le dijo: ¿qué sabrás tú hacer que valga el precio que he dado por tu alma? – Yo soy alarife, dijo el Bokarí. – Pues entonces hazme un palacio en una de mis huertas del Guadalquivir y eres libre.

El Bokarí construyó el palacio y labró los jardines en la huerta, y tan satisfecho quedó su dueño, que no solo le dió la libertad, sino otro tanto valor como el que habia pagado por él á Wadah.

Habia pasado un año desde tu casamiento con Wadah. Yo estaba abandonada en un apartado aposento de tu casa. Nadie se cuidaba de mí; tú me habias abandonado enteramente, hechizado por esa maldita; solo me servia una esclavilla, una pobre niña etiope: pasaba desesperada mis largas noches sin sueño, y de dia me iba á pasear acompañada de la esclava por las riberas del Guadalquivir por los lugares mas solitarios.

Allí, meditando en mi desventura, recordando mi infancia, mi juventud, mis alcázares, las esclavas que allí me habian servido de rodillas, y mi padre que se miraba en mis ojos, lloraba y me entristecía: pero nunca habia pensado en vengarme ni de tí ni de Wadah.

Una tarde, ya se habia puesto el sol, me volvia á Córdoba, cuando un jóven se aproximó á mí.

– Allah te guarde y te recompense, me dijo, si te dignares escucharme.

– ¿Y qué tendrás tú que decirme? le respondí con despego.

– Estás triste y lloras, repuso.

– ¿Y qué te importa eso? repliqué.

– Yo tambien estoy triste y lloro.

– Déjame seguir en paz mi camino, le dije con enfado.

– Una misma persona causa nuestra tristeza y nuestro llanto, añadió: la hechicera, la maga, la esposa de Al-Hhamar.

Cuando esto me dijo, ya le escuché de buen grado, y si entonces se hubiera separado de mí, yo le hubiera detenido.

– ¿Y qué tienes tú que ver con Wadah? le dije.

– No es este sitio para hablar de esas cosas. Viene contigo esa esclava. Pero si quieres ayudarme y que yo te ayude contra esa muger, espérame esta noche.

– Te esperaré.

– A tus habitaciones da un patio que tiene un postigo sobre el rio.

– Es verdad.

– Pues bien, yo llegaré esta noche al mediar con una barca por ese postigo.

– ¿Y fué? dijo el rey Nazar.

– A la media noche, repuso Leila-Radhyah: yo escitada por lo que aquel hombre me habia dicho, le franqueé el postigo.

Hacia una noche tempestuosa y oscura, llovia, tronaba.

Aquel hombre me dijo:

– Espérame en tu aposento, sultana.

Y sin esperar á mas se perdió por uno de los arcos del patio.

Yo absorta sin saber qué hacer, dudé un momento acerca del partido que debia tomar: pero no se por qué me habia inspirado una gran confianza el Bokarí, que él era, y fuí á esperarle en mis habitaciones.

Apenas habia entrado en ellas, cuando se abrió una puerta y apareció el Bokarí; traia entre su alquicel una niña como de dos años, dormida.

– He tenido mas suerte de la que esperaba, me dijo: he encontrado abierto el aposento de mi hija y á su nodriza dormida.

– ¡De tu hija! esclamé.

– Sí; esta niña es hija mia y de Wadah.

– ¡Ah!

– Ahora, si tú quieres, sultana, sígueme.

– ¿Que te siga?

– Sí; ¿qué pretendes esperar aquí? Al-Hhamar, fascinado por Wadah, ni aun se acuerda de tí: cuando Wadah eche de menos á su hija, creerá que tú eres quien se la ha robado, y pretenderá vengarse de tí: aquí estás en peligro, huye.

– No me separaré de la casa donde vive Al-Hhamar, le contesté.

 

– Pero esa muger es terrible y sanguinaria.

– No importa: llévate tu hija; yo me quedo aquí.

En vano el Bokarí pretendió convencerme: yo no podia separarme del lugar en que, aunque sin verte, estaba próxima á tí.

Al fin cansado de la inutilidad de sus esfuerzos, y viendo que la noche avanzaba, el Bokarí salió.

– Deja abierto el postigo, me dijo, hasta el amanecer.

– ¿Y á qué propósito?

– Déjale abierto, sultana, porque yo quiero velar por tí.

No se qué estraña confianza me inspiraba aquel hombre, que cedí y dejé abierto el postigo.

Cuando entré en mi aposento me aterré: Wadah desmelenada, pálida, desceñida la túnica, buscaba por todas partes en mi aposento y rugia y lloraba.

Al verme se abalanzó á mí como una leona.

– ¡Dáme mi rosa blanca, miserable! ¡dámela! gritó.

– ¡Tu rosa blanca! esclamé, ¡tu hija!

– ¡Sí! ¡mi hija! ¡dáme á mi hija que me has robado! gritó.

– Dáme tú mi Al-Hhamar, repuse.

– ¡Qué! ¿no me darás mi hija, ladrona? esclamó Wadah palideciendo.

– ¡Tu hija! ¡tu hija! esclamé, saboreando aquella venganza inesperada que me habia procurado el Bokarí: ya no volverás á ver á tu hija, hechicera.

– ¡Ah! ¡ni tú volverás á ver el sol! gritó.

Luego sentí tres golpes terribles sobre el pecho; despues nada: una densa niebla habia cubierto mis ojos; mi cabeza se habia hecho pesada, como de plomo.

Cuando volví en mí me encontré en una habitacion humilde, pero limpia y alegre.

Un hombre estaba á mi lado contemplándome con interés.

Era el Bokarí.

– ¡Ah! ¡Dios sea loado! esclamó: creí que no volverias á la vida, sultana.

Quise hablar, pero me hizo señal de que callase, y él mismo guardó silencio.

Algunos dias despues, como yo le preguntase por qué razon estaba en su poder me contestó.

– Yo quise que dejaras abierto el postigo para protegerte: poco despues oí los gritos de Wadah y los tuyos; me precipité en tu socorro, pero llegué tarde. Wadah habia desaparecido, y tú estabas por tierra ensangrentada y sin sentido. Cargué contigo; te llevé á mi barca, te restañé la sangre de la mejor manera posible, y apartándome con mi barca de aquel lugar maldito, te he traido aquí. Tenias tres puñaladas en el pecho que me hicieron temer por tu vida: pero la misericordia de Dios no ha querido que mueras.

– ¡Ah! ¿y para qué quiero yo vivir?

– ¿Te has olvidado de tu padre, sultana?

– Mi padre no me recibirá.

– ¿Quién sabe?

– Mi padre me pedirá cuentas de mi honra.

– Que se las pida á Al-Hhamar. ¿Acaso Al-Hhamar no te hizo su esclava? En el momento que tus heridas lo permitan iremos á Africa. Es necesario que tu poderoso padre te vengue de Al-Hhamar.

Pasó así algun tiempo.

El Bokarí, salvas algunas horas de la tarde y de la noche, estaba á mi lado refiriéndome alegres cuentos para entretener mi tristeza.

Lo demás del tiempo lo pasaba encerrado.

– ¿Qué estás haciendo? le dije un dia.

– Estoy haciendo un alcázar tan maravilloso, que no habrá rey que se atreva á construirle.

– Pero si le haces tú, no hay necesidad de que le haga un rey.

– Sí, pero yo le hago imitado en gacela, y para levantarle, para que se toque con las manos como ahora se toca con la vista, serian necesarios grandísimos tesoros.

– ¡Y no me enseñarás ese alcázar! le dije.

– Ven conmigo, me contestó.

Llevóme á una torrecilla, y en ella colgados de las paredes y estendidos por el pavimento, vi una multitud de pergaminos, sobre cada uno de los cuales habia pintada una maravillosa habitacion ó un patio incomparable ó un jardin deleitoso.

– Este es el Palacio-de-Rubíes, sultana, me dijo el Bokarí: el rey que posea este alcázar, será el rey mas poderoso de la tierra.

Cuando el Bokarí dijo esto, mi pensamiento se fijó en tí, mi valiente Nazar, y dije.

– El llegará á ser rey, él será un rey grande y poderoso: él construirá este alcázar.

– ¿Quién sabe? dijo el Bokarí, pero para cuando Al-Hhamar sea rey, ya habré yo muerto. Es necesario buscar otro rey que pueda construir esta obra. Necesitamos pasar á Africa.

– Cuando quieras, le dije: nada espero aquí.

Algunos dias despues llegábamos á Málaga, y nos embarcábamos en una galeota de un amigo del Bokarí.

Llegamos al fin á Tlencen.

El Bokarí, bajo pretesto de mostrar á mi padre el Palacio-de-Rubíes, logró que le recibiese en su alcázar.

Maravilló tanto á mi padre la riqueza de la obra que habia pintado el Bokarí, que no teniendo tesoros bastantes para realizarla, quiso al menos que en su alcázar hiciese algunas habitaciones semejantes el Bokarí.

Pasó algun tiempo.

El Bokarí iba todos los dias á los alcázares de mi padre á labrar las nuevas habitaciones.

Mi padre habia llegado á tenerle ya amor.

Atrevióse al fin un dia á decirle el Bokarí:

– ¿Dónde quieres que ponga esta inscripcion que acabo de labrar?

La inscripcion á que el Bokarí se referia era mi nombre.

– ¡Leila-Radhyah! esclamó mi padre demudado: ¿quién te ha dicho su nombre?

– Es el de una dama muy hermosa que yo conozco, dijo el Bokarí.

– ¿Y qué edad tiene esa dama?

– Diez y siete años.

Creció la palidez de Al-Mostansir.

– ¿Y dónde has conocido á esa dama?

– En Córdoba: es cautiva de un valiente walí.

– ¡Ah! dijo mi padre; ¿no mas que cautiva?

– Poderoso rey, dijo el Bokarí, la cautiva ama á su señor.

– ¿Y su señor la ama á ella?

– Se ha casado con otra.

– ¿Cómo se llama ese walí, que se casa con una muger teniendo en su poder otra que se llama Leila-Radhyah?

– Se llama Mohammet-ebn-Juzef-Al-Hhamar.

– Pero Al-Hhamar no es ya solamente un valiente walí; es un rey.

– ¡Rey!

– Si por cierto: el califato de Córdoba se hunde: cada walí se cree bastante poderoso para declararse rey: Aben-Hud acabará mal; su corona se divide en muchas coronas.

– ¿Y dices, señor, que Juzef-Al-Hhamar es rey?

– Sí; rey de Jaen, Guadix y Baeza. No hablemos mas de esto.

– ¿Pero esta inscripcion?

– Rómpela.

– ¿Olvidais que es el nombre de Leila-Radhyah?

– Rómpela.

– ¿Pero por qué tanta severidad, señor? ¿No os digo que Al-Hhamar?..

– No hablemos mas de esto; esa desdichada ha debido morir… y no ha sabido morir. Rompe su nombre, y no le vuelvas á poner delante de mis ojos ni á enviarlo á mis oidos.

– ¡Ah Leila, Leila de mi alma! esclamó el rey Nazar: ¡y cuán culpable he sido para contigo!

– Eso ha sido un sueño, una pesadilla que ha pasado, dijo Leila-Radhyah sonriendo tristemente: déjame continuar.

El Bokarí no volvió á hablar mas de mí á mi padre hasta que se concluyeron las obras. Cuando mi padre le hubo pagado, el Bokarí se atrevió á decirle:

– Voy á España, señor: ¿qué diré á la desdichada que en aquella region llora?

– Cuéntala lo de la inscripcion; le respondió mi padre.

El Bokarí salió triste y acongojado de los alcázares de Al-Mostansir Billah, porque me amaba y habia concebido esperanzas de que mi padre me volveria su afecto.

Pero ni una palabra me dijo acerca de esto, sino cuando un año adelante le ví próximo á la muerte.

Entonces me lo reveló todo; y un amigo suyo, un renegado español, quedaba encargado de mí, de Bekralbayda y del Palacio-de-Rubíes.

Daniel-el-Bokarí murió al cabo, y entonces conocí á Yshac-el-Rumi.

Ya le conoces tú.

Su historia es muy breve.

Se halló en la batalla de Alarcos, como soldado del rey Alonso de Castilla, y fué hecho cautivo, vendido y traido á Africa.

En Africa estudió toda la ciencia que poseia su amo, que era astrólogo, y se enamoró de una hermosa hija que el astrólogo tenia. Ella se enamoró tambien de él, y sin que su padre lo supiese se comunicaban. Pero un dia se apercibió de ello el viejo y quiso matarlos á entrambos.

– Me casaré con ella, dijo Yshac.

– Tú no puedes casarte con mi hija, dijo colérico el viejo: porque eres cristiano.

– Me haré musulman.

– Pero eres mi esclavo.

– ¿Y qué, no vale nada la honra de tu hija?

El astrólogo, á pesar de su codicia, cedió; Yshac se hizo musulman y se casó con su amante.

Pero la infeliz murió poco despues al dar á luz una criatura que nació muerta.

– Ahora comprendo, dijo el rey Nazar, la razon de la sombría tristeza de ese hombre: pero lo que no puedo comprender es la conducta que ha seguido y sigue conmigo.

– ¡Ah! ¡pues es muy fácil de comprender! Yshac me ama.

Frunció el entrecejo el rey Nazar.

– Me ama como un padre ama á su hija, y quiere vengarme y vengar al pobre Daniel-el-Bokarí, de quien fué grande amigo.

– ¿Y por qué entonces el misterio de que te ha rodeado y la especie de traicion de haber arrojado á Bekralbayda en los brazos de mi hijo Mohammet, y habérmela vendido despues?

– Yshac-el-Rumi y yo amamos á Bekralbayda como si fuese nuestra hija: Yshac la llevó á Alhama para que el príncipe la viese y la amase: yo quise que tú la conocieses tambien.